jueves, 25 de septiembre de 2014

Epístola claustrofóbica




Queridos hermanos.
Un año más el curso inexorable de los astros nos ha transportado vertiginoso hasta Septiembre, por una acelerada e impensable cuesta abajo en sus elipses durante el verano. Modera desde ahora su paso el sol, burro de noria de los cielos, para ascender a paso lento hasta un nuevo año, donde renovará sus bríos. Breves se antojaron los días del descanso, tanto como largos se harán los que ahora empiezan. Paciencia, hermanos.

Pero esas rutas siderales por las que discurre el tiempo me han depositado este año en una playa, desde donde os escribo a la sombra de las palmeras, libando un helado y espumeante brebaje de abadía, cosa inaudita para mí y para mi organismo en estas fechas pues, hasta que he colgado los hábitos, el planeta cada septiembre hacía su parada para que me apeara en la puerta de una escuela. Era conducido allí cada año para que accediera a su interior y, como ganador de la liga, atravesara el paseíllo formado por los padres con un discípulo en la mano y en su mirada más alivio y rencor tras dos meses de ausencia que estima y agradecimiento por el resto del año intentando colaborar con ellos en la educación de sus vástagos, no sin oposición por sus partes en ciertos casos.

El otro tipo de fuego amigo que la escuela soporta, es el de la propia administración educativa, sucursal de la de la hacienda del reino, cuyos más altos dirigentes no se determinan a enfrentarse a ella y a hacer valer la importancia de la escuela pública. Tal vez porque no creen ni aprecian aquello para cuya defensa, mantenimiento y promoción han sido nombrados. Como maestro, secretario, jefe de estudios o director de dos centros, que todas esas cosas he sido, además de imbécil, siempre he percibido a la administración educativa como de los míos. De hecho, en su ausencia, la administración era yo. Una ayuda, pues, un soporte. Exigente, como debe de ser, pero navegando en la misma dirección, aunque cierto es que los remos a nosotros se nos encomendaran. También es lógico que así sea.

Pero ahora el del tam-tam se ha pasado de exigencia. Su ritmo no se compadecía con mis fuerzas y la resistencia de las olas. Los remos no se reponen y cada día se da peor de comer en este barco que boga dando tumbos no se sabe muy bien hacia qué puerto. Si hubiera que poner símiles agrícolas, más a juego que el mar con estos secanos en que vivimos, la administración, al menos sus altas instancias, despierta en la actualidad en un docente las mismas sensaciones y esperanzas que un nublo para un agricultor. Y eso no es bueno. Podríamos decir que han dejado la educación en barbecho.

Aunque mis piernas hoy, lamentablemente, no sean mi punto fuerte, aún me funcionan algo mejor que a una cepa. Lo suficiente para alejarme de esta industria, cuyo negociado de confundir resultar ser el más eficiente, haciendo que los demás se contradigan o paralicen, y que los docentes se mantengan inquietos y desconcertados, justo lo contrario de lo que la docencia requiere.

Mientras yo medito, los catecúmenos forran sus libros, afilan lápices y urden maldades, ansiosos por volver a las aulas y reencontrarse con sus compañeros y su seño, con la alegría que les permite la inconsciencia propia de la edad. Sus maestros se mesan los cabellos entre tilas y buenos propósitos, pidiendo ansiosos al incorporarse a las aulas el informe de bajas y daños, pues la administración, como un submarino alemán, no descansa en verano. Pronto tendrán por enésima vez que retomar la redacción de peregrinos códices y programas, eterna tela de Penélope que disponga los antiguos hilos en formas más del gusto del ministro de turno, que Dios confunda, si es que su confusión admite mejoras.

Si curiosos abren los discípulos sus nuevos libros, pues nuevos han de ser para recoger en sus ilustradas páginas los evidentes avances de las ciencias y el conocimiento en nuestra región, verán muchas cosas que tal vez consuelen el escocimiento que de entrada su compra ha producido en las bolsas a sus progenitores. Madres e hijas, padres e hijos comprobarán perplejos que, en los nuevos textos que a los obsoletos vienen a sustituir, ríos y mares, lagos y cerros permanecen donde tenían por costumbre, que sumas, restas, multiplicaciones y repartos son resueltos como desde hace siglos solían serlo, salvo ciertas creativas y perversas interpretaciones solo utilizables por bancos y gobiernos. Que las plantas persisten en buscar la luz y el agua, que las sierpes siguen sin tener patas, que mi mamá me mima, que el bicarbonato y el limón bullen en sus bodas, que cuando llueve nos mojamos, que romano sigue siendo el puente por el que vadeamos el río en el pueblo, que si hubiese sido levantado por nuestras punteras constructoras con él hubieran arramblado las aguas hace siglos. También podrán comprobar que nuestro idioma poco ha cambiado desde Nebrija, y menos, y nunca para bien, desde Quevedo, que las cartillas de Rubio siguen preservando los arcanos de la denigrada ortografía y que entre Doña María Moliner y la Real Academia pulen y conservan aquello que nos permite entendernos cuando tenemos intención de hacerlo, pues el tiempo y el mal uso interesado han limado las palabras, despojándolas de su valor y significado convenidos, con grave menoscabo de tales instrumentos de la la lógica y la razón.

Aunque nuevos sean los libros que nos enseñan nuestro pasado, afortunadamente comprobarán aliviados que, al menos en estas tierras, Colón sigue siendo el descubridor de América, Fleming el de la penicilina, Stephenson el del tren y que todavía no se le discute al hombre de las cavernas la invención del fuego. La falta de presupuesto tal vez haya sido cortapisa e impedimento para reclutar eminentes investigadores que pusieran al día la historia local, como otras comunidades más solventes han podido permitirse, contando así con eminencias tales como  Carles Camps, ingeniero químico que entre sus probetas ha dado con evidencias de tergiversaciones históricas tales que le obligaron a crear la Fundació d’Estudis Històrics de Catalunya para, entre otras muchas cosas, demostrar de manera no solo indubitable, sino además sin ningún género de dudas, que Tartesos, como su nombre proclama, se hallaba en Tortosa, o del preclaro Cucurrull que nos libra de antiguos errores, al destapar que San Ignacio de Loyola era de San Feliu de Guixols, o cuestionar el origen de Cervantes, pues no se ponen de acuerdo si fue en Santa Coloma del Gramanet o en Lequeitio donde vio sus primeras luces, y si Colón salió de Palos de Moguer o de copas. Nunca podremos perdonar a nuestra administración regional escatimar fondos que hubieran permitido acarrear para el terruño algunos de estos preclaros ancestros que empadronados en otras comunidades más inquietas pasarán a la historia. Sin quererlo han evitado la vergüenza de que al buscar sobre la historia local, youtube y Google nos muestren los resultados de nuestras pesquisas mezclados con las atribuciones extraterrestres de la autoría de las pirámides de Egipto, el Machu Picchu o las piedras de Stonhenge, como en otras recreaciones de la historias autonómicas va sucediendo. Que el Señor les perdone.

Sin embargo, nuevos libros serán necesarios para impartir las enseñanzas de una historia aquí invariable por indiscutida, no teniendo que aleccionar para construir país, aunque imaginario fuere, como en otros lares acontece, enseñando a sus alevines que el primer homínido que adoptó la posición erguida lo hizo para así mejor cortar troncos en Amurrio, o que el arroz con leche es invento nacido en el delta del Ebro. Todo sea a mayor gloria y provecho de las editoriales, que recrean y editan una historia al gusto de cada cliente. Estando las dos más poderosas de ellas en unas solas manos, más poderosas aún, viene a resultar que de unas mismas prensas salen historias locales que se contradicen entre sí, incluso entre fa sostenido y no enmendado, adecuadas a los delirios de los diferentes virreinatos.

Mi apartamiento de la industria educativa, que en eso se quiere convertir mi antigua y noble profesión, me lleva a no saber y además a ignorar si se sigue teniendo por necesaria una asignatura que enseñe a los niños a llevarse bien, a ser justos y honrados y a mostrarles la bondad de nuestras leyes y de quienes las guisan y aplican. Tal vez viendo que los oportunos ejemplos que pusiesen rostro a tales virtudes debían ser aportados por la Atenas de Pericles o por algunas ignotas tribus del Amazonas, se haya optado por eliminarla del curriculum, viéndose así señalados y con el culo al aire los últimos responsables de su permanencia en las aulas. La palabra convence, pero el ejemplo arrastra y poco hay en la sociedad que en la escuela por ejemplar pueda ser mostrado hoy en día. 

Encomendar a la escuela la educación de su alumnado en unos valores no presentes en sus casas, la calle o en la televisión, que es realmente el suelo donde hunde las raices su criterio en construcción, es tarea ímproba y surrealista, y una sociedad que no puede proponer por modelo a quienes la dirigen no muestra sino su propia decadencia. La escuela siempre ha transmitido estos deseados e ideales valores, durante todas las horas del día, no enmarcados en una materia y un horario. ¿Qué es si no una escuela? Estos bienintencionados, un suponer, intentos legislativos no son sino el endose a la escuela, un ámbito sano y plural, de las paranoias y la mala conciencia de la sociedad, en especial de quienes la dirigen y administran. 

Por eso se equivocan gravemente quienes descalifican y denigran a aquellos en cuyas manos ponen a los hijos de un país. O les escatiman los recursos para hacer su trabajo en las mejores condiciones. Los docentes son los que modulan y dan vida, o muerte, a las reformas educativas, las pulen, las hacen digeribles, y de ellas expurgan todo intento de adoctrinamiento. Afortunadamente los niños aprenden de sus vivencias, no de los discursos, y cuando son mayores tratan a los demás como han sido tratados, piensan y se expresan en la forma en que lo han visto hacer, y acaban creyendo en aquello que han vivido como ejemplo benéfico y constructivo. Si así no fuera, todas las personas de mi edad seríamos falangistas y en el mes de mayo correríamos en masa con flores a María. Que madre nuestra es.

Vale.