
Queridos hermanos:
Es tradición casi sin excepciones
que los pueblos paguen por los errores de sus gobiernos y honren los
compromisos adquiridos por ellos. Tal vez sea justo, al fin y al cabo los han
elegido y mantenido en el poder. A veces hay científicos e historiadores metidos
en política que, entre probetas y legajos, descubren que no es así, que las causas de sus desgracias vienen
de fuera, hallazgo maravilloso por tranquilizador, pues les evita los esfuerzos
de intentar solucionar sus problemas, que ahora viene a resultar que eran
ajenos, fíjese usted. El enemigo exterior, la confabulación judeo-masónica, el
opresor foráneo, es el fácil recurso al que suelen recurrir los caudillos, los
nacionalismos y otros dictadorzuelos en ciernes para apuntalar su ejecutoria y
hacer el caldo gordo para su causa, intentando unir a una feligresía diversa
contra un enemigo común más supuesto que real. En el mejor caso se hace para distraer. En los casos peores se
explica —o sugiere— que ese enemigo que debería estar en el exterior se
encuentra dentro, entre nosotros. Lógicamente hay que aislarlo, desacreditarlo
o anularlo si no entra en razón y se une a la causa. Lo que se llama darle
muerte civil. No habría que buscar mucho para encontrar ejemplos más trágicos en
los que se terminó prescindiendo del adjetivo, y la gramática tiene su
importancia.
Suponiendo que los electos no
sean unos mangantes, lo que es mucho suponer, cualquier gobernante asume como
primera misión una vez que alcanza el poder el hacer todo lo posible por
conservarlo. Cuando digo todo lo posible no exagero. Casos hay en que no se privan
de modificar a su gusto y conveniencia las leyes que sabiamente les impedían eternizar
sus mandatos. No obstante un gobierno tiene unos límites en su ejercicio que le
impiden derogar de la ley de la gravedad, pongamos por caso, promesa que no evitan
quienes desde la oposición aspiran a arrebatarles la vara de mando. Tal vez lo
de obviar la gravitación universal parezca un chascarrillo, una ocurrencia.
Pues no, que hay otras leyes tan operativas e inmutables que se intentan soslayar,
sobre todo en campaña electoral. En los casos más indecentes y desleales
incluso se anuncia la intención de levitar, de no cumplir las leyes que se consideren inconvenientes.
Inexplicablemente esas palabras, incluso puestas en práctica, no les llevan
inmediatamente a la cárcel, como ocurriría en cualquier país democrático y
civilizado. Al menos a la inhabilitación perpetua para el desempeño de cargos públicos.
Cada partido tiene sus fieles,
pues algunos de ellos son verdaderas religiones, con sus dogmas fuera de toda
duda y discusión, predicados por profetas que bajan de sus sinaís con las
tablas de los nuevos mandamientos que les han sido revelados, su conferencia
episcopal e incluso su inquisición, sus herejes y sus cismas. Esta
incondicional feligresía es la parte más preocupante del tinglado, al menos tan
nefasta como los dirigentes a quienes defienden a capa y espada, que no a base
de diálogo y razón. Estos guardianes de la fe son los que ponen las ramitas del nido donde
crecerá la corrupción a base de justificarla y permitir su incubación desde que
esta era huevo. Siempre es fácil encontrar alguien o algo peor para urdir una
defensa, aunque ésta solo nos permita salvar la cara ante los incondicionales. Los
esfuerzos y equilibrios que arguyen por defender a sus diáconos y hermanos en
la fe llegan hasta el ridículo y el desprecio a la inteligencia. La ajena y la
propia. Aunque resulta patético, los mantras repetidos una y otra vez por los
acólitos adormecen sus magines, y solo desde fuera se puede percibir la falta
de una mínima autocrítica entre los que forman parte de la secta.
Por supuesto cada
partido tiene sus libros canónicos establecidos en su particular
concilio de Hipona, sus padres de la iglesia y otros exégetas de
referencia que en sus glosas
y comentarios en la prensa afín no cuestionen los dogmas. Los feligreses
procuran no abandonar ese
entorno protector de unas ideas que tal vez no se tendrían de pie a la
intemperie. El
caso es no enfrentarse con discursos que les incomoden al poner en tela
de
juicio sus inmutables creencias. Ese círculo cerrado realimenta sus
convicciones y hace percibir a quien las cuestiona como un enemigo. Por
supuesto estúpido, mal informado e inexplicablemente incapaz de ver la
luz que
a ellos les deslumbra. Los resultados de las elecciones les sorprenden e
irritan las más de las veces pues habían llegado a pensar que todo el
mundo opinaba
como ellos y sus conmilitones. Como deberían de hacer. Para padecer el
síndrome de la Moncloa no es imprescindible vivir allí, que hay quien es
capaz de desconectarse de la realidad desde cualquier sitio.
Aunque dicen ser demócratas, sólo
respetan a esa parte del pueblo que ha votado lo que ellos consideraban
conveniente. El resto es despreciable, alienado, vendido a oscuros
poderes,
bien por interés, bien por ignorancia. En foros, tertulias o
conversaciones en
la barra del bar estos talibanes insultan y descalifican a quienes no
dan en
las urnas el poder a sus orates preferidos. Por supuesto ese mismo
pueblo calificado de ignorante cuando opta por otras alternativas es
tenido por sabio cuando atina
a apoyar las nuestras. Con los jueces ocurre lo mismo. Intelectualmente
no se
puede ser más pobre. Moralmente, mejor no hablar.
Como en toda religión no hay
medias tintas. La fe no se puede repartir, la doctrina no se debe cuestionar,
los dogmas no necesitan contrastarse con la realidad, tan molesta a veces. El
mundo está poblado por buenos y malos, por fieles e infieles, por ángeles y
demonios. Por supuesto los primeros en cada par son de los nuestros.
La fe es cómoda. Nos evita pensar
demasiado. El libro sagrado nos da todas las respuestas. Algunas pueden
resultarnos poco razonables, chirriantes e incluso difícilmente defendibles.
Pero toda religión tiene sus arcanos, impone sus ritos y a veces enfrenta a sus
creyentes a misterios que mejor es no cuestionar. Menos aún a sus profetas.
Lamento inmensamente escuchar o leer
algunas opiniones de personas a las que tenía por razonables, entre ellas
algunas que aprecio, aunque procuro no entrar demasiado al trapo. Incluso las
consideraba inteligentes. Al analizar algunas tesis, que tanto el verbo como el
nombre resultan excesivos pues los argumentos suelen ser breves y simples, uno
reconoce inmediatamente qué variedad de alienígena ha abducido sus mentes. A su
regreso del ignoto mundo al que sin duda los llevaron, ya no son reconocibles.
Vaya en su descarga que la vida es confusa, cambiante, compleja y de difícil
interpretación. Cuando han dado con una respuesta tan sencilla, con una
solución tan evidente, con un profeta tan perfecto, con una taxonomía tan
aquilatada que les permite poner aquí a los buenos, allá a los malos… En fin,
cuando han vuelto a la Tierra con una fe tan afianzada y acrítica, es evidente
que su caída del caballo les ha dejado muy perjudicada esa capacidad de razonar
que se les suponía y que les debería haber sugerido que estaban equivocados al ser
los únicos en dar con un arreglo tan fácil.
Así veo y escucho con tanta pena como
asombro que algunos se escandalizan de lo que nunca les escandalizó,
mientras
otros se ven obligados a defender lo que hasta ahora habían atacado con
saña.
Todo depende de quien sea el autor del twit. O de quien haya autorizado
reabrir
una mina de triste recordación, quien resulte ser el beneficiario de una
ganancia dudosa o del
uso ilícito de unas tarjetas, quien urda unos Eres criminales, quien
incurra en el sospechoso
nombramiento de un familiar cercano por parte de quien llegó a donde
está por
prometer no caer en tales indecencias. Depende de cuál sea el dios ante
el que
uno blasfema mientras enseña las tetas —mejor la cruz que la media luna o
la
estrella de David—, de en qué partido milite —vocablo amenazador— el
ingresante
en Soto del Real por tener las zarpas afiladas en exceso, de la
filiación
política de quien se fotografía meando en la vía pública, colmo de la
casposidad, de la financiación ilegal del chiringuito, del maquillaje y
aliño de
las cuentas para escamotear unos euros a hacienda, muchos o pocos, que
la
decencia como el embarazo no admite grados, se tiene o no se tiene…
Desde la televisión se nos reconviene sobre lo feo que está no pagar el
IVA en un mensaje publicitario firmado por un gobierno que pagó la
reforma de su sede con dinero negro. Desde otro palacio se indignan,
algo que harían con razón si no fuera porque tienen sus sedes embargadas
como fianza por los desfalfos de su partido, auspiciados o consentidos
por sus presidentes, antaño tenidos por honorables. Hay un relé
en cada uno de estos fieles creyentes que se activa dependiendo del
credo del
autor del estímulo, abriendo o no el circuito de la indignación.
Afortunadamente
hay millones de personas que se abochornan de estos comportamientos. Y
no votan
a sus autores o se tapan la nariz al hacerlo. Por eso, quedarse en casa
no es
opción tan descabellada como algunos quieren argumentar. Además, si
matemáticamente esto beneficiara a sus siglas considerarían legítimo y
necesario lo que hoy descalifican.
Siempre he pensado que la
estupidez y el dogmatismo hacen mucho más daño que la maldad cuando se presenta
sola. El malvado puede llegar a ver frenada o matizada su maldad por las posibles
consecuencias de sus actos, que es capaz de anticipar. El tonto no, y al
dogmático le da lo mismo, que la causa es la causa y lo primero lo primero.
Aplicado lo anterior a Grecia y a
los problemas de sus indefensos habitantes, es ilustrativo ver muchos de los argumentos
esgrimidos en los últimos tiempos. Cuando digo indefensos ya tenemos la primera
clave de bóveda. Cada uno habrá interpretado que tal indefensión se produce
respecto a las maldades de poderes distintos. Unos obviamente al de los cicateros
europeos que les han prestado demás, como avarientos mercachifles, y se empecinan
en que les devuelvan lo prestado, y sálvese el que pueda. Entre los que tienen
asegurada la salvación, que el agua nunca llega tan arriba, se
encuentran los que, habrá quien opine, son culpables de poner por
delante del dinero ajeno la dignidad y el orgullo propios, de su
nación y de sus conciudadanos, en quienes delegan el marrón de decidir
cómo
arreglar lo que ellos se habían comprometido a solucionar, ahora que se
ven incapaces
de levantar el prometido vuelo, tal vez por lo de la ley de la gravedad
mentada.
¿Quién puede dudar del carácter
democrático de un referéndum? Una consulta siempre se supone
democrática, en
muchas ocasiones mucho más que quienes la convocan. Lo será si lo que se
decide
concierne y afecta únicamente a quienes se permite votar en él. En caso
contrario es más que dudoso que lo que unos decidan deba comprometer a
quienes sin
participar de los beneficios acordados, se vean obligados a costearlos o
a
sufrirlos. Esto es tan de aplicación en Grecia como en Cataluña. Como es
previsible, a pesar del realizado en esa nación, que no gracias a él, se
depondrán las armas y se alcanzará un acuerdo que sí o sí llevará
consigo condonar gran parte de la
deuda aún no perdonada o aplazada ad eternum, que viene a ser lo mismo, a
la vez
que se inundará con miles de millones de euros la depauperada economía
griega. Si tal acuerdo se
sometiera a referéndum entre los ciudadanos de los demás países que, al
fin y
al cabo son los que van a pagarlo, habría quien llamaría tal cosa
agresión a
Grecia, chantaje, prepotencia, abandono a su suerte… Además, también
saldría
que no. Por eso, mejor pagar y no preguntar al pueblo. Hemos elegido
unos
representantes y debemos dejarles acertar o equivocarse en nuestro
nombre, sin grandilocuentes aspavientos ni rencor, pero con memoria. En
las próximas
elecciones juzgaremos su actuación y les permitiremos seguir o
buscaremos quien
mejor lo haga. Resulta tan democrático o más que un referéndum
envenenado. Se
somete a plebiscito la ratificación de un acuerdo; un desacuerdo no, que
para
eso están las encuestas, igualmente manipulables pero menos costosas y
con
menos peligros, en los casos que nos ocupan. Hace muchos años un banco
me
prestó un pastizal para comprarme una casa. Mi casa, que aún estoy
pagando. Si
en un referéndum se me planteara la disyuntiva, se me abriera la
posibilidad de
seguir pagando o no, claro lo tenían los del banco. Ahora bien, evidente
caso
de esclerosis facial sería intentar simultáneamente negociar con ellos
otro
crédito para comprarme un apartamento en la playa. Incluso aunque fuera
para
comer.
Un chantaje es una situación en
la que a alguien se le pone ante la tesitura de pasar por un aro que se le
ofrece como única salida que evite unas consecuencias que se le avisan muy
perjudiciales. Es lo injusto de lo que se exige, junto con la amenaza de lo que
ocurrirá en caso de no aceptarlo, lo que constituye la maldad del chantaje. A
mi modesto entender, entre Grecia y el resto de Europa el chantaje es mutuo, de
pillo a pillo, pues ambos tienen riesgos e intereses, aunque no siempre sean los mismos, igual
que compartidas son las culpas de haber llegado hasta aquí. Unos con la mala
conciencia de haber impuesto unas medidas tan crueles como estériles. Otros con
la de pretender seguir costeando una situación insostenible con dinero ajeno,
sabiendo quien esto escribe que es un mal retrato de la situación, como todos los resúmenes. Por supuesto
las víctimas han sido, son y serán los ciudadanos más indefensos. Los griegos y
el resto de los europeos. Los ganadores siempre serán los bancos y las grandes
corporaciones que nos trasladarán sus pérdidas. Lo trágico es que quienes nos
representan, tanto en Grecia como en los demás países del euro, están a salvo
de los peligros a que exponen a sus conciudadanos a veces teniendo en mente más
su orgullo, su futuro político y el de sus partidos, que el bienestar que los
ciudadanos que les pagan por defenderlos. Esto es de aplicación tanto a unos
como a otros, pues en esta película se le olvidó al guionista incluir al bueno.
Leyendo algunos párrafos de tu epístola he caído en pensar de nuevo en un libro que me desasnó en su momento y que conservo en la estantería más cercana a mi mesa de trabajo: "Las leyes fundamentales de la estupidez humana", del nunca bien ponderado Carlo M. Cipolla. También él diferencia, claramente, los Malvados de los Estúpidos y argumenta que los primeros son preferibles o, cuanto menos, menos perjudiciales para el resto que los segundos (según su teoría, las otras dos categorías en que podemos incluirnos los humanos serían la de los Incautos y la de los Inteligentes).
ResponderEliminarQuizás lo peor de los tiempos que corren no es que algunos de nuestros dirigentes sean malos, sino la proliferación de estúpidos en el sentido cipolliano. Y así nos luce el pelo. Los inteligentes no parecen abundar demasiado y los incautos podrían constituir gran parte de las bases de esas huestes aguerridas a las que se les ha revelado alguna de las diferentes formas de la Auténtica y Única Verdad.
Por cierto, me extraña que se hable tanto hoy día de luchar contra la corrupción y nada de intentar minimizar —dado que eliminarlas es imposible— la ineptitud y la incompetencia. No debe ser importante, y me pregunto para quién y por qué.
Quizá porque eso significaría que hay arreglo.
Un placer reflexionar con tus epístolas. Prodígate algo más.
Ferdinandus, d.s.
Gracias por tu comentario y por descubrirme "Las leyes fundamentals de la estupidez humana". Lo he leído tras tu recomendación y comparto el 100% de lo que dice y argumenta.
EliminarTambién lo que apuntas sobre olvidar hacer frente a la incompetencia y la mediocridad, como si fuesen males menores. La corrupción es inadmisible, pero no creo que sea más dañina quie los otros males. Juntos son demoledoras, que es nuestro caso.
Un abrazo, Ferdinandus.