Cuando,
semidormido en mi jergón, saco un pie por fuera de la frazada, que algunos días
ya va haciendo calor en mi celda, sus dedos refulgen en la penumbra como cinco
puntitos fluorescentes de un reloj grande y de horas desordenadas. La batería
del móvil se me recarga sola y no tengo que dar la luz del pasillo pues,
luminiscente como los gorrinos de fray Adolfino, renqueo por él como una enorme
luciérnaga con garrote. El microondas echa chispas cuando me acerco, aunque no
lo necesito porque, a mi contacto, el café se me calienta solo en la taza.
Adenauer, mi gato, se hincha electrizado, convirtiéndose en una especie de pompón
con rabo y ojos desorbitados cuando no
puede evitar pasar por mi lado. Últimamente entre la estática del carrito,
disimulado andador, y yo vamos echando chispas y pequeños rayos por el
supermercado, como un Zeus venido a menos. Tantas radiografías, resonancias
magnéticas e inyecciones de isótopos entre los dedos de los pies, sin duda
tormento malayo aplicado a la medicina, me van convirtiendo en una pila humana,
un almacén de energía que no llega a mis piernas. Pronto, me temo, deberé
recargarme en ese Velázquez tubular, pintor en negativo de ternillas y
osamentas.
No
es éste, sin embargo, el motivo principal de mi silencio. Débese mi sequía
epistolar a que su habitual tono asombrado y caústico se ha visto desbordado
por la desmesura de la realidad. La ironía de mis escritos, su punto exagerado, su humor negro y
su sarcasmo no pueden competir con la exuberancia del despropósito nacional,
cercano al surrealismo. Mi imaginación no da para tanto. Busco inspiración en
Kafka y en Lovecraft pero, confrontando
sus pesadillas con lo que hoy vivimos, más me parecen escritos de Andersen o de
los hermanos Grimm. Además de dar el finiquito a logros más sustanciales, la
realidad actual va a acabar con la novela de aventuras, la de terror, la
policíaca y la del oeste. Hasta con la picaresca, pues las hazañas de José
María el Tempranillo, Sir Francis Drake, Rinconete y Cortadillo, Alí-Babá, Billy
el Niño o los bucaneros del Caribe nos parecen hoy candorosos cuentos de hadas.
No es de extrañar que algunos barbados vividores intenten resucitar cerca de
Sierra Morena la figura del bandido generoso.
Si
Kafka, Lovecraft o Tolkien se hubieran dedicado a la crónica política o
económica, incapaces hubieran sido sus retorcidas mentes de alumbrar algo tan tremendo
y desquiciado como lo que en los periódicos como real leemos, sin que ya ni
siquiera nos extrañe o escandalice. Quien defiende que, entre otras cosas, los
hospitales públicos han de pasar a manos privadas olvida decir, mientras
intenta convencernos de las bondades del invento, que, perpetrado el desafuero,
las manos privadas a quienes como negocio se entrega lo que hasta ese momento
era servicio público, serán las suyas. A
sus propias manos y a sus propios bolsillos. Indecente. Y Sin embargo, parece ser que la ley y la
justicia nada tienen que decir al respecto.
Peor
es cuando sí que dicen. Lógico parece que pongamos un pisito a quien nos
gobierna. No satisfechos con ello, generosos lo alojamos en un palacio, con su
servidumbre, guardia e intendencia a nuestro cargo. Hasta ahí parece casi soportable.
Abonarle mensualmente dietas para costear lo que ya le hemos pagado en especie
parece un abuso. Sin embargo los tribunales lo ven adecuado, en ese caso y en
miles de otros similares. Juanpalomo ordena y manda, dispone y legisla,
decreta, y cobra. También nombra a quien ha de juzgar si ha obrado bien. En una
anterior epístola recomendaba a nuestros dirigentes el estudio de la obra de
Rubio “Sumar llevando”. Hoy veo conveniente sugerirles leer los escritos en los
que un tal Montesquieu decía algo al respecto.
Mi
intención de hacer reflexionar desde la sonrisa provocada por la exageración o
el cambio de punto de vista, con que se glosaban los sucesos del momento, es
incapaz de igualar el desvarío que en la actualidad vivimos. Cárdeno y dolorido tengo
el brazo, con más cardenales que un cónclave vaticano, pues hay que pellizcarse
continuamente para comprobar que uno no está inmerso en una perpetua pesadilla.
Sabido es que el fuego a veces se combate con fuego, pero aquí es normal
intentar apagar con gasolina los incendios que van arrasando nuestro bienestar.
Creo que buscan aumentar nuestra confusión, pues mejor se roban las carteras en
los líos y tumultos que en situaciones más claras y ordenadas.
Como último e infalible
recurso, lejos de las olas del Mediterráneo que me pudieran servir de
inspiración o consuelo, me lanzo a navegar por los mares literarios de Quevedo.
Echo el ancla en una página en la que el escritor recriminaba a la diosa
Fortuna con estas sabias palabras:
“Quéjanse que das a los delitos lo que se debe a
los méritos, y los premios de la virtud al pecado; que encaramas en los
tribunales a los que habías de subir a la horca, que das las dignidades a los
que habías de quitar las orejas, y que empobreces y abates a quien debieras
enriquecer”.
¡Virgen del verbo divino! Tomo
tierra y abandono la navegación, que como consuelo no acaba hoy de funcionar,
pues constato que los siglos han pasado en balde y que ni siquiera somos
novedosos y originales en cuanto a desgobierno e injusta administración.
Vuelvo
al triste presente y mis reflexiones me llevan a concluir que no hay que
atribuir a la maldad lo que pueda justificar la estupidez, siendo esta última todavía
más abundante y profunda, y no sabría sopesar cuál de esas cualidades nos
resulta más dañina. Pasamos de una panglossiana y hueca inanidad, sonriente,
irresponsable y derrochadora —cuando no sopla el viento, hasta la veleta tiene
carácter—, al gesto grave de una desdeñosa y prepotente indiferencia hacia el
sufrimiento de los ciudadanos. —¡Que se jodan!—. Su destructiva ineficacia y su
inmoralidad son equiparables. Han reducido el ya tradicionalmente escaso debate
de temas de estado a un defensivo y miserable “¡Pues anda que tú!”. No dudo de que desde ambos perniciosos
extremos se haya actuado en conciencia. Como tampoco dudo de que obrar en
conciencia puede ser perverso y demoledor cuando el obrante carece de ella,
como es el caso. Nos quieren llevar hacia una tierra prometida que más asusta
que ilusiona y los hechos que más nos preocupan no se nos presentan como
indeseadas consecuencias pasajeras, sino como el objetivo perseguido por nuestros
gobernantes. Hacer algo a conciencia, tiene otros inquietantes significados de
los que la Historia nos proporciona numerosos y trágicos ejemplos tales como la
demolición de Cartago por Roma, sembrando de sal sus campos y emponzoñando sus
fuentes, o la ruina de Numancia. Trabajos diabólicamente bien hechos. Hay muchos más.
Gobernados,
como viene siendo habitual, por incapaces, no sabemos, pues, si debe
inquietarnos más que fracasen en el logro de sus propósitos o que consigan
alcanzarlos. Ilusionante escenario. Dejando aparte la angustiosa situación
económica a que entre los bancos, los gobiernos y las oposiciones de todos los
niveles, nacional, autonómico y municipal, nos han conducido, que no ha sido
la sufrida población la causante, hay muchos objetivos que me resulta imposible
compartir y mucho menos apoyar.
El
infortunio propio se digiere peor si frente a él se nos exhibe la obscena
prosperidad que disfruta quien colabora en provocar nuestra miseria y de ella
se beneficia, cuando no es su causa directa. Deben de saber que la palabra convence,
pero el ejemplo arrastra, pero no están dispuestos a compartir con nosotros las
penitencias. No hay que confundir las consecuencias económicas con la
incidencia moral. El chocolate del loro, aunque en principio irrelevante, pasa
a ser oneroso e inasumible gasto cuando mantenemos cientos de miles de loros,
cacatúas y cotorras. Además los loros nacionales y autonómicos no se conforman
con unas pocas pipas. Todo es poco. Quienes legislan y gobiernan hoy, mañana
están al frente de las empresas a las que antes decían vigilar y que
previamente fueron del estado. Tal vez para liquidar los Paradores Nacionales,
buque insignia de uno de los pocos sectores que aún funcionan, pues con el sol,
la historia y la gastronomía todavía no han podido, aunque están en ello,
colocamos a la sufrida exseñora de uno de los nuestros y le asignamos un sueldo
tres veces superior al del presidente del gobierno. Que vean que no somos
rencorosos. Cuando acabe el trabajo ya los comprará baratos otro amigo. Tal vez
en el mismo foro y como siguiente providencia se propone mantener trabajando al
personal hasta los 68 años, que esto no nos cuadra. Los hijos no tendrán
trabajo, pero tal vez sus nietos sí. Así se llevan muy mal las apreturas de
cinturón.
Para
desatascar juzgados y tribunales, despójase el lobo de las lanas con que de
cordero se disfrazaba para poner un precio a la justicia, vuelta así
inaccesible para quien, llevando razón, no tenga bienes con que hacer valer su
derecho. Curiosa forma de solucionar el problema. No estando quien esto escribe
muy puesto en derecho comparado, ignora si esta perversión de la justicia, que
prácticamente la hace desaparecer, es común en los países decentes o es otra
ocurrencia nacional.
Creamos
un banco malo al que regalamos las casas que los otros bancos —no mejores, por
cierto— han ido arrebatando a quienes no pueden devolver los créditos que con
tanta alegría les concedieron. Para pagarles esas casas desahuciadas o de
difícil venta, se pide un crédito inmenso que los contribuyentes pagaremos, bien
sea en dinero o en salud. Entre los paganos estarán los propios desahuciados. A
la presidenta de esa joya de banco acuerdan que le paguemos 33.000 euros al
mes. Es decir 51,13 veces el salario mínimo establecido. Se argumentará que no
es el esfuerzo, sino la eficacia y responsabilidad lo que se le recompensa,
aunque prácticamente todo el sector ha estado dirigido por inútiles o mangantes
a los que ninguna responsabilidad se les ha exigido por arruinar los bancos cuya
gestión les encomendaron, sin olvidar, de paso, asegurarse holgadamente el
porvenir a nuestra costa. Insoportable.
Quienes
han sufrido estas lindezas en sus carnes han dado en la costumbre de acudir a
atosigar a los culpables a las puertas de sus casas. No me gusta ni el hecho ni
la palabra que lo nombra, pues huyo de masas y algaradas. Reconozco, no
obstante, que, en su caso, limitarse a gritar y mostrar una pancarta es un
alarde de moderación. Añade algunas sombras a mi opinión sobre este tipo de
manifestaciones la ubicua presencia en muchas de ellas de alguna veleta
política, con gran fondo de armario, en constante evolución de ideas y
opiniones, lo que nos confirma que nunca tuvo ni unas ni otras. Gran favor
haría a la credibilidad de estos grupos permaneciendo en su casa.
Los que dirigen a quienes
hoy deberían sancionar tales desmanes, fueron y siguen siendo nombrados por el
entorno de aquellos a quienes deben juzgar. Se explica la benevolencia de algunos de ellos. Son los díscolos nuestra última esperezanza.
Agobiados por tanta faena, prescriben los más de los delitos y debemos soportar
que, sobreseídos los casos, se engallen tales rufianes proclamando como
inocencia su injusto escape de los abusos que perpetraron, a través de los
resquicios de unas leyes que ellos mismos urdieron, aplicada por los jueces o
fiscales que ellos también nombraron. En este totum revolutum consiste para ellos
la separación de poderes.
Dada
su indistinta e invariable cortedad de miras, no más allá de unos próximos comicios,
la ineficacia en la gestión y administración, el nepotismo, la estulticia, el
alejamiento del sentir de los gobernados, la indecencia y la avaricia común a muchos de nuestros
dirigentes actuales, pasados y futuribles, entre las ofertas políticas que se
nos ofrecen tal vez haya que, tapándonos la nariz, optar por quienes, al menos,
conserven algunos rescoldos de humanidad. Ante este “Sálvese el que pueda”,
resumen de la gobernanza actual, el cinismo, la desconfianza y la propia
supervivencia se imponen como ideología, pues ya no sabemos si somos de los
nuestros.
No alcanza mi pesimismo a
tener a todos por iguales, —pues los hay peores—, a considerar general la
extensión de la infección descrita. La honradez, la inteligencia y la eficacia hacen poco ruido.
Existen tales virtudes y son más abundantes de lo que pudiéramos pensar, pero
son tapadas por el estruendo de la minoría que ha utilizado el noble desempeño
de la representación popular para su propio enriquecimiento. Llevarán al
sistema a su agonía si no dejan de mostrar más celo en disimular y
negar el hedor de sus manzanas podridas que en defender la justicia y el bienestar de
quienes los eligieron. Poco deben de amar las banderas que hacen ondear quienes
las usan como señuelo, tapadera y escudo para sus rapiñas. Me es indiferente si
un ladrón viste traje liso o a rayas, aunque preferiría verlos lucir las rayas
blancas y negras de los penados de los chistes. Mucho se equivocan quienes
esgrimen que el ataque va dirigido a su bandera pues, aunque tal vez no
aprecien el símil taurino, no ignoran que el toro no persigue al trapo,
mero engaño que esconde, escamotea y protege el cuerpo del torero. Son todos ellos los
únicos que pueden llevar a cabo esa necesaria labor de limpieza, cada uno en su
convento, para evitar que otro tipo de saneamientos más enérgicos les arroyen. Tapar
y justificar la herejía de algunos frailes pone en peligro el crédito y la
misma supervivencia de toda la orden. No vale el “ya arreglaremos después cuentas
en casa, entre nosotros”. Tal vez dentro de poco ya no haya cuentas que
arreglar, lo que solucionaría algunos conflictos, pues no se riñe cuando ya
nada queda por repartir.
Vale