viernes, 20 de diciembre de 2013

Epístola del desembarco de Normandía


Queridos hermanos:

     Cuando Dios dijo “Hágase el panadero” o “Hágase el herrero”, por poner un caso, sin duda su liebre llevaba. Nadie pone en tela de juicio el acierto de tales providencias. Sin embargo sobre el momento en que añadió —“Hágase el funcionario”, abundan los que, rozando la blasfemia, dudan de que nuestro Señor anduviera acertado. Si bien hay general acuerdo en que estos últimos cobran de más y trabajan de menos, tal unánime certidumbre se va quebrando al ponderar lo crecido de su número, tenido por desmesurado cuando se censaban en la barra del bar, pero exiguo cuando ahora te dicen en el hospital que te operarán dentro de un par de años, que tu hijo en la escuela será instruido por un señor de marrón, distinto cada hora, mientras se incorpora la seño que está malita, o que esa cola no es para escuchar a Bruce Springsteen, sino para presentar unos papeles en tal ventanilla al único funcionario que, tras los ajustes realizados, queda para atender al público, eso sí, ante la atenta mirada y supervisión de seis jefes. Tal vez se trate de unos papeles que ellos ya tienen, si no es que se los hemos tenido que pedir antes para poder entregárselos después a ellos mismos… Es difícil escapar a la tentación de enfadarnos precisamente con el de la ventanilla por tal proceder de la administración o por la escasez de personal, pues es la única cara visible del invento, sin intentar ponernos en su lugar, que más es de víctima que de verdugo. En cuanto al exceso de funcionarios, es más un tema taxonómico que cuantitativo, algo que tal vez Linneo hubiera podido desbrozar a tiempo.
     Sólo cabe pensar que la Administración ha decidido crear en cada ministerio, consejería o delegación un negociado con la única misión de confundir, de mantener siempre inquietos, desorientados y confusos a sus administrados, tal vez para, ocupados así en resolver los problemas que ellos mismos les crean, como el resto de los ciudadanos, los funcionarios se distraigan y encandilen corriendo tras una liebre falsa, quehacer que les llene el tiempo y les impida pensar, aunque tenga como indeseada consecuencia el impedirles dedicarse a trabajar y a solucionar los asuntos del día a día. Yerran si creen que no nos queda tiempo para reconocer el origen de ciertas situaciones. Con ello concentran y dan estatuto legal y organizativo a algo que, disperso y repartido, ya existía de forma inevitable, aunque llevadera. Desgraciadamente este negociado de la confusión, presente en todos los organismos, parece ser el departamento más eficaz en todos ellos, para desesperación de los sectores más técnicos y profesionales de la estructura de las distintas administraciones.
     Después de casi ocho lustros en esta industria, la docente en mi caso, habiendo sobrevivido a más ministros de los que puedo recordar y a un número de leyes de educación suficientes para un continente, aunque excesivas para un solo país,  uno creía que nada nuevo podría surgir, que nuestra capacidad de sorpresa ya estaba colmada, que algo tan importante y serio como la educación, pero a la vez tan sencillo, no permitía grandes novedades. Error. Sacar a los ministros de educación de entre las vociferantes e ineducadas tertulias de algunos infames programas de televisión, en lugar de buscar entre cualificados miembros de la profesión, que los hay a montones, da lugar a situaciones como la que actualmente vivimos que, siendo benévolos, cabría calificar de inquietante. Menester es reconocer que destacar, para mal, entre el resto de ministros del Consejo, no deja de tener su mérito. Ignorados y ninguneados desde las alturas, los niveles medios e inferiores de la administración, es decir, el sector técnico y profesional, es la parte del gremio que intenta aportar la cordura y sensatez que corrijan, en la medida de lo posible, las insensateces y ocurrencias que, como nublos y pedriscos, de las alturas caen, y permiten que mal que bien, esto funcione.  
     A los que tal guerra nos ha colocado en primera línea, a quienes en las últimas piezas de nuestra profesional verbena nos ha tocado bailar con la más fea, nos vemos acosados por todos los frentes. Últimamente también recibimos fuego amigo y, desacreditados y arrojados a los pies de los caballos por quienes deberían defendernos, no queda más que, a quienes nuestra avanzada edad nos lo permita, abandonar el barco, bajarnos a medio, pisar el billete y retirarnos antes de que sea demasiado tarde y hasta esa puerta se nos cierre. Tras tantos años esperábamos, y creo que nos habíamos ganado, un final más apacible y con menos sorpresas, siempre indeseables en un sistema educativo, que debía tener como cimientos la estabilidad y la cordura, no la ocurrencia, la improvisación, ni la revancha. Es la educación terreno para el acuerdo, la mesura, no la confrontación o el experimento.
     Nunca te acostarás sin aprender alguna cosa inútil, en palabras de fray Sven de Escandinavia o, según las más castizas palabras de mi abuela Leopoldina, oriunda de Paterna del Madera, en ningún sitio ocurren tantas cosas como en el mundo. Cuando las cosas sencillas se complican tanto, cosa que cada día ocurre con más frecuencia, siempre viene a mi magín el desembarco de Normandía. Es inevitable quitarse la boina ante tal alarde organizativo cuando observo las complicaciones, a mi entender excesivas, con que vienen a desarrollarse las actividades previsiblemente normales de una escuela con cuatrocientos alumnos. Cruzar el canal y poner en una playa a la misma hora a treinta y seis divisiones de soldados, cientos de miles de personas,  sin que se enteren los alemanes, cada uno con su fusil y su bocata, conseguir que todas las lanchas lleguen a su hora al mismo sitio, cargadas de gasoil, ordenados los obuses, con todos los permisos y revisiones al día…Admirable.
     —“Sargento mío, que se me ha olvidado la escopeta”, dice uno.
     —“El destructor no ha pasado la ITV”, advierte otro.
   —“Mi general, que el apoyo aéreo nos está bombardeando a nosotros mismos”.
    —“Que se ha calado el portaviones, que ya veníamos diciendo que no le entra la primera y rascaba la marcha atrás, que todo se deja para última hora, que el de riesgos laborales no ve la cosa clara, y que en el convenio no decía nada de trabajar por la noche, mi cabo… En fin, como valoraba el capitán Cabanillas en Bétera en las milis de los setenta al pasar revista a la tropa: —“La próxima la perdemos”. Lo malo es que perder la guerra de la educación es mucho perder.
     Bueno, pero hoy iniciamos las vacaciones, tan largas como inmerecidas según muchos, aunque, y a la vista está, tal vez insuficientes para permitirnos conservar el equilibrio mental que nuestros discípulos y algunos de sus progenitores nos van royendo año tras año, mes a mes, semana a semana, día a día, hora tras hora, minuto a minuto, con la guinda de que cada vez se echa más en falta el reconocimiento profesional que creo que merecemos. Aunque el panorama es similar en los demás sectores de lo público y de lo privado, me sirve de esperanzador consuelo el pensar que un país que consiguió sobrevivir al mandato de Fernando VII, raro será que no supere la bíblica plaga de los dos últimos gobiernos con que nuestro Señor nos hace penar nuestras faltas, que muchas debieron ser.

Vale.