jueves, 5 de octubre de 2017

Epístola revolucionaria

Es difícil no sentir angustia y pena, desesperación y rechazo, cuando uno ve las imágenes de la policía y la guardia civil cumpliendo las órdenes impartidas por los jueces de retirar las urnas, con más estorbo que ayuda por parte de los recientemente condecorados Mossos de Escuadra. Por eso las imágenes y los sentimientos siempre deben ser filtrados e interpretados por la razón, algo totalmente ausente en la parte levantisca del caso y entre otros que creen que algo les tocará en el reparto de los escombros que deje esta revolución de claveles mustios. 

Uno no quisiera estar en la piel de los que ocuparon los colegios electorales intentando impedir la entrada de las fuerzas de orden público, ejerciendo así un autootorgado derecho a pasarse la ley y la justicia por el forro, alguno con el niño a hombros, que vaya aprendiendo. Asombroso es que fueran sus autoridades quienes les llevaban a ese escenario, quienes planean y promueven esta revolución simpática, de las sonrisas, más despótica que ilustrada. Como tampoco en la de los guardias, esas personas que había bajo esos uniformes coriáceos que, también asustados y amenazados por la multitud, intentaban hacerlas prevalecer. Jugándose el tipo para hacer lo que la ley les había ordenado que hicieran y recibidos a sillazos y pedradas por algunos provocadores, tapadas sus duras caras con caretas de Gandhi y amparados en la gente normal que, ciertos o errados, iban allí a votar pacíficamente seducidos por eso del derecho a decidir. No son imágenes agradables. Mejor sería que no se hubiera llegado a eso, que los que alimentaron y llenaron de tensión sus planes de perpetrar una ilegalidad suicida, cobardes peseteros buscando la épica en costillas ajenas, hubieran tenido enfrente, en el gobierno, a alguien con algunos signos de vida, los suficientes para haberlos metido en la cárcel a tiempo. Por su bien. Y por el nuestro. Poco importa ante esas imágenes señalar quién y qué había empujado a ese abismo a unos y a otros, en qué parte están la verdadera democracia, la ley, la razón o el engaño. Vivimos en un mundo de imágenes, no de razones ni argumentos. Si acaso de Tuits. Las redes, las cloacas de la sociedad, en palabras de Manuel Vicent, se encargarán de desaguar su versión urbi et orbe.

Algunos ya tienen las imágenes que necesitaban. Poco dramáticas les debieron de parecer las verdaderas, ciertamente penosas, cuando reforzaron la realidad recurriendo al Photoshop en unos casos o a escenas ciertas de otro lugar y otro tiempo, que el presente hace falsas. O milagros de dedos rotos que se curan en una noche, ya cumplida su misión escénica. En algunas de ellas se retrataba algo que ocurrió hace años en situaciones similares en que los Mossos, —inútil cuerpo por ser defensor de una facción, no de la entera sociedad que les paga generosamente—, cumpliendo entonces esa otra legalidad de parte, esa que si respetan, golpeaban con entusiasmo a los que unos años después recompensan su ominosa pasividad con abrazos, sonrisas y claveles, en aprecio de su sedicioso incumplimiento de las órdenes recibidas de los jueces. Eran claras: impedir, quitando urnas y papeletas, la realización de un referéndum ilegal, prohibido por el Tribunal Constitucional. Órdenes claras del Juzgado de Instrucción nº 13 de Barcelona, que no de Madrit.

La realidad y la verdad no importan. Lo que cuenta es la imagen, el relato, la emoción, siempre más movilizadoras que la verdad y la razón. Pedirle a Rajoy un relato es soñar. Esperar que emocione, delirar.
Algunos no aciertan ni cuando dicen cosas verdaderas. Rajoy tiene la culpa de muchas cosas, es difícil ser más torpe tratando este problema y cualquier otro, principalmente por dejarlos de tratar. Cuando muera tardarán semanas en darse cuenta. Lo cierto es que a muchos les preocupa más sustituir a Rajoy como sea, dado que las urnas no están por la labor, que encontrar una solución racional. Que Rajoy sea sustituido es deseo muy extendido, que yo comparto, pero por alguien mejor. Aunque parezca inconcebible, entre la oferta existente no es fácil. Para conseguirlo apoyan la sinrazón separatista como un elemento que creen, equivocándose, que engrosa su caldo, pues suma incertidumbres, agita la calle, aunque, para ellos sea un mal menor el que separe a los catalanes y a los españoles creando un ambiente guerracivilista que creen que les favorecerá para llegar al gobierno. Dios nos libre. Poco les importan los catalanes, los españoles ni nada que no sea su juego revolucionario, su odium theologicum trufado de indecencia, estupidez y ambiciones personales.

Tal vez no hubiera que haber hecho nada, sugieren. Ni siquiera obedecer a los jueces, nuestra única esperanza. Como lo son los guardias civiles y policías, también independientes y jaleados cuando registran la sede del PP, pero que resultan ser unos vendidos a las órdenes del gobierno cuando lo hacen en instituciones catalanas o se empecinan en obedecer lo que les ordena hacer una juez de Cataluña para hacer cumplir sentencias y órdenes ignoradas por los sediciosos.

Queda ahora la declaración de independencia, cesta pacientemente tejida con los mimbres de la romántica mentira, esta simulacro de referéndum y algunas altisonantes declaraciones con una ridícula pomposidad que no tapa la indecencia. Diálogo, se pedirá ante este golde de estado seguido de una rebelión. No recurrir a la violencia, cosa siempre deseable si hubiera otra otra opción que no sea dejar hacer. Poco cabe esperar de Rajoy, es cierto. Nada de Puigdemont y los suyos. Algo sólo de Rivera, ya que andan Sánchez e Iglesias haciendo cálculos, midiendo las fuerzas y apoyos con que cuentan, cada uno en su avispero y esperando de forma ignominiosa fallos ajenos, inevitables en esta tesitura en la que tanto han colaborado en provocar. De ellos viven, de los fallos de otros, pues ningún acierto propio tienen en su haber. De los catalanes que no comparten este proyecto disparatado nadie dice nada, ni dentro de Cataluña ni fuera; y son las principales víctimas. Más que los que recibieron un porrazo en las calles de Cataluña en este día aciago, aunque es cierto que les dolió mucho más que los que habían recibido del Parlament en días aún peores para la democracia. Asombra ver que duele más un golpe de porra que de estado. A nadie preocupa ser colaborador necesario en la creación de ese golem, un nuevo estado que nace ya partido en dos. Nostalgia anticipada de la España que quieren abandonar. Así podrán utilizar los versos de Machado y los sones de Alejandro Sanz, que hablan de corazones. A los de Serrat ya han renunciado, por facha y botifler.

Vistos los tumultos, no creo que haya que ilustrar a nadie sobre su origen, riesgos y consecuencias, pues la realidad es líquida, poliédrica y fácilmente deformada. Tumultos protagonizados anoche y hoy por los que ya no dudo en denominar turbas, frente a los hoteles donde se alojan los guardias y policías que defienden la ley sin que haya quien les defienda a ellos. Las calles llenas de grupos de incontrolados y, lo que es peor, de miles y miles de controlados. Carreteras y calles cortadas, asedios frente al domicilio de personas y grupos señalados previamente con una cruz en la puerta, incluso desde las instituciones que gobiernan la región, en un día de huelga impuesta a los más, aunque autorizada —y promovida— por la Generalitat, que anuncia que no descontará haberes en las nóminas de quienes participen en estos cívicos y amables actos. Una revolución desde arriba, no pedida por un pueblo al que citan y suplantan. Una revolución burguesa que tiene más de despótica que de ilustrada. Paradójicamente diseñada, orquestada y financiada por las élites económicas más indecentes de Cataluña, hermanas de otras similares del resto de España. Aliadas con unos anarquistas muy sui generis, tan bien alimentados y vestidos como mal peinados, y con piscina en el chalet. Unos revolucionarios que curiosamente no piden disponer de las herramientas y medios de producción, ni de tierras que cultivar con sus manos, demandas que ennoblecieron otras revoluciones. Esta parte corrompida y parasitaria de la sociedad que se levanta contra quien los mantiene a cuerpo de rey sin dar un palo al agua no pide eso. No piden trabajar, sino derecho a ocupar casas y a recibir una renta universal por haber nacido, pues, desde entonces, poco o nada han aportado a esa sociedad que ahora quieren destruir. Una sociedad que en sus manos desaparecería en cuanto se acabaran las reservas acumuladas por el trabajo de otros, ya que a ellos en el tajo ni se les ve ni se les espera.

Para apreciar hasta qué grado de irracionalidad y sectarismo suicida hemos llegado basta con ver a quiénes quieren hacer pasar por buenos y a quiénes por malos; qué valor se le da a la ley y a la justicia por unos y por otros; quiénes nos han llevado a esta peligrosa coyuntura entre mentiras, sonrisas y lágrimas de cocodrilo. Está visto también que es tiempo perdido intentar rebatir las estupideces que se escuchan y leen. Ha ocurrido lo que querían que ocurriera, ya tienen sus heridos, la mayor parte falsos, pues sólo hay cuatro ingresados en hospitales catalanes, el más grave por un infarto, un anciano llevado al hospital por la policía. Ya tienen la épica, pagada por espaldas ajenas. Lo que viene es peor. Y realmente ya no hay nadie que controle la situación. Hacer que el monstruo regrese a la cueva va a ser duro y, en algunas casonas de Sarriá, Pedralbes y Sant Gervasi, como en muchos despachos, entre sudores fríos y ya demasiado tarde, notan que la camisa no les llega al cuerpo. A cada cerdo le llega su San Martín. A los matarifes también.