viernes, 15 de febrero de 2019

Epístola desocupada


    Muchas personas cuando alcanzan la jubilación, más o menos desportilladas tras una larga y a menudo monótona vida laboral, pues casi no hay de otras, se encuentran con el problema de llenar su tiempo, a ser posible de forma gratificante y con sentido. En realidad, aunque sea entonces cuando se manifiesta un  problema aparentemente nuevo, sobrevenido, sucede que la novedosa ausencia de obligaciones que antes les llenaban el tiempo y la mente, que no la vida, es lo que ahora deja al descubierto una carencia  que siempre existió. La falta de aficiones e intereses con suficiente contenido, algo compensado por las obligaciones que ahora les faltan, era algo que había convertido sus ocios en simples momentos de espera hasta volver a los expedientes o a las clases, a los albaranes, a las herramientas o al mostrador de la tienda. Ocio y negocio. No esperaban con ansia tener tiempo libre, o tal vez sí, pero cuando éste llegaba se limitaban a matarlo, una de las expresiones más crudas de nuestro idioma, tanto como la realidad que refleja, la locura de malgastar sin cuidado lo único que nunca podremos reponer, de no dar valor al único y menguante recipiente de todo lo valioso.
    Siempre queda pasear, jugar al mus o mirar obras, dicho sea por decreciente orden de conveniencia. Ordenados por ese mismo criterio, también puede uno viajar, aprender chino, leer el periódico o exiliarse en el sofá tras suscribirse a Netflix. Metidos en tecnologías, y siempre de mejor a peor, dedicarse a poner fotos de gatos en Facebook o, también allí o en Twitter, discutir e insultar si se tercia  a medio mundo defendiendo al otro medio. Yo me estoy quitando.  No dejan todas ellas de ser actividades convenientes y recomendables, con distintos grados de nobleza, salvo esta última de entrar en debates de la política tomada como religión, pues hace que suba la tensión, se acentúen las arrugas del entrecejo y conduce a perder amigos, en el caso de que alguno nos quede si hemos llegado a ese punto. Hay no pocos casos en los que algunos, enredados en la nube perversa y aparentemente protectora que estos medios digitales van urdiendo a nuestro alrededor, se sienten amparados y ocultos por sus brumas y vapores para desde allí desbarrar impunemente. Así llegan a quedar algodonosamente aislados dentro un grupo extremo de opiniones monolíticas, presas de un algoritmo pensado para la manipulación publicitaria e ideológica que rastreando afinidades, uso perverso de la estadística, les hace elementos de un coro destemplado que salmodia eternamente una sola canción. La escasez del repertorio limita al corifeo a caer en una de estas dos conclusiones: o que todo el mundo piensa igual que él y su reducido grupo, salvo algún esporádico gilipollas, sin duda facha o maoísta o, lo que es peor, que el entero mundo está en contra suya, cayendo en manías persecutorias que le hacen verse presa de turbias conspiraciones, ora de Trump, ora de Putin, según el talante de cada cual, pasada de moda la judeomasónica. Estos usan ese anonimato como trinchera o parapeto para desde allí pegar tiros verbales.
    Todos los nobles pasatiempos relacionados hasta ahora, sin intentar agotar las infinitas posibilidades que para desquiciarse ofrece el mercado, pueden resultar suficientes para ser todo lo feliz que se puede ser, dependiendo de cada cual, pero a menudo no bastan, lo que lleva a muchos a la melancolía. En casos extremos se llega a echar de menos el trabajo y llegados a ese punto es recomendable buscar asistencia profesional.
    Hay otras salidas, sin duda más útiles y benéficas, como apuntarse a alguna de las beneméritas organizaciones que ayudan a personas con problemas, bancos de alimentos, protectoras de animales u otras que se dedican a ayudar y acompañar a ancianos o a reconfortar enfermos, vamos, intentar arrimar el hombro a alguna causa noble y necesaria para la que hasta ahora no encontrábamos ocasión, como siempre nos ocurre a todos con lo importante. Lo he dejado para el final para no mezclar la matanza del tiempo con estas otras formas de darle vida, sin duda mejor opción. Queda descubrirse.
    Menos conveniente, a mi escaso juicio, es encauzar las siempre deseables ansias de arreglar el mundo hacia esas posturas rejuvenecedoras con que algunos recuperan unos largamente postergados afanes revolucionarios que nunca antes se tuvieron, cuando era edad, momento y ocasión. Suele ir aparejado este desarreglo hormonal, vital e ideológico, que les hace difícil distinguir causas de efectos y deslindar el ayer del hoy, a un desmedido afán por recordar lo que no sucedió, recuperar lo que nunca se tuvo y, no contentos con endulzar sus recuerdos, quieren hacer lo propio con los ajenos. A los 70 años uno puede hacerse vegetariano, incluso cosas más raras, pero nunca piloto de Iberia. Unos reescriben la historia para dar lustre a sus idealizadas o inventadas batallitas, otros se creen el Che con garrota y otros se hacen nacionalistas, algo que si de joven es ruta errada, encallar en tal playa a la vejez es para alquilar balcones. En Olot o en el Bonillo. Vaya en descargo de los del Bonillo que van de broma. Todo esto sea dicho, como es natural, con un admisible margen de error por mis partes.
    El trabajo diario, a veces frustrante, normalmente repetitivo y siempre obligado para los más, pues no todos podemos ser Bouvard, Pécuchet o la duquesa de Medinaceli, aunque pueda ser algo que hagamos a gusto, incluso lleguemos a pensar que sirve para algo, inevitablemente queda contaminado por la necesidad. No podemos dejar de acudir cada mañana al tajo, además demasiado temprano. Tal vez cuando lo que hoy te apetecería era acercarte al Ebro, o al Júcar a pescar cangrejos. Son expediciones hidrológicas y fluviales que no convendría dejar para después, para cuando te jubiles. Quizás entonces no tendrás fuerzas para acercarte a la orilla o ya te sienten mal los cangrejos, especialmente si se guisan como mandan los cánones, es decir, friticos con tomate, abundante pimienta y una cayena. Sin que falte un porrón de clarete de la Manchuela ni la concurrencia de un pan de Los Pocicos apuñalado con una navaja albaceteña de los hermanos Expósito. Placeres de dioses, que hay que disfrutar antes de llegar a la cuenta de que son infinitos los ofrecidos por la vida a los que, siempre demasiado pronto para su gusto, el contribuyente habrá de renunciar, más por la salud que por el precio. Malo y triste es comprender ya a destiempo que venimos teniendo por eternas cosas que no lo son, que por resultarnos accesibles  y cotidianas consideramos poco valiosas y que en el mejor de los casos, nuestro dinero podría comprar más tarde si de cosas se trata, cuando ya ni las necesitemos ni nos apetezcan, que aún es peor. Casi todo lo que más felicidad es capaz de procurarnos, especialmente aquellas cosas y presencias cuya pérdida en un breve momento siempre inesperado pueden acabar con ella, resultan ser gratuitas. Vengan con nosotros de fábrica o te conocí en la calle, las tenemos muy cerca, las vemos todos los días y a veces no les devolvemos el saludo. Resumiendo, habría que pensar siempre de esa forma en que sólo pensamos en los velatorios y que olvidamos al poco de salir de allí, dejando atrás lo que nunca volveremos a tener y que nos pareció que era para siempre. Para rebajar gradualmente el nivel de la tragedia, diremos que con un riñón o una pierna, con una casa en el pueblo e incluso con un pisto manchego, ocurre igual que con un pariente o un amigo, aunque sean amores distintos. Dicen que la naturaleza es sabia y que antes de quitarnos la vida nos quita las ganas de vivir, algo que me alivia saber, pues parafraseando a los hambrientos pupilos del licenciado Cabra, que decían que "si el comer poco alarga la vida, no he de morir nunca", si por ganas de vivir es, vamos para eternos. Igual ocurre con esas informaciones en las que se nos dice que la cerveza, el vino tinto o la cúrcuma, entre otras muchas cosas, alargan la vida a tanto por dosis, lo que echando cuentas me hace prever una duración de siglos para algunas amistades y para mí mismo, cosa que me agrada. Por contra hay otras que nos roban días de vida a cada contacto, se nos anuncia, con lo que muchos deben llevar muertos algunos lustros aunque aún bullan por las calles.
    No son mucho de fiar estas premoniciones dietéticas o libatorias, pues en otros lugares diferentes se nos dice lo contrario, de forma que lo que aquí te mata, allá te cura. Sólo se trata como siempre, deduzco, de elegir bien las lecturas. Sin caer en la simplificación del problema que supone pensar que lo que no mata engorda, llego a dos conclusiones, a saber: Una, que dado mi tonelaje, pocas viandas como que maten y muchas de las otras. Y dos, que comprobando, ya incrédulo, lo cambiante de las opiniones de la ciencia me resulta irresoluble el problema médico y moral de esos incautos que murieron, como ahora sabemos, no por comer sardinas, aceite de oliva, buen pan y vino tinto, una vez convencidos de lo pernicioso de tales maravillas, sino que la palmaron por no saber a tiempo que pocos años más tarde serían el bálsamo de Fierabrás. Claramente murieron por error cuando no les tocaba, por mal aconsejados, pues según la ciencia actual no debieron hincar el pico en el momento en el que a ello les empujó la ignorancia del momento,  espichándola por no dejar en mal lugar a la ciencia que inspiraba a quienes les marcaban la dieta. Los medícos deberían tener comandos que fueran apuntillando a los que viven por error según sus previsiones, dejando su saber en entredicho. La confianza es esencial en esa industria y no debe dejarse que cuatro indocumentados siembren la duda viviendo cuando ya no deben.
    Están en el mismo caso de aquellos que murieron excomulgados y enviados a arder en los infiernos, tras ensayarlo en la plaza, por haber defendido de forma herética cosas que hoy sabemos ciertas. No sé si las rehabilitaciones y perdones decretados siglos después por los herederos de quienes les condenaron tienen aparejada la virtualidad retroactiva de, una vez apagados los fuegos, resarcirles de los siglos de quemazón en los abismos del averno. No sé si en esos tugurios del submundo, no regidos por las leyes físicas de la superficie, se da la posibilidad de desquemar lo quemado, de dessufrir lo sufrido y de descabrear al enfadado. Unas palmadas en el cogote del chusmarrado y venga vamos, exagerado, que tampoco ha sido para tanto, les dirá Pedro Botero. Pero el Papa es infalible salvo cuando se equivoca y Alá es el más sabio, asertos que sin duda consolarán a los chamuscados que ahora se perdonan.
    Volviendo a problemas menos hondos, como era el de cómo ocupar el tiempo si uno ve que le sobra, y siempre intentando ayudar, yo sugeriría como primera providencia sacarse el carnet de la biblioteca más próxima, lugar donde desde hace siglos se prestan mundos, aventuras y vidas, algo que muchos ya llevaban haciendo a lo largo de los años, conscientes de que la suya, si se centraba en lo laboral, no era para echar cohetes. Pocas lo son, en realidad, pues se pueden contar con los dedos de una oreja los que han llevado una existencia como la de Indiana Jones, ni es menester llegar a tales extremos, pues casi siempre es conveniente buscar el más deseable término medio. Y digo casi siempre porque entre un abrazo y un asesinato, el término medio sería un par de puñaladas, por lo que no en todos los casos las equidistancias son de recibo.
    Si sugiero los libros en primer lugar es porque en ellos está todo, cualquier interés previo, activo o latente, cualquier campo del saber o de la acción, de la ciencia o del arte. Desde un libro podemos visitar el infierno sin salir del cielo, y viceversa. No propongo ni sugiero que no haya que completar esa dieta espiritual con otras actividades físicas y artísticas, ni mucho menos, pero sin caer en la actual exigencia de profesionalizar las aficiones. Si no se habían hecho  pinitos en la música, la pintura, la escritura o el cultivo de orquídeas, por poner unos ejemplos, tal vez no quepa pretender ahora llegar a ser un genio en esas actividades, cosa innecesaria. Incluso los que empezamos a tocar la guitarra, dibujar o leer de forma compulsiva mientras íbamos alcanzando el uso de razón, en la escasa medida en que lo hemos alcanzado, si cuando teníamos 16 ó 18 años no conseguimos ser unos genios en ninguna de esas cosas ya quedaba claro que nunca lo seríamos. No por eso había que dejarlas, pues nuestra normalidad no impide que hayamos llegado a hacer alguna de ellas a un nivel decente y suficiente para encontrar en su ejercicio muchas satisfacciones. La competición es con nosotros mismos y si, cada día, o cada lustro, conseguimos hacer las cosas un poco mejor de lo que antes éramos capaces, ya vamos bien. No hay que entrar en torneos ni sentirnos frustrados porque vemos que hay muchos que lo hacen mejor. Preferible es intentar aprender de ellos y sentir orgullo ajeno si es que están en nuestro entorno inmediato. Si no hacer nada es malo, sufrir porque hay quien hace mejor lo que nosotros hacemos regular aún es mucho peor. La envidia es más nociva y frustrante que la inactividad o la falta de intereses, llegando a ser destructiva y paralizante en casos extremos, aunque no infrecuentes.
    Leed, malditos, empezad a aprender a hacer algo que siempre os hubiera gustado saber hacer, no toméis pesombre y, contradiciendo a la Universidad de Cervera, caed en la funesta manía de pensar, cosa que se puede hacer desde el sofá. Y, sobre todo, reenviar este escrito a alguien que necesite leerlo más que vosotros pues, si lo habéis recibido, es que sois mis amigos y si sois mis amigos es que estos consejos os sobran.