lunes, 29 de octubre de 2018

Epistolilla ferroviaria

    Cuando una actividad o un servicio es rentable a corto o medio plazo las empresas privadas se lanzan a cubrir el hueco atraidas por la posibilidad clara de negocio. Es su función y su naturaleza, nada que objetar. Siempre que no muevan sus hilos para eliminar posibles competidores, entre ellos el propio Estado, pues su innata tendencia es hacia el monopolio y a una regulación tan beneficiosa para ellos como nociva para los usuarios. Los más ardientes defensores del libre mercado, los que desearían un Estado ausente en toda actividad económica y que abdique de ejercer una regulación que evite excesos, paradójicamente recurren a él en demanda de subvenciones, ayudas, exenciones fiscales y protecciones arancelarias, intentando tener lo mejor de cada sistema. Sorber y soplar. La puta y la Ramoneta que dicen en Cataluña. Esto se ve compensado por los que habitan el otro extremo, que pretenden pasar por Stalin pero viviendo como Rockefeller.

     Hay otras necesidades de servicios públicos o de infraestructuras cuya rentabilidad es menos clara, incluso o nula o deficitaria, porque su objetivo no puede ser la rentabilidad sino el atender las necesidades de los ciudadanos. Son aquellas que el Estado ha debido cubrir tradicionalmente aunque, cuando en ellas se ha vislumbrado posibilidad de beneficio, en no pocos casos han pasado a manos privadas. A veces, cerrando el círculo, el Estado ha debido recuperarlas cuando generaban pérdidas, que hemos acabado pagando entre todos. Lamentablemente la educación y la sanidad siempre han corrido estos peligros.

     Independientemente de la opción política o ideológica de cada cual, esto es perverso. Se vuelve aún más perverso cuando se pretende que el Estado asuma un criterio empresarial, desatendiendo o atendiendo de mala manera aquellas necesidades del país que ni pueden ni deben aspirar a ser rentables. Deben ser sostenibles. Para eso se inventaron los impuestos, hace ya tiempo por cierto. Para financiar necesidades sociales a las que no cabe exigirles rentabilidad, aunque tampoco deberían suponer derroche de recursos, pólvora del rey, que es la otra cara del tema. Un tema agravado cuando los partidos políticos, salvo rarísimas excepciones que no conozco, utilizan, como es su costumbre, las empresas públicas para colocar a gentes de su círculo de amistades y parientes, normalmente miembros del partido, a cobrar sueldos desproporcionados por dirigir asuntos que desconocen. Pasó con las cajas de ahorros y sigue pasando con muchos otros entes y organismos, desde Correos a los Paradores Nacionales, golosas canonjías. Esta tradicional práctica es algo que han aprendido muy pronto esos partidos que se llaman nuevos, a las 24 horas de tocar pelo. Han añadido la novedad de acceder a altos puestos por parejas, tal vez por su acreditado amor a la Guardia Civil, de forma que todo queda en casa. Por otra parte, cualquiera vale para cualquier cosa para ellos, si se mueve bien en el Twitter, y así nos va.

     Es tradición patria que muchos ignorantes beneficiados por estos nombramientos quieran emular a Canalejas, personaje excepcional que, después de ser periodista y corresponsal desde los 11 años, escritor y soldado condecorado en la guerra de Cuba, fue sucesivamente ministro de Fomento, de Gracia y Justicia, de Hacienda, de Agricultura, Industria, Comercio y Obras Públicas antes de ser presidente del gobierno. Un hombre renacentista que sabía de todo, algo de lo que ya no hay, aunque pretendan imitarlo. Lo tuvieron que matar.

     Las infraestructuras de transporte siempre han sido perjudicadas por este criterio injusto de exigirles rentabilidad no la función vertebradora del territorio que permita un desarrollo algo más armónico y equilibrado que el que tenemos. Se saltan las lágrimas al ver el trazado del ferrocarril Baeza-Utiel contruido casi en su totalidad y que nunca ha funcionado, pues a falta de poner la guinda a esta obra faraónica y conveniente, se paralizó por falta de rentabilidad. Si ese, como parece ser, es el criterio, al final de año el Estado debería repartir dividendos entre los contribuyentes en lugar de cobrar impuestos.

     Los recursos, siempre insuficientes, son derivados a aquellas zonas más ricas y pobladas, aquellas con más capacidad de presión electoral, las que dan más votos. Lógicamente las grandes poblaciones necesitan más infraestructuras, lo que no quiere decir que las menos pobladas no necesiten ninguna, que es lo que se ha venido haciendo desde los romanos. A menos que se quiera despoblar irreversiblemente todo el interior del país, salvo Madrid y alguna otra ciudad grande, islas en un desierto envejecido, desindustrializado y dejado de la mano de Dios y de los gobiernos, urgidos por los votos de la periferia. «Aestimes judicia, non numeres», que decía Séneca. Si el plan, por dejadez o por irresponsabilidad, es el despoblamiento de media España, que muerto el perro se acabó la rabia, hay que reconocer que está saliendo bien y la España vacía acabará siendo más que el título de un libro. Me alegra, pues, leer esta noticia, igual que me alegraría saber que Extremadura cuenta con trenes decentes, que se reabría Canfranc y que se retomaba el proyecto del Baeza-Utiel. No hay trenes en algunas zonas porque no hay industrias, frase y argumento a cuyos términos habría que dar la vuelta antes de que sea demasiado tarde.


Tren Sagunto-Zaragoza-Bilbao-Corredor-Cantabrico

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