Hemos disfrutado en tiempos mejores de políticos muy cultos, educados y
leídos, y bien que se notaba, en sus discursos y en sus comportamientos. La
mayor parte de los actuales deberían leer más y mejor. Al menos
algo. Eso, el que sepa leer con un razonable nivel de comprensión, que no faltan
indicios que dan pie a la duda. Pero si se lanzan al vacío, que elijan bien. Dejarse
unos de sobar y subrayar el Arte de la guerra de Sun Tzu y a Maquiavelo; otros,
las prosas de martillo pilón del partido, ya llenas de telarañas, y todos
ellos dejar a un lado sus melifluos libros de marketing y de autoayuda, es
decir, esa amalgama de todo lo vano y peregrino con cuyos posos han ido
asentando y apelmazando su común confusión, llenando de grumos y gasones su
pensar, para pasar a estudiar seriamente algo de filosofía y de Historia. De la
de verdad. Aquilatar qué es el bien y qué el mal, destilar algunos criterios
éticos, hoy ausentes de algunas zigzagueantes ejecutorias, interiorizar el
imperativo categórico, el principio de no contradicción, destorcer cada cual
sus disonancias cognitivas, aprender a hacer silogismos y desaprender el manual
de construir falacias, compartido libro de cabecera. Si no pueden prescindir
del exabrupto en sus teatrillos de cachiporrra parlamentarios, al menos consulten
obras sobre el arte de insultar, que ni eso saben hacer con elegancia. Cuando
un número relevante de ellos, gracias a la lectura reposada, hayan
alcanzado cierta costumbre y tolerancia hacia la verdad y la inteligencia,
deberían ponerse a leer lo que escribieron los antiguos, cuando el mundo era
joven, cuando las palabras estaban más nuevas, menos desportilladas por el uso
y aún significaban lo que deben significar. Sin remontarnos dos o tres mil
años, buscar libros de escritores que aún tengan un trato honrado con las
palabras. Cuando Josep Pla dice que algo es importante, el adjetivo parece de
estrena, brilla como moneda recién acuñada y te transmite la idea de que
realmente lo es. Está muy por encima de la estruendosa vacuidad al uso.
Partiendo de un nivel de ruido y de vileza tan
elevados como los que desde hace un tiempo sufrimos, se hacía inevitable llegar
a la desmesura que hoy llena el foro con el estruendo y la explosión verbal,
traspasando sus pirotecnias el umbral de lo soportable y de lo admisible. Sus
furores y sus inculturas —la general y la democrática— les obligan a recurrir
en el fragor de sus pelarzas a palabras descomunales, hiperbólicas,
desmesuradas, esa artillería verbal barriobajera que, ya de entrada, renuncia a
convencer a nadie y se limita a alimentar los bajos instintos de la parroquia,
una verborrea interjectiva y patibularia que sólo busca ofender y descalificar
a sus enemigos. Al menos amedrentarlos con salvas estruendosas, pero sin el
plomo que aportan la razón y la verdad. Es el mero retumbar de la tinaja hueca o de las ruedas del carro sin carga, que hacen tanto más ruido cuanto más vacíos están.
Vocearán más fuerte cuanto menos tengan que decir. Cuanta más razón les falte,
mayores serán sus gritos. Por sus rebuznos los conoceréis.
A la hora de argumentar flaquean, entran en
terreno desconocido, hostil, y se encuentran sin armas. Por eso escuchamos esas
bazofias léxicas, esas chatarras y baratijas semánticas e ideológicas en boca
de nuestros próceres, luego replicadas por sus huestes y corifeos. Todos los
discursos y relatos de los peores y más nocivos del gremio están construidos
sobre conceptos falseados y líquidos, vacíos o malversados: derecho a decidir,
mandato popular, federalismo asimétrico, plurinacionalidad, derechos
históricos, hechos diferenciales, equidistancias, culturas y odios surtidos y
variados, franquismos, fascismos, comunismos y demás entelequias. Si se
atuvieran a la palabra precisa y cabal, nadie hablaría de recuperar lo que
nunca tuvo, de recordar lo que nunca sucedió y de olvidar lo que sí, falseando lo
que fueron y lo que son, lo que fuimos y lo que somos, comprometiendo lo que podríamos y deberíamos ser. Como decía aquel: hoy ni
el pollo sabe a pollo ni el conejo a conejo. Han conseguido que las más nobles
y valiosas ideas se difuminen y tambaleen al haber devaluado previamente el
significado de las palabras que las nombran, desparejando vocablos y conceptos:
democracia, sexo, género, discriminación, igualdad, independencia judicial,
respaldo popular, identidad, y una larga lista de monedas léxicas falsificadas,
de palabras de baja ley, en las que el vaciamiento de significado se quiere
extender hasta a realidades y conceptos como padre, madre, hombre o mujer. Y va
a ser que no. Rebasados largamente y desde hace tiempo los límites de la razón
y del diccionario, no queda sino impostura y vacuidad, que llevan al descrédito y al rechazo.
Seguramente si leyeran más y mejor, después de
comprarse un diccionario y un manual de urbanidad (un tratado de las buenas y
perdidas maneras, algo que desconocen), empezarían a ser útiles, al menos no
perniciosos como ahora son, y la sociedad estaría en las cosas en vez de
distraída con las pelarzas artificiales que ellos y sus delirios programan como
entretenimiento que tape su incapacidad para solucionar los verdaderos
problemas. Ellos sólo tienen uno: ganar las próximas elecciones. Ni tienen
tiempo ni capacidad para más. Pero el resto tenemos otras cuestiones y otras
incertidumbres, muchos problemas, más graves y desatendidos. Y,
afortunadamente, otro idioma y otras prioridades.
Cuando ellos, al dedicarse a estudiar y a pensar en lugar de a tirarse los trastos a la cabeza —que en algunos no parece ser un
órgano vital ni demasiado influyente— en esta perpetua y cansina pelea de matones
de barrio revolcándose en el barro electoral, consiguieran llegar a distinguir lo esencial
y prioritario de lo accesorio y circunstancial, a separar las necesidades y
aspiraciones de la mayoría de sus fijaciones marginales y sus ansias de imponer
sus relatos y de pasar a la Historia (cosa que algún prócer, con su habitual soberbia, afirma haber conseguido, algo cierto, aunque ni cómo ni no por lo que se figura,
sino por sus mentiras y a la altura de Fernando VII o de Nerón), dejarían de
marcar una agenda surrealista de temas que solo a algunos de ellos preocupaban
hasta que, a base de propaganda distractora, consiguen convencer a sus
parroquias de que esta o aquella es la locura que ahora toca. Dejaríamos de
enredarnos en machacar a un presentador o a un artista hostil o simplemente
chabacano, de debatir sobre el sexo de los ángeles y de las ángelas, de
perseguir supuestos fantasmas del castillo (franquistas ectoplasmáticos) y momias descompuestas, de dedicar
más tiempo a rememorar la batalla de las Termópilas que a barrer hoy la casa, y
nos dedicaríamos, si ellos nos dejaran, más a construir y a unir que a
derrumbar y separar.
Dejarían de empantanarnos hasta acabar ahogados
en sus meandros éticos, haciéndonos atravesar las aguas fangosas e irracionales
que rodean aquellos obstáculos que son incapaces de remover y superar. Al río
no le importa si su final es otro río, un lago o el mar, a algún sitio se
llegará. No tiene un destino decidido, nada es mejor o peor, caer por una
catarata, desaparecer sumido en el subsuelo o desembocar en el mar para
disolverse y perder su nombre y su ser. No obedecen (los ríos y algunos
próceres, especialmente los separatistas) a otras leyes que a la de la gravedad y a la del mínimo esfuerzo. Esa
es su constitución y a sus normas se atienen. Ese caracolear sin un rumbo
demasiado claro, propio del que no sabe adónde va, pero quiere llegar el
primero, ser el que conduzca al pueblo de Dios hacia una tierra prometida que
no sabe dónde está, ni siquiera si existe, confiando en el maná providencial, o
heredado o prestado, deseando que la travesía sea larga, mejor eterna, porque
solo la desesperación y la duda de los demás les mantendrá al frente del éxodo,
del movimiento hacia ninguna parte. Constantemente avisan de los enemigos y
peligros que acechan tras los cerros, reales o supuestos, pues eso une a las
gentes que les siguen y las ata a estos falsos profetas mientras duren los
miedos que ellos anuncian y provocan. Con ello se conforman, sólo a eso aspiran
estos pastores, a estabular los rebaños. Si por casualidad llegaran a algún
sitio no sabrían qué hacer, pues nunca han sabido administrar la normalidad,
carecen de un plan para la paz, el trabajo y la concordia.
Entre tanta polvareda, perdimos a don Beltrán.
Las palabras y los significados son los instrumentos del pensamiento, del
debate y de la razón. Desvirtuarlos es hacer imposible la deliberación
racional, que queda sin armas e instrumentos. Privados de símbolos, mitos, Historia y valores comunes (con la lengua aún no han podido del todo),
negado o puesto en duda todo aquello que nos podría y debiera unir, y desafiladas las herramientas del debate y el
argumento, queda el lema, la víscera y el sometimiento a las supuestas
correcciones e identidades en promoción. Llegado a ese punto, es normal que nos veamos
entretenidos y pastoreados hacia lo trivial y lo imaginado, hacia lo accesorio
y lo frívolo, quedando desatendido lo importante y lo cierto. Las cosas ya no
se clasifican por su importancia real, en buenas y malas, en mejores y peores,
en convenientes o indeseables. Ni siquiera en reales e imaginarias, todo da igual. Hay temas que dan votos y otros que no, esa es su única fe de vida. La
realidad se puede acomodar a las necesidades. Y los votos, los escaños son
cheques al portador. Con ellos se compra y por ellos se vende. Y no hay más. No
hay que tener razón, sino poder. Sólo importa el peso que dan los escaños,
magnificado o reducido por una injusta ley electoral. Si Jack el destripador tuviera en
sus manos el voto decisivo, él acabaría marcando la agenda e imponiendo su
relato, comprando su inmunidad, que es lo que hoy, más que nunca, estamos padeciendo.
Para que no nos llamen equidistantes los que ni
tienen argumentos propios ni entienden los ajenos, aunque es otra de las muchas
cosas que hace tiempo que nos dan lo mismo, dejemos claro que no todos son
iguales. Sí lo son en lo anteriormente expuesto, pero hay una diferencia
esencial: Para algunos, que no para todos, la ley es su peor enemigo. Una vez
que nada significa nada, si ya nadie espera ni exige que las promesas sean
cumplidas, cuando ya se puede mentir sin coste haciendo justo lo contrario de
lo que prometiste hacer, solo los tribunales, la Constitución y las leyes ponen
coto a esos comportamientos indecentes, preludio de otros peores, ya
decididamente autoritarios, a los que se pudiera acabar degenerando. Si, como
hemos argumentado, ya de nada valen las palabras ni las promesas, sólo queda
desconfiar y repudiar a todo aquel que descalifique las leyes y a los que las
aplican. Ese es el baremo, la última frontera.
Los enemigos de la Constitución son nuestros
enemigos, los enemigos de nuestra democracia, porque las constituciones se
hicieron precisamente para proteger los derechos de los ciudadanos frente al
poder, para impedir los abusos de los gobernantes. Tanto como para proteger al
pueblo de sí mismo, de pasajeros e inducidos acaloramientos que pudieran
desmontar esas contrapesos y controles de forma irreversible. Trump dice que se
suprima la Constitución y que se le restituya la presidencia que le han
arrebatado las urnas, según sus delirios. Erdogán empezó desacreditando a la
justicia y a los demás poderes e instituciones que se le oponían, hasta
controlarlos todos. Entonces llega la reforma constitucional a medida. El
recurso del método. Por eso tiene la Constitución tantos enemigos que la
cuestionan, esa es la causa por la que intentan desacreditarla: para así
arramblar con lo único que obstaculiza sus ambiciones y sus instintos
totalitarios.
Hoy es el día de la Constitución. Sin disimulos,
sus peores enemigos no encuentran nada que celebrar y contribuyen con su
ausencia al decoro de los actos conmemorativos. VOX acude a ver izar la bandera
en la calle, pero no al resto de discursos y confraternizaciones dentro de la
cámara. Un aquí sí, pero allí no, especular al de Podemos. Hoy en las Cortes es inevitable la sonrisa, la distensión, incluso sería posible el abrazo.
Mejor no participar en esos excesos. Para evitar, según dicen, celebrar la
efeméride de la aprobación de la Constitución al lado de los que en su opinión (y en la mía) la vulneran, hacen piña con los que desde sus taifas la desprecian y la rechazan.
Mal negocio, mal mensaje, sin duda. Un gran error, a mi juicio, pues sus
propuestas pueden ser vistas con agrado o desagrado, pero ninguna —hasta ahora—
se aparta un milímetro de lo dispuesto en la constitución; incluso en sus
intenciones de modificarla siempre han anunciado que, en todo caso y momento,
se atendrían a la ley, cosa que les diferencia de otros, sustancialmente y para
mejor. Por eso se equivocan hoy. Los demás ausentes llevan equivocados y
retratados ya desde hace muchos años.
No es necesario extenderse en defensa de nuestra
Carta Magna, pues es algo constante en mis escritos y epístolas. Ha hecho
posible el período más largo de paz, libertad y prosperidad que España ha
conocido y, a pesar de que no pocos han trabajado en contra, echando corrupción, insolidaridad, disgregación, abusos institucionales y otras arenas,
cuando no muertos, en los engranajes, es la única constitución que hemos tenido no redactada
contra nadie. Aunque ingenua hasta la debilidad, desgraciadamente no militante
y confiada en exceso en los que en ningún momento de nuestra historia han sido
leales con la nación, lo que de forma recurrente nos ha llevado a consecuencias
indeseables y disgregadoras. Dejarle la llave de la casa es una confianza que
no todos los vecinos de la finca merecen. El Título VIII abría demasiadas
puertas, todas ellas traspasadas, haciendo posibles algunas de las competencias
transferidas de forma suicida, entre ellas la de educación, que deberían ser
revertidas, a mi juicio, en una futura reforma, como un reforzamiento de las
defensas de la propia Constitución, justo lo contrario de lo que desde hace
tiempo, y ahora especialmente, se está perpetrando. La redacción del Título
VIII es algo que más a gusto hubieran firmado Sabino Arana o Companys que el
mismo Azaña.
Sí conviene señalar las contradicciones de los
que alardean de su relevante —decisiva llegan a decir— contribución a la
redacción de un texto que hoy en gran parte rechazan, lo que no les impide reprochar a los que hoy más la defienden una supuesta tibieza cuando se aprobó. Llegan, difundiendo un bulo confeccionado mediante la manipulación y sustitución de carteles electorales de la época, sembrado por el exministro Ábalos, según parece, a propagar por las redes coralmente el infundio de que Alianza Popular defendió el no en el referéndum del '78, cosa falsa de toda falsedad, sin negar su pasada tibieza. Otro capítulo de esa Historia que quisieran reescribir en el BOE con la fidelidad a los hechos que les caracteriza. Sería, en todo caso, un ejemplo de lógica y acertada evolución positiva. También los habido a peor, pues hay casos de degeneración, como los sufridos por los que se apuntan hoy los tantos
que, en su opinión, ganaron los líderes de sus partidos durante la transición,
pero igualmente ahora les enmiendan la plana y hacen justo lo contrario de lo
único bueno que sus antiguos dirigentes realmente hicieron. Cuestionan los
acuerdos que sus antecesores firmaron, deshacen los abrazos que dieron y
recibieron, resucitan las memorias y rencores que aquellos en común acordaron
olvidar y desandan el camino recorrido en la buena dirección por políticos y
partidos más nobles, decentes, tolerantes y democráticos que sus herederos, un
legado de paz y concordia que algunos fanáticos y olvidadizos sucesores desprecian
y tratan de demoler. Batet alude ahora mismo en su discurso a una suma de
generosidades. Justo lo contrario de lo que hoy vivimos, un compendio de
egoísmos irreconciliables, añado yo.
Olvidan lo principal en sus análisis. A todos los principales protagonistas de aquel abrazo que llevó a la constitución de 1978 les separaban muchas cosas, pero gracias a una memoria aún fresca y que, como protagonistas, nadie les podía todavía manipular, les unían dos sentimientos comunes: el miedo y la vergüenza. Miedo a dar lugar, si se revivieran antiguos maximalismos, a que se llegara a repetir lo que todos ellos habían vivido, ocasionado y protagonizado. Se abrazaron avergonzados por ese pasado común que acabó en tragedia, abochornados por los excesos y crímenes en los que algunos habían participado o sido cómplices, o ellos en primera persona o los suyos, los de todos. Su intención era superar la historia, no corregirla ni reescribirla, y menos reanudar antiguos ajustes de cuentas. Contra lo que hoy nos quieren contar, deformando a su gusto un pasado para ellos elástico, la generosa amnistía, palabra de la misma raíz que amnesia, fue a sus antecesores a quienes más benefició, empezando por los terroristas de ETA, que recibieron un perdón inmerecido e inútil, fruto de una esperanzada apuesta, como siempre defraudada. Sin embargo, sus crímenes, algunos aún no resueltos y todavía homenajeados, es cosa menor, algo que hay que olvidar, ya pasado, no operativo, cuyo recuerdo y mención reprochan los, —ahora y en esto otro— memoriosos e indecentes herederos y cómplices, que ochenta años después aún rastrean franquistas por las esquinas. Para hacérselo ver.
Los ataques a la convivencia, a la igualdad, a
la libertad y a otros valores que la Constitución intentaba proteger, son
atacados desde muchos flancos. Y, como analizaba en la primera parte de esta
epístola, uno de los principales campos de batalla es el de los relatos,
apuntalados por el fraude en los significados, en los conceptos y las palabras
con las que nos entendemos y con cuyo apropiamiento y malversación los peores
intentan hacer imposible el debate honrado, la deliberación democrática, el
entendimiento y la misma existencia de lo común. Pues, en el fondo, ese es el
principal enemigo a abatir: lo común, empezando por las palabras y la lengua. Luego
viene la desmembración del territorio. Aceptaron en la Constitución el pulpo de
las nacionalidades como animal de compañía y con los trileros no se puede jugar
ni con su bolita ni con sus palabras. Das por bueno hablar del vino del país y
de que te descuidas intentan sacar un estado de la botella, como un genio
antiguo y airado. Por eso hay que tener cuidado con las palabras de garrafón.
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