jueves, 27 de julio de 2023

¡Vae Victis! Epístola postelectoral

La anterior investidura de Sánchez, comparada con los pactos, acuerdos, intentos y cesiones que se avecinan y se intuyen, susto o muerte, viene a demostrar que, sea como sea la magnitud de un desastre, todo puede ir a peor. Conseguido. Cualquier caos es mejorable, es decir, mayor. No es que aquello fuera para echar cohetes, pero, dada la costumbre de seguir cavando para intentar salir del hoyo, veremos grandes cosas. No creo que nuestra capacidad de asombro pueda ya crecer tras el umbral de una legislatura accidentada que, entre volcanes, guerras, carestías y pestes medievales, está logrando, por fin, consolidar (imitando lo conseguido en Cataluña, mal modelo) la fractura de la sociedad española en dos bloques irreconciliables y estancos. Siempre a base de blanquear apoyos poco homologables y socios tan inconveniente como necesarios, mientras se demoniza a los hostiles a base de argumentario, insistencia y tremendismo guerracivilista. Del PP-Psoe pasamos al trifachito, de ahí a la extrema derecha y la derecha extrema, los fascistas, así al montón, sin que enfrente haya nada que pueda considerarse extremo, radical o rechazable. Hasta la extrema derecha separatista se considera 'progresista'. Se atemorizaba al personal con la vuelta a unos tiempos que, en realidad, sólo ellos, los cazafantasmas, recuerdan, incluso añoran. El sitio de Madrid era para Alberti, según nos contó, el recuerdo de una época feliz. De hecho, vivía en un palacio requisado y engordó no pocos kilos mientras el pueblo al que decía defender disfrazado con un mono azul, pero bien cortado, se moría de hambre. Siempre ha habido clases, más que memoria de lo cierto, aunque menos que de lo imaginado, siempre tan favorable, tan dulce, tan reconfortante. Y tan falso.

Si se trataba de dar aire y protagonismo a los separatismos como un mal necesario para alcanzar la masa crítica parlamentaria, el éxito ha sido total, aunque no pocos ni leves los daños. Dando carnés de demócrata a los que no lo han sido ni lo son, a la vez que se les niega a los que nunca han dejado de serlo, se ha conseguido catalanizar la política nacional, de la peor forma, más con la rauxa que con el seny. La astucia de la que presumía el irresponsable suicida político Artur Mas, gerifalte del país de los capitanes Araña, el estirazamiento y la creatividad interpretativa de las leyes, cuando no el desprecio y el incumplimiento, para adaptarlas a una realidad y a unos comportamientos que no caben dentro de ellas, el regate corto e inesperado, la apuesta arriesgada, el vértigo de acelerar, de correr hacia algún sitio, simplemente para no caerse de la bicicleta y luego Dios dirá. Se ha ido ampliando el horizonte de lo posible, dando por buenas cosas antes inimaginables, siempre mirando al abismo por la ventana de Overton. En fin, los eclesiásticos mamporreros de cámara, casi póstumamente como el Cid, van consiguiendo que hoy ya les parezca soportable, hasta conveniente, ver a los cristianos llamar a los almohades en su auxilio. Se negociará con el santón de Waterloo, un delincuente huido de la justicia al que sus menguantes acólitos veneran como los fundamentalistas persas al imán Jomeini cuando estaba en París. Su regreso bajo palio a Irán no aportó demasiados beneficios. Pero las parroquias sumisas y unánimes también lo darán por bueno, que la moral y la fe son cosas de frailes, de gente apocada, débil, encandilada por algún tipo de principios. La disonancia cognitiva ya viene de serie, es marca de la casa, sólo muy recientemente interesada por la verdad.

Porque lo que no hemos visto en la campaña es fe en algún credo comunal, unos principios ni una moral mínimamente compartidos. Vamos de herejía en herejía, de cisma en cisma, de ocurrencia en ocurrencia, espoleados por las urgencias partidistas del momento. No hay lugar para ese mínimo común entre diferentes que deje a salvo lo básico: la existencia de un país unido donde convivan solidariamente ciudadanos iguales ante la ley, cosa de fachas. Y no es posible porque, mientras se demoniza a los contrarios, renunciando definitivamente y ya sin máscaras a aspirar a la igualdad entre todos los españoles, se va del brazo, antes a la fuerza, hoy a gusto, de los que no se esconden para declarar que ellos trabajan únicamente para los suyos, para los conmilitones de su aldea y, si no les importa nada ni la opinión ni la libertad de los ciudadanos de su región que no les votan, qué esperar acerca de los conciudadanos de un país que consideran ajeno y quisieran ver deshecho. Cuesta encuadrar en la izquierda, incluso en la simple decencia, a los que dan el visto bueno, consienten y alientan a estos personajes, estas tribus y estos planes. Tal vez esos desarreglos morales, como la urdimbre y apoyo al procés, tengan una explicación más psiquiátrica que política. O es que trabajan para Putin.

La moral es líquida, el que alguna tenga, que hay quien ha demostrado que no. Se hace lo que conviene y luego se buscan argumentos y excusas de mal pagador. El aplauso está garantizado, que la parroquia fiel ya está acostumbrada a tragar sapos, incluso a pregonar luego sus virtudes gastronómicas. Primero costaba tragarlos, pero una vez que uno se acostumbra, acaban gustándote. ¡Vaya usted a saber qué nos harían comer los otros! De esa forma los programas ya son innecesarios, que bien claro ha quedado. La gente ha comprobado (y consentido) que lo prometido no compromete ni ata, que ya ni hace falta aparentar que alguna vez se pretendió cumplir la palabra dada, menos gobernar para todos. La banca se queda con todo. Vae victis, ¡Ay del vencido!, dolor al conquistado. La palabra, la promesa, qué antiguallas, qué sandeces.

Cuatro brindis al sol, un par de lemas, grandes lamentos, mirad compañeros, aunque parezca inconcebible, aquel aún es peor que yo. Algo temible, el fin de la democracia si ganan ellos. Pinturera, estéril, oportunista y vacua, provocadora en lo castizo, lenguaraz, dedicada exclusivamente a la provocación fácil, a meter el dedo en el ojo del progre, pero más democrática y respetuosa con las leyes que muchos de los que la descalifican, tenemos una extrema derecha en España que, trasplantada a Estados Unidos, por poner un ejemplo aunque hay más, sería aborrecida por excesivamente liberal. En cuanto a su defensa del estado del bienestar, sería allí revolucionaria. Socialistas peligrosos les llamarían, que allí tampoco andan demasiado finos con los marchamos ideológicos. No se atrevería Obama a proponer allí lo que aquí lo que llaman extrema derecha fascista, tal vez arrastrada por consensos ciudadanos definitivamente consolidados, tiene asumido y da por irrenunciable, aunque cuestione su funcionamiento o su extensión. La sanidad universal sin ir más lejos, las pensiones o el simple permiso por maternidad, cosas ni imaginables ni asumidas en un país en el que en algunos estados sigue siendo legal negar el evolucionismo en las escuelas. De las exquisitas destilaciones de sus decadentes campus de Estudios Sociales salen los desvaríos que aquí los más tontos defienden como progresías. Las censuras, cancelaciones y hasta prohibición de libros en bibliotecas y planes de estudios, obras teatrales, películas y cuadros que predica la religión woke son desmanes paralelos a los del extremismo contrario, estos bien vistos y alentados por esa peste de los que sólo para un lado miran y que tan pronto se espantan cuando les conviene. Y así les va y de paso al resto. Aunque siempre andamos enredados con las palabras y las etiquetas para demonizar o para blanquear partidos según los propios gustos y conveniencias, lo cierto es que la extrema izquierda nacional, esa que para muchos no parece existir, sólo tendría cabida al mando en Nicaragua, en Venezuela, en Corea del Norte y en similares paraísos tan de su gusto. Sin embargo, para muchos, sin que nadie consiga explicarse qué servidumbres mentales les tapan los ojos y las bocas, esos fósiles ideológicos patrios, de fondo y talante totalitarios, dicen representar la libertad, la modernidad y el progreso. La igualdad ni la nombran y siguen negándose a condenar o llamar dictaduras a los regímenes aborrecibles de su cuerda, que los más fanáticos tienen por modelo.

Como no hay programas, proyectos a largo ni a medio plazo, ideas ni éticas de las que debatir, según parece, recurrimos a la lucha singular. Al final, no teniendo gran cosa de sustancia de la que discutir se pelea por nimiedades, palabras y banderolas; el duelo a primera sangre de los caudillos sustituye a la batalla de ideas en campo abierto. Llegaremos al juicio de Dios. Nadie cuenta con un proyecto a largo plazo, y menos común, empezando por el de unir al país en lugar de dividirlo y enfrentarlo (promover la concordia no parece entrar dentro de los planes de nadie), y menos en los que se dedican de forma proclamada y pertinaz a dividirlo. Por ello, se anda a salto de mata, sólo cuenta un inmediato éxito electoral que, al precio que sea, permita mandar un tiempo en beneficio de los propios y en contra los ajenos, medio país, si no más. Un fulanismo sectario que no perdona el fracaso. No tenemos estadistas ni verdaderos líderes, ni buenos ni malos, sino caudillos charlatanes, hueros y soberbios, y no se ponen los científicos de acuerdo si eso es la causa o la consecuencia de que los dirigentes duren menos que las leyes de educación que perpetran, consiguiendo con esas y con algunas otras seguir perjudicando a la sociedad hasta después de perdido el mando. Los lugartenientes y liderzuelos de las distintas camarillas afilan sus cimitarras esperando asestar el último golpe si ven que el líder flaquea, que los caudillos son pasajeros, útiles sólo mientras nos ganen las batallas y el botín de los cargos, sacrificables en cuanto les tiemblen las piernas. Lo único que tienen todos en común es saber que el engaño y la astucia es la mejor estrategia para rendir la plaza. Que la gente no tiene memoria, o prefiere olvidar. Un caballo de Troya tampoco vendría mal y siempre hay mercenarios en alquiler.

Cada uno defiende su enseña en estas guerras feudales. No hay una bandera común que los una, y de paso a nosotros. Los peores luchan desde siempre para evitarlo, que ni la palabra España son capaces de pronunciar sin asco, para luego extrañarse de que a muchos españoles, mejores que tales fanáticos, les provoquen la misma repulsión que la bandera de todos les produce a ellos. Estado plurinacional, federalismos asimétricos, fueros medievales, autodeterminación que les permita separarse de sus vecinos, de los de la nación y los de su calle, promoción de supuestos hechos diferenciales hasta conseguir que existan, las lenguas como división excluyente, para acusar a las víctimas de opresores. Para hacérselo ver. La progresía local, las periféricas y especialmente la mesetaria. Mejor muchos señoríos que un solo reino, muchos jefes hay para tan pocos indios; la división crea taifas donde mandar todos, hasta los más nefastos. Ya los convenceremos de que son diferentes a los otros, al enemigo que hemos elegido para ellos. Bajo un estandarte colorido y alegre forman cuadrillas de raros uniformes, guerrilleros de tribus feroces y asilvestradas hasta ahora irreconciliables, sólo unidos y ansiosos por la promesa del reparto del botín si la cosa va bien, aunque ya contamos con que están en espera de ir desertando y dejando los flancos descubiertos en cuanto pinten bastos. Otro pendón ondea sobre los cascos de muchos que se preguntan qué hacen allí dirigidos por alguien tan poco de fiar, incluso cuál es la causa que se defiende. Enfrente, los infieles, que Dios y la razón están con nosotros, se dicen unos y otros. El caso es ser, si no mejores, al menos más, aunque la afinidad y el cemento que los une sea el interés por el botín, ya que poco más los une ideológicamente. Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos, aunque tal vez estemos en el caso de que ambos sean peores, encima necesitados de apoyos inclasificables, tribus de bárbaros. Los aldeanos miran desde lejos no sabiendo quién les conviene que venza, dudosos de que lo que se dirime sea otra cosa que las llaves del castillo, el poder y el disfrute de los placeres del mando. Sólo esperan que se decida a quién tienen que servir. Las curias siempre están dispuestas para el amén y preparadas para entonar el Te Deum.

lunes, 10 de julio de 2023

Epístola problemática

Hay personajes y colectivos que alardean de una infundada superioridad ética que, a falta de una ejecutoria personal que la acredite, heredarían de sus bisabuelos, ilusión que les exige poco pero que los obliga a sostener una interpretación sesgada y mohosa de la Historia. Esa versión acrítica, olvidadiza y autocomplaciente estiraza de los hechos pasados para salir siempre valorados como el bueno de la película, ángeles sin mancha, sin error. De paso empadronan en su bando, inventariando en su haber, todo cuanto de noble e inteligente ha dado el bancal de nuestro pasado, aunque gran parte de los involuntarios alistados como valedores de su superioridad se estarán revolviendo en sus tumbas al ver quiénes dicen ser sus herederos y continuadores. Y qué hacen y cómo lo hacen. También les lleva a concederse en exclusiva el derecho de utilizar tópicos, medias verdades y mentiras. Los demás, empezando por la prensa no afín, hacen campañas, normalmente pérfidas y tendenciosas; ellos simplemente informan, que suya es la verdad. Esos son los fundamentos de una pregonada superioridad que se alcanza por mera adscripción. Si estos fueron o son los buenos, que me apunten. Con esos mimbres exigen que los demás acepten y den por buenas sus prioridades, y consideren irrefutable su memoria, su relato y su versión. Rematan reservándose la potestad de elegir qué temas son importantes y cuáles no, qué asuntos suponen un problema grave y urgente y cuáles son accesorios. Es decir, suya es también la función de señalar la agenda, de pretender solucionar a lo Juan Palomo los problemas que ellos eligen, incluso los que crean, con alguna ocurrencia o receta de las muchas que contiene su telarañoso vademécum ideológico. 

Hasta sus supersticiones quieren hacer pasar por postulados. Su pensar, por llamar de alguna manera a su papel de meros ecos de un discurso unánime de autoría ajena, viene a resultar la ciencia oficial. Hablan ex-cátedra, con infalibilidad papal y, si les cuestionas sus santísimas trinidades, te miran raro, de lado, desde arriba y arqueando la ceja, como perdonándote la vida. De hecho, a muchos de ellos se les ha quedado la cara así, con ese gesto despreciativo y agrio del que se siente el más listo de la clase o el matón del patio. Esa forma tan peculiar de mirar de lado, entre mantis y camaleón, los ojos semicerrados, dispersos, opacos, serpentinos, les impide ver bien, tanto la realidad de las cosas como las miradas de asombro, por encima de las gafas y con los ojos de par en par, que ellos, a su vez, reciben de unos interlocutores a los que nunca escuchan. En realidad, tampoco te miran, enfocan varios metros detrás de los ojos del oponente, lo traspasan, aunque más lo obvian que lo radiografían. Les falta comprarse una peana con ruedas para que los arrastren en procesión por las aceras con la dignidad que merecen. Ridículo, cuando actúan o predican fuera de su parroquia.

Sería imposible que, como cada cual, no llevaran razón en ciertas cosas. Y la llevan. Pero no en todas, como quieren hacer creer. Y tienen dos problemas al respecto: primero, que suelen centrar sus esfuerzos y su propaganda precisamente en los temas en los que más les falta el consenso y la razón. Ni han gobernado para todos ni siquiera han intentado aparentarlo, más bien lo contrario. Suele ocurrir cuando se imponen el rencor, el revanchismo y el fondo autoritario a los ideales de igualdad y de libertad que hace tiempo abandonaron en el sector. Y segundo, que el suyo es un menú cerrado, sin opciones, que hay que embuchar completo, sin dejar sobras. Y se hace bola, a menos que tengas unas tragaderas fuera de lo común, de fakir, de boa constrictor, unas fauces que a base de práctica y sumisión acrítica ellos han conseguido hipertrofiar. El sapo de la reforma a medida de la malversación, por poner un caso entre muchos, un zampoño de las ciénagas, viscoso, emponzoñado y de un tamaño descomunal, fue engullido sin hacerle ascos ni supuso mayores problemas de garganchón o de estómago para la mayoría de la congregación. Como ese batracio era difícil de digerir, es ahora, cuando las elecciones, el momento en que se manifiestan los ardores, las nauseas y no pocas diarreas. Aunque ciertas particulares cagálisis actuales entre el gremio se deben más al miedo a los números que a la mala conciencia o a una penosa digestión.

Como hemos llegado a un punto en el que hay que argumentar lo obvio, para rebatir algunas de sus posturas más dogmáticas y equivocadas —pues suelen hacer suyas las ideas de los peores, los más zotes y fanáticos del sector— hay que ir al principio, al abc, a Adán y Eva, como al hablar con niños. Y claro, si te dicen que dos y dos son cinco, que el zorro ártico es un coleóptero o que el comunismo es libertad, no deberían pretender que les hables de logaritmos neperianos, de Linneo o de John Rawls. Al verte obligado a sacar los dedicos para contar números y patas o el mapa de señalar paraísos, el que pareces tonto eres tú. Si uno argumenta en una discusión que no es lo mismo libertad que libertinaje ya sabe que ha perdido la disputa y que le van a responder con risas. A pesar de llevar razón. Los tópicos son para su uso particular y al recitarlos se ponen muy serios. Como si les dices que los países, entre otras cosas, se pueden clasificar entre los que levantan muros para que no entren y los que los construyen para que no se escapen, siendo estos últimos los que los más fanáticos y peligrosos de ellos prefieren, habiendo llegado al desatino de tomarlos como ejemplo. Ya sabemos que hay tres clases de personas: las que saben contar y las que aún no. Y a mí, tanto tiempo tratando con niños, 38 en la escuela, me ha curado de espantos, curtido la paciencia y dado cierta práctica en contender con el 'yo no he sido', el recurso al llanto, el pensamiento mágico, la disonancia cognitiva, la maldad irresponsable del inocente y con el candor. No hasta el extremo de llegar a entender a Zapatero, es cierto, pero al menos me ha venido bien en algunos debates y pelarzas con personas que, a pesar de su edad, aún no parecen haber alcanzado el uso de razón.

Sus mantras, sus fijaciones y sus letanías, que a menudo chocan con el sentido común y a veces con los otros cinco (porque para ellos la realidad está equivocada, es un estorbo), se han ido constituyendo en un canon arduo y peligroso de acometer. A base de ser proclamados y repetidos, despachados a granel por colectivos que ejercen como lobby ideológico o por ese difuso pero agobiante runrún de lo correcto, lo woke, lo ‘progresista’ de liberal anglosajón, cuesta trabajo, hace falta valor para manifestarse en contra, señalar la desnudez y la vacuidad de muchas de sus propuestas, lo marginal de sus promotores, la irrelevancia para el común de algunos problemas que, a pesar de ser particulares, identitarios, discutibles o directamente inexistentes, intentan situar en los primeros lugares de la lista de las preocupaciones generales. De pronto, nos vemos, no enterados o curiosos, sino concernidos y ocupados por cosas que en forma alguna nos atañen, nos inquietan, ni forman parte de nuestra experiencia personal. Nos vemos braceando para escapar de las olas y corrientes originadas en las lejanas costas de la estupidez torturada y autoflagelante de las facultades de estudios sociales anglosajonas. Sin embargo, otros problemas, estos reales y sufridos por muchos, se nos señalan como inexistentes, estadísticamente irrelevantes o producto de la manipulación confabulada de oscuros y procelosos poderes e intereses.

La estadística, referida al número de personas afectadas por un determinado problema, se esgrime ahora sí, ahora no, según conviene. Unos problemas, de base más ideológica que científica, que a muy pocos afectan, se magnifican por su supuesta gravedad. Son esenciales, todos debiéramos implicarnos vitalmente en su solución, dejando aparte otras urgencias, independientemente de que sólo el 0,0001 % de la sociedad se vean afectados por ellos. Aquí el número no es el dato relevante. Sostener que cada problema es importante por sí mismo, aunque afectara a una sola persona, sería una ética aceptable si se aplicara en todos los temas y circunstancias, no según convenga, como se acostumbra. Normalmente, con respetar, vivir y dejar vivir, además de proporcionar reconocimiento y  protección legal a las minorías, es suficiente, pero sin llegar a parcelar la sociedad en tribus identitarias de víctimas enfrentadas. No hay que ocultar, pero tampoco emprender campañas para visibilizar, promover, incentivar, evangelizar, para intentar convertir de forma artificial un tema extremadamente minoritario en una de las principales preocupaciones de la mayoría. Ni lo es, ni lo será ni tiene porqué serlo. A menos que se haya convertido en el medio de vida de los que se dedican a la vez a su remedio y a su extensión.

Por contra, otros asuntos y situaciones que afectan a un mayor número de personas, que preocupan a casi todas las demás y que por sí mismas son muy graves, se intentan silenciar y menospreciar alegando ahora que se dan pocos casos como para llegar a convertirse en un problema común, grave y atendible. El número, mayor que en otros asuntos más oreados, pasa ahora a ser algo secundario, irrelevante, un dato prescindible, cuando no negado. Como la política neofranquista de persecución institucional del español en algunos territorios o, algo más nuevo y localizado, los casos de ocupaciones de viviendas. Son problemas que no existen, simple resultado de campañas de desinformación interesada, para enredar, atemorizar o para vender alarmas. El primer problema afecta a la mitad de la población de algunos territorios, en el segundo, si unos exageran su número, a otros casi 2.000 casos al año les parecen poco merecedores de medidas o de simple preocupación y, mientras no sea suya la casa tomada, siguen defendiendo que eso es un cuento de Cortázar.

Poco preocupan ciertos problemas reales y graves, como el separatismo supremacista y xenófobo dado por bueno, consentido y alentado. Menos que otros nimios que copan agendas, portadas y argumentarios. Y esos son los que, hasta el toque a rebato electoral, ya tarde, han acaparado el guion del gobierno, siendo su escaparate, su barniz y su perdición. La ineficacia, el despilfarro, la arbitrariedad y el clientelismo son lastres pesados que algunos partidos, que de nuevo sólo tenían y tienen el nombre, han venido más a agravar que a corregir. Pero, como la mentira, solo son abusos condenables cuando son ajenos. Son formas de corrupción, versiones menos escandalosas y perseguibles, más asumidas e ignoradas que la económica, que el robo directo, aunque nos cuestan mucho más. Podemos adornar ideológicamente esos comportamientos, buscarles una justificación, decir que son daños colaterales, menores, que lo importante son las buenas intenciones —recordad que hubo un tiempo en que fuimos honrados—, que, a pesar de los errores y disfunciones, todo lo hacemos por vuestro bien, por el pueblo. Hasta perjudicarlo en ocasiones en el altar de la propia ideología.

Todo es cuestión de énfasis, de proporción. La polarización no es cosa sólo de unos, sino de todos los extremistas, quedaría discutir los grados. La mejor España, la verdadera España, frente a la mala y la indeseable, nos dicen unos y otros. Cada cual apechugue con su parte de culpa, con las mentiras, los sectarismos y las provocaciones que promueven el enfrentamiento con la descalificación del contrario.

Lo que ya se sitúa fuera de lo soportable es ver a una sociedad enredada y enfrentada por unos problemas que no teníamos hasta la aparición en escena de algunos orates y chamanes, unos santos de ciruelo que muchos han tardado demasiado en reconocer. Y eso que eran bien visibles la corteza, los nudos y los brotes del tarugo de abeto siberiano en el que se talló el san Pablo. Como para esperar milagros. Ese viene a ser el verdadero y principal problema que nos paraliza a todos, nos enfrenta, nos encabrona y nos distrae, al paso que desnuda a sus promotores, precisamente las destilaciones y resinas de todo ese bosque de marginalidades vetustas, recuperadas por chamarileros de la política del basurero de la Historia, una vez más barnizadas y ofrecidas como nuevas entre sonrisas, envueltas en celofán para regalo, que han sido socios o sostén de este gobierno presidido por un personaje que se ha dejado lobotomizar a riesgo de acabar con su partido. Y, para cerrar el circulo, otro partido que, como reacción, ha ido recolectando los desbarres y disparates de esa peña de marginalidades heterogéneas e irreconciliables para urdir su programa especular. In medio virtus.