Epístola vacacional - 24 de junio 2012
Dirigida a mis compañeros de profesión, se escribe esta epístola, tal como la anterior, bajo los nocivos efectos de una imprudente visita a ciertos foros donde pude comprobar, una vez más, el poco aprecio que parte de la sociedad muestra hacia los funcionarios en general y a los docentes de forma especialmente cruel e injusta. Tras 36 años de dedicación a la enseñanza, no creo que ni yo ni la inmensa mayoría de mis compañeros de profesión seamos merecedores de tal odio. A quienes piensan de tal forma puedo decirles que estoy convencido que más me deben ellos a mi que yo a ellos. Con Dios.
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Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
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Antonio Machado (Retrato)
Queridos hermanos.
Alineada Can mayor con Sirio, llegadas son las canículas y los
catecúmenos ya han dejado desiertas las aulas de la escuela
catedralicia. Durante dos meses, su vitalidad se encauzará a llenar de
alegría y regocijo la vida familiar, reanimando los hogares y
permitiendo a los progenitores disfrutar por fin de la compañía de su
prole. Por eso nos odian. Incapaces de soportar a sus propios retoños,
ingratos aplauden cuantas medidas hacen la vida más difícil a quienes de
ellos se hicieron cargo durante el resto del año, labor a la que no
han querido dedicarse, a pesar de las innúmeras ventajas y privilegios
que presuponen en tal oficio. Que el Señor les perdone y les de fuerzas
para sobrellevar tantos días, llenos de horas, minutos y segundos.
Ha querido el Creador, para redondear la suerte, disponer los astros de
forma tal que sean estos días los más largos del año, lo que hace a bestias y personas
bullir hasta horas avanzadas en las que en otras estaciones ya sería
noche profunda, invitando entonces tales penumbras al recogimiento y al
retiro. Sírvales de consuelo el pensar que, en el más desfavorable de
los escenarios, sólo a dos o tres rorros han de soportar, no a
veinticinco, que nada han de enseñar, sólo sobrevivir y que, además, son
suyos.
Cuando pasado el día de los santos Simplicio, Agoardo y Teodulfo,
preclaros varones cuya luz es cada año eclipsada por el mayor relumbre
de San Juan, que acude siempre acompañado de hogueras y fogatas,
traspaséis el umbral del cenobio, os abrazará el silencio, huero de
gritos, carreras y pelarzas. Dentro os aguardan manuscritos y legajos,
crónicas y memoriales, que trabajo es, pero que os recibirá inmóvil y
silente. Escribid planes y propósitos por si, pasado el verano, la
educación siguiera considerándose necesaria. Las últimas pragmáticas
nada bueno presagian.
Cuando, para abaratar costes, compartíamos rey con Alemania, pidió
Carlos I quinientos mil florines a los banqueros Fugger, recabando
luego aquí los caudales con que persuadir a quienes allí habían de
votarle como emperador, permitiendo a los florines regresar prestos a
las arcas del país de donde salieron. Fueron entonces las rentas del
Maestrazgo, el mercurio de Almadén y la plata de Guadalcanal quienes
sirvieron de aval para pagar tal fiesta. Hoy Fugger es rubia y son
nuestra salud, nuestro trabajo y nuestros menguados jornales quienes
avalan los préstamos, permitiendo que, sin dejar de atenderlos, cada
vez les debamos más. Si, al menos, la usura fuese hoy tratada con el
rigor de aquel entonces, no bastarían las hogueras de San Juan ni las
fallas de Valencia para hacer entrar en calor —y en razón— a quienes se
hacen ricos con nuestro empobrecimiento.
No permitáis que tales buitres os coman la moral, hermanos. Dispersaos
por playas, montes y aldeas. Disfrutad. Nutrid e hidratad vuestros
organismos según los gustos y posibles de cada cual, que antes de lo que
pensáis, vuestros discípulos, ávidos de ciencia y para alivio de sus
progenitores os recordarán que el verano ha terminado.
El hermano José
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