sábado, 9 de septiembre de 2017

Espístola Esperpéntica



A muchos ya les pasó, a otros les está ocurriendo ahora mismo, aunque a todos ellos demasiado tarde. Mientras aún hay quien permanece en una voluntaria inopia, los más se dan cuenta ahora que han sido Odiseos subyugados por la música de unos cantos de sirena, cuya letra no entendieron, en su viaje a Ítaca. Las cuerdas que les sujetaban al palo mayor, las de la ley, para su mal fueron rechazadas. Esta vez no fue Brecht —tan de nuestro gusto, aunque apócrifo—, quien les advirtió y siempre hay que atender a los versos del oráculo más que elucubrar sobre si el oficiante de los augurios es de Delfos o de Dodona. Les está pasando como a las langostas cuando las cuecen a fuego lento. Mientras van entrando en calor no les desagrada, incluso disfrutan. Cuando empieza a molestarles ya no pueden evitar ser cocidas. En la fauna de nuestras costas, al lado de las excelsas gambas de Palamós, la mejor muestra de langosta política es Convergencia. Lo que queda de ella, que es mucho más de lo que quedará pronto. Y algunos crustáceos convergentes, los que no se coma el pulpo de la CUP, con sus Tarascas, terminarán su andanza bien cocidos en su propio jugo en la olla de Soto del Real. O mejor la de San Cugat del Vallés. Por ladrones, no por mártires de la patria, como ellos quisieran. Fingían ser tiburones, pero eran caballas.

Creo que fue Pío Cabanillas quien dijo que si los españoles escucharan lo que se trata en los consejos de ministros se agolparían en los aeropuertos. La noticia o la ley ya guisadas, incluso a la luz de los taquígrafos de los parlamentos en sus actas, ofrecen un producto bien envasado, pulcro, a veces hasta apetitoso. Al menos digerible. Para desgracia de los levantiscos dirigentes de Cataluña, la televisión nos ha mostrado en toda su crudeza cómo se hacen las morcillas legislativas independentistas. En otros tiempos las hubiéramos visto colgadas en la prensa o en el BOE, ya puestas a secar, pero esta vez nos ha sido dado verles agitar las ollas de sangre, hemos olido a cebolla y contemplado como la Forcadell, girando el rodillo parlamentario, embutía esa sanguinolenta masa grumosa en las tripas culeras, aún malolientes, sin tiempo ni intención de limpiarlas de su anterior contenido. Muy educativo y esclarecedor.

Sobre esa receta, como en todo, hay gustos. En toda España, por no desentonar de un entorno que ejerce una presión insoportable para los más débiles u obtusos, parecen muchos sentirse obligados a mantener la postura opuesta a la de Rajoy aun cuando sólo mostrara sus preferencias gastronómicas o dijera en qué día estamos, pues en el presidente personifican razonablemente su rechazo a las políticas que se han desarrollado en España y que también con razón pueden ser combatidas, tanto como otras de anteriores gobiernos. Un obstáculo a derribar si quieren disponer del BOE, pues ningún partido tiene entre sus prioridades hacer un país mejor para sus ciudadanos, centrados en ganar las próximas elecciones o en partirlo, como primera providencia. Para no perder el lustre progre que esa entelequia del derecho a decidir creen que les confiere, tanto como para no dar argumentos al enemigo y dejar meridianamente claro su alejamiento de don Tancredo, llegan al extremo de, por no darle en nada la razón a Rajoy, oponerse a esa misma razón en las escasas ocasiones en que el presidente la lleva. Como es en caso de Cataluña. Aunque sea una razón ajena, la que ha encontrado abandonada por los sediciosos. 

Quienes denuncian falta de diálogo en el tema de la sedición catalana deberían explicarse un poco mejor, igual que los que proponen reformas constitucionales o lamentan echar en falta ofertas que deberían haber sido hechas a Cataluña para frenar su insaciable y secular deseo de ser mejor tratados que el resto de los españoles, como por su superioridad les corresponde. Deberían decirnos qué es lo que se debería haber quitado a algunos, aclarando también a quiénes, para contentar a Más o a Junqueras. Qué reformas habría que hacer en la Constitución en ese sentido; aquilatar, a ojo de buen cubero, en cuántas naciones habría que partir España para dejar a todos satisfechos; delimitar hasta dónde llega eso del derecho a decidir y establecer quiénes son los titulares de tal derecho y por qué unos lo tienen y otros no, en el dudoso caso de existir. Pero no nos lo dicen. Sólo dicen que falta diálogo, que el gobierno central es inamovible, tal vez por contraste con la leal flexibilidad y buena voluntad del de la Generalitat. Malos y buenos. Se impone la equidistancia que llega a compadreo con los secesionistas en los casos más graves.

La boba e imperante necesidad autoasumida de no fallar a ningún palo para aparentar ser como uno debe de ser, como la tribu de los buenos espera que se sea, lleva a una sospechosa unanimidad de ideas en un grupo creciente de personas afortunadas que siempre saben quién lleva razón, qué está bien y qué está mal. Incluso son los únicos que saben lo que verdaderamente pasó en nuestra historia. Llegan a descender, mostrando su talante, a terrenos que creíamos superados, como establecer qué libros hay que leer y cuáles no, pues cada Iglesia tiene su Index Librorum Prohibitorum. En ningún caso a Javier Marías, a Reverte, a Arcadi Espada, a Vargas Llosa ni a Cela, un censor. A Semprún sólo lo que escribió de joven, que luego se nos torció, como nos pasó con Tamames, Juaristi o Escohotado. Mejor a Verstrynge, que éste acabó enderezándose. En la Complutense había unos que tienen la lista buena, la de los que evitan la prosa cipotuda, aunque en algunos casos no recomiendan leer sus biografías. También nos dirán a qué equipo de fútbol es admisible apoyar, o si la afición a los toros —que no comparto— es compatible con la inteligencia. Si las fiestas de moros y cristianos, la semana santa o la cabalgata de Reyes son algo permisible, que el anticlericalismo más infantil y fuera de lugar y de época es ítem para no fallar, solo tolerantes ante el Islam. Como ocurre con la bandera, el himno, el antimilitarismo, o la misma palabra España y gran parte de su historia, descubrimiento de América incluido, cosas de franquistas. En los peores casos discriminan entre buenos y malos muertos. La lista es inmensa, asfixiante, y llega a abarcarlo todo. Fuera de ellos sólo queda la ignorancia, la caspa, los fachas: Torrente en todo su esplendor. Torrente es España para ellos, aunque en nada se reconocen en uno y otra, extranjeros en su patria. Todos los que nos atrevamos a sugerir algunas objeciones a su dogma somos Torrente. Faltaría rodar la película de los ocho apellidos progres, aunque muchos no me parecen capaces de digerir el vernos todos retratados en parte, ya que nuestra sociedad sería una mezcla de los dos guiones, con ciudadanos que se mueven en el rango comprendido entre Torrente y Willy Toledo, dos espantajos extremos, aunque el primero tiene la ventaja sobre el segundo de no ser real. Más allá está el hombre de Neanderthal, en sus peores individuos. Pero eso sólo está al alcance de los que somos capaces de reírnos de nosotros mismos.

Se otorgan con estos títulos y criterios las credenciales de corrección y unos y otros clasifican y etiquetan a su gusto a todo el personal. Aquellos con quien nos gustaría poder estar recurren mucho últimamente al término facha, endosando a todo adversario un fascismo algo diluido, carpetovetónico, siempre ajeno a ellos y que igual vale para un roto que para un descosido. A veces lo aplican a algunos que lo son menos que ellos mismos y, al menos, tienen el mérito de habernos descubierto, si falta hacía, que hay fachas de izquierdas. De derechas ya lo sabíamos. No me molesto en explicar que mi postura no está en ninguno de esos extremos.

La lista se va incrementando y, la verdad, da vergüenza reproducirla aquí, por larga y por absurda. Sólo merecería la pena desgranar el listado para ver que, en la mayor parte de los casos, los incluidos son de mucho más mérito y valor que los que tan burdamente intentan desacreditarlos. Lo cierto es que en no pocas ocasiones el descrédito es tiro por la culata que hiere al desacreditador, un enano ante la altura del que intentan incluir en esa lista negra. Paco Martínez Soria fue un gran cómico y una gran persona, respetado, entre otras cosas, porque nunca pretendió equipararse a Fernando Lázaro Carreter, académico de la Lengua que le escribía los guiones. Platón y yo, dos. Casualmente Javier Marías ocupó la silla R, vacante tras la muerte de Lázaro Carreter.

Hubo una época en que Albert Boadella y otros muchos podían hacer su trabajo en Cataluña. Un trabajo que en gran medida se basaba en reírse de sí mismos y de su entorno, de poner en evidencia a las personas y los hechos que él ya veía que nos iban llevando a donde estamos ahora. Se podía reír entonces de los que asistían a sus representaciones, de los que estaban dentro del teatro, él incluido. Esa libertad se acabó. Igual que antaño tuvo que huir de España escapándose de la cárcel, llegó para él el momento de abandonar Cataluña cuando ya sólo se soportaban las risas y críticas a los de fuera, a los que no asistían a sus funciones; tuvo que irse de allí agobiado por una censura institucional y social cada vez menos sutil y más feroz por parte de un nacionalismo excluyente que iba copando y pudriendo una sociedad que en tiempos fue abierta y cosmopolita. Esa que daba tanta envidia entonces como pena produce en la actualidad por el apaletamiento y aldeanismo de una parte de sus miembros. 

Lleva parte de razón Jordi Ibáñez cuando critica a Boadella. Y toda en el resto de lo que dice. Acierta al decir que debemos ser cuidadosos cuando decimos “los catalanes”. Hay que discriminar. Él, Boadella, tiene la disculpa de que lo es, pero unos y otros debemos evitar meter a todos en el mismo saco, algo que supondría negar la tesis que defendemos muchos: que los que han perdido la cabeza y la razón, a veces en pro de la cartera, son los dirigentes y la extensísima red de personas que viven como el maharajá de Kapurthala vendiendo ilusiones o reescribiendo el pasado, los medios de información a sueldo, prácticamente todos, entre esas promesas de crear un país mejor que desmienten con cada actuación y con cada disparate, mostrando que lo que van pergeñando es una república bananera basada en el supremacismo y en el desprecio a quien piensa distinto, que son los más, pues nadie negará que desde la Plaza de Sant Jaume, 4, se gobierna poco y mal, sólo sobre un tema, y siempre contra más de la mitad de los catalanes. Gran parte de esas actuaciones van dirigidas a intentar librar de la cárcel a muchos próceres, por ladrones más que por levantiscos. De la deslealtad al resto de España no hablemos ahora, que ya habrá momentos para recordárselo. Huelga decir que no solo en Cataluña ocurren estas cosas, que españoles somos todos.

Y lo que es mucho peor y les diferencia es que allí han promovido y logrado el silencio, un silencio espeso y temeroso. Posiblemente hoy Cataluña, como antes fue el País Vasco, sea el único lugar de España en el que antes de hablar hay que mirar hacia atrás, algo que los que tenemos cierta edad habíamos olvidado. El único lugar en el que en la mesa familiar hay temas que mejor no sacar a relucir, ni entre amigos, si queremos conservarlos. No digamos si somos funcionarios, tenemos una empresa que de alguna forma pudiera tener relaciones comerciales con la administración, o podríamos solicitar cualquier tipo de subvención.

No se puede ni debe hacer un referéndum no sólo porque es ilegal, que lo es, sino porque sería ilegítimo e injusto. Aunque tal vez sería deseable ver de una vez por todas la decisión mayoritaria del conjunto de los catalanes, más razonables que quienes los dirigen, informan y manipulan. Desde luego esta situación puede dar lugar a que el referéndum llegue a ser un deseo nacional para expulsarlos del país y dejarlos a la intemperie, en manos de esos caudillos, que van reproduciendo maneras de triste recordación. Pero los catalanes, gran parte de ellos, no se merecen eso, como no merecen la soledad —cierto que silenciosa— en la que hemos dejado a quienes viven allí sin tragar con esa dictadura en construcción, a quienes no piensan como los que dirigen la comunidad, robando a veces y viviendo siempre en la opulencia más escandalosa, mientras dejan de gobernar y, puestas por delante sus ambiciones personales, llevan a la ruina económica y moral a Cataluña, muestra inequívoca de su españolismo. La crítica, el comentario dolido, por otra parte, tienen siempre algo de elogio, pues sólo se preocupa uno por aquello que aprecia, que estima, por aquello que desea que fuera a mejor. Como es mi caso respecto a Cataluña.

Después de Évole y Fernando Morán, algunos de los últimos de la lista, sin duda otro nuevo candidato a facha para la peña es Joan Coscubiela, que fue secretario general de Comisiones Obreras en Cataluña durante 12 años y parlamentario del grupo Iniciativa per Catalunya-Verds, y que es en la actualidad el brillante portavoz de Catalunya Sí que es Pot, la franquicia de Podemos en esa Comunidad Autónoma. Al menos lo era hasta ayer, porque tan razonable se mostró defendiendo la democracia que seguramente dejará de serlo muy pronto. Todo eso frente a los cabizbajos miembros del gobierno de la Generalitat, que no eran capaces de mirarle a los ojos. Diosdado Cabello, disfrazado de Carme Forcadell, miraba el cogote del parlamentario en uso de la palabra mientras ella iba despachando desde el mostrador de la mesa presidencial la Ley Habilitante con la urgencia que impone la falta de razón. Y de vergüenza. Ni siquiera fueron capaces de leer en la tribuna, menos de respetar, los informes jurídicos de sus propios letrados del Parlament o del Consejo de Garantías Estatuarias de Cataluña,  que no de Madrit, que les habían advertido de la total ilegalidad de lo que allí se estaba imponiendo a media Çataluña y a toda España, callando a la oposición. 

Demasiada razón y suficiente vergüenza como para desagradar a parte del caleidoscópico grupo que representa, pues más hace lo primero que lo segundo, para decir que lo del Parlament era una farsa, un acto bucanero y autoritario que deja sin sus derechos a todos los parlamentarios de la oposición y, con ellos, a más de la mitad de Cataluña y a todo el resto de España, mostrando el verdadero rostro totalitario e irrespetuoso con la discrepancia de ese pretendido estado risueño, tolerante e integrador cuya creación, entre sonrisas y astucias, vienen anunciando ya demasiado tiempo como para que un Estado serio les hubiera consentido llegar hasta este grado de demencia y aplastamiento del que piensa de forma distinta a ellos. 

Arropado por los aplausos de todo el espectro político, menos los separatistas, algunos de ellos en su propio grupo, les vino a decir, les sugirió, que lo que, a toda prisa y sin respeto a leyes, reglamentos, informes jurídicos, formas ni razones, vienen montando es simplemente una dictadura de libro, y agrada ver que, por fin, incluso con posiciones muy enfrentadas, queda un buen rescoldo democrático en Cataluña, que no todo es silencio y sumisión, que ha pasado el momento de callar para sobrevivir, de dar por digeribles tamañas ruedas de molino ideológicas y de intentar ordeñar vacas que ya no dan más leche.

Fue todo un placer escuchar a Iceta decir que le daba vergüenza no tener más remedio que recurrir a un tribunal de fuera de Cataluña, al Constitucional, en busca de protección ante el totalitarismo de los que dentro de su Comunidad, en su mismo Parlamento, le avasallan, precisamente los que tienen el mandato delegado del Estado para defender los derechos de los catalanes y que, desde la Generalitat y el Parlament, utilizan para impedirle ejercerlos. A él y a la mitad de los catalanes.

El mundo nos mira. Poco y para descojonarse. Algunos periódicos catalanes dicen desear que no miren mucho, tanto a una manifestación más contra el rey y el gobierno de España que contra los terroristas, olvidados los muertos ya desde un rato antes de la mani, como a las últimas sesiones del Parlament, esas 48 horas negras en las que el secesionismo ha mostrado su cara, perdiendo la máscara falsamente amable que, en su infinita autoestima, habían ido construyendo durante años. No se puede pedir respeto a la propia identidad desde el desprecio a todas las ajenas.

En su afán por mirar hacia atrás, siempre acusando a Castilla de sus males, casualmente olvidan que entre ellos, mandando, están algunos descendientes de los últimos traficantes de esclavos de Europa, explotadores de caña en Cuba y de cacao en Guinea, bodegueros de ron y mistelas, vendedores de indianas en el Imperio español y de tejidos al resto de España en régimen de monopolio, que van hoy del brazo de los herederos de esos pistoleros anarquistas que perseguían a sus abuelos a tiros por las calles de Barcelona defendiéndose de los sicarios que los primeros, con menos valor, habían contratado. Carlistas con Iphone y curas trabucaires con página web, antiguos republicanos al lado de acomodados burgueses cuyos padres con tanto entusiasmo —en la cartera, sucursal del cerebro o a la inversa—, aclamaban a Franco después de la guerra en las Ramblas, donde luego sus descendientes tuvieron un meublé (los de Franco). Beatos montañeros de Montserrat junto a comecuras furibundos, honorables ladrones en coche oficial, antes banqueros haciendo peña con antisistemáticos pendejos y bandarras similares, haciendo cuando toca de majoretes para acompañar a los próceres hasta el juzgado... Y, en medio, por otras calles, la sufrida procesión del silencio de gran parte de una población extraviada en este esperpento que espera a su Valle Inclán para ser contado, faltos de Josep Pla, Gaziel, Vivens-Vives, Tarradellas y otras muestras del buen sentido perdido. Queda la posibilidad de que Eduardo Mendoza se lance a escribir la segunda parte de la Ciudad de los Prodigios, con Jordi Mayor i Detall de protagonista.

Vale.