Queridos hermanos:
Leo en El País de hoy que el cerebro humano es una máquina
hecha con piezas recicladas. Concretamente cita el artículo de Daniel Mediavilla a McGyver, que construía un lanzamisiles con
cosas que tenía a mano o compradas en la ferretería del pueblo,
para salir del paso y enfrentarse a un ejército. A partir de ahí, medito que la evolución ha ido reaprovechando cachos de lagarto, cuarto
y mitad de la sesera de un mono antiguo, cables medio pelados de oso obsoleto,
pero aún utilizables, tuberías, tendones y desagües de este o aquel animalico, hormonas
y aminoácidos en buen uso de semovientes de la sabana… Un ojo de aquí, un dedo
gordo oponible de allá, un espinazo enderezado deprisa y corriendo, que aún nos
duele, un puñado de muelas mal calculado que ha habido después que adaptar a la
época arrancando con tenazas las sobrantes, un rabo no presente por una decisión de última hora. Pudimos
haber tenido plumas, incluso alas, lo que nos habría ahorrado mucho dinero en
ropa y arruinado la cuenta de resultados de British Airways… En fin, dejemos la
cosa como está que, por otra parte, es la única opción, aunque las decisiones
que nos han dado ser y forma fueran tomadas para salir del paso, apremiadas las
especies por las apreturas del momento.
No es que tales componentes fueran lo mejor imaginable, ni
siquiera eran buenos en muchos casos, llegando a rozar lo chapucero. En su momento
fueron útiles, lo mejor que ofrecía el mercado y la estación y, al menos, no eran incompatibles con la vida. Los prototipos
carentes de boca, los esbozos sin culo, los diseños más avanzados que se
adelantaban a la moda y tendencias del momento, fueron modelos que se
vendieron muy mal y dejaron de fabricarse. Saber que somos un collage compuesto
a base de residuos tomados por la naturaleza en el basurero de las eras
geológicas explica muchas cosas.
Tal vez incluso la combinación de piezas no sea la idónea. A
mí, sin ir más lejos se me ocurren varias innovaciones que mejorarían
sustancialmente mi organismo. Y no me refiero a estirar pellejos, reducir
narices o ponerme morros, algo que puede ser necesidad o caprichoso narcisismo, vanidad, sobra de
dinero, pero no evolución. Hay quienes visitan con frecuencia el quirófano para
corregir algunas de esas infamias corpóreas recibidas de fábrica o las excrecencias que
la evolución o el tiempo han puesto en su jeta o en su barriga. El cerebro sin
embargo, la parte que tienen más dañada, no recibe tales atenciones y arreglos,
aunque hay a quien una lobotomía haría mucho bien. Seguramente con media sesera
serían la mitad de gilipollas que con toda y, dado el uso poco brillante que
hacen de la CPU, incluso podrían prescindir totalmente del cerebro, error evidente
de la evolución y origen de la mayor parte de nuestros problemas.
El texto que analiza
la evolución del cerebro humano se acompaña con una imagen que recrea el
aspecto de un neandertal vestido con traje, pelo recortado con tupé poniendo toldo
a una mirada ceñuda que me resulta inquietantemente familiar ya que me recuerda
de forma alarmante a algún pariente. Tal vez sea en la calle o en la barra de
un bar donde me haya cruzado con un espécimen parecido, o viendo algún vídeo
del Estado Islámico, un partido de fútbol, un combate de boxeo o el Nombre de
la Rosa. Tal vez ese mirar que me inquieta lo haya entrevisto en el rostro de
algún tertuliano de los que acuden a esos aquelarres vociferantes en la televisión
a decirnos a quiénes deberíamos votar y porqué.
Tampoco hay nada que nos lleve a pensar que esos avíos y puestas al día, que aun
siendo imperfectos suponían un cierto avance, hayan sido algo general. Ni
siquiera teniente coronel. La pervivencia en algunos miembros de nuestra
especie de ciertos comportamientos de los saurios, de los instintos de los
carroñeros o de los depredadores de la
sabana, de algunas costumbres y gustos de los chimpancés, de la chulería del
pavo real, o de la vacuidad de la oratoria del papagayo o la cotorra nos hacen
pensar que nuestro caletre es el compendio de retazos de seres vivos que mejor
estarían en un zoo que puestos al mando de nuestro comportamiento. Somos como
esas colchas de patchwork, pero compuestos con retales de la fauna ancestral. Ya
desde antiguo mitos y fábulas han puesto rostro animal a tipos y
comportamientos humanos.
Por eso la inhumanidad hace acto de presencia con más
frecuencia de lo deseable en la ejecutoria de nuestra especie. No toda ella
evoluciona al unísono. La usual labor de la evolución se encomienda hoy en día a
la cultura, a la civilización y a la industria, ya que hay cosas que no admiten
espera en este mundo de prisas y carreras. Si nos estorba una muela, no
esperamos a que la evolución termine su faena y la haga desaparecer. Vamos a
que nos la arranquen, pues vemos que la cosa va para largo y que no trabaja la mentada
evolución con carácter retroactivo. Si naciste con muela del juicio te aguantas,
que este modelo es así. Tal vez los machos de la especie tuvieran en el pasado remoto
un huevo del juicio. Si dos ya suponen a veces un problema difícil de gestionar,
pues suelen competir con ese cerebro de retales para tomar el mando de la
situación, —con éxito en la mayor parte de las ocasiones —, imagínense ustedes
con tres. La bicefalia es ruta abandonada en la evolución y no funciona bien
con los contribuyentes ni con los partidos. Evolucionamos culturalmente,
aprendemos habilidades o nos compramos gadgets que suplen nuestra falta de
zarpas, colmillos en condiciones, caparazón, o la mata de pelo de un zorro
polar. De buenas piernas para correr para qué hablar. A mí una tortuga con mal
genio me daba alcance y fin. Es el
cerebro lo que nos pone al frente de la creación y ya hemos visto que no es
para echar cohetes. Quirófanos, fármacos y ortopedias alargan nuestra vida, nos
permiten seguir bullendo con unas condiciones físicas que en un pasado no tan
remoto hubieran llevado a nuestros parientes a abandonarnos en un cruce de
caminos a ver si pasaba por allí alguien que conociera arreglo o, de forma más
expeditiva, reintegrarnos a la madre naturaleza dejándonos tirados en un cerro
para que a través de las fauces de un lobo o de un oso hiciéramos nuestro
reingreso al ciclo. Criar malvas es la versión poética.
Por eso me inquieta la foto del ancestro con traje, porque sugiere que esa vía que se creía fallida y extinta, en realidad nunca desapareció,
que sigue entre nosotros. En los casos más benignos nos roba, pues las enzimas
de la justicia y de la honradez no les fluyen a
muchos por las cañerías orgánicas a causa una ancestral carencia hereditaria.
En otros casos, de gravedad aún más inquietante, un desarreglo hormonal
congénito les lleva a echar meaditas identitarias en el territorio que intentan
amojonar para reservar a su camada o a su jauría el derecho a seguir depredando
en la zona, sin intrusión de otros carnívoros. Esta dolencia heredada les
desarrolla enormemente la imaginación, llevándoles a recordar lo que nunca ha
sucedido, les impulsa a recuperar lo que nunca tuvieron y les aboca finalmente
a una paranoia que les hace imaginarse acechados por ladrones que desde todos
sitios les arrebatan su patrimonio. Curiosamente su patología les dificulta
percibir a los mangantes no imaginarios que simulan dirigir la manada y les tienen distraídos vigilando las veredas, mientras ellos se comen lo mejor de la pieza.
Entre los casos irrecuperables encontramos especímenes que, en
fallidas probaturas de otros momentos de la evolución, desarrollaron formas
organizativas poco exitosas que llevaron a sus tribus a la miseria y a la más
atroz de las injusticias. Son incapaces de rendirse ante la evidencia de su
propia obsolescencia, de reconocer que lo que sugieren como arreglo es volver
atrás para retomar vías que fueron necesariamente abandonadas por no llevar a
ningún sitio. Ellos intentan vestir con disfraces de las últimas pasarelas su
realidad cutre y antañona y aprovechan momentos de hambruna y confusión para
volver a proponer el regreso a una arcadia feliz que solo habita en su
imaginación. Como no pueden desdecirse de lo que dicho queda, afortunadamente
el registro fósil nos muestra su verdadero esqueleto y nos los revela como
realmente son, una vía muerta de la evolución cuyos últimos supervivientes malviven en paradisíacos reductos pasando hambre rodeados de la abundancia. No espero que el hombre de Neandertal
se dé a vistas para resolver nuestros problemas actuales. Aunque se presente con careta de sapiens la largura de sus brazos destapa su antigua estirpe.
El caso más extremo de pervivencia entre nosotros de
ejemplares de los inicios del pleistoceno hay que buscarlo en lo que otrora fue
la cuna de la cultura y la civilización. En Mesopotamia vemos hoy con espanto a
especímenes que no han llegado a culminar todas las etapas de la hominización.
Queman vivos, degüellan o crucifican a los miembros de otras variedades más avanzadas
de la especie, queman sus bibliotecas, destrozan estatuas y restos milenarios
de esas culturas que les son ajenas, pues ellos ninguna propia tienen, evidenciando
que ocupan una tierra que no es la suya. Que hace miles de años ya era habitada
por otra raza superior, que era culta, inquieta, civilizada y más desarrollada
mental y socialmente que los cabestros que hoy destruyen tales rastros, seguramente
para evitar comparaciones que evidencien el grado de su decadencia y su
barbarie.
Esto es caso aparte que confirma mis consideraciones anteriores.
Si contemplamos los bisontes de Altamira o los caballos de Lascaux, entre otras
muchas creaciones de esos a quienes llamamos los hombres de las cavernas, a
veces con el displicente distanciamiento de quien habla de un pariente tonto,
vemos que sopas con honda nos dan desde sus tumbas a nosotros, sus evolucionados
—o degenerados— descendientes. Si visitamos ciertos museos, vemos el vaso de
agua de a 20.000 europios de Arco, la habitación llena de escombros que
exhibimos en Venecia, las patrañas de Damien Hirst y otras logros del genio
actual, hemos de reconocer que efectivamente tales creadores, quienes les
admiran, les compran y les adulan, tienen un cable pelao. Cosas de la evolución
de que hablábamos. Los cangrejos seguramente también están convencidos de que andan hacia adelante.
Mal arreglo tienen los casos extremos. En el último de ellos
y me vuelvo al Oriente, seguiremos mirando y soltando lágrimas de cocodrilo,
cogiéndonosla con papel de fumar y hablando de alianzas de civilizaciones. Si ello
es posible, que deseable seguro que lo es, sólo puede producirse entre
civilizaciones, como tal frase indica. La civilización no se puede aliar, ni debería
contemporizar siquiera, con la barbarie. No haremos nada hasta que ya el
problema esté muy cerca, aunque sigamos negándonos a reconocer que ya está
dentro. Al final tendrán que ir los yanquis go home a arreglarlo, que es lo que
suele ocurrir. Y el arreglo va ser crudo. Sé que hay otras visiones del asunto,
visiones que olvidan quien puso centenares de miles de muertos propios en la
lejana Europa para quitarnos de encima a otra demencia similar, mientras que muchos
europeos alojaban en sus palacios a los nazis de Hitler, sacándoles los mejores
vinos a la mesa. Muchos europeos, que hoy en día seguimos sin saber si somos de
los nuestros, dirán luego que el
imperialismo intervencionista tal y cual, que si hay petróleo, que mire usted…
Palabras. No se me escapan los intereses, muchas veces perversos, que concurren
en estos problemas, pero entre el blanco y el negro hay muchos grises y nuestro
gris cada día es más oscuro.
Vale.