viernes, 27 de febrero de 2015

Epístola evolutiva


Queridos hermanos:


    Leo en El País de hoy que el cerebro humano es una máquina hecha con piezas recicladas. Concretamente cita el artículo de Daniel Mediavilla a McGyver, que construía un lanzamisiles con cosas que tenía a mano o compradas en la ferretería del pueblo, para salir del paso y enfrentarse a un ejército. A partir de ahí, medito que la evolución ha ido reaprovechando cachos de lagarto, cuarto y mitad de la sesera de un mono antiguo, cables medio pelados de oso obsoleto, pero aún utilizables, tuberías, tendones y desagües de este o aquel animalico, hormonas y aminoácidos en buen uso de semovientes de la sabana… Un ojo de aquí, un dedo gordo oponible de allá, un espinazo enderezado deprisa y corriendo, que aún nos duele, un puñado de muelas mal calculado que ha habido después que adaptar a la época arrancando con tenazas las sobrantes, un rabo no presente por una decisión de última hora. Pudimos haber tenido plumas, incluso alas, lo que nos habría ahorrado mucho dinero en ropa y arruinado la cuenta de resultados de British Airways… En fin, dejemos la cosa como está que, por otra parte, es la única opción, aunque las decisiones que nos han dado ser y forma fueran tomadas para salir del paso, apremiadas las especies por las apreturas del momento.

    No es que tales componentes fueran lo mejor imaginable, ni siquiera eran buenos en muchos casos, llegando a rozar lo chapucero. En su momento fueron útiles, lo mejor que ofrecía el mercado y la estación y, al menos, no eran incompatibles con la vida. Los prototipos carentes de boca, los esbozos sin culo, los diseños más avanzados que se adelantaban a la moda y tendencias del momento, fueron modelos que se vendieron muy mal y dejaron de fabricarse. Saber que somos un collage compuesto a base de residuos tomados por la naturaleza en el basurero de las eras geológicas explica muchas cosas.

    Tal vez incluso la combinación de piezas no sea la idónea. A mí, sin ir más lejos se me ocurren varias innovaciones que mejorarían sustancialmente mi organismo. Y no me refiero a estirar pellejos, reducir narices o ponerme morros, algo que puede ser necesidad o caprichoso narcisismo, vanidad, sobra de dinero, pero no evolución. Hay quienes visitan con frecuencia el quirófano para corregir algunas de esas infamias corpóreas recibidas de fábrica o las excrecencias que la evolución o el tiempo han puesto en su jeta o en su barriga. El cerebro sin embargo, la parte que tienen más dañada, no recibe tales atenciones y arreglos, aunque hay a quien una lobotomía haría mucho bien. Seguramente con media sesera serían la mitad de gilipollas que con toda y, dado el uso poco brillante que hacen de la CPU, incluso podrían prescindir totalmente del cerebro, error evidente de la evolución y origen de la mayor parte de nuestros problemas.




   El texto que analiza la evolución del cerebro humano se acompaña con una imagen que recrea el aspecto de un neandertal vestido con traje, pelo recortado con tupé poniendo toldo a una mirada ceñuda que me resulta inquietantemente familiar ya que me recuerda de forma alarmante a algún pariente. Tal vez sea en la calle o en la barra de un bar donde me haya cruzado con un espécimen parecido, o viendo algún vídeo del Estado Islámico, un partido de fútbol, un combate de boxeo o el Nombre de la Rosa. Tal vez ese mirar que me inquieta lo haya entrevisto en el rostro de algún tertuliano de los que acuden a esos aquelarres vociferantes en la televisión a decirnos a quiénes deberíamos votar y porqué.

    Tampoco hay nada que nos lleve a pensar que esos avíos y puestas al día, que aun siendo imperfectos suponían un cierto avance, hayan sido algo general. Ni siquiera teniente coronel. La pervivencia en algunos miembros de nuestra especie de ciertos comportamientos de los saurios, de los instintos de los carroñeros o de  los depredadores de la sabana, de algunas costumbres y gustos de los chimpancés, de la chulería del pavo real, o de la vacuidad de la oratoria del papagayo o la cotorra nos hacen pensar que nuestro caletre es el compendio de retazos de seres vivos que mejor estarían en un zoo que puestos al mando de nuestro comportamiento. Somos como esas colchas de patchwork, pero compuestos con retales de la fauna ancestral. Ya desde antiguo mitos y fábulas han puesto rostro animal a tipos y comportamientos humanos.

    Por eso la inhumanidad hace acto de presencia con más frecuencia de lo deseable en la ejecutoria de nuestra especie. No toda ella evoluciona al unísono. La usual labor de la evolución se encomienda hoy en día a la cultura, a la civilización y a la industria, ya que hay cosas que no admiten espera en este mundo de prisas y carreras. Si nos estorba una muela, no esperamos a que la evolución termine su faena y la haga desaparecer. Vamos a que nos la arranquen, pues vemos que la cosa va para largo y que no trabaja la mentada evolución con carácter retroactivo. Si naciste con muela del juicio te aguantas, que este modelo es así. Tal vez los machos de la especie tuvieran en el pasado remoto un huevo del juicio. Si dos ya suponen a veces un problema difícil de gestionar, pues suelen competir con ese cerebro de retales para tomar el mando de la situación, —con éxito en la mayor parte de las ocasiones —, imagínense ustedes con tres. La bicefalia es ruta abandonada en la evolución y no funciona bien con los contribuyentes ni con los partidos. Evolucionamos culturalmente, aprendemos habilidades o nos compramos gadgets que suplen nuestra falta de zarpas, colmillos en condiciones, caparazón, o la mata de pelo de un zorro polar. De buenas piernas para correr para qué hablar. A mí una tortuga con mal genio me daba alcance y fin.  Es el cerebro lo que nos pone al frente de la creación y ya hemos visto que no es para echar cohetes. Quirófanos, fármacos y ortopedias alargan nuestra vida, nos permiten seguir bullendo con unas condiciones físicas que en un pasado no tan remoto hubieran llevado a nuestros parientes a abandonarnos en un cruce de caminos a ver si pasaba por allí alguien que conociera arreglo o, de forma más expeditiva, reintegrarnos a la madre naturaleza dejándonos tirados en un cerro para que a través de las fauces de un lobo o de un oso hiciéramos nuestro reingreso al ciclo. Criar malvas es la versión poética.

    Por eso me inquieta la foto del ancestro con traje, porque sugiere que esa vía que se creía fallida y extinta, en realidad nunca desapareció, que sigue entre nosotros. En los casos más benignos nos roba, pues las enzimas de la justicia y de la honradez no les fluyen a  muchos por las cañerías orgánicas a causa una ancestral carencia hereditaria. En otros casos, de gravedad aún más inquietante, un desarreglo hormonal congénito les lleva a echar meaditas identitarias en el territorio que intentan amojonar para reservar a su camada o a su jauría el derecho a seguir depredando en la zona, sin intrusión de otros carnívoros. Esta dolencia heredada les desarrolla enormemente la imaginación, llevándoles a recordar lo que nunca ha sucedido, les impulsa a recuperar lo que nunca tuvieron y les aboca finalmente a una paranoia que les hace imaginarse acechados por ladrones que desde todos sitios les arrebatan su patrimonio. Curiosamente su patología les dificulta percibir a los mangantes no imaginarios que simulan dirigir la manada y les tienen distraídos vigilando las veredas, mientras ellos se comen lo mejor de la pieza.

    Entre los casos irrecuperables encontramos especímenes que, en fallidas probaturas de otros momentos de la evolución, desarrollaron formas organizativas poco exitosas que llevaron a sus tribus a la miseria y a la más atroz de las injusticias. Son incapaces de rendirse ante la evidencia de su propia obsolescencia, de reconocer que lo que sugieren como arreglo es volver atrás para retomar vías que fueron necesariamente abandonadas por no llevar a ningún sitio. Ellos intentan vestir con disfraces de las últimas pasarelas su realidad cutre y antañona y aprovechan momentos de hambruna y confusión para volver a proponer el regreso a una arcadia feliz que solo habita en su imaginación. Como no pueden desdecirse de lo que dicho queda, afortunadamente el registro fósil nos muestra su verdadero esqueleto y nos los revela como realmente son, una vía muerta de la evolución cuyos últimos supervivientes malviven en paradisíacos reductos pasando hambre rodeados de la abundancia. No espero que el hombre de Neandertal se dé a vistas para resolver nuestros problemas actuales. Aunque se presente con careta de sapiens la largura de sus brazos destapa su antigua estirpe.

    El caso más extremo de pervivencia entre nosotros de ejemplares de los inicios del pleistoceno hay que buscarlo en lo que otrora fue la cuna de la cultura y la civilización. En Mesopotamia vemos hoy con espanto a especímenes que no han llegado a culminar todas las etapas de la hominización. Queman vivos, degüellan o crucifican a los miembros de otras variedades más avanzadas de la especie, queman sus bibliotecas, destrozan estatuas y restos milenarios de esas culturas que les son ajenas, pues ellos ninguna propia tienen, evidenciando que ocupan una tierra que no es la suya. Que hace miles de años ya era habitada por otra raza superior, que era culta, inquieta, civilizada y más desarrollada mental y socialmente que los cabestros que hoy destruyen tales rastros, seguramente para evitar comparaciones que evidencien el grado de su decadencia y su barbarie.

    Esto es caso aparte que confirma mis consideraciones anteriores. Si contemplamos los bisontes de Altamira o los caballos de Lascaux, entre otras muchas creaciones de esos a quienes llamamos los hombres de las cavernas, a veces con el displicente distanciamiento de quien habla de un pariente tonto, vemos que sopas con honda nos dan desde sus tumbas a nosotros, sus evolucionados —o degenerados— descendientes. Si visitamos ciertos museos, vemos el vaso de agua de a 20.000 europios de Arco, la habitación llena de escombros que exhibimos en Venecia, las patrañas de Damien Hirst y otras logros del genio actual, hemos de reconocer que efectivamente tales creadores, quienes les admiran, les compran y les adulan, tienen un cable pelao. Cosas de la evolución de que hablábamos. Los cangrejos seguramente también están convencidos de que andan hacia adelante.

    Mal arreglo tienen los casos extremos. En el último de ellos y me vuelvo al Oriente, seguiremos mirando y soltando lágrimas de cocodrilo, cogiéndonosla con papel de fumar y hablando de alianzas de civilizaciones. Si ello es posible, que deseable seguro que lo es, sólo puede producirse entre civilizaciones, como tal frase indica. La civilización no se puede aliar, ni debería contemporizar siquiera, con la barbarie. No haremos nada hasta que ya el problema esté muy cerca, aunque sigamos negándonos a reconocer que ya está dentro. Al final tendrán que ir los yanquis go home a arreglarlo, que es lo que suele ocurrir. Y el arreglo va ser crudo. Sé que hay otras visiones del asunto, visiones que olvidan quien puso centenares de miles de muertos propios en la lejana Europa para quitarnos de encima a otra demencia similar, mientras que muchos europeos alojaban en sus palacios a los nazis de Hitler, sacándoles los mejores vinos a la mesa. Muchos europeos, que hoy en día seguimos sin saber si somos de los nuestros, dirán luego que el imperialismo intervencionista tal y cual, que si hay petróleo, que mire usted… Palabras. No se me escapan los intereses, muchas veces perversos, que concurren en estos problemas, pero entre el blanco y el negro hay muchos grises y nuestro gris cada día es más oscuro.


Vale.