jueves, 8 de junio de 2023

Epístola electoral, educativa y varia

    En el timo de la estampita no conseguimos simpatizar con ninguno de los dos protagonistas, ni con el estafador que se hace el tonto, ni con el estafado, que no desaprovecha la oportunidad de sacar partido económico de la simulada tontez del timador. Se necesitan dos sinvergüenzas para que el engaño prospere. En la política a menudo nos pasa igual, aunque siempre nos toca hacer de engañados. Pero el negocio se mantiene gracias a las multitudes que se dejan engañar a gusto, siempre que sean los suyos los que les hacen quedar como necios. Los más cafeteros llegan aún más lejos y se dedican a buscar razones y argumentos para justificar los timos de sus sinvergüenzas preferidos, dejándose, si alguna vez los tuvieron, el prestigio y la vergüenza por el camino, cómplices y encubridores de lo peor del gremio. Ante las imprevistas próximas elecciones, parte del personal va a la cuerda de tender a coger de nuevo una pinza, mientras otros muchos votarán a gusto en ese juego imprevisible de simpatías, rechazos, miedos y esperanzas, recompensas y castigos.

    Un ejercicio que son incapaces de hacer los más incondicionales de alguna ideología o facción, los irrecuperables para la razón, es el de intentar pensar que fueran otros, los adversarios, los que incurrieran en lo que sus defendidos cometen. Les resultaría insoportable, una dictadura. Los que proclamaban en tiempos que no merecíamos un gobierno que nos mienta, obviamente se referían a que les mintiera uno ajeno y menos de su gusto. Al parecer, ahora sí lo merecemos, pues no se les ve especialmente ofendidos ni alarmados porque los propios les mintieran al prometer justo lo contrario de lo que han acabado haciendo desde el minuto uno. Si, aprovechando las inercias, los ejemplos, el desprecio a las formas y a los tiempos en el parlamento y en el gobierno, el ataque y apropiación de las instituciones, el desprecio y descalificación de una oposición que para ellos encarna el mal absoluto, en fin, si Feijoo atravesara todas las puertas que Sánchez ha abierto con poca prudencia, pensando que gobernar es un derecho no un encargo temporal, sin duda no se quedarían cortos a la hora de calificarlo. Hay actitudes y valores sólo exigibles al contrario, pues quien goza de la razón y de tan acreditada superioridad ética y moral, ni debe ni tiene necesidad alguna de rebajarse a cumplir esas formalidades molestas. Este gobierno de Sánchez, de extrema debilidad, presa fácil de sus socios y de unos apoyos que cobran al contado, ha perpetrado a veces por encargo, otras por dejación, leyes y decretos que repugnaban hasta a gran parte de sus votantes, incluso a algunos de sus alcaldes y barones territoriales, que recientemente recibieron en sus culos las patadas dirigidas a su secretario general.

    Sin ser capaz de escenificar siquiera una cortesía, al menos fingir un saber perder y aparentar un mínimo de respeto a la democracia, virtudes ajenas a nuestro presidente, considera una humillación impropia del césar el felicitar a los vencedores ajenos ni a los escasos propios que, a base de marcar diferencias, han sobrevivido al rechazo a un personaje y a algunas leyes y medidas políticas que confiaban hacer olvidar a tiempo. Y no. Creían amortizadas y tapadas cada cesión, cada venta y cada barbaridad por el estruendo de la siguiente, una traca in crescendo que les ha arrasado en las urnas, pagando justos —pero sumisos— por pecador. Ni siquiera ha funcionado la zanahoria económica, la patada adelante de endeudarse para contentar a los que al final, mejor bajo otro gobierno como es marca de la casa, acabarán amortizando con creces lo recibido, pagando deuda e intereses. Era de justicia.

    Como los dioses, cuando quieren castigarnos, atienden nuestras plegarias, tal vez también sería de justicia económica, además de poética, que este mismo gobierno, y no otro, se viera obligado a hacer los recortes que inevitablemente será necesario hacer, cuando llegue la hora del crujir de dientes. Cuando Europa cierre el grifo, llame al orden y toque a cuadrar cuentas. Lo justo sería que Sánchez milagrosamente ganara las elecciones, aunque sólo fuera para no dejar en mal lugar a su empleado Tezanos. Tendría que apechugar con la deuda que con nuestro aval ha contraído —en parte para intentar ganar las elecciones—, con un panorama internacional y europeo que impondrá el fin de las barras libres, el inicio de los sacrificios, el rigor y los ajustes. Y, lo peor de todo, dentro del avispero que ha criado, de nuevo en manos y a merced de los mismos socios y alguno más, pero más radicalizados y rabiosos si cabe, que sabrán que quien preside el Consejo está a su servicio y que poca fuerza tendría para negarles nada. Lo que es más dudoso es que el país pueda sobrevivir a ese escenario.

    Si es un gobierno de otro signo el que tiene que apechugar con el marrón, ya tienen desde la oposición, que sería brava, la campaña siguiente hecha y las calles encendidas frente a tanta inevitable impiedad. En ese sentido, sería mejor que ellos administren los ajustes. Y que nos cuenten cómo se hace cuando Europa cierra el chorro del dinero abundante y gratis y pasa a ordenar que hasta aquí hemos llegado, cosa que le pasó a Rajoy tras las alegrías, las negaciones de la crisis, la irresponsabilidad indolente y el mutis por el foro de Zapatero. Rajoy no lo hizo bien, es cierto, incluso muy mal, aunque tampoco pudo hacerlo demasiado mejor dada la cruel postura de Europa, de Alemania y los países del norte, respecto a los del sur. Un cambio de actitud que ha marcado la diferencia. Y no hubiera estado demás entonces algo de la piedad actual, una protección que faltó hacia los más débiles y haber descartado aquella generosidad inasumible de tapar con dinero público el agujero negro de las cajas de ahorros que entre todo el gremio hundieron. Ya lo criticamos duramente en su día.

    La oposición ha pecado de ser incapaz de reconocer nada bueno en la labor del gobierno ahora en funciones. Y ni es justo decirlo, ni siquiera es posible errar en todo, ni los unos ni los otros. Paralelamente, el gobierno y su entorno no han hecho otra cosa que demonizar a sus oponentes, presentándolos con una caricatura que mezcla a Trump y Bolsonaro con Jack el destripador y el monstruo de las galletas. En contra de lo que se ha conseguido imponer como relato, el partido Popular ha apoyado con su voto buena parte de las iniciativas legislativas del gobierno saliente. Es cierto que se ha opuesto a las más vistosas, algunas de ellas meramente ideológicas, que rebasaban la capacidad de comprensión y la paciencia de gran parte de los ciudadanos, yendo hasta más allá de lo que la sociedad, hoy por hoy, considera razonable o admisible. Lo más chocante es que incluso en la reformilla laboral, que en eso quedó el cacareado anuncio de derogación de la ley del PP, anunciado entre grandes redobles de tambor, pero limitada a la hora de la verdad a ligeros y necesarios retoques, el partido Popular perdiera la ocasión de votar a favor, aplaudir como hizo la exministra que la había impulsado, y agradecer que después de tanto estruendo y descalificación, dieran por bueno casi todo lo establecido en la ley en cuestión. En otras leyes, se opuso e hizo bien, como bien hace al anunciar que las derogaría en caso de ganar, a la vez que suprimiría varios ministerios.

    Muchos de ellos nunca debieron pasar de ser una sección o una dirección general dentro de otro ministerio. Un derroche innecesario para financiar desvaríos y pagar apoyos. En Alemania, Francia, Gran Bretaña y otros países que ponen como modelo sólo cuando y en aquello que les conviene, se apañan bien con siete, diez o catorce ministerios, que son los que en España manteníamos hasta que Sánchez tuvo que convertir su gobierno en una oficina de colocación para dar cabida y mando a todas las familias de la peña, a los grupos y facciones que le sostenían para que, a su vez, estos tuvieran donde colocar, con sueldos tan desproporcionados como inmerecidos, las manadas de acólitos de las variadas curias de esa ‘izquierda a la izquierda del Psoe’.

    ‘La izquierda a la izquierda del Psoe’. Manda huevos la perífrasis eufemística y engañadora. Unos grupos variopintos que ningún ser pensante entiende por qué no llamamos extrema izquierda o izquierda radical, aunque ya sabemos, a base de que todos, obispos y feligreses, nos lo repitan como loros bien amaestrados, que extremismos y radicalismos son cosa exclusiva de la derecha. La extrema derecha y la derecha extrema, casi un palíndromo que es la letra de la última canción sacada al mercado por el director de esta banda destemplada y poco profesional, todo un éxito entre sus parroquianos, una canción del verano que no dejarán de cantar a coro en bolos, festejos y verbenas estivales, para risión de sus oponentes y del público en general. Unas derechas, ambas extremas y peligrosas que, sin que hasta la fecha hayan encontrado los científicos explicación para tan curioso fenómeno, no tienen enfrente ninguna izquierda que para estos sectarios y sus claques merezcan ese adjetivo. Vienen a ser como los vándalos, pero de extremos nada, unas almas de Dios, pura moderación. Tal vez populistas o peronistas, sería mejor decir, pues hasta dudamos que muchos de ellos se puedan considerar realmente de izquierdas viéndolos abrazados a los separatistas, lo más parecido al fascismo, con mando en plaza hoy en España.

    En cuanto a las leyes, nadie deroga tanto como promete, algo que ya pasó con Sánchez y este gobierno de patchwork político tan pinturero. Si alguien ha tenido por costumbre derogar las principales leyes y medidas del gobierno saliente, empezando siempre por las de educación, ha sido el Psoe, nunca el PP, invariablemente timorato y poco resolutivo. De que te descuides, Feijoo se te vuelve plurinacional y se lía a amistosos abrazos periféricos y pelillos a la mar. Al tiempo.

    Ven indigna y perversa la pretensión  inusitada y antidemocrática de derogar o retocar lo hecho por el gobierno anterior que se considere equivocado o pernicioso. Eso indica, además de caradura, la pretensión de embaucar acerca de los más elementales principios de la democracia y de la alternancia en el poder. Alguien pierde las elecciones y otro las gana precisamente como un encargo para que haga cambios en otra dirección para corregir lo que más rechazo produce de lo que los anteriores gobernantes hayan realizado y dispuesto. Para eso les votan los que les voten y, si son más, nada que decir. Luego, ya en terrenos del cinco, menos lobos, la reforma integral del piso queda en repintar las puertas y limpiar los cristales. Ahí están, por ejemplo, los mínimos retoques a la reforma laboral, nulos a la ley llamado mordaza, vigente y bien engrasada, las devoluciones en caliente, y tantas y tantas cosas que o podían soportarse ni un día más. En lo demás, han legislado, gastado y obrado como les ha parecido bien, llegando al inexplicado e inexplicable disparate del Sahara. El mismo derecho tendrían otros, cosa que no acaba de entrarles en la pelota a los que reprochan a los adversarios que parezcan reclamar el derecho a gobernar si ganan las elecciones. Un derecho que es poco discutible, y menos por parte del gobierno saliente, es el de hacer lo mismo que ellos legítimamente han hecho. Pero en el sentido contrario.

    Algunas leyes serían derogadas, otras corregidas y nadie lloraría por ello, salvo sus impulsores y sus reducidas feligresías. Sánchez derogó la ley de educación de Wert, sin duda mala. Pero no peor que la que la sustituyó, mejor incluso, pues proponía algunos cambios en la buena dirección, cierto que ya imposibles, una vez transferidas las competencias en educación, uno de los mayores errores de nuestra democracia. Pretendía con las reválidas elevar el control sobre los niveles y evitar grandes diferencias regionales entre ellos. Dos avisperos, la igualdad y la exigencia. ¡Vade retro! Mejor dejarlo como está y renunciar a esas antiguallas centralistas y reaccionarias.

    Hasta donde yo sé, desde la Logse, los escolares y estudiantes españoles han cursado sus estudios bajo leyes de educación socialistas. En realidad todas las reformas posteriores conservan el núcleo y la inspiración de esa ley a la que el tiempo, los remiendos posteriores y la misma evolución de la sociedad han ido desgastando los aciertos y acentuando los errores y las razonables imprevisiones. Como las leyes se deben juzgar por sus resultados, no por la propaganda ideológica de sus beatíficas introducciones, no necesito extenderme en el tema, salvo decir que la última de la lista excesiva de leyes de educación que venimos padeciendo, necesita, más que retoques, cambios de fondo, más prácticos y profesionales que ideológicos. Y no sería una reforma menor el alejar del asunto a los psicólogos y pedagogos de cámara, que mejor se dediquen a escribir novelas, pues su guion se centra en la innecesaria y habitual creatividad terminológica, de farragosidad creciente, el incremento de la burocracia, el desprecio de los contenidos y las habilidades básicas, la renuncia a la exigencia y a la excelencia, en aras de una suicida igualación a la baja, con apartamiento de la realidad de las aulas y desconocimiento de los arcanos de un oficio poco o nada valorado que se siente cada vez más alejado de los discursos y del fuego amigo de estos creativos planificadores de salón. No sé, y además ignoro, si aún estamos a tiempo de arreglar el desaguisado, cedido a las autonomías el mejor y tal vez único instrumento, junto con una fiscalidad redistributiva entre ciudadanos iguales, que permitiría al Estado, si ello se pretendiera, alimentar un sentimiento de pertenencia a un país y de inculcar a toda su población una serie mínima de conocimientos, aprecios, visiones, valores y experiencias compartidas. Un instrumento del que algunas comunidades hacen un uso amplio y sectario, centradas en construir país, es decir, en hacer nacer algo que no existe, diciendo que se intenta recuperar lo que nunca se tuvo a base de ir socavando los cimientos del único país real y necesario, el común, todo ello con el beneplácito y a menudo la complicidad estúpida de los que deberían evitarlo.

    Desde hace tiempo son tabú las palabras homogeneizar o igualar, salvo si se practican dentro de cada autonomía, todas ellas dedicadas , unas más que otras, a laminar diferencias de origen a base de tener por foráneo y ajeno todo lo que es común a los españoles, mientras se exageran, se abonan o se crean hechos diferenciales locales, para así crear catalanes, vascos, gallegos, valencianos, castellanos o andaluces, entre otros modelos de españoles sin otra patria común que su aldea, pues sabido es que de un riojano por poner un ejemplo, convendría sacar algo casi de una especie distinta que un extremeño o un ciudadano de Vic. La ley Wert contenía algunos elementos que iban bien encaminados, con el gran problema de que la dirección era la contraria a la que hoy predomina: cultivar diferencias, no el sentimiento necesario de comunidad compartido, bueno si regional, perverso si se refiere a la nación, la única que existe. Su labor se centra en promover la desigualdad entre españoles, en conocimientos, en pertenencias que se quieren exclusivas, incluso en el sindiós de divulgar historias locales falsas en detrimento de la común verdadera, a menudo basadas en leyendas, listas imaginarias de agravios entre vecinos, una Historia que, inventada de encargo por desequilibrados y dementes, parece, y en gran parte lo es, escrita por nuestros enemigos.

    La visión sobre sí mismos y sobre su país que gran parte de los españoles han asimilado durante sus estudios se parece más a lo que de nosotros, sus antiguos enemigos, se opina y enseña en Bélgica, en Holanda, en USA o en Gran Bretaña que a la realidad de nuestro pasado, siempre más positiva y honrosa que lo que en ciertos casos se inculca en algunas aulas y, de lejos, más noble y decente, por quijotesca, que la de esos críticos foráneos. Por no hablar de lo inconcebible del trato que el español, la lengua común, tiene en algunos territorios. No sé si hablar de persecución les parecerá a algunos exageración, pero deberían enterarse mejor y ajustar la romana ante algunas políticas lingüísticas claramente franquistas, pues nada hay peor que los que antes miran el quién que el qué. Aquí se trata simplemente de resucitar y reforzar la Alta Inspección del Estado, hoy maniatada, para que ponga algo de orden y concierto en el tema, un mínimo de igualdad entre sistemas educativos casi estancos, revisando libros de texto, contenidos, normativas de las consejerías y esas cosas y, algo muy importante: hacer que se cumpla la ley y las sentencias de los tribunales, si no es mucho pedir, que basta ya de la infamia de hacer la vista gorda con los desmanes y abusos nacionalistas como pago a unos votos.

    De todas formas, basta con ver la extensión y profundidad de los debates parlamentarios y sociales, la presencia en la prensa y en otros medios, y el desinterés general en la educación, para comprobar que no es ni ha sido en España un tema de especial relevancia ni motivo de preocupación, aunque sí de queja. Si acaso de apropiación de un terreno acotado donde cultivar identidades y hegemonías culturales e ideológicas. Y así nos va. La ley Trans, entre otras por el estilo, han merecido mayores pasiones, debates y enfrentamientos. Y afectará al 0,0001 de la población. Hay tiempo para ocuparse de todo, pero a cada tema se deberían dedicar el tiempo, la atención y los recursos que merecen. Para qué decir más.

    La ley de Memoria, primero histórica y luego democrática, es un ejemplo claro  de cómo hacer tragar la medicina amarga acompañándola de una cucharada de azúcar, como cantaba Mary Poppins. Cuando alguien defiende a capa y espada todos los apartados de esta ley, que tan pocos conocen en su integridad, siempre esgrime como parapeto y farol que deslumbre y engatuse el tema de los muertos en la cunetas y ¡ay del desalmado que se oponga a una ley que tiene ese tema penoso como divisa y salvaguarda! El truco es que ese asunto que, para nuestra vergüenza no se ha resuelto en tantos años de democracia, pues nadie lo consideró de especial urgencia ni encontró nunca el momento adecuado para hacerlo, ni rojos ni azules, es algo trágico que nada tiene que ver con la manipulación de la Historia y su reescritura para generalizar e imponer un relato de parte acerca de nuestro pasado común. La Historia la han escrito ya los historiadores, falta enseñarla con seriedad e ir incorporando lo que la ciencia histórica vaya en cada momento aportando. Crear e imponer un relato que se quiere único y común, algo claramente totalitario, necesitaría de unos consensos que ni existen ni hoy son aún posibles, que tiene cuajo la cosa. Interesadamente sacan a pasear momias y espíritus por las esquinas y entre fantasmas vivimos. La intención pudo ser loable, pero por lo que hemos ido viendo, sobre ese botín ideológico se han arrojado no pocos sectarios y algunos criminales que deberíamos mantener alejados de un tema tan delicado. Mala cosa es que Bildu haya condicionado en parte su redacción, permitiéndole alargar el franquismo hasta 1983, consiguiendo que penosísimos y sangrientos episodios que protagonizaron sus héroes encapuchados del tiro en la nuca, sea cosa olvidable y relativa, equiparable a la lucha del Estado contra los asesinos. Esas infamias son algo que según ellos ni estudio ni memoria necesita, no como otros eventos igualmente lamentables, pero mucho más lejanos, cuyos rescoldos al parecer conviene avivar y nunca dejar que se apaguen. Sí, en esa ley hay que entrar con la tijera.

    En cuanto a indultos, sedición, malversación, convocatoria ilegal de referéndum, bastaría con retomar y dar curso a las promesas de Sánchez cuando intentaba seducir a los votantes para, conseguido el voto, hacer justo lo contrario. Todo eso prometió recuperar, aparte de traer a Puigdemont a España de la oreja. Aunque este último punto mejor dejarlo. Está bien en Waterloo, donde la derrota, comiendo mejillones, diciendo paridas, impartiendo bendiciones, repartiendo — previo pago— carnets de patriota y viviendo a cuerpo de rey con los fondos que salen de los bolsillos de algunos amigos y de los de un país que considera ajeno y enemigo, pero buen pagador de traidores, golpistas y sinvergüenzas. Hace tiempo que va siendo como ese tío que yo tenía en Graná, que decía el refrán. Mejor dejarlo cocerse en su propia salsa, como los mejillones. Acabará siendo —ya lo es— objeto de peregrinación, será declarado de interés turístico, y algunos japoneses y unos pocos carlistas de Gerona acudirán a hacerse fotos con él, a dejar un donativo y a pedir su bendición, algún milagro, un cargo o un escapulario, que en fondo son unos meapilas, como buenos carlistas, violentos, ilusos y extemporáneos. No sería raro que, si fallan otros pactos y la cosa se les pone cruda, Junqueras se fuera también al eremitorio belga y fundaran juntos algo así como el Palmar de Troya, que ya lleva el Puchi la obra muy adelantada.

    La ley del sí es sí, tema estrella de la señora Montero de Perón, ya fue reformada a empujones de la sociedad por el mismo gobierno que, errando el cálculo de las consecuencias y reacciones sobre el desastre que inevitablemente tal chapuza había de provocar, la impulsó y aprobó. Como a todo lo legislado por las monjas morbosas de Igualdad acerca de la mujer, la familia y el género que niega el sexo, habría que pasarle el cepillo de desbastar, pues mucha de su verborrea y terminología raspa al oído y al sentido común, hasta a la misma ciencia, dada la impericia y fanatismo pinturero de esta parroquia. Sobra y ofende toda esa farfolla en neolengua orweliana que han esparcido por la legislación acerca de la progenitora gestante, la persona menstruante o el cónyuge supérstite, abstruso término notarial, así como las demás gilipolleces y desbarres que degradan figuras, conceptos y palabras hermosas como madre, mujer o viuda, al parecer ofensivas para las orejas de estas beguinas trastornadas. Sin duda necesario pulir los engendros legales en los que hayan incrustado jerga y doctrina de la secta, desde la ley Trans, hasta gran parte de lo referente a la mujer y la familia. Con hacerle caso a las feministas es suficiente, dejando a un lado las que son o quieren ser otra cosa, pero sobre todo, vivir de ello. No es que estos que vienen enviados por Trump a chafarles la guitarra amenacen con derogar y reformar. Simplemente ocurre que la gente que les votara, más o menos, suficiente o no, lo haría precisamente para eso.

    Reconforta comprobar que estos personajes tóxicos que para desgracia general y descrédito personal han llegado a formar parte desleal del gobierno, mamporreros al tiempo de otros iguales o peores, están llegando al final de sus carreras políticas, que tanta crispación, desatino y pérdida de las formas y del norte han aportado. Como un guerracivilismo que cínicamente atribuyen a los demás. De paso, han dejado al pie de los caballos al gobierno que les dejó campar a sus anchas por sus cotos de caza gubernativa. Todo se acaba pagando. Y faltan algunos plazos. Los criticamos desde que los acabamos de calar, que fue bien pronto, lo que no pocos reproches, descalificaciones e insultos nos ha acarreado de sus hoy desencantados parroquianos. Los que con más ardor que criterio y vergüenza les defendían, pues era el único clavo al que agarrarse, aunque ardiendo, han ido plegando velas. Su descrédito ya es general, y el rechazo que producen se ha ido extendiendo hasta alcanzar a los más cercanos, que hoy ya no quieren tocarlos ni con un palo. Primero se atrevieron a criticarlos los más listos y valientes, pocos; ahora todos, una vez comprobado que esta camarilla fanática y egocéntrica es un lastre. Están navaja en mano negociando la confección de las listas (pues nadie habla de programas ni proyectos) para procurar incrustarse en ellas, su única preocupación, la de asegurarse un medio y un nivel de vida que su acceso poco merecido a los cargos políticos les ha permitido conocer, algo ya irrenunciable que su escasa preparación y su toxicidad no les permitiría disfrutar en campo abierto. Desde aquí les deseo lo mejor en su vida privada, salud, éxito en sus carreras profesionales, tranquilidad, paz, que coman perdices incluso. Pero lejos del gobierno. Cuanto más lejos mejor.