viernes, 25 de enero de 2019

Epístola cumpleañera, literaria y borde.


   
Queridos hermanos.
    Hoy el número de mis años alcanza una cifra redonda y cantarina, sesenta y cinco, incluso provocadora para algunos de un remate rimado e inevitable. Ya la vida y los sucesivos gobiernos se van ocupando de eso, sin molestarse en métricas ni consonancias. Más que el 65 me asombra e inquieta ese 2019, que en la juventud hubiera anunciado una época lejana propia de distopías catacúmbricas y milenarismos amenazadores, en la línea de Huxley, Orwell o Wells. La realidad los ha superado, pues la imaginación se queda corta en lo tocante a unas cosas y larga para otras; el escenario es muy diferente al previsto, salvo en la vuelta recurrente de los totalitarismos y, recapitulando hoy, uno piensa que era difícil prever que avanzaríamos tanto en la tecnología como que iríamos hacia atrás en sensatez. Volvemos a caer en errores viejos, muchas veces en manos de quien para intentar curar un país empieza por pretender hacerle la autopsia, sistema que ya es antiguo entre nosotros.
    Teóricamente ahora alcanzo la edad de jubilación. De forma inusual en mí, en esta ocasión he corrido más que el Boletín Oficial del Estado y le he sacado cinco años de ventaja a sus designios. No es cosa rara pues esa revista cada vez más del corazón que del cerebro, tras las usuales pelarzas por controlar su equipo editorial, suele ir con cierto retraso respecto a los tiempos de la sociedad y de la vida. Desde allí, y no menos desde los boletines regionales, con su común prosa arisca y desarreglada, aunque a veces fabuladora y romántica, muestran los editores su poca competencia para solventar problemas, aunque no es raro que creen algunos nuevos.

Estos cinco años ganados, y no es poca ganancia la del tiempo, los he dedicado a leer mil libros, pintar mil acuarelas y tocar mil canciones, que si no he llegado a esas cifras poco habrá faltado. Además de esas cosas hechas para mi placer, también he leído diariamente la prensa, para mi disgusto. De esas lecturas, de algunos viajes y de las cavilaciones consecuentes salieron algunas epístolas, encíclicas y breves, con las que suelo martirizar a mis amigos, como es el caso y bien sabéis. Alegres las de los viajes, enrabietadas las de la actualidad y directamente rabiosas las que enlazan con la Historia, que algunos traen al presente con interesada fantasía notarial.
     Si bien esas acuarelas, epístolas y canciones son públicas, muchos otros comentarios, pensamientos y elucubraciones con que lleno a pluma cuadernos de buen papel permanecen en lo privado, pues pocas alegrías y amistades iba a proporcionarme su publicación. Mejor guardados.
    El año pasado lo inicié en la compañía de Josep Pla, y su conversación ha ocupado parte de este tiempo. La frontera del cambio anual la he cruzado de la mano de Chesterton, del que ya he hecho acopio de libros. Eso no es óbice, obstáculo, cortapisa ni valladar, que decía Forges, para frecuentar otras compañías, diversas en época, estilo y talante. Y siempre de vuelta a los mismos. Como no quiero caer en el error de recomendar lecturas, al menos no abusar, me limito a opinar que en sólo tres cuentos de Borges está casi todo dicho, al menos sugerido: “Pierre Menard, autor del Quijote”, “Acercamiento a Almotásim” y “El Aleph”.
    Cada uno elija con quién, pero bueno es recordar que pulimos nuestro cerebro frotándolo con el de los demás, que decía Montaigne. Por eso hay que andar con ojo, restregarse contra seseras con fuste y solera, que algunos cerebros actuales son escofinas que en las redes sacan astillas de los cimborrios ajenos. Para mis plumas tengo piedras de Arkansas o “Pedras das Meigas”, suaves abrasivos que pulen y suavizan sus tajos, dejándolos a punto para escribir con dulzura. A mi cerebro, —segundo órgano favorito para Woody Allen, para mí un error de la evolución, aunque aún lo aprecio más que a mis estilográficas, que ya es decir—, procuro evitarle ciertos roces. Eso me lleva al problema actual de la fuga de cerebros, agravado porque hay quienes una vez fugado el suyo siguen ocupando el cargo que ostentaban cuando disponían de él, que tampoco era para echar cohetes. Por eso en muchas instituciones, entes y organismos, vemos sentados muchos cuerpos sin rastro de inteligencia ni sentido común. Incluso sin alma. Les queda sólo el instinto de pastar en el presupuesto.
    De todas formas la literatura como evasión no suele funcionar cuando aprieta el presente. Por mucho que uno recurra a antañonas obras y a preferir la inteligencia de algunos ilustres difuntos a la estulticia de muchos vivos, —parafraseando a Quevedo—, toda idea brillante y acertada es eterna, que la humanidad cambia poco y no siempre a mejor, por lo que los libros nos suelen traer de vuelta de nuestra huida a las miserias del presente. Leer que en un antiguo jardín los narcisos siempre estaban en flor, inevitablemente, nos trae a la política actual. Si en el Barón de Münchhausen tenemos noticia de quien intentaba sacarse a sí mismo del agua tirándose de la coleta, ocurre igual. No digamos al leer que los costaleros deben comer bien, o se tambalea el santo. Leer a Voltaire y saber de su Pangloss disfrutando del mejor de los mundos posibles en medio del terremoto de Lisboa nos remite de forma ineludible a Zapatero. Molière nos invita a imaginar qué personaje grotesco hubiera sacado de Jordi Pujol, que poco hubiera tenido que añadir. Sobre los que se sorprenden de llevar toda su vida hablando en prosa sin saberlo habría mil personajillos a quienes tal pasmo encajaría. Cuando Galdós en su “Doctor Centeno” nos habla de alguien que ha abusado de la horchata de cepas nos brinda la única explicación posible a algunas declaraciones o salidas de peón caminero, normalmente en formato de twit, que el magín no da para más. En esa línea, espero la publicación, seguramente en Gredos, de las obras completas de Rufián, pura achicoria argumental. Frases como garrapiñar leyes, empollar candidatos, torturar la ley y la razón en potro parlamentario, y otras similares, abundan en nuestra literatura decimonónica y nadie negará que un sinfín de hechos actuales así se verían reflejados en la prensa del día si los actuales plumíferos alcanzaran tales alturas.
    Si, buscando un extremo alejamiento de la actualidad, del mundo y de la carne, leemos una piadosa obra sobre la vida de un santo y en ella aparece una monja de la orden de las Adoratrices, nos viene al magín Artur Mas y sus enamoriscadas sores, más dignas de ingresar en manicomio que en convento. No sería raro que en algunas de esas pías lecturas, o en algún manual para el confesionario, encontrásemos referencias al pecado de solicitación, que nos remita a encuentros furtivos, obscenas proposiciones, que salen a la luz por una inoportuna y municipal rotura de tobillo entre empanadillas también caídas al suelo. Que las recoja el chiquillo. Del asunto de Caín y Abel ni hablemos.
    La novela picaresca nos parece una crónica (y no muy exagerada) del presente, y nos sigue describiendo cómo somos muchos españoles aún hoy. Incluso los que dicen no serlo encarnan más al Guzmán de Alfarache o al don Pablos del Buscón que a personajes remotos y foráneos a los que falsamente dicen parecerse. Hay quien, acariciándose las ideas y enamorado de sí mismo y de su aldea, va por ahí con careta de Luther King o de Gandhi cuando su verdadero referente es la Pícara Justina, o el Licenciado Cabra. Tal vez el licenciado Vidriera. También nos recordaría el mundo docente, mina de la que los partidos extraen algunas de estas gangas, la lectura de las andanzas del bachiller Trapaza, quintaesencia de embusteros y maestro de embelecadores. La garduña de Sevilla, polilla de las haciendas y anzuelo de las bolsas, o el escudero Marcos de Obregón, como los antes citados, son personajes que nada desentonarían en algunos grupos parlamentarios.
     Madame Bovary también nos recuerda a otra variedad de orate, arquetipo que da nombre al “bovarismo”, síndrome del que sufre una alteración del sentido de la realidad por la que una persona se considera otra diferente a la que es y no distingue entre lo existente de lo irreal. Waterloo ya les acerca a un frecuente desarreglo mental, pues también los que creen ser Napoleón abundan. Pero no viven del presupuesto, lo que les hace más soportables que el Puigdemont. Sólo saben ser el cansino y monótono ronco de la gaita y más debieran ir a biblioteca que a botica, y nunca a gobernar. El patio de Monipodio sigue existiendo, y desgraciadamente más de uno, con acentos del norte y del sur, del este y del oeste peninsulares. Incluso insulares. Ahí está la lozana andaluza, que aún no sabe quién le ha robado la cartera y manda a intentar recuperarla a quien no debe. Sobre locuras, prefiero evitar (por no mancharlo) comparar a nadie con el Quijote, pues las demencias actuales no suelen tener tan nobles intenciones. Burladores ha habido muchos en Sevilla, tantos como en otros lugares, pero el convidado de piedra es Rajoy. En Alicia en el país de las maravillas aprendemos que el significado de las palabras depende de quien manda, y en las intervenciones de líderes y liderzuelos, unos son Lope y otros Calderón. Sánchez cree ser el conde de Montecristo, el JEMAD no tiene quien le escriba, Casado declama el ser o no ser, calavera de Rajoy en mano mientras Rivera ha cruzado el Mississipi y entrado en territorio sioux en una voluntariosa novela del oeste.
    Decía Carlos Fuentes en “Todas las familias felices” que “Yo vengo de una familia en la que cada miembro dañaba de algún modo a los demás. Luego, arrepentidos, cada uno se dañaba a sí mismo”. Una familia de individualidades autónomas. García Márquez, en “Los funerales de la Mama Grande”, nos retrata muchas situaciones que hoy vivimos, cosa no nueva, gentes que inmatriculan regiones, la moral, la historia, la verdad… Perdón por la larga cita, pero él lo cuenta mejor:
    “La Mamá Grande necesitó tres horas para enumerar sus asuntos terrenales. En la sofocación de la alcoba, la voz de la moribunda parecía dignificar en su sitio cada cosa enumerada. Cuando estampó su firma balbuciente, y debajo estamparon la suya los testigos, un temblor secreto sacudió el corazón de las muchedumbres que empezaban a concentrarse frente a la casa, a la sombra de los almendros polvorientos.
    Sólo faltaba, entonces, la enumeración minuciosa de los bienes morales. Haciendo un esfuerzo supremo —el mismo que hicieron sus antepasados antes de morir para asegurar el predominio de su especie— la Mamá Grande se irguió sobre sus nalgas monumentales, y con voz dominante y sincera, abandonada a su memoria, dictó al notario la lista de su patrimonio invisible:
    La riqueza del subsuelo, las aguas territoriales, los colores de la bandera, la soberanía nacional, los partidos tradicionales, los derechos del hombre, las libertades ciudadanas, el primer magistrado, la segunda instancia, el tercer debate, las cartas de recomendación, las constancias históricas, las elecciones libres, las reinas de la belleza, los discursos trascendentales, las grandiosas manifestaciones, las distinguidas señoritas, los correctos caballeros, los pundonorosos militares, su señoría ilustrísima, la corte suprema de justicia, los artículos de prohibida importación, las damas liberales, el problema de la carne, la pureza del lenguaje, los ejemplos para el mundo, el orden jurídico, la prensa libre pero responsable, la Atenas sudamericana, la opinión pública, las lecciones democráticas, la moral cristiana, la escasez de divisas, el derecho de asilo, el peligro comunista, la nave del estado, la carestía de la vida, las tradiciones republicanas, las clases desfavorecidas, los mensajes de adhesión.
    No alcanzó a terminar. La laboriosa enumeración tronchó su último viaje. Ahogándose en el maremágnum de fórmulas abstractas que durante dos siglos constituyeron la justificación moral del poderío de la familia, la Mamá Grande emitió un sonoro eructo, y expiró”.

    Si buscamos en la Historia distracción y alejamiento, el recurso del pasado como olvido del presente, arreglados vamos sea cual sea la época elegida. La Historia sigue viva, como es natural, y deseable sería dejarle desarrollar su vida en su mundo científico, no en la actualidad canalla, pues muchos remueven las tumbas y quisieran recrear con huesos antiguos modernos Franskensteines. O utilizarlos como trofeo, siendo tan ancestral como bárbara la costumbre de alzar cabezas enemigas clavadas en la pica. Nos podemos encontrar a Jaume I el Conqueridor llamando a Lérida Lérida y Gerona a Gerona, fíjate tú. Hay quien con su cubilete esconde el dado para dar a entender que en 1714 el malvado español era Philippe de Bourbon y que el buen Casanova lo era menos. Ellos no lo veían así, pero su opinión poco cuenta si no encaja en el relato. Incluso admirando acuarelas del maestro Mariano Fortuny, de Reus, veo que firmaba como Mariano, como en casa le llamaban. Hoy, aunque él ya no lo pueda saber, se llama Marià pues lo han normalizado en rebeldía indefensa, como a tantos otros. En el otro extremo hay quien eso de la españolidad lo lleva con miras amplias o estrechas según interese, y tiene por español a Recesvinto, a Trajano o a Séneca, a Viriato y a Favila el del oso, nacionalidad que niega a Maimónides, a Averroes o a Albucasis. No digamos a Boabdil, a pesar de llevar sus ancestros —que son los mismos que los de muchos de nosotros— en Granada quinientos años más que los de Trump en Washington. Los que llevamos toda la vida interesados en estos temas, entrando en las discusiones entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz y sus discípulos, ponderando argumentos y razones, a menudo nos vemos, como ellos, salpicados por discusiones fuera de lugar por parte de bacterias extremófilas con patas que las usan como ascuas a las que arrimar sus políticas sardinas. Ese tipo de bacterias, muy resistentes y tenaces siempre suelen encontrar acomodo cerca de volcanes submarinos, amantes de entornos oscuros y sulfurosos.
     Ya en otro escrito anterior rememoraba a Canalejas, que si no fue, ni mucho menos, el único presidente español asesinado, sí se distinguó de los demás al ser tiroteado mirando el escaparate de una librería o saliendo de ella. Tal vez, de forma supersticiosa, desde entonces los más del gremio han dado en pensar que quien evita la ocasión evita el peligro, que los libros los carga el diablo. Pero leer a Jenofonte o a Julio César les habría enseñado que un estratega mediano nunca siembra de trampas el terreno por el que él mismo deberá moverse después. Les habría evitado a algunos custodios de la ética y moral ajenas y distraídos de la propia caer reventados por las minas que ellos sembraron, o boquear atrapados en los cepos que para otros colocaron en veredas que todo el país transita, ellos los primeros.
    Memoria de pez es la de muchos, voluntaria e interesadamente selectiva de recuerdos y de olvidos. De todas formas leo que hay unos científicos que, a base de tercos, han conseguido que un pescado en su pecera recuerde y reconozca una canción de John Lee Hooker. Investigación básica. Si consiguen hacerles expresar sí o no, podrían convertir un banco de boquerones, (eso que en español llamamos cardumen y en inglés school) en un ordenador oceánico y comestible.
    Tres gruesos volúmenes de hojas color crema, sin pautar, bien encuadernados y de un papel donde la pluma escribe sola, he llenado este año, como decía, mirando el presente con irónico disgusto, aunque todas las épocas han tenido lo suyo, que tampoco el pasado ha sido un jardín de rosas sin espinas. Pero cada uno se queja de lo que le duele. De esas notas, reflexiones y ocurrencias se nutre esta epístola moral.
Si, para terminar, uno quiere leer algo optimista, siempre puede recurrir a Steven Pinker, que en su “Defensa de la Ilustración” nos argumenta motivos para serlo pues, sin olvidar las infinitas necesidades de mejora, nos demuestra con datos que si nuestro presente no es el mejor de los mundos posibles, vivimos en el mejor que la humanidad ha conocido.
    Vale.