jueves, 20 de marzo de 2025

Glosa vocabularia. Vocablos y venablos

 

Casi nadie es lo que dice ser, no todos lo que creen que son y bastantes menos lo que les llaman los demás. Con qué ligereza se utilizan palabras como facha o fascista. El concepto ha alcanzado tal amplitud y elasticidad que hay pocos que se hayan librado de que algún integrista gilipollas (por utilizar términos científicos) les haya etiquetado así en algún momento. Son palabras que, no sin intención, te remiten a Hitler o a Pinochet, incluso a Franco, aunque entre tales sujetos pueden señalarse diferencias más que sutiles, cualitativas y cuantitativas, que en ningún caso pueden hacerles pasar por buenos. Facha es más liviano, ha devenido en antónimo de progre. Lo de la izquierda no pasa de ser hoy recuerdo de las enseñanzas de barrio Sésamo a los niños. Para gran parte de los medios, opinantes y taxónomos políticos, en España existe extrema derecha, derecha extrema, ultraderecha, que de otras no las hay, y bullen los fascistas como garbanzos en la olla, pero ¡Oh, maravilla! carecemos de extrema izquierda o de ultraizquierda, lo que seria tan deseable como la inexistencia de sus opuestos especulares. Fíjate tú qué cosas más curiosas que tiene la entomología.
El cerebro cuando escucha blanco, al rescatar del enmarañamiento de las neuronas el concepto asociado a la palabra, tiene por costumbre tirar de las cerezas léxicas, y el mecanismo nos trae aparejado también negro (con perdón), su opuesto. Piensas largo y acude corto de su mano. Caliente y frío, demócrata y totalitario, listo como un lince y tonto de censo, sólido y líquido. Funciona también con sustantivos: día y noche, suelo y techo, hombre y mujer. La mente opera por parejas, como la Guardia Civil y los de la empresa Podemos y Asociados, C.B. Hay asociaciones inevitables entre nombres y adjetivos, a los que ponemos cara: Dicen fascista y el ectoplasma de Stalin también se da a vistas, acude al magín de la mano de Hitler. Nuestro cimborrio funciona así, para desgracia de fanáticos y sectarios. Que cada cual saque sus consecuencias, pero el que utiliza ciertos conceptos tan a la ligera, a menudo más se retrata a sí mismo que al que pretende descalificar con el palabro. Acaba invocando entes y espíritus malignos familiares que más le convendría dejar en el olvido. Cada palabra contagia y a veces contamina a la inmediata, mecanismo que exploró Borges en su Historia Universal de la Infamia.
Cuando recurren al fascismo para descalificar a alguien, las mentes de los que escuchan o leen sacan del fichero de la historia también al comunismo, la otra cara de la misma moneda totalitaria y, con toda justicia, más lo asocian con Stalin o con Mao, con Castro o con Kim Jong-un que con Sartorius, Anguita o Gerardo Iglesias. Lo que tan bien les funciona para los demás, no deja de obrar en contra su bando. Que lo sepan, que no se extrañen ni reprochen a los demás que la baraja sea la misma para todos, aunque pretendan jugar la partida de la memoria y de la condena a las dictaduras con las cartas marcadas. Jugamos con las palabras y trabajar por hacerles recuperar su verdadero significado, junto con reivindicar la obviedad, sería una de las pocas revoluciones necesarias aunque no sé si ya posibles. Una cosa es tener una idea de la justicia social, a veces bastante difusa, de una mejor redistribución de la riqueza y esas cosas, pero eso no es patrimonio de los se dicen comunistas, ni siquiera de la izquierda, sino idea muy común y compartida. Desgraciadamente la idea de libertad y de prosperidad son imposibles de casar con esa marca. Los pocos comunistas ciertos y verdaderos que sobreviven, para qué nos vamos a engañar, entre dogmas y telarañas, los enemigos del comercio y de la propiedad privada, los defensores de la dictadura del proletariado (siempre que mandar manden ellos, no el proletariado, que ese es el busilis del asunto) son una regresión evolutiva con pocos ejemplares en el país. Comunistas auténticos, por fortuna, aunque algunos se acojan a ese club, no hay demasiados por estos lares, que andan jodiendo países lejanos a los que acuden estos megaterios políticos locales a ponerse al día en sus refugios jurásicos.
Progresista ya no es tampoco lo que fue en tiempos, aparte de lo vidrioso de discriminar lo que es progreso y lo que en realidad no lo es, un concepto que algunos indocumentados identifican con el mero cambio. No conciben que pueda ser a peor, como suelen ser los que tales orates protagonizan cuando por error o enfado se les deja. Breves momentos, pues, si no es a la fuerza, poco duran al mando. Pronto se vienen abajo por el desequilibrio y endeblez de sus talantes, cercano a menudo a la patología, y por la penuria de sus capacidades, conocimientos y entendederas, que no suelen ir más allá de cuatro simplezas de repertorio y la mera adhesión a todo lo que consideran nuevo, rompedor y destructivo. Los conservadores más cavernícolas son los que parecen pensar que conviene conservar hasta las muelas con caries o las norias de sangre; sus contrarios, los revolucionarios, sean de salón o de convento, de ciudad o de campo abierto, si algo tiene muchos años, abajo con ello, sea catedral, tradición, institución arraigada o costumbre popular. Para su desgracia y asombro, hay muchas cosas como la cuchara, la silla o los huevos fritos con patatas, imposibles de mejorar. Salvo detalles muy accesorios y decorativos, cualquier cambio en tales maravillas no puede ir más que a peor.
Vemos pues que hay pánicos buenos y malos, según sean inducidos por unas o por otras sectas, a menudo igualmente fanáticas y apocalípticas. A todo me avengo, menos a la razón, parece ser el lema de cualquier extremista, sea del pelaje que fuere. Enseguida asomará por aquí algún astuto cazador de equidistantes, de esos que abominan de los términos medios, de los equilibrios, de las ponderaciones y ecuanimidades, del mero razonar en busca de matices y zonas grises, esas que permiten el acuerdo y la convivencia. Dense por contestados de antemano. Lo único indudable es que para estas banderías que pueblan los márgenes y los extremos, siempre alejadas del sentido común y refractarias a datos y evidencias, hay temas que no se deben debatir, ni mentar siquiera. Vienen a ser la reencarnación de los que en otras épocas hacían otro tanto si alguien sacaba a relucir las inconsistencias de la Santísima Trinidad o de la transustanciación. Unos y otros hablaban y hablan de religión. Roma locuta, causa finita. Al menos mantengámoslos lejos de puestos de mando y gobierno y que Dios los confunda si es que su confusión admite mejoras.