Queridos hermanos.
Un año más el curso inexorable de los astros nos ha
transportado vertiginoso hasta Septiembre, por una acelerada e impensable cuesta
abajo en sus elipses durante el verano. Modera desde ahora su paso el sol,
burro de noria de los cielos, para ascender a paso lento hasta un nuevo año,
donde renovará sus bríos. Breves se antojaron los días del descanso, tanto como
largos se harán los que ahora empiezan. Paciencia, hermanos.
Pero esas rutas siderales por las que discurre el
tiempo me han depositado este año en una playa, desde donde os escribo a la
sombra de las palmeras, libando un helado y espumeante brebaje de abadía, cosa
inaudita para mí y para mi organismo en estas fechas pues, hasta que he colgado
los hábitos, el planeta cada septiembre hacía su parada para que me apeara en
la puerta de una escuela. Era conducido allí cada año para que accediera a su interior y, como ganador de la liga, atravesara el paseíllo formado por los
padres con un discípulo en la mano y en su mirada más alivio y rencor tras dos meses de
ausencia que estima y agradecimiento por el resto del año intentando colaborar
con ellos en la educación de sus vástagos, no sin oposición por sus partes en
ciertos casos.
El otro tipo de fuego amigo que la escuela soporta, es
el de la propia administración educativa, sucursal de la de la hacienda del
reino, cuyos más altos dirigentes no se determinan a enfrentarse a ella y a
hacer valer la importancia de la escuela pública. Tal vez porque no creen ni
aprecian aquello para cuya defensa, mantenimiento y promoción han sido
nombrados. Como maestro, secretario, jefe de estudios o director de dos
centros, que todas esas cosas he sido, además de imbécil, siempre he percibido
a la administración educativa como de los míos. De hecho, en su ausencia, la
administración era yo. Una ayuda, pues, un soporte. Exigente, como debe de ser,
pero navegando en la misma dirección, aunque cierto es que los remos a nosotros
se nos encomendaran. También es lógico que así sea.
Pero ahora el del tam-tam se ha pasado de exigencia.
Su ritmo no se compadecía con mis fuerzas y la resistencia de las olas. Los
remos no se reponen y cada día se da peor de comer en este barco que boga dando
tumbos no se sabe muy bien hacia qué puerto. Si hubiera que poner símiles agrícolas,
más a juego que el mar con estos secanos en que vivimos, la administración, al
menos sus altas instancias, despierta en la actualidad en un docente las mismas
sensaciones y esperanzas que un nublo para un agricultor. Y eso no es bueno.
Podríamos decir que han dejado la educación en barbecho.
Aunque mis piernas hoy, lamentablemente, no sean mi
punto fuerte, aún me funcionan algo mejor que a una cepa. Lo suficiente para
alejarme de esta industria, cuyo negociado de confundir resultar ser el más
eficiente, haciendo que los demás se contradigan o paralicen, y que los
docentes se mantengan inquietos y desconcertados, justo lo contrario de lo que
la docencia requiere.
Mientras yo medito, los catecúmenos forran sus libros,
afilan lápices y urden maldades, ansiosos por volver a las aulas y
reencontrarse con sus compañeros y su seño, con la alegría que les permite la
inconsciencia propia de la edad. Sus maestros se mesan los cabellos entre tilas
y buenos propósitos, pidiendo ansiosos al incorporarse a las aulas el informe
de bajas y daños, pues la administración, como un submarino alemán, no descansa en
verano. Pronto tendrán por enésima vez que retomar la redacción de peregrinos
códices y programas, eterna tela de Penélope que disponga los antiguos hilos en
formas más del gusto del ministro de turno, que Dios confunda, si es que su
confusión admite mejoras.
Si curiosos abren los discípulos sus nuevos libros,
pues nuevos han de ser para recoger en sus ilustradas páginas los evidentes
avances de las ciencias y el conocimiento en nuestra región, verán muchas cosas
que tal vez consuelen el escocimiento que de entrada su compra ha producido en
las bolsas a sus progenitores. Madres e hijas, padres e hijos comprobarán
perplejos que, en los nuevos textos que a los obsoletos vienen a sustituir,
ríos y mares, lagos y cerros permanecen donde tenían por costumbre, que sumas,
restas, multiplicaciones y repartos son resueltos como desde hace siglos solían
serlo, salvo ciertas creativas y perversas interpretaciones solo utilizables
por bancos y gobiernos. Que las plantas persisten en buscar la luz y el agua,
que las sierpes siguen sin tener patas, que mi mamá me mima, que el bicarbonato
y el limón bullen en sus bodas, que cuando llueve nos mojamos, que romano sigue
siendo el puente por el que vadeamos el río en el pueblo, que si hubiese sido
levantado por nuestras punteras constructoras con él hubieran arramblado las
aguas hace siglos. También podrán comprobar que nuestro idioma poco ha cambiado
desde Nebrija, y menos, y nunca para bien, desde Quevedo, que las cartillas de
Rubio siguen preservando los arcanos de la denigrada ortografía y que entre
Doña María Moliner y la Real Academia pulen y conservan aquello que nos permite
entendernos cuando tenemos intención de hacerlo, pues el tiempo y el mal uso
interesado han limado las palabras, despojándolas de su valor y significado
convenidos, con grave menoscabo de tales instrumentos de la la lógica y la
razón.
Aunque nuevos sean los libros que nos enseñan nuestro
pasado, afortunadamente comprobarán aliviados que, al menos en estas tierras, Colón
sigue siendo el descubridor de América, Fleming el de la penicilina, Stephenson
el del tren y que todavía no se le discute al hombre de las cavernas la
invención del fuego. La falta de presupuesto tal vez haya sido cortapisa e
impedimento para reclutar eminentes investigadores que pusieran al día la
historia local, como otras comunidades más solventes han podido permitirse,
contando así con eminencias tales como Carles Camps, ingeniero químico
que entre sus probetas ha dado con evidencias de tergiversaciones históricas
tales que le obligaron a crear la Fundació d’Estudis Històrics de Catalunya
para, entre otras muchas cosas, demostrar de manera no solo indubitable, sino
además sin ningún género de dudas, que Tartesos, como su nombre proclama, se
hallaba en Tortosa, o del preclaro Cucurrull que nos libra de antiguos errores,
al destapar que San Ignacio de Loyola era de San Feliu de Guixols, o cuestionar
el origen de Cervantes, pues no se ponen de acuerdo si fue en Santa Coloma del
Gramanet o en Lequeitio donde vio sus primeras luces, y si Colón salió de Palos
de Moguer o de copas. Nunca podremos perdonar a nuestra administración regional
escatimar fondos que hubieran permitido acarrear para el terruño algunos de
estos preclaros ancestros que empadronados en otras comunidades más inquietas
pasarán a la historia. Sin quererlo han evitado la vergüenza de que al buscar
sobre la historia local, youtube y Google nos muestren los resultados de
nuestras pesquisas mezclados con las atribuciones extraterrestres de la autoría
de las pirámides de Egipto, el Machu Picchu o las piedras de Stonhenge, como en
otras recreaciones de la historias autonómicas va sucediendo. Que el Señor les
perdone.
Sin embargo, nuevos libros serán necesarios para
impartir las enseñanzas de una historia aquí invariable por indiscutida, no
teniendo que aleccionar para construir país, aunque imaginario fuere, como en
otros lares acontece, enseñando a sus alevines que el primer homínido que adoptó
la posición erguida lo hizo para así mejor cortar troncos en Amurrio, o que el
arroz con leche es invento nacido en el delta del Ebro. Todo sea a mayor gloria
y provecho de las editoriales, que recrean y editan una historia al gusto de
cada cliente. Estando las dos más poderosas de ellas en unas solas manos, más
poderosas aún, viene a resultar que de unas mismas prensas salen historias
locales que se contradicen entre sí, incluso entre fa sostenido y no enmendado,
adecuadas a los delirios de los diferentes virreinatos.
Mi apartamiento de la industria educativa, que en eso
se quiere convertir mi antigua y noble profesión, me lleva a no saber y además
a ignorar si se sigue teniendo por necesaria una asignatura que enseñe a los
niños a llevarse bien, a ser justos y honrados y a mostrarles la bondad de
nuestras leyes y de quienes las guisan y aplican. Tal vez viendo que los
oportunos ejemplos que pusiesen rostro a tales virtudes debían ser aportados
por la Atenas de Pericles o por algunas ignotas tribus del Amazonas, se haya
optado por eliminarla del curriculum, viéndose así señalados y con el culo al
aire los últimos responsables de su permanencia en las aulas. La palabra
convence, pero el ejemplo arrastra y poco hay en la sociedad que en la escuela
por ejemplar pueda ser mostrado hoy en día.
Encomendar a la escuela la
educación de su alumnado en unos valores no presentes en sus casas, la calle o
en la televisión, que es realmente el suelo donde hunde las raices su criterio
en construcción, es tarea ímproba y surrealista, y una sociedad que no puede
proponer por modelo a quienes la dirigen no muestra sino su propia decadencia.
La escuela siempre ha transmitido estos deseados e ideales valores, durante
todas las horas del día, no enmarcados en una materia y un horario. ¿Qué es si
no una escuela? Estos bienintencionados, un suponer, intentos legislativos no
son sino el endose a la escuela, un ámbito sano y plural, de las paranoias y la
mala conciencia de la sociedad, en especial de quienes la dirigen y administran.
Por eso se equivocan gravemente quienes descalifican y denigran a aquellos en
cuyas manos ponen a los hijos de un país. O les escatiman los recursos para
hacer su trabajo en las mejores condiciones. Los docentes son los que modulan y
dan vida, o muerte, a las reformas educativas, las pulen, las hacen digeribles,
y de ellas expurgan todo intento de adoctrinamiento. Afortunadamente los niños
aprenden de sus vivencias, no de los discursos, y cuando son mayores tratan a
los demás como han sido tratados, piensan y se expresan en la forma en que lo
han visto hacer, y acaban creyendo en aquello que han vivido como ejemplo
benéfico y constructivo. Si así no fuera, todas las personas de mi edad
seríamos falangistas y en el mes de mayo correríamos en masa con flores a
María. Que madre nuestra es.
Vale.