sábado, 6 de febrero de 2016

Epístola memoriosa




En España siempre hemos intentado corregir los errores, los agravios, incluso los crímenes acaecidos en nuestra historia perpetrando otros que salden las siempre insatisfechas cuentas pendientes. Obramos de forma pendular, sin estados intermedios, matices ni equilibrio. Dar la vuelta a la tortilla en frase castiza. Si esto se hace con descuido suele requemarse su exterior por una u otra cara. El interior, la mayor parte del invento, permanece invariable, es decir crudo, sea la cara o la cruz de la tortilla lo que se chuscarre. Es decisión de quien tiene la sartén por el mango, pues la tortilla no suele opinar, siendo parte muy afectada y el interior, que supone su mayoría, aún es más improbable que se manifieste. Es lo malo de los excesivos ardores, de la llama viva, pues el fuego lento y el pausado cocimiento es algo propio de los buenos cocineros. Y de las buenas ideas o de las obras duraderas.

Juzgamos episodios pretéritos —analizar es palabra excesiva y fuera de lugar entre nosotros— con criterios de clan, de tribu, de facción, como ocurre de forma grotesca con la toma de Granada en 1492, con el descubrimiento de América y con otros miles de hechos de nuestra historia, en cuya interpretación se condensa la estupidez nacional. 

Aunque pasiones y fobias aún nos impidan interpretar de forma adecuada acontecimientos más recientes, debería al menos extrañarnos el hecho de que seis siglos no nos basten para asumir aquellos más lejanos como algo pasado, imposible de valorar con criterios actuales por parte de los habitantes de España, país invertebrado que lleva veinte siglos sin techar el edificio, cuestionando eternamente las trazas de la casa común, removiendo sus cimientos y tirando y volviendo a levantar las paredes. Por eso cuesta tanto poner la bandera en el techo de la obra. Tampoco sabemos qué pedir a la banda que toque para celebrar la inauguración.

Metidos en obras y reformas, discurro que hermoso sinónimo de albañil es alarife. Ambas palabras son árabes. ‘Al-banni’ era pronunciación dialectal andalusí del árabe clásico ‘al-banna, pues ‘banna’ significa construir. Así el albañil era “el constructor”. El alarife, ‘al-arif”, era “el experto”, el maestro de obras. Aixa, un rifeño con el que tuve el placer y el honor de cenar una nochebuena, insólita historia que no viene al caso, disfrutando de una larga conversación que, sin vino ni cava por parte suya, vino a derivar hacia las alcachofas, alcántaras, alcantarillas, alcalás, abencerrajes y berenjenas. No es cierto que la cara sea el espejo del alma, pues la suya era en verdad difícil pero encubría un interior sabio y delicado. Me decía con voz dulce y pausada, arrastrando las eses, que los rifeños fama tienen de ser buenos albañiles y que era habitual que antaño vinieran reclutados a construir esos monumentos que hoy nos encandilan y deslumbran en Andalucía y otros lugares. No es descabellado pensar que “alarife” venga a ser como rifeño, aunque doctores tiene la iglesia, en este caso la mezquita o la madrasa.

Viene esta erudita digresión al caso pues pienso que, junto con las acequias y tantas otras buenas cosas, nos trajeron la palabra “cabila” y su carga vital, y sé que los vocablos permanecen si con ellos llega algo nuevo, algo para lo que no teníamos nombre, sea cosa, fruto o sentir. O los hablantes los adoptan porque matizan, reconforman o refuerzan algo preexistente. Con estos bereberes, o con las élites sirias o árabes de la misma Arabia que les espoleaban, nos vinieron la alcurnia, la aldea y la alquería, las alfaguaras y las alfadías —cohechos o sobornos—. Algunas de esas cosas y costumbres arraigaron fuertemente, en verdad, por fuerza de alfanje o de buen grado, por resultar muy convenientes para algunos. Comparecieron, pues, las aceñas, el alféizar, los albotaires, labor de azulejos con que decorar las bóvedas, se rebautizaron las acémilas, vinieron el ‘siqal’, instrumento para pulir o bruñir del que sale “acicalar”, el azimut para orientarse, las adarajas y los ademes, los adoquines y ajimeces, el alacet, —fundamento o base de un edificio que es palabra árabe conservada en Aragón—, los alambores o alaroces, —largueros que dividen el hueco de una ventana o puerta, como alamudes son las barras de hierro que las aseguraban—. Les acompañaron albacaras, —torreones o recintos murados—, albayaldes,  alacenas, albahacas y ajonjolís, entre otros miles de hermosas palabras.

Si bien lo de la albahaca y los alcahuetes, las alcachofas o el ajonjolí es para alegrarse, y no digamos las alcantarillas, las acequias y los alboroques, los alborozos o las albricias, lo de las cabilas lo es menos. Se le sumó ese sentimiento teocrático semítico, judío e islámico, que cede a la religión y a la creencia indiscutida el timón de la sociedad, y nos dejaron no solo la palabra cabila, sino bien arraigada la impronta que nos contagió su carácter de grupúsculos de individuos indómitos errando por el desierto, hostiles frente a quien no pertenezca al clan, despojándonos de la superficial capa de sometimiento al bien común y  de respeto a la ley que nos impusieron los romanos. De nuestros ancestros iberos heredamos la defensa incondicional de los caudillos por parte de su banda, llegando al sacrificio. Donde arribaron los fenicios quedó la avaricia, el egoísmo del comerciante y su carácter emprendedor. El resultado de tal combinación de genes y tradiciones es inquietante y a la vista está. No somos españoles, pues ni se sabe qué es serlo, somos cabileños, tribales, disgregadores, recelosos del vecino, egoístas, dados a separarnos en taifas a mayor gloria del reyezuelo que, en interés propio y de su reducida corte, consigue hacerse con el mando de un pedazo de país. No cabe lamentarse de lo malcriado que nos ha salido el niño y achacarlo a las sucesivas olas poblacionales que se han ido instalando en la península, pues genéticamente somos un pueblo muy sano precisamente gracias a este trasiego secular de cromosomas. Si de griegos, fenicios o romanos, árabes y bizantinos, vikingos o franceses, hubiéramos ido tomando parte de lo bueno, que mucho había, seríamos casi perfectos, como por azares de la genética nacen algunos solitarios ejemplares de la fauna nacional, cuya cabeza nos apresuramos a cortar.

Es menester que todo hecho pasado se juzgue con el filtro temporal que le sitúe en su contexto. Pero para eso hace falta cultura, conocimientos, tiempo e interés en el estudio, informarse de qué pensaban nuestros antepasados, en qué creían, cómo vivían en la época y sociedad que produjo aquello que hoy tan duramente juzgamos. Algo muy lejos del alcance de la ciencia e intención de la mayor parte de los contemporáneos.

Por eso tengo por muy conveniente el estudio de la historia, no menos la de las palabras o la de las ideas que la de los hechos, muchas veces iluminados más por el arte que por los cronicones. Una obra literaria, un cuadro, un romance, una canción popular, una obra de teatro, suelen aportar más luz que la Historia cuando ésta se escribe con cercanía temporal y vital a los hechos referidos. La autoría de la historia escrita siempre se ha atribuido, no sin razón, a los vencedores, que suelen ser quienes encargan su redacción y no suelen ceder al enemigo la pluma. Acostumbra referirse esta historia tan parcial al recuento de las batallas y el elogio de los personajes de los que ella ha decidido dejar memoria, como nobles si vencedores, como villanos si derrotados. Lo peor de este tipo de crónica es que olvida a las personas normales, a los que quedaron con las tripas de fuera en los gloriosos campos de batalla que encumbraron a carniceros como Napoleón a la categoría de héroes nacionales. Lo vidrioso y escurridizo del estudio del pasado hace que eso mismo pueda servir de ejemplo de lo contrario de lo que antes se argumentó, pues ha habido derrotados como el citado sardo de Waterloo que se han salvado inexplicablemente en un juicio en el que los testigos que declararon a su favor en realidad fueron sus víctimas.

La lima del tiempo también es parcial pues mantiene en pie palacios, templos y castillos, murallas y otras obras de aparato, mientras arrambla con las chozas que habitaron quienes levantaron las anteriores maravillas y se deslomaron trabajando para mantener los lujos de sus moradores. Redondea la suerte que el arte tiende más a perpetuar la memoria de los que disfrutaron de estas obras de piedra que la de los canteros que vivieron en cobertizos de paja mientras labraban los sillares ajenos. Los cuadros, libros, romances y crónicas que han perdurado, lógicamente retratan y nos hablan más de los primeros que de los segundos. Lo que hoy vemos en los museos es el menaje de hogar de los poderosos, el adorno de sus casas, su vanidad hecha materia por artesanos a sueldo, que sólo hoy consideramos artistas.

Hay algo de fatalista en esta visión de la historia que parece dejar la responsabilidad de los aconteceres de nuestro pasado en las fuerzas geológicas y en impulsos biológicos propios de la evolución de la especie humana, enfoque que se complementa con la atribución de los cambios al impulso individual de personas providenciales, pues no se puede obviar que no pocas convulsiones del pasado nacieron en un lugar e instante concretos incubadas por la voluntad e impulso de unas pocas personas, muy pocas y casi siempre movidas por sueños e intereses que en parte les eran ajenos. El aire de los tiempos, sin que nos detengamos a averiguar quién los soplaba. 

Inexplicablemente, aun cuando las más de las opciones elegidas eran gravosas para el común,  solían ser en su momento asumidas por la población, siempre irreflexiva, siempre ciega ante la verborrea de elocuentes orates que les empujan hacia su perdición. La misma población que, también siempre, termina por pagar los platos rotos, pues la vajilla de palacio no se suele desportillar, si acaso cambia de mesas y de dueños con el paso de las dinastías. Tener estas decisiones sin vuelta atrás por algo natural, inevitable, que no pudo ser de otra forma, es perverso. Las masas, cuidadosamente mantenidas en la ignorancia, suelen participar en esta perversidad, encandiladas por la engañosa grandeza de las empresas que les sugieren o imponen los caudillos de turno, por la autoridad de esos jefecillos tribales que les arengan con lengua de serpiente, esos que desde la colina encaramados a un caballo o bajo una sombrilla les ven morir en defensa de la patria. Si la cosa se pone fea para la tropa, ya llegarán a un pacto de familia con los que desde la otra colina ven boquear a los suyos con deportivo interés.

A causa de las reflexiones anteriores miro con cierto resquemor lo que hoy algunos llaman memoria histórica, disconforme con el término usado, metiéndome a sabiendas en un nuevo jardín, como me suele ocurrir. Un pleonasmo, una redundancia. La historia es memoria y los adjetivos innecesarios suelen restar, más que añadir y siempre confunden. No se debería haber incluido bajo ese inadecuado título el tema de la búsqueda y recuperación de los restos de personas asesinadas por unos o por otros, antes, durante y después de nuestra trágica guerra llamada civil, que aún yacen en las cunetas y al lado de las tapias de los cementerios. Vergüenza debería producirnos que esto no se haya hecho antes por parte del Estado, en lugar de dificultar y poner trabas, ya que no ayuda, a que sus familiares lo hagan por fin.

Buscar por las cunetas los restos de españoles asesinados por otros españoles es una mínima reparación, noble y necesaria, imprescindible, que hace tiempo debería haberse realizado. Otro tipo de ejercicios de memoria histórica, afán que en ambos bandos, por desgracia renacientes, se ha despertado tal vez con mejor intención que oportunidad, se me antoja selectiva, miserable, mezquina, me deja regusto a cabila, a odio tribal, a venganza de tutsis y hutus, a pobreza intelectual y moral de un ajuste de cuentas que hace aflorar de nuevo lo peor de nosotros, me sabe a mentira, a intento por ambas partes de ocultar algo que avergüenza a quienes selectivamente pretenden eliminar del recuerdo y de la historia aquello que no cuadra con su versión de penosos episodios de un momento de nuestra historia en que hubo muchos sujetos que fueron peores, pero pocos buenos, salvo muy honrosas y escasas excepciones, como la del último alcalde republicano de Madrid. Es justo lo contrario de lo que decía tal ley que venía a evitar.

En lo restante, poco hay que hacer. Entrar sin delicadeza en un juego de memorias y desmemorias, visto lo anteriormente expuesto, es en mi opinión contraproducente pues cada uno intenta reelaborar la historia a su gusto, resaltando o descartando con una memoria selectiva, también adjetivada, los hechos que a cada uno interesan. Cierto es que sobrado tiempo ha tenido la parte levantisca de la contienda para honrar a sus muertos y de hacer olvidar, cuando no intentar deshonrar, a los ajenos. Pero la solución no es obrar con igual sectarismo que ellos con carácter retroactivo. Poco hay que reescribir. Quien no sabe más del tema es que no ha hecho nada por enterarse, ya que las fuentes son diversas, fiables y abundantes. Los muertos en el frente cabe atribuirlos a quien inició la guerra. Los asesinatos de civiles no, y me resisto a clasificarlos en justos e injustos, como algunos hoy pretenden hacer en función del bando de los asesinos. Sus autores fueron unos desalmados, unos deshechos humanos, vergüenza eterna para España, vistieran de azul o de rojo; igual de miserables estiraran el brazo o levantaran el puño, y tan lejos estoy de quienes justifican a unos como de quien lo hace con los otros. Una chusma indistinguible. Huyo de nadie que se asemeje a tales basuras de la historia nacional.

Por eso, nadando contra corriente, no me puedo callar ante cosas que leo en la prensa hoy en día. Si es que queda alguna calle dedicada al último caudillo de una larga lista que parece buscar sucesor, años ha que debería haber desaparecido, igual que cualquier otra referencia que pudiera entenderse como ensalzamiento de algo que no debiera haber ocurrido. Nadie debería quejarse de ello. De ahí a quitarle la calle a Muñoz Seca, autor de la Venganza de don Mendo, por ser un asesinado de derechas, el busto a Pemán por adicto al régimen de Franco en una España en la que una gran parte lo era o fingía serlo para llegar hasta hoy vivos, aunque algunos presenten hoy credenciales de lucha y enfrentamiento a la dictadura más falsas que un billete de trece euros.

Retirar la placa dedicada a 8 carmelitas de 18 a 23 años asesinados, como en Madrid se ha perpetrado, es precisamente un miserable ejercicio de desmemoria selectiva, de manipulación del pasado para evitar que se recuerde lo que incomoda a quien ordena quitar la placa que constata un crimen que quien así obra parece justificar. Es sostener que hubo muertes defendibles, excusables y otras que no lo fueron. No es un sano y necesario ejercicio de memoria, noble afán de restaurar el recuerdo de aquello que no queremos que acabe en el olvido, bien como ejemplo, bien como escarmiento, algo que deseamos evitar que vuelva a suceder, sino, en mi modesta opinión, supone un burdo ejercicio de ignorancia con regusto a revancha y a desprecio hacia los sentimientos y valores de millones de ciudadanos. Justo lo injusto que con sus padres o sus abuelos hicieron. Así ya todos somos iguales. Para ese viaje no necesitábamos setenta y cinco años de alforjas. Como siempre, nos faltan mandelas y nos sobran robespierres. Quienes en Francia quitaron un rey por el expeditivo procedimiento de separarlo de su cabeza fueron los mismos que instalaron pocos años después en su palacio a un emperador.

La transición española, con sus aciertos y desaciertos, es tal vez uno de los pocos episodios de los que los españoles podemos estar orgullosos. Por eso estoy justo enfrente de quienes hoy intentan desacreditarlo. Afortunadamente en aquellos momentos contábamos en España con mejores políticos que los actuales, tanto los viejos como los nuevos, pues eran más prudentes y leídos y menos desmemoriados y soberbios, y dudo mucho que los personajillos que hoy copan las portadas y las pantallas sean capaces de acordar ni de imponer una constitución mejor que la que hoy tenemos. La situación únicamente permite escasos retoques tan necesarios como insuficientes para conciliar unas ambiciones personales y territoriales y saciar hambres que hacen necesarias tartas de 600 grados. Y ya nos dejaron dicho en Mesopotamia y en Egipto que una tarta como Isis o Baal mandan tiene que tener 360º. Una pena, pero es así.

viernes, 5 de febrero de 2016

Epístola cabalística

    Sexagésimo-segundo cumpleaños. El contador de mis años evoca hoy rumores de Nibelungos, de primo hermano por parte de madre de Cunegunda o de Sigfrido. Teniendo en cuenta que estas terminaciones germánicas de -gundo’, ‘-gunda’, vienen de ‘gund’ (batalla) y estirando mucho las etimologías, —cosa nada inusual—, podríamos decir que ya estamos en la batalla 62 de una ya larga guerra que iniciamos el 25 de enero de 1954. La verdad es que a esta edad provecta cada vez contamos más batallitas. Hace bastante tiempo que nos quedan más cosas que recordar que por vivir y en esta personal batalla más a mano está la rendición que el triunfo. Esperemos seguir muchos años teniendo ocasión de dar mandobles, aunque sean pictóricos, de acrecentar nuestro epistolario y de tañer la vihuela unas cuantas serenatas más, sones más de nuestro gusto que cornetas, tambores y cuernos de guerra.
    Como cada año, los santos Tito, Saturo, Pablo, Sabino, Adelfo, Amarino, Proyecto y Popón, acompañados por santa Elvira y gran cohorte de beatos, se presentan a desearme un buen día y brindarme protección y amparo. Todo es poco a estas alturas y a ellos me encomiendo, pues siendo un descreído, he acabado teniendo en ellos más fe que en el Boletín Oficial del Estado. Esa enciclopedia de nuestros males, donde los actuales dioses hacen imprimir sus designios, pues aunque diez decretos grabados en un par de tablas, de cumplirse, bastarían para permitirnos convivir de forma razonable y feliz, estos belcebuses y la caterva de íncubos, súcubos y demonuelos que nos gobiernan o se confabulan para hacerlo, que tanto da pues poco se llevan, necesitan resmas de papel para regular nuestra infelicidad, ruina e indefensión.
    Aunque poco dado a la numerología, en forma de cábala o de milenarismos, echo mano de las cifras como oráculo que anticipe y vaticine lo que este año podría dar de sí para mí, que como se puede ver inicio musical y pentagramático, mirando la cifra 62 como los augures examinaban los posos del vino, el vuelo de las golondrinas o las tripas de una cabra.
    No me saca de dudas ni me lleva a ninguna conclusión el ver qué personajes comparten conmigo el año de nacencia. Poco veo en común entre ellos, —entre nosotros—, lo que me lleva a concluir que poco tiene que ver en qué año viene uno al mundo como condicionante del papel o argumento que te toca jugar en la obra. John Travolta, Ángela Merkel, Hugo Chávez, Ricky Skaggs, François Hollande, Ana Botella, Capullo de Jerez, Elvis Costello, José Antonio Goirigolzarri, Mario Kempes, Bertín Osborne, Santiago Auserón, Antonio Resines, Antoni Puigvert i Romaguera o el Sultan bin Mohammed bin Saud Al Kabeer. Ya no busco más, que el primer chasco es que la larga lista no dice nada de mí.
    Paso a ver qué leches ocurrió mientras yo andaba naciendo o ya de mamoncillo. Murieron Matisse y Benavente, fue elegido Mao Tse Tung como presidente de la república China mientras Ernest Hemingway ganaba el nobel de literatura. Elvis grabó su primer disco, se independizó Marruecos, nevó en Huelva por primera vez en su historia, se estudió en España un plan para incentivar el turismo en la costa del Sol, se eliminó el apartheid en las escuelas de USA, Bogotá fue nombrada capital de Colombia, Perón creó el sindicato de Meretrices, Tolkien publicó “La comunidad del anillo” y “Las dos torres”, Goldin “El señor de las moscas”, se inventó la vacuna contra la poliomielitis, se realizó el primer trasplante de riñón en USA, se estrenó Godzilla y Fangio ganó el campeonato del mundo de F1. Lo único que veo que tiene relación con mi persona es que en ese año se presentó en el mercado la Fender Stratocaster. Como guiño de los astros tampoco es para echar cohetes.
    Buscando amparo en la historia compruebo desconsolado que el año 62 trajo un terremoto en Pompeya, que anunció la erupción de 17 años después. Poca cosa más. Por ahí no vamos bien.
    Ponderando qué da de sí el número 62 en la actualidad me entero de que se fabrica un Nissan Qashqai en Reino Unido cada 62 segundos, lo mismo que duró la Marsellesa que se cantó en Wembley por los atentados terroristas de París. Que 62 era el número del Modelo para armar de Cortázar, que en Barcelona, la línea 62 te lleva a la Plaza de Cataluña, en Valencia a la del Ayuntamiento, y en Madrid a La Arganzuela, no sé si desde El Portillo, pues creo que esa ruta era la de Pichi, el chulo del chotis, no de un autobús. En Albacete no te lleva a ningún sitio, pues no hay tal línea, si acaso leo una información fósil que habla de una que te llevaba a Mollet del Vallés. La 62 es la autopista que te conduce de Burgos a Fuentes de Oñoro, frontera con Portugal, pasando por Palencia, Valladolid y Salamanca. El 62 te lleva a muchos lugares, pues. Tomo asiento a ver dónde me bajo.
    Si llamas al 062 se pone la Guardia Civil, en Hacienda el 62 es el formulario de la tasa que han de pagar los ciudadanos extranjeros para la autorización de trabajo. También son sólo 62 las personas que poseen la misma riqueza que el resto de la población mundial. El 062 es un tipo de barco cañonero chino muy vendido, igual que el 62 es un poderoso grupo editorial catalán de la órbita de Planeta, el de Lara no de Alfa Centauri. El Kepler-62 es un sistema pentaplanetario situado a 1200 años luz de la tierra. El artículo 62 de la Constitución es el que atribuye al Rey la facultad de proponer presidente del gobierno, que en ello andamos, eligiendo entre soberbios candidatos. O tal vez candidatos soberbios. El salmo 62 es el que canta “Oh, Dios, Tú eres mi Dios. Por ti madrugo”.
    Veo que todo es relativo. 62 es un exorbitante tanteo en balonmano, cicatero en baloncesto y un amaño de juzgado de guardia en fútbol. Es talla más de bacalá que de zapato; como velocidad es prudente, como peso canijo. Como altura está bien para los 4 meses, poco generosa para un adulto; como perímetro craneal una barbaridad para alquilar balcones. No son muchos 62 si hablamos de una colección de sellos o de libros, una pujolada si es de coches. 62 guisantes suponen guarnición más razonable que si son patatas, aunque tropa tenida por escasa si hablamos de fortín fronterizo. Pocos si pelos, muchos si verrugas, escasos si euros, sobradas si facturas por pagar. Insuficientes si abejas, excesivos si gatos. Exiguos litros de agua para beber un camello, razonables para un toro, mortales para un contribuyente. Ardiente si Celsius, agradable frescor si Fahrenheit. Poco calor para fritura, escaldante para ducha. Pequeño si es marrajo pero enorme si es trucha, que en centímetros es para ganar el concurso, en pulgadas un aberrante caso de gigantismo.
    62 es el porcentaje de capacidad embalsada ahora en los pantanos de España, que sigue empantanada. 62 fueron de media los euros gastados por cada español en el sorteo de la lotería de Navidad. Mucho más que en libros, pues preferimos intentar salir de pobres que de ignorantes. En Bulgaria se cumple eso de éramos pocos y parió la abuela al dar a luz una señora de 62 años un hermoso par de gemelas. Se me pone la carne de gallina al imaginar ponerme de parto a mi edad. También es lo que vale en euros el menú medio en el Txakolí, así como supone la edad media a la que los españoles se jubilan hoy en día.
   Puestos a sacarme la buenaventura, no pudiendo examinar la mano del número en cuestión, le he mirado los higadillos a un pollo antes de echarlo a la olla y los augurios nada bueno vaticinan al respecto de lo de las futuras jubilaciones. También son 62 las plazas de MIR que se dejan fuera del presupuesto en Valencia y Cataluña para este curso. El año pasado fueron 93 las desatendidas. Como se ve vamos mejorando mucho. Las banderitas es que se ponen en un pico. Los silbatos para el himno a 10 euros cuarto y mitad y de las televisiones para qué hablar. Un Perú. Pero son cosas más necesarias que los médicos.
    Veo que he perdido la mañana y que se está recalentando la Wikipedia. Pero mi Larousse de papel hace años que habla de otro mundo, si no mejor, al menos más comprensible. Lo dejo ya y voy a ver qué han decidido los círculos de Podemos acerca de los pactos. Así me da tiempo antes de comer para alternar entre el desconcierto, el temor y el descojone. Dios nos pille confesados. Sabido es que el poder corrompe e iguala a peor. Resulta que su simple aroma también ejerce tan benéficos influjos. Asombra ver los ministerios que algunos demandan, de contenido claramente social. Plumerum vistus est, que decía Cicerón, si no me he equivocado de cita.
—¡Mi capitán, que tengo un prisionero! —grita el centinela desde un puesto de guardia en plena oscuridad de la noche.
—¡Pues tráelo inmediatamente!
—¡Si es que no me suelta!
Para acreditar la autenticidad de la cita
Al menos no me preocupa que este año mi cumpleaños caiga en lunes. También me agrada que un reloj resulte un regalo innecesario. Un libro sería suficiente, pero que hable del siglo XVIII como mucho.
 Vale.
    Para empezar el día he recibido un extraordinario regalo, mejor que un libro, en forma de genial retrato de mi persona y de mi bolso gris, obra de mi estimado amigo el ilustre Fernando Font de Gayá. Muchas gracias por alegrarme el día.