viernes, 13 de junio de 2014

Epístola postelectoral

 

Queridos hermanos:

     Me acuso de que he vuelto a leer la prensa. Leo estupefacto, y que Dios me perdone por usar estas palabras, que putas y narcos van a ayudarnos a reducir el déficit, aportando una subida del 4,5% al PIB. Sin duda merecen el Príncipe de Asturias por tan sustancial contribución a la economía del reino. Inquieta saber que nos gastamos en coca y putas más que en sanidad y educación, y que si contáramos la aportación del tabaco y el alcohol, nos salíamos de cuentas. Los caminos del Señor son inescrutables, y en manos de la divina providencia ha quedado la tarea de cuadrar el balance. Brindaba mi padre diciendo “Dios, que es justo y nos mantiene, en su infinita bondad, si aquí bebiendo nos tiene, será porque nos conviene. Hágase su voluntad.

     También me sorprende conocer que a la coronación del nuevo rey Felipe no irá ni su padre, algo que sin duda argumentarán en Izquierda Unida para justificar que ellos no acudirán tampoco, aunque sus respectivas ausencias creo que tienen diferentes motivos. En realidad, ninguna de esas presencias resulta imprescindible, ni siquiera relevante, para la validez y el lustre del acto. Adiós Madrid, que te quedas sin gente. Pero la coherencia no deja de ser un valor respetable, y en este caso, el no ir es una postura coherente y merecedora de respeto, cosa casi inaudita en una formación política. Cierto es que se hubiera agradecido una decisión igual de consecuente al ponderar la posibilidad de negarse a estar presentes como cómplices en los consejos de administración de los bancos, entes y chiringuitos que nos han llevado a la ruina, donde se repartía una buena pasta a la que no hacían ascos, que la coherencia está bien, pero una cuenta corriente como Dios manda tampoco es moco de pavo. A ver si no van a poder tener un audi más que los ricos de siempre. Pero ahora hay que echar meaditas como los lobos, marcar bien el territorio, que los de Podemos se nos están subiendo a las barbas y nos arrebatan la clientela. A mi modesto entender, ya es tarde para amojonar la finca, para recuperar unas lindes tan removidas después de decenios de compadreo, de arrojar de sus filas a los mejores, cosa que no ayuda a diferenciarlos de los demás. No pongas cara de santo, que te conocí ciruelo. Un partido político no es una empresa que saca al mercado nuevos productos según las preferencias y demandas de potenciales compradores. ¿O sí? Visto que las jaulas de grillo ya no se venden con la alegría de antaño, fabriquemos portaaviones, concluye el avispado empresario. Todo es cuestión de voluntad y un poco de I+D.

     'Podemos' nunca va a gobernar, pero es sanísima la inquietud que está llegando a transmitir a las cúpulas de los partidos de siempre, que ven cómo les agitan los palos del sombrajo, cómo este tío de la soguetilla hace que se tambaleen edificios que se creían construidos con egipcia durabilidad y consistencia, poniendo en peligro muchas poltronas. Les debe de tranquilizar el ver que ya riñen entre ellos, lo que les acerca a la normalidad y les muestra vulnerables. Los que creían que un partido de una sola persona era ámbito inmune a riñas y repartos, ven que las bases, hasta ahora etéreas y ectoplasmáticas, van tomando cuerpo y, una vez sustanciadas, se ponen levantiscas ante las listas cerradas con las que la Nomenklatura, que de ellas abominaba hasta hace sólo unos días, quiere garantizarse butacas de primera fila. A ver si nos van a usurpar el sillón estos parias sin estudios que vociferan en las asambleas. Que ya nos vamos encastando. No debemos olvidar que todos los partidos que nazcan entre nosotros no pueden evitar el insoslayable y sustancial problema de estar formados por españoles, incluso en las comunidades que afirman no serlo, y bien que se nota, y que haber sido amantados por una misma teta marca mucho. Somos hermanos de leche. De mala leche, por más señas. En España siempre ha habido más mamones que tetas y apartar a un ternero de las ubres que le nutren es trabajo baladí comparado con arrebatar su despacho o su escaño a quien lleva en él varios decenios. Un trabajo de Hércules. Hay que cortarle la soguetilla a este niñato, a ver si pierde las fuerzas, se dicen los de diestra y los de siniestra. Y en ello están. Los de fuera y ahora también los de dentro. ¡A cubierto, que vienen los nuestros!

     Yo opino que hay de dar cancha a la utopía, que hay que decir cómo deberían de ser las cosas, con arreglo a los principios de la justicia y del sentido común, aunque se puedan considerar difícilmente alcanzables por el momento. Si sólo aspiramos a lo que naturalmente vendrá, a la mezquindad de lo posible, evitando romper el huevo para hacer la tortilla, no resultaría explicable cómo hemos pasado de un hacha musteriense a un cohete espacial. Lleva años alcanzarlo, y malas son las prisas o las improvisaciones o emprender senderos que a ningún sitio llevan, pero hay que tener en el horizonte un ideal que merezca la pena.


    Tan grande es mi fe en la bondad y rectitud de la mayoría de las personas, de una en una, como inmenso mi resquemor ante el comportamiento de esas bondadosas individualidades cuando se arrebañan, se diluyen y amparan en una masa informe, convertida en irracional, manipulable y donde el espíritu del grupo se impone a los individuos, usurpándoles toda capacidad crítica. Llevados por un instinto animal que, como a las aves y los peces, les impulsan a ir por donde marcha el primero, adopta el enjambre o el cardumen unas formas, a veces inquietantes, que los individuos no llegan a percibir desde dentro. Hay que mirar desde lejos y desde fuera, para constatar esa verdadera forma. Considero una asamblea como un foro manipulable por quien más vocea, arropado por una claque tan ruidosa como demagógica, donde pocas veces son los argumentos y las razones quienes acaban imponiéndose, arramblados por la víscera, por los ardores y calentamientos de la ocasión, alimentados por expertos calefactores. En ellas todo se suele acordar por aclamación, no siendo usual que se recurra al voto secreto. No espero que las soluciones a nuestros problemas nazcan o se acuerden en una asamblea popular. Sería bonito, pero no.


     La democracia se basa en el respeto a las decisiones adoptadas por la mayoría. Tanta obligación tienen las mayorías de conceder espacio y protección a las minorías, que en ningún caso deben ser avasalladas por la ley de los números, como las minorías de ser conscientes de que lo son, de su intrínseca incapacidad para imponer su criterio a unos ciudadanos que en las urnas les han puesto en el lugar que han considerado conveniente, negándoles el derecho, la legitimidad y el mandato de aplicar sus propuestas. El pueblo nunca se equivoca. Ese es el principio de la democracia. Fuera de lugar están esas recriminaciones a quienes se han decantado por distintas opciones a las que el opinante prefiere. En mi idea de no discutir más que conmigo mismo, no respondo a esas descalificaciones, a esos insultos a millones de ciudadanos que han decidido votar a opciones diferentes a las que eligió libremente el que les reprende. Me asustan esos oráculos de Delfos que desde los foros enjuician a quienes se han equivocado al no votar lo que ellos ven tan claro, fuera de toda duda, a los que votan en blanco o a los que, simplemente, se quedan en sus domicilios. Cada votante vota o deja de votar lo que le sale de sus santos cojones, en términos científicos, y no faltaría más que tener que justificarse uno antes estos imanes que ex cátedra nos recriminan por no coincidir con sus análisis. Todos llevamos un dictador dentro, pero que estos totalitarios intransigentes, de todo signo, den clases de democracia al cuerpo electoral, ninguneando el criterio de millones de votantes por no haber sacado de su situación residual a quienes piensan como ellos, o de no darles el apoyo que una vez tuvieron y que creen seguir mereciendo, es algo que deberían hacerse ver. Yo ya me cuido de no dejar mi voto en compañía de los mansos cabestros con cencerro que lo quieren conducir a su corral contra mi voluntad, aunque a música celestial suenen algunas de sus propuestas. Ya no me valen las palabras. Otros, no lastrados áun por su pasado, por inéditos, ya que por ahora el valor sólo se les supone, lanzan propuestas que muestran su angelical desprecio por la realidad. Ni harto de whisky doy mi voto para que por el hecho de ser español se cobre un sueldo, dejando fuera de consideración la aportación que al bien común haya hecho el perceptor. Faltan siglos para eso, decencia, honradez, dineros y, sobre todo, repoblar con marcianos la península, a ver si esta vez hay más suerte.

      Últimamente discuto mucho conmigo mismo. Me llevo la contra, me rebato los argumentos, me quito la razón y me la vuelvo a dar. Me enfado conmigo mismo y luego me perdono, porque a mis años hace ya mucho tiempo que conseguí llevarme bien con mi persona. Cuando era joven e ingenuo llegué casi al enfado discutiendo con amigos sobre política. Hoy lamento haber puesto en peligro esas valiosísimas amistades defendiendo a quien el tiempo ha demostrado que no lo merecía. He tardado muchísimos años en resignarme a que, en realidad, siempre es el dinero lo que se dirime aunque, oculto bajo el disfraz de hermosísimas palabras e ideas que nos mantengan encandilados: la libertad, la democracia, la justicia, el pueblo. De risa. Discutíamos hasta no hace mucho sobre la derecha, el centro, la izquierda y la madre que los parió. Me produce cansancio y vergüenza recordarlo ahora,  aunque reconozco que algunos merecían que sobre ellos se discutiese, pero que últimamente ya es otra cosa. No hay color. En estos tiempos ya no entro a debatir sobre Anasagasti, Rajoy, Mas, Rubalcaba o Pablo Iglesias. El tiempo que todo pone en su sitio, menos los objetos de mi mesa, ha reconocido la grandeza de unos pocos de aquellos, aunque en su difícil momento fueran tenidos por tahúres del Mississipi, ha arrojado a un merecido olvido a unos, entre ellos a quienes así le calificaban, ha evidenciado la miseria de otros, la vacuidad risueña de alguna confluencia planetaria, la mediocridad de sus corifeos y coriguapas… Hoy nos avergüenza ver el acomodo de casi todos en bien remunerados consejos de administración, a los que aportan su nombre, su pasado, su extinto prestigio y su inexistente futuro político. Y la capacidad de influencia que todavía conservan, por la que tan generosamente se les paga.

      Si por defender a  tales próceres me niego a entrar en terrenos del cinco, ¿qué decir de personajillos como Bárcenas, el bandido generoso de Sierra Morena, Amaiur y otros de tal calaña, que han bajado el listón hasta el crimen y la delincuencia y cómo perder el tiempo glosando a los que degradan el discurso a un tono y altura propios de la taberna, de la barra del bar llena de copas, donde todo disparate encuentra acomodo? Se trata de delincuencia, no de acción política o gestión poco acertada: Desde los ERES o la rapiña de los fondos de formación de Andalucía, hasta las Aguas de Valencia, Terra Mística, pasando por el aeropuerto de Castellón —¡Mira que aeropuerto tan bonito que se ha hecho el abuelo!—, a las ITV catalanas, al Palau, el 5% de mordida, el rescate bancario, la socialización de las deudas… El país y sus comunidades se han gestionado con criterios equiparables a la mafia siciliana. Y no se salva ni Dios.

       ¿Cómo defender la democracia parlamentaria reconociendo lo anterior? Pues sí. No hay otra forma. Y también es necesario defender a los partidos y a los sindicatos, mayoritariamente poblados, que no capitaneados, por gente honrada. Atacarlos, sugerir su sustitución por caudillos más o menos amables y elocuentes, es un suicidio. Ya sabemos bastante de eso. Es necesario sanear esas formaciones, algo que sólo desde dentro es posible hacer. Que dejen de defender a sus corruptas cúpulas, eviten poner manos en el fuego en defensa de acreditados ladrones, arrojando fuera de la vida pública a quienes han llegado a ella para hacerse de oro, a los mesías que embarcan hacia terra incognita a los ciudadanos cuya prosperidad deberían procurar en lugar de obviar la realidad y sus retos acuciantes, para hacerse ellos un hueco en la historia con la llegada a la tierra prometida. Incapaces de enfrentarse a los problemas del día a día intentan encubrirlos con una bandera, hasta cuando sea posible. Cada vez que hablan ciertos orates del gobierno y aledaños, nace una docena de independentistas. Cada vez que se habla de república y se dejan caer nombres como Aznar o González, como futuribles presidentes, o uno se inquieta ante la posibilidad de que sean otros como Rajoy, Zapatero o Cayo Lara, nacen cien monárquicos. ¡Virgencica, que me quede como estoy!

    El problema es que, como Ortega y Gasset si no recuerdo mal dijo, la única razón que unos tienen es la que han perdido los demás. Cuando uno se permite poner en cuestión el fondo o las formas de un político o de un partido, se entiende que se está defendiendo al contrario. O conmigo o contra mí. Ya hemos vivido, leído y reflexionado lo suficiente como para entregarnos con armas y bagajes al primero que nos regale el oído. Ni al segundo. Estos recelos, este descreimiento, que en mi caso es universal, no deben interpretarse como resignación, como complacencia ante una situación demencial, injusta y que necesita de un saneamiento urgente.

     Yo, más que programa, pediría a los partidos concurrentes a unos comicios que me cuenten la historia de España, pues su versión de los hechos nos revelaría la enjundia y solidez de su proyecto. Sería un psicoanálisis que arrancara desde lo más recóndito de sus magines su verdadero talante, mostrando la consistencia o endeblez de su juicio, sus inconfesas intenciones, puestas de relieve bajo la forma de una exigible visión y análisis de nuestro presente, pasado e inquietante futuro. Viene esto al caso porque leo que, viéndose sobrados de presupuesto, el gobierno vasco acaba de encargar una historia del país vasco a un grupo de trabajo. Al caballo lo creó Dios, y vió que era hermoso. El camello fue encargado a una comisión. Oye, las patas del proyecto me parecen cortas, pon un par de palmos más,. El otro: —“Una chepa se me antoja poco, cáscale otra. Aquí unos ojazos. Los dientes los hemos subcontratado… Resultas: un adefesio. Me congratula que no oculten que será una historia de encargo, pues los retratos de encargo ya se sabe que son el antecedente del Photoshop, que borra verrugas, manchas, imperfecciones, cicatrices y te muestra más presentable. ¡Cómo sería de feo Carlos III y los demás Borbones o sus decrépitos antecesores de la casa de Austria cuando no mandaron ejecutar a los pintores de la corte que plasmaron tales jetas sobre un lienzo! Me  veo a esta comisión pagada por el gobierno vasco discutiendo con Cucurrull, preclaro erudito de la ANC, subvencionada a su vez por la Generalitat catalana, sobre si San Ignacio de Loyola nació en Azpeitia o en San Feliu de Gixols, como tan rigurosísimo historiador sostiene. Por lo menos, garantizado tenemos el descojone.

    Después de tantos años, tantos libros leídos y tanto estudiar nuestro pasado ¿cómo entrar en debate con quienes deben de estar muy avergonzados de su historia cuando creen necesario inventar otra? Todos los deseos, las aspiraciones y los proyectos, tanto individuales como colectivos me parecen legítimos y defendibles de forma pacífica y racional. Pero también honrada y sin engaños.

     Si uno cree llevar la razón, ¿porqué intentar apuntalarla con falsedades risibles evidenciando la poca solidez del edificio? ¿Cómo entender que quien abomina del pasado común, del idioma del Imperio, desentendiéndose del descubrimiento de América o del tradicional catolicismo nacional, pasee por la cuerda floja de la Historia para censar en Granollers a Colón, en Pedralbes a Santa Teresa de Jesús, en Sitges a San Ignacio de Loyola y hasta al mismo Cervantes, en realidad un tal Servent que, según los fehacientes datos que obran en poder de Cucurrull, en catalán escribió el Quijote? Américo Vespucio en realidad era Aymerich Despuig, vecino de Olot. Por cierto, el condado de Aymerich fue título creado por un tal Felipe V de Bourbon, dato que aporto al Cucurrull por si le resulta útil en sus investigaciones. Otrosí ocurre con las élites dominantes en el norte que también, y sin caer en la cuenta, reivindican ser tataranietos de los padres de un país del que abominan, al empadronar en sus lares ancestrales y a beneficio de inventario a quienes eran y se sentían españoles, aunque eso les duela.  Cuantas más diferencias buscan, más evidencias encuentran de su inexistencia, más iguales se reconocen, teniendo estos dirigentes que llegar al delirio y al ridículo de intentar sepultar o falsear los datos que delatan el poco fondo de los cimientos con que intentan sustentar la romántica invención con que llevan engañando a sus pueblos durante decenios. Aunque creo que todos los habitantes de España somos bastante iguales, algunos peores, al menos hay regiones menos paranóicas, que no le echamos la culpa al vecino, que no renegamos de nuestra historia y que bastante tenemos con sobrevivir, objetivo al que los dirigentes de otras comunidades han renunciado. Las banderas hacen un caldo muy poco sustancioso y, a lo largo de esa historia que se va adaptando a los gustos e intereses del momento, han la sido causa de más desgracias y quebrantos que de paz y alegrías.

     Una causa defendida de tal forma, con tales desvaríos, necesariamente lleva al desaliento a quienes pudieran verla con simpatía, pues les va haciendo pasar de su defensa al matiz, y de los matices al rechazo, pues tanta pobreza intelectual, tal oportunismo infantil, da idea de la talla de quienes encabezan el proyecto, por llamarlo de alguna forma, del ingente poderío de sus magines, de su falta de escrúpulos intelectuales, de la endeblez de sus principios y fundamentos, si es que los hay, y en definitiva de una inmensa falta de respeto a la inteligencia ajena. Pobre criatura sería la que con estos comadrones llegara al mundo para ser luego dirigida y administrada por tan excelsos pensadores que, envueltos en una bandera, ponen en un segundo lugar la prosperidad de sus ciudadanos, única misión  que justifica su existencia y su sueldo.

     El mundo actual no concede espacio ni tiempo para argumentos o razonamientos largos, por ello felicito a quienes hayan leído hasta aquí, si es que se da algún caso. Triunfan las frases breves y redondas, las citas y los eslóganes, brillantes, escuetos, tan bien construidos como incapaces de reflejar la compleja realidad. Vivimos en un mundo de titulares,  sin análisis, sin matices. Hablamos en mayúsculas, ex cátedra, Twitter es el libro de estilo, pues 140 caracteres son hoy suficientes para cualquier argumentación, tal vez mostrando el límite de la capacidad de atención y de comprensión de los cerebros actuales. No está el personal para leer ensayos, pero el mundo no se arregla con un folleto de autoayuda. Los debates televisivos, unica fuente de información de los más, son un guirigay de varios mítines superpuestos, sin diálogo ni argumentos, donde nadie escucha a nadie. Se grita para la audiencia a la que se acaricia los oídos con aquello que quiere escuchar, buscando el aplauso fácil del público, no rebatir con fundamento las ideas del adversario, por llamar de alguna forma al contenido de semejantes y huecas verborreas… No olvidemos que con estos mimbres se forma el cesto de la actual opinión pública. Y así nos va.

     Todos queremos que el mundo y la sociedad en que vivimos cambie. Pero queremos que otros sean quienes la hagan cambiar. Yo, por mi parte, intento razonar, pues sólo la razón puede sacarnos de esto. Hacerlo e intentar difundirlo es mi modesta aportación.

      Entre las cosas esenciales que hay que regenerar es el lenguaje, ámbito en el que ya hemos perdido demasiadas guerras. No es tema baladí. No debemos consentir que con altisonantes palabras utilizadas de forma equívoca o falsa se nos encandile, se nos escamotee la realidad. Repito que todas las aspiraciones individuales o colectivas, pueden ser defendidas dentro de la ley y el respeto. Incluso las que aspiran a cambiar la ley, algo legítimo y necesario. Mientras esta no se cambie, a ella debemos sujetarnos. En ningún caso podemos admitir que un uso interesado del lenguaje ampare el delito, el incumplimiento de las leyes, algo tanto más exigible a aquellos que han jurado defender la legalidad que soporta su mandato y por cuyo ejercicio cobran. Y no poco.

Perdida la guerra del lenguaje con el terrorismo, cuyos apoyos, muchas veces desde las mismas instituciones, nos intentaron hacer tragar inmensas ruedas de molino,  a veces con éxito, debemos evitar que, por sanidad lingüística e intelectual, sea suplantado el significado de ‘obtener’, ‘alcanzar’ o ‘conseguir’, por el muy distinto de‘recuperar’, pues nadie puede recuperar lo que nunca tuvo, a nadie en particular le puedan haber robado lo que es de todos, no transigir con que se denomine invasión a un episodio de una guerra europea que fue de sucesión, en la que los tatarabuelos de quienes hoy se lamentan apostaron a caballo perdedor, por cierto luchando en el mismo bando que aquellos en los que personalizan hoy al supuesto invasor. Haber pedido muerte. Hay que leer más y hacer menos caso a los paranoicos e incultos cucurrules del cuarto milenio de la historia, lo que evitaría caer en la interesada falsedad de llamar y tener por rey a quien  fue conde y que cuando escuchemos la palabra 'nacional', sepamos que nos estamos refiriendo a la nación, no a una parte de ella.  Los equilibrios y consensos constitucionales, minusvalorando el poder de las palabras, jugaron peligrosamente con el significado y peso de algunas de ellas. Es imprescindible ir acotando su sentido, pues las palabras no solo describen o enuncian la realidad, muchas veces la modifican o crean una nueva. Vivimos en un constante “Hágase la luz”, pero ya debemos demasiados recibos y hay demasiada gente que recuerda perfectamente lo que nunca ocurrió.


Vale.


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