jueves, 29 de septiembre de 2022

A vueltas con la equidistancia

Leo dos artículos sobre The New York Public Library y otras bibliotecas públicas estadounidenses que piden ayuda económica para enfrentarse judicialmente a censuras y denuncias por permitir la lectura de libros que los trumpistas, integristas religiosos, neofascistas y asimiliados, entre otras malas hierbas, encuentran peligrosos y censurables, condenándolos a la hoguera o al olvido. Ambos artículos, bastante similares, llevan razón. Pero no toda, pues olvidan o pasan de puntillas sobre las censuras y cancelaciones —no menos numerosas, absurdas ni mejores— que otros perpetran y que, al parecer, no merecen repulsa, ni siquiera mención. Suele ocurrir. Nos ocurre a todos; nuestros silencios son más reveladores que nuestros estruendos. 

Los primeros abominan hasta de Harry Potter, de cualquier obra en la que se aborden con libertad temas para ellos rechazables o espinosos, como el racismo, la homosexualidad, las ortodoxias religiosas, incluso la ciencia pues, al final, la realidad, la verdad, la discrepancia y, en especial, la mentada libertad, son los enemigos peores de todo integrismo, por esencia autoritarios y censores. Los nuevos puritanos neocorrectos, por sus partes, se espantan hasta de las obras de escritores y filósofos que son los pilares de nuestra cultura y de nuestro pensamiento. Desde Platón a Shakespeare, de Homero a Kipling, a Borges o a Horacio Quiroga, hasta Tintín. Para estos censores autodenominados “progresistas”, de la subespecie “woke”, en neolengua, no menos inquisitoriales que sus adversarios paralelos, poco de la literatura antigua, clásica o moderna, culta o popular, sería hoy de recibo ideológico. Ni los cuentos de hadas. Odiseo era un machista. Como su hijo, que hace tres mil años mandaba a Penélope, su madre, callar estando entre hombres y retirarse a sus habitaciones a atender sus obligaciones y sus cosas. No digamos los personajes bíblicos, los autores medievales, renacentistas o de cualquier siglo pasado y gran parte de los contemporáneos, pues nadie se salva de esta quema. ¿Qué otra cosa podrían haber sido sino incorrectos, racistas y machistas, cuando, como todos, hasta los que hoy se lo reprochan, anteayer aún lo eran? 

Buscan antiguas tribus y culturas que pudieran presentar como matriarcales para revelarnos cuándo se jodió el Perú de la humanidad con el “heteropatriarcado”, hasta el momento actual en que, por fin y gracias a esta ilusa tropa, se va a alcanzar la Arcadia feliz que ellos dicen inaugurar y cuyos desvaríos, alucinaciones y excesos quisieran imponer, junto con su ignorancia intransigente. Son adanistas y a la vez apocalípticos. Se consideran la alfa y la omega. Nada hubo válido y sensato antes de ellos y no encontrarán sucesores a su altura, por lo que conviene dejar definitivamente cerrados todos los temas. Su corrección es la corrección final, tan perfecta que, tras ellos, no hay que esperar cambios ni mejoras. Para ellos sólo resultaría encomiable y admisible la literatura «woke» (despierta, alerta), comprometida con los valores del momento, siempre efímeros y variables, contra lo que ellos piensan. Despierta, alerta hacia unas cosas y dormida y rendida ante otras. Lo malo es que a mí la literatura comprometida, será por la palabra, siempre me sugiere que ha sido escrita por compromiso. Es decir, por obligación, por agradar, por sometimiento a una causa o un dogma en boga, de forma no siempre acertada ni coherente. El tiempo, si le dejan, pone cada cosa en su sitio, por eso conviene huir del presentismo al juzgar lo pasado o nos quedamos solos, tambaleantes y en cueros. Hemos llegado al punto de dar por bueno que lo más avanzado y "progresista" sea el sometimiento y la acomodación a un dogma incuestionable, el remar a favor de los vientos. Curiosa vanguardia. Acomodación a su lecho de Procusto. Acomodar viene del latín 'accomodare', colocar algo de un modo que se ajuste a una forma o espacio previo. Modus, modo, de ahí moda. De la calidad ni hablemos. Poco o nada quedará de lo que hoy se escribe bajo esos impulsos y condicionantes.

Cruzan la calle cuidándose de mirar si viene un coche por la derecha. Y hacen bien. Peor obran al dejar de mirar también hacia el otro lado, exponiéndose a morir atropellados, y no por el carro del fascismo, sino por el de la razón. No sé con certeza quién decía eso de que cuando escuchaba la palabra cultura se echaba la mano a la pistola, pues unos la atribuyen a Goebbels y otros a Millán Astray. Al menos metafóricamente, siguen existiendo millones de semovientes que reaccionan igual ante otros estímulos. A mí me pasa con algunas palabras. Unas, nobles y deseables, han sido malversadas y casi vaciadas del significado original y compartido, como libertad, igualdad, independencia del poder judicial, separación de poderes, poner las urnas, negociación, o voluntad popular. Otras o nacieron vacías o se han ido llenando del serrín que ocupa muchas cabezas. Cuando escucho morrallas y bisuterías léxicas de tan baja ley como capitalismo heteropatriarcal, derecho a decidir, mandato popular, facha, progresista, apropiación cultural, desjudicializar, el pueblo real, identidad, hechos diferenciales, racializado, blindar competencias e incompetencias y, especialmente, equidistante, me echo inmediatamente de forma refleja la mano a proteger la cartera de las ideas y los significados. Con esas herramientas desafiladas el debate serio y limpio se enfanga, acaba resultando imposible saber de qué se habla.

Equidistancia. Sin duda la hay, siempre la ha habido. Y es censurable. El verdadero equidistante, menos abundante tal vez de los que algunos contabilizan y censan, paradójicamente sin ser capaces de percibir que ellos a veces caen en el defecto que critican, es alguien que se engaña a sí mismo y quiere engañar a los demás. Es un simulador que intenta tapar su parcialidad bajo la capa de una ecuanimidad de la que a menudo carece. No siempre el término medio es aceptable. Sería dar por bueno que te quiebren una pierna, si eso resulta el término medio entre un insulto y un asesinato. Sería una falsa y extrema equidistancia.

En último término, todo el que generaliza en exceso lo acaba siendo. La cumbre de la equidistancia es: «Todos los políticos son iguales». Además de no ser cierta, esa frase invariablemente viene a intentar esconder que los suyos son peores. Y, más peligroso aún, en el fondo se sugiere que están demás, como los partidos, una de esas creaciones imperfectas que están en la esencia de la democracia, que es lo que en realidad se ataca. Esta pose, uno de las muchos trajes de la impostura, usada hasta por los peores de los equidistantes censados, viene a ser como el declararse apolítico cuando y donde los tuyos mandan, equivalente durante el franquismo a ser de la derecha más afecta y satisfecha, o ser un estalinista cómodamente integrado en el sistema y a gusto en la Rusia de Stalin. No se puede ser tal cosa. Tampoco equidistante ante cualquier otra dictadura.

El problema con tal palabro, como ocurre con tantos otros, es que últimamente se usa mucho —y de forma artera—para intentar desactivar por la vía del descrédito a quien mira a los dos lados de la calle antes de cruzarla. Es proceder habitual de los que, huyendo del argumento y del espejo, usan y abusan de un adjetivo tan vidrioso y versátil, malversando su significado y su utilidad. Su único sentido apropiado y justo, como antes hemos apuntado, sería emplearlo para referirse a aquellos que, queriendo defender a los suyos y no encontrando argumentos, buscan en los contrarios algo que pudiera asemejarse a los desmanes de los propios, un parapeto para poder decir que todos son iguales, creyendo así que haber logrado un pretendido encandilamiento que haga pasar por buenos y decentes a los que no lo son. A los suyos. Ese es el único uso legítimo que reconozco a esta palabra usada contra alguien. Lo que la envilece y vacía de todo valor y significado es que sus más asiduos usuarios ni siquiera llegan a ser equidistantes, y menos ecuánimes, algo a lo que desde siempre han renunciado ser.

Los que así defienden sus opiniones y adhesiones, escudados en ese reproche fraudulento, esgrimiendo la chatarra dialéctica de la equidistancia como argumento, pretenden quedar ellos y sus ideas fuera de toda comparación, como algo impoluto, evidente, incuestionable. Ven, a veces con acierto, los peligros de un lado, el que está frente a ellos. Pero ahí acaba su capacidad y su intención de examen. Como los vampiros, tienen una relación conflictiva con la luz y con los espejos y evitan mirarse en ellos por si no les gusta la imagen que les devuelven. Parten de la imposibilidad metafísica de que en su mente o en su parroquia pudiera cobijarse el mal, el error o el abuso. Para ellos, si son de izquierdas, se puede cruzar la calle con seguridad mirando sólo hacia la diestra, ningún peligro puede aparecer por la siniestra. Y viceversa. Y los extremistas de ambos bandos mueren atropellados por la realidad, al menos argumentalmente, y tanto su credibilidad como su ética quedan aplastadas, sólo reconocidas dentro de sus parroquias de lisiados morales.

Uno lee estos artículos sobre la persecución de libros por parte de la extrema derecha en USA. Y se indigna, claro, pues lo que cuentan es indignante, peligroso y cierto. Los que, sin más reflexión ni duda, se quedan ahí, reconfortados al comprobar que están en el lado bueno, son los que acusarán de equidistantes a los que, dando ese paso más que ellos se prohíben, reflexionemos y dudemos, sospechando que por el otro extremo pudieran amenazarnos peligros semejantes. Hacerlo te convierte en su enemigo, aunque se contengan y sólo te tilden de equidistante. Así arguyen muchos de los que ni eso están dispuestos a ser, limitándose a ser simplemente sectarios. En sus variedades, no excluyentes, de tuertos, hemiópticos, escleróticos faciales, banderizos, parciales o tramposos. De la peor y más absurda de las trampas, que es la que uno se hace al solitario. Sin la figura del abogado del diablo la nómina de canonizados sería innumerable. Por eso en algunas parroquias laicas abundan tanto los santos que no lo fueron, adorados por feligresías que tampoco lo son, y en esas capillas minoritarias y estancas se siguen venerando muchos 
ángeles caídos, súcubos y demonuelos.

Leí un libro muy revelador acerca del largo y casi amigable descenso de Turquía de la mano de Erdogán a los abismos del totalitarismo: «Cómo perder un país», de Ece Temelkuran. Y se ponen los pelos de punta al reconocer lemas, hechos, mantras, estrategias y procesos que resultan familiares y cercanos, para, aprovechando sus libertades, sus fisuras y sus debilidades, ir haciendo degenerar una democracia, tal vez imperfecta,  hasta convertirla en una perfecta dictadura. Cuenta la deriva totalitaria de Erdogán, su paulatino y plebiscitario acaparamiento de todos los poderes, contrapoderes y controles, puestos en entredicho hasta su descrédito, antesala de su supresión, para convertirse en un sátrapa de la misma ralea que Putin, Trump, Maduro, Ortega, la dinastía castrista, el líder surcoreano que no me merece el esfuerzo de buscar su nombre, o el dictador que reina en China. El proceso de Erdogán, como otros, es básicamente hacer que el pueblo se comporte como las langostas, confiadas y hasta contentas cuando el agua se va poniendo tibia, hasta el punto de no retorno de la ebullición que las cuece. Demasiado familiares me resultan ciertos reproches, descalificaciones y aspavientos hacia instituciones clave. Como la continuada erosión de su independencia, el afán de controlarlo todo, incluyendo los contrapoderes que están precisamente para controlarlos a ellos. La ley y la justicia son nuestra línea Maginot, la última defensa. Desconfiemos de quienes las cuestionan, desacreditan e intentan escriturar a su nombre. 

Me importan poco los libros de cabecera de los autócratas in péctore, si resultan ser mamoncillos ideológicos de Mao, de Stalin, de Hitler o de Mussolini. Hablamos de dictadores totalitarios y señalar paridad entre ellos no creo que resulte ser un equivocado y estéril ejercicio de equidistancia, sino rendirse a las evidencias que nos obligan a permanecer alertas. No hacerlo, tratar de dar con tranquilizadoras diferencias que hagan mejores a unos que a otros es el rasgo que iguala a quienes de entre esos criminales defienden a unos sí y a otros no. Se encontrarían a gusto en cualquiera de esos paraísos de los amantes del pensamiento único, de la organización férrea que esclaviza y supedita una sociedad a una ideología, para mí igualmente perversas e indeseables, pero que ellos consiguen diferenciar hasta el punto de encontrar defendibles las de su gusto. Lo que me espanta de muchos cazadores de equidistantes, así, a bulto, a los que no siempre llaman fachas aunque piensen que lo son todos los que piensan distinto, es que, en el fondo y a veces también en la superficie, no conciben ni admiten la discrepancia. Si pueden, tratan de imponer sus visiones y de censurar o prohibir las ajenas. Y, como decía Muñoz Seca en «La venganza de don Mendo»:

`[...] «Y me anulo y me atribulo
y mi horror no disimulo,
pues, aunque el nombre te asombre,
quien obra así tiene un nombre,
y ese nombre es el de …chulo.»

   Lamentablemente, tal vez no sean la chulería o la soberbia el único ni el mayor de sus defectos. Y, esa es la diferencia, señores, una diferencia que algunos cazadores de equidistantes y de fascistas, sólo en casa ajena, son incapaces de entender, y menos de ejercer. Gentes como ellos son las que desde dentro hacen posible la pervivencia de esos regímenes abominables y a sus caudillos. Desde fuera los blanquean, los quieren presentar como baluartes y paladines anticapitalistas y antifascistas, como sus opuestos con las dictaduras de derechas, amparables por su anticomunismo, por tanto, regímenes más deseables que las democracias en las que viven, critican y desprecian. Nunca entenderán nada, menos soportarán que les muestran las vergüenzas, que muchas son, aunque no decimos con ello que sean los únicos que tienen que rectificar. No aciertan con la palabra y yerran con el tiro, se equivocan de adversario, si es que tienen otro que no sea la libertad, pues ponen en la diana a los que no somos defensores ni de las dictaduras parafascistas ni de las comunistoides, como tampoco de este capitalismo feroz e inhumano, cuya maldad es tan evidente que se critica solo. Repudiar la dictadura castrista no equivale, como ellos quisieran hacer creer, a dar por buena la de Pinochet, aunque ellos sí lo hagan invirtiendo los términos de esa comparación.  Ocurre que, a nosotros, a los que, con mayor o menor acierto, intentamos pensar, discernir, comparar, a diferencia de los extremistas del pensamiento único, se nos exigen preámbulos, considerandos y explicaciones previas, explícitas renuncias a Satanás, que hagan perdonables nuestras reflexiones. Ellos nacen perdonados y avalados por la Historia. Al menos eso quieren pensar y hacer creer, demostrando que o no la conocen o que les estorba y contradice. Nuestro rechazo visceral a toda dictadura nos hace recelar de ellos, de sus referentes y amigos y de su ideal de sociedad, como nos ocurre con su descalificación de la monarquía parlamentaria, que, sin despertarnos excesivos entusiasmos, no vemos en ellos una alternativa. Escohotado los retrató y definió con acierto en su monumental obra “Los enemigos del comercio”. También son los enemigos del matiz, de la moderación y, a menudo, de la libertad y del pensamiento.

 


2 comentarios:

  1. Como siempre, importante e interesante leer tus reflexiones, básicamente, muy acertadas, para la mayoría de la gente que piensa, reflexiona e intenta al menos, ser lo menos sectario y equidistante posible. Me acuso de no conseguirlo todos los días. Un abrazo amigo.

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    1. Todos tenemos nuestras querencias, la imparcialidad es cosa de ángeles, si acaso. Pero hay que procurar no salirse de los límites que marca la vergüenza.

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