lunes, 11 de enero de 2021

Epístola periodística


 Un crítico musical puede estar acostumbrado a diseccionar una interpretación para ver si Karl Richter es quien dio con el tempo exacto de los Conciertos de Brandeburgo, si I Musici grabó la mejor versión de la Primavera de Vivaldi o, incluso, si Eleanor Rigby hubiera sido lo mismo sin el arreglo del doble cuarteto de cuerdas de George Martin. Y se puede lucir comentando creaciones de tal altura.

Si, por las circunstancias, se viera obligado a hacer su trabajo acerca de las ejecuciones (musicales) de un rapero, sobre las interpretaciones de la rondalla del hogar de pensionistas del barrio o la Tuna de Teológicas, tal vez no quepa pedirle igual brillantez a sus crónicas.
Es lo que tienen la crítica y el periodismo, como tantas otras cosas. O tienen la rara suerte de que el medio y las audiencias les permitan dedicarse a filosofar, a trabajar sobre un campo concreto y especializado o a hacer crónicas literarias no ligadas a los eventos del día a día, o deberán volar más bajo para ponerse a la escasa altura de la política, con lo que sus crónicas difícilmente podrán alcanzar una grandeza de la que carece la realidad que reflejan. Si lo retratado es penoso, puedes escribir Los Miserables, El Buscón o novela negra, pero si lo que tienes que hacer es una crónica política de la actualidad para llenar la columna, difícilmente podrás librarte de la caspa que retratas. Los ingredientes suelen condicionar decisivamente el guiso. Si son pasables, puede salir algo interesante. Si están putrefactos, ya entra dentro del terreno de lo milagroso sacar algo digerible.
Iñaki Gabilondo deja el comentario diario de la política española. Habla de empacho y de hartazgo. "Creo que sé defender mis opiniones, pero cada vez me cuesta más tenerlas, cada vez me cuesta más afinarlas. El enconamiento partidista y la superpolarización han construido moldes de respuesta rápida, argumentarios para la exaltación, pero no me van, francamente. Para sumarse al día a día de una lucha tan encarnizada hacen falta unas fuerzas que yo ya no tengo y una fe que flaquea", ha reconocido.
Pobres periodistas. Y me refiero a la gran mayoría de ellos, pues hay otros, muy pocos, que merecen menos lástima. Por soberbia, abuso de su poder de influencia, no pocas veces puesto al servicio de bando, complicidad y, sobre todo, por sus silencios. Callar es a veces su mayor mercancía. Otros, usan la información como Al Capone su revólver. Acabo de leer el imprescindible “El hijo del chófer”, de Jordi Amat, sobre Alfons Quintà, uno de los periodistas más influyentes de la Transición, un psicópata que dio un giro a su carrera pasando de destapar a Pujol y a su Banca Catalana desde El País, a dirigir la creación de la televisión autonómica a las órdenes del capo Jordi. Dos criminales, aunque sólo Quintà llegó al asesinato. Tal para cual. No todos son Gabilondo. Ni todos los músicos son Vivaldi.

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