Queridos hermanos.
Doce meses hace que os dirigía una epístola conmemorativa de
mi sexagésimo cumpleaños. Rápido pasa el tiempo, que unas veces se porta como
aliado y las más como enemigo, de forma que de nuevo son mis días. Si toro
fuese, de sesenta y una hierbas se diría que soy y hace muchos decenios que
habría dejado de ser añojo. Ni siquiera
utrero o cuatreño. Más cercanos y parejos estamos ya del elefante y la tortuga,
de la ballena y del olivo. Y no sólo por añosos, sino por gordos, lentos y
retorcidos. Ya no encuentra uno palabras favorables para catalogar la edad que
va alcanzando, cercana a la del Júcar. La verdad es que, llegado a este número
absurdo de años que ni es redondo ni propicio a milenarismos o cábalas, más barbechos
que hierbas hemos tenido ocasión de ver últimamente, pues si mi particular
paisaje ofrece más grises y cardos que verdes y flores, no les arriendo a los
más jóvenes las ganancias de las últimas vendimias del majuelo en que vivimos. Los
dioses no nos son propicios desde que han cambiado las inclemencias del Olimpo por
la comodidad de despachos más acogedores desde donde atosigar a los mortales.
Tampoco añade el número sesenta y uno beneficios tales como
poder dejar de trabajar, que era la irrepetible ventaja del anterior aniversario,
aunque cierto es que te permite seguir dedicado al dolce far niente, a hacer sólo
las cosas que te interesan, con una calma y parsimonia que es más necesidad que
gusto. Pero los optimistas no nos dejamos derribar la moral por sesenta y un
tacos Myrga, aunque Discépolo nos ponga encima de la mesa de su tango la frase
de “fiera venganza la del tiempo, que te hace ver deshecho cuanto uno amó”. No
es verdad. Muchas de las cosas y personas que uno quiere siguen muy vivas,
aunque cierto es que no todas, pues la vida viene a ser una constante pérdida.
Cuando uno pasa lista comprueba desconsolado que muchos ya no acudirán nunca a
clase, por poner un símil de mi antigua dedicación. Hay que levantar la vista
al cielo, contar las estrellas, las pocas que nuestra escasa visión alcanza a
distinguir, darnos cuenta de nuestra insignificancia y concluir que las cosas
no es que sean buenas ni malas. Simplemente son así.
De mi antigua profesión quedan los amigos, los compañeros, el
saludo, al fin agradecido, de muchos de mis antiguos alumnos, miles de
recuerdos… Pero algo se debió de romper en los últimos tiempos pues, como vaticinaba
hace un año, no la echo de menos. Me asombro a mí mismo al releerme, pero la
escuela ya no es para mí mucho más que un edificio. Me tendrían que hacer
volver a punta de pistola. Se me invita —junto a la última cosecha de jubilados
del gremio— a un acto en Guadalajara en homenaje a nuestros dilatados años de
servicios en la educación. No voy a acudir. Cuidados, respeto y agradecimientos
menester son en vida, mejor que flores al muerto. Los actos huecos y las
campañas de dignificación de la profesión docente no son bienvenidos si
proceden de quienes han hecho cuanto en su mano estaba por arrebatar tal
dignidad a nuestro oficio. No sería necesario tener que recuperar lo que nunca
debería haberse dejado perder. Mi memoria ha sufrido menos quebrantos que mi
osamenta y he escuchado en los últimos años valoraciones que, como el resto de
mis colegas, no creo merecer. Junto con hechos, más graves aún que las
palabras, que han menoscabado el valor y la eficacia de mi trabajo
y de mi esfuerzo durante 38 años. Si Roma no pagaba a los traidores, yo no
celebro retrocesos.
Mejor me dedico a pintar acuarelas, a viajar con mi santa y
a tocar la guitarra con mis amigos. De paso cenamos juntos y nos tomamos una
copa. Santa, amigos y yo, que las acuarelas sólo beben un poco de agua. La
guitarra, ni eso. Compruebo, y perdóneseme la inmodestia, que en ambas cosas
progreso. En la guitarra veo que toco casi como antes, aunque eso no sea para
echar cohetes. Con los pinceles la mejora es más evidente, cosa previsible,
pues un docente sabe que, partiendo de unas facultades normales, lo demás es
tiempo, trabajo y método. Con mi habitual atrevimiento, en mi blog difundo mis
averiguaciones y probaturas con nuevos pigmentos, papeles y pinceles, plumillas, tintas
y carbones, pues un buen maestro, algo que sin duda soy —y van dos—, es capaz
de enseñar hasta lo que no sabe.
Continúo con el blog ante el hecho de que en 600.000 ocasiones, hasta la fecha,
alguien ha encontrado interesante lo que en él se cuenta. Sólo me faltan
benévolos mecenas que hagan posibles esas probaturas, pues no puedo seguir gastando
mil euros al año en tubos de acuarela.
Sobrepasado por la realidad, hace tiempo que no escribo
epístolas ni encíclicas que comenten la actualidad. Un horror. Moros y
cristianos nos afligen y mis desvaríos literarios no pueden competir con la
perversa exuberancia de un mundo gobernado por buitres y dementes. La prensa
parece estar siempre en 28 de diciembre y leo que Putin, como remedio a la
catacumbre, baja el precio del vodka, que un Maduro desbordado por su
incompetencia, consciente de sus escasos alcances y seguramente aconsejado por
su pajarico, se encomienda a Dios, en cuyas manos delega la tarea de reponer
los lineales de los supermercados vacíos, que los bancos se cobran unos a otros
por dejarse prestar el exceso de dinero que se les amontona, antes de ofrecerlo
con un razonable interés a quien lo necesita. Compruebo también que, gracias a
mi apellido sefardí, ya puedo solicitar la nacionalidad española; me entero de que
Agatha Christie le escribió una obra de teatro a La Camboria, esposa de Lauren
Postigo, y de que debería de estar muy contento de que no se haya encontrado
petróleo en Canarias. Se me informa de que en la corte del rey Arturo, Mas y
Junqueras, con la que está cayendo en parte gracias a su gestión no ya mala,
sino inexistente, siguen vivos y a lo suyo,
de que cambiando en Egipto una pera que iluminaba la vitrina del museo donde
reposa en la actualidad el finado, le han desgajado las barbas a Tutankamon,
unas barbas que llevaba 4000 años sin afeitarse y, lo que es peor, que se las
han vuelto a pegar con resina epoxi en plan Mr. Bean. De que en cuanto a no
pagar los impuestos, falsear las cuentas, esconder cobros y facturas y tomarnos
el pelo presumiendo de cristalinos bolsillos, hasta el más tonto o bisoño hace
relojes, que eso se aprende pronto, de que en la mente de algunos falsos
profetas es compatible vender bonos patrióticos, cobrar mordidas, llevarse el
botín a Andorra y dirigir mientras una fundación que promueva la ética. En lo
que respecta a la indecente financiación ilegal de todos y cada uno de los
partidos, está peor visto que te dé la pasta gansa una empresa constructora que
ser financiado por Irán o Venezuela, seguramente a cambio de algo más
inquietante que la concesión de una obra. La afinidad ideológica, la
justificación o el silencio ante ciertas cosas, por ejemplo lo serían… Valencia
mira a Andalucía, La Mancha a Madrid, Extremadura a Cataluña y sus pobladores
les miramos a todos ellos. Atónitos ante tanta cara dura que no son capaces de
reconocer en sí mismos.
Como optimista nato, siempre había creído que la
civilización iba de menos a más, incluso con sus altibajos, zonas de sombra,
injusticias y tragedias. Hoy tengo más que serias dudas al respecto viendo que algunos
nos proponen avanzar hacia atrás. Sociedades que en pleno siglo XXI ya habían
conseguido llegar al XVII se obstinan en retroceder a la edad media. Otros, incluso
entre nosotros, van más allá e intentan recuperar la tribu, la aldea
fortificada del neolítico, el cuchillo de obsidiana para hacer sacrificios con
que agradar a los dioses… Se recupera el perfil más perverso y dañino de las
religiones y, en medio del derrumbe, algunos orates sacan del baúl pendones y
fronteras, si no como solución, al menos como interesado y egoísta apartamiento
que ilusione, o al menos distraiga al personal. Momentos más prósperos llegarán
para recordárselo. Mal arreglo es recurrir a estas otras causas de la mayoría
de las tragedias que tanto abundan en la historia. En realidad esos estandartes
y amojonamientos son engañosas metáforas
del oro, del interés económico y del poder.
¿Qué decir? La lejanía o la saturación de tantas pesadillas
nos impermeabilizan, nos hacen insensibles y terminan por paralizarnos. Hacemos
de la tragedia ajena, aunque a veces cercana, un espectáculo que se recoge en
una foto que se comparte y comenta en la red. Todo se nos ha ido de las manos y
algunos intentan recuperar el mando diciendo que to’ el mundo es bueno. ¡Mire! La
desesperación hace posible que como novedosas soluciones se presenten doctrinas
obsoletas, etiquetadas con animosos vocablos que eviten mostrar la verdadera
cara de lo que una adecuada taxonomía política haría hoy en día impresentable. Por
sus amigos los conoceréis. Desconfío de quien abomina y oculta su verdadera
identidad, de quien evita presentarse con su nombre real, pues ellos y casi
todos los demás sabemos que tal es sinónimo de ruina, falta de libertad e
injusticia. Tanta o más que la que se quiere combatir. No estoy pues por la
faena. Soy anciano pero no iluso.
A pesar de mi acaloramiento por una situación que me
indigna, reconozco que me veo rebasado e impotente. Que mi edad y mis menguadas
fuerzas me llevan más al patio de butacas que al escenario, al que solo subo a
cantar. Ya solo pido que me dejen en paz, intentar ser feliz y hacer felices a
los que me rodean. Mantener en paz una hectárea a mi alrededor y, al
menos, no apoyar ni colaborar con lo que considero injusto. Tal vez si, siendo poco
ambiciosos, —si es que esto es no serlo—, todos hiciéramos otro tanto,
conseguiríamos cubrir los 510.101.000 km2
de superficie de nuestro planeta. Y sobraba gente.
Vale.