lunes, 19 de febrero de 2024

Epístola galaica

La victoria tiene cien padres, pero la derrota es huérfana. La frase es tan cierta como que el pueblo es sabio, libre y perspicaz cuando acierta a votarnos a nosotros, los buenos, pero estúpido, aborregado y torpe cuando se equivoca y vota a los contrarios, a los malos. Muchos personajes de la política nacional, siempre los más incapaces y fanáticos, pasan así del amor y el respeto al pueblo soberano al desprecio y al rechazo hacia la chusma manipulada, en sus cambiantes valoraciones y etiquetas según les va el negocio.

Las elecciones gallegas iban a ser un plebiscito que daría la puntilla a Feijoo y, a la vez, paso a un gobierno voluntariosamente tenido por progresista, comandado por una fuerza política nacionalista que iba a traer progresos tales como la inmersión lingüística —tan exitosa, justa, respetuosa y liberal como la catalana—, el triunfo de una ideología decimonónica con el disfraz de la piel de cordero habitual ya en este eterno carnaval de la política patria, en el que nadie es lo que dice ser, la creación de una policía autónoma, que hace mucha falta, el dinero sobra y crea empleo para la peña, al paso que la región ingresaría en el selecto club del chantaje al gobierno central, abuso antiguo, pero ya sin control gracias a nuestro amado presidente, que Dios guarde, si es posible en un lugar alejado de la Moncloa.

No se trata de irse de España —nadie quiere irse, mientras puedan seguir ordeñando el presupuesto, que hacer sumas y restas aún saben algunos de ellos, se trata de echar a España de sus territorios. A todo lo que huela a español, desde el toro de Domeq y las corridas, al ejército, la Policía Nacional o la Guardia Civil. Crudo lo tienen con la siesta, la tortilla de patatas, casi tanto como con la lengua común y la Historia compartidas —principales enemigos a batir, junto con la Constitución—, la mayoría de las costumbres, tradiciones y talantes, así como con un carácter y una forma de ser mucho más indistinguibles entre regiones de lo que ellos quisieran. Compartimos demasiados defectos —incluso algunas virtudes—, arraigados durante siglos de vida en común. Por eso su misión es inventar, negar la evidencia, reescribir la Historia, cultivar hechos diferenciales que no van más allá de la muñeira frente a la jota o la sardana, el ribeiro frente al jerez o los aguardientes locales. La verdad es que, para cimentar derechos, de la paella, el cocido madrileño, la fabada asturiana o la escudella i carn d’olla, poco hay que sacar. Son tan compartidas y comunes como las boinas, todas fabricadas ya en China. De ahí que usen la lengua vernácula como una bandera, un muro y un arma, no una preciosa herramienta de comunicación, sino una destilación del espíritu de los bancales, invento romántico alemán que tantas guerras y desgracias ha traído a nuestro continente. Cuando vamos, aunque sea a Portugal, y mira que nos parecemos, sabemos que hemos llegado a otro país, cosa que no ocurre vaya uno donde vaya dentro de España. Les jode, pero es así. Dentro de muchas provincias hay más diferencias que las que uno encuentra al visitar otras regiones, siendo las más relevantes las derivadas de comparar la ciudad con al mundo rural.   

Vemos los resultados en Galicia, en los que Sánchez ha sacrificado una vez más a su propio partido, dejándolo a los pies de los caballos al potenciar otro separatismo que impida la alternancia en el poder del gobierno central—presentando como indeseable y temible toda derecha no separatista—, gobernando a costa de abonar el problema más grave que tiene el país —a menudo más psiquiátrico y contable que político—, los nacionalismos localistas e insolidarios, cebando el abuso en lugar de intentar mitigarlo. Ahora, como pintan bastos, se dirá que no hay que leerlos en clave nacional, como se haría si hubieran salido oros, que el PP tiene dos escaños menos que en la anterior legislatura, que si esto, que si lo otro o el pues anda que tú. Aunque, para su disgusto, conserva una vez más la mayoría absoluta, teniendo más votos que toda la izquierda junta, única forma de gobernar para el PP, de ahí el muro que se esmeran en levantar. Si no le importa el país, menos le va a importar el partido, simple instrumento de su ambición, un juguete roto en sus manos. De Sumar y Podemos, una vez pasada la risa, sólo queda resaltar la sabiduría de los gallegos, que parecen conocerlos bien y les niegan representación en la Xunta, como a Vox. Ni suman, ni pueden, como he leído hoy por ahí. Podemos queda con menos votos que el Pacma, es decir, que no les han votado ni sus familias, tal vez ni ellos mismos, pues en ese sector, cada persona es un partido. Lo de Iglesias ya es caso aparte, que su parroquia sí que no es ya un partido sino un velatorio, y él, más que un líder episcopal, ya resulta una curiosidad, ceñuda y paranoica, pontificando y confabulando en su canal para sus contados feligreses y para risión general. Otro Palmar de Troya como el de Puigdemont. Queda declararlos a ambos dos de interés turístico y que vengan los japoneses a hacer fotos a estos brotes tan curiosos que produce la huerta política patria, con frutos que se pudren antes de estar en sazón.

Leyendo ciertos periódicos se huele la prisa por pasar página, la decepción, el enfado, hasta el asombro. Ni siquiera les ha dado resultado el enviar a las redes a los ovejos con más cuernas del rebaño a seguir difundiendo la antigua foto de Feijoo diciendo que el PP es el partido de los narcos. Entre otras cosas porque nombrar a los narcos en estos momentos, acaba trayendo al magín de los votantes episodios tan recientes y graves como poco honrosos para algunos miembros del gobierno, a pesar de que hayan intentado apagarlos pronto proscribiendo minutos de silencio en las instituciones, lutos y demás reconocimientos hacia los guardias civiles asesinados en la piragua con que Marlaska les dota para enfrentarse a la mafia de los traficantes de coca.

Ni siquiera ha influido la torpeza del ‘off the record' de Feijoo, dando pie a las arteras y falsas interpretaciones de sus declaraciones acerca de la amnistía, los indultos y las condiciones en que estos últimos serían de recibo, esto es, una vez juzgados los delincuentes golpistas por los tribunales, pedidos perdones y comprometidos a no volver a delinquir. Cosas muy distintas a la rendición sin condiciones del señor presidente, siempre faltando a palabras, promesas y simulando tener algunos principios, algo reñido con lo efímero de los que dice defender. Creían que lo tenían cogido por salva sea la parte con el curioso argumento de que vais a acabar siendo casi tan sinvergüenzas como nosotros somos. Acusar a Feijoo de mentir y faltar a su palabra, viniendo de sus bocas, es para nota. ¡Cómo están los cimborrios de algunos, los que dicen esas cosas y los que las aplauden! Los esfuerzos de los acólitos más fervorosos por ir adecuando sus creencias a los meandros y conveniencias del jefe y el arrojo con que se lanzan a la palestra a defenderlos, aparte de ridículos e ineficaces, son reveladores de la escasa firmeza de sus convicciones, pareja a la del jefe, con esa inquietud y esa zozobra intelectual y moral de no saber qué coño andará uno defendiendo la semana que viene. Lo que sea menester. No cabe mayor indignidad e insolvencia ética.

Visto el ejemplo, Salvador Illa debe de andar preocupado, pues su jefe pone por delante su personal permanencia en el poder a cualquier otra consideración. Para seguir al mando necesita unos nacionalismos fuertes, aunque su partido vea en ese proceso comprometida su supervivencia, pues sigue logrando que desde que él lo dirige, los socialistas —o lo que hoy sean— no hayan ganado nunca ningunas elecciones. Dejará tierra arrasada, enfrentamiento y división, todo peor que cuando llegó. ¡Viva el progreso y quien lo trujo!