viernes, 10 de julio de 2015

Epístola consultiva, refrendataria, eclesiástica y pía.



 Queridos hermanos:


    Es tradición casi sin excepciones que los pueblos paguen por los errores de sus gobiernos y honren los compromisos adquiridos por ellos. Tal vez sea justo, al fin y al cabo los han elegido y mantenido en el poder. A veces hay científicos e historiadores metidos en política que, entre probetas y legajos, descubren que no es así, que las causas de sus desgracias vienen de fuera, hallazgo maravilloso por tranquilizador, pues les evita los esfuerzos de intentar solucionar sus problemas, que ahora viene a resultar que eran ajenos, fíjese usted. El enemigo exterior, la confabulación judeo-masónica, el opresor foráneo, es el fácil recurso al que suelen recurrir los caudillos, los nacionalismos y otros dictadorzuelos en ciernes para apuntalar su ejecutoria y hacer el caldo gordo para su causa, intentando unir a una feligresía diversa contra un enemigo común más supuesto que real. En el mejor caso se hace para distraer. En los casos peores se explica —o sugiere— que ese enemigo que debería estar en el exterior se encuentra dentro, entre nosotros. Lógicamente hay que aislarlo, desacreditarlo o anularlo si no entra en razón y se une a la causa. Lo que se llama darle muerte civil. No habría que buscar mucho para encontrar ejemplos más trágicos en los que se terminó prescindiendo del adjetivo, y la gramática tiene su importancia.

   Suponiendo que los electos no sean unos mangantes, lo que es mucho suponer, cualquier gobernante asume como primera misión una vez que alcanza el poder el hacer todo lo posible por conservarlo. Cuando digo todo lo posible no exagero. Casos hay en que no se privan de modificar a su gusto y conveniencia las leyes que sabiamente les impedían eternizar sus mandatos. No obstante un gobierno tiene unos límites en su ejercicio que le impiden derogar de la ley de la gravedad, pongamos por caso, promesa que no evitan quienes desde la oposición aspiran a arrebatarles la vara de mando. Tal vez lo de obviar la gravitación universal parezca un chascarrillo, una ocurrencia. Pues no, que hay otras leyes tan operativas e inmutables que se intentan soslayar, sobre todo en campaña electoral. En los casos más indecentes y desleales incluso se anuncia la intención de levitar, de no cumplir las leyes que se consideren inconvenientes. Inexplicablemente esas palabras, incluso puestas en práctica, no les llevan inmediatamente a la cárcel, como ocurriría en cualquier país democrático y civilizado. Al menos a la inhabilitación perpetua para el desempeño de cargos públicos.

    Cada partido tiene sus fieles, pues algunos de ellos son verdaderas religiones, con sus dogmas fuera de toda duda y discusión, predicados por profetas que bajan de sus sinaís con las tablas de los nuevos mandamientos que les han sido revelados, su conferencia episcopal e incluso su inquisición, sus herejes y sus cismas. Esta incondicional feligresía es la parte más preocupante del tinglado, al menos tan nefasta como los dirigentes a quienes defienden a capa y espada, que no a base de diálogo y razón. Estos guardianes de la fe son los que ponen las ramitas del nido donde crecerá la corrupción a base de justificarla y permitir su incubación desde que esta era huevo. Siempre es fácil encontrar alguien o algo peor para urdir una defensa, aunque ésta solo nos permita salvar la cara ante los incondicionales. Los esfuerzos y equilibrios que arguyen por defender a sus diáconos y hermanos en la fe llegan hasta el ridículo y el desprecio a la inteligencia. La ajena y la propia. Aunque resulta patético, los mantras repetidos una y otra vez por los acólitos adormecen sus magines, y solo desde fuera se puede percibir la falta de una mínima autocrítica entre los que forman parte de la secta.

   Por supuesto cada partido tiene sus libros canónicos establecidos en su particular concilio de Hipona,  sus padres de la iglesia y otros exégetas de referencia que en sus glosas y comentarios en la prensa afín no cuestionen los dogmas. Los feligreses procuran no abandonar ese entorno protector de unas ideas que tal vez no se tendrían de pie a la intemperie. El caso es no enfrentarse con discursos que les incomoden al poner en tela de juicio sus inmutables creencias. Ese círculo cerrado realimenta sus convicciones y hace percibir a quien las cuestiona como un enemigo. Por supuesto estúpido, mal informado e inexplicablemente incapaz de ver la luz que a ellos les deslumbra. Los resultados de las elecciones les sorprenden e irritan las más de las veces pues habían llegado a pensar que todo el mundo opinaba como ellos y sus conmilitones. Como deberían de hacer. Para padecer el síndrome de la Moncloa no es imprescindible vivir allí, que hay quien es capaz de desconectarse de la realidad desde cualquier sitio.

    Aunque dicen ser demócratas, sólo respetan a esa parte del pueblo que ha votado lo que ellos consideraban conveniente. El resto es despreciable, alienado, vendido a oscuros poderes, bien por interés, bien por ignorancia. En foros, tertulias o conversaciones en la barra del bar estos talibanes insultan y descalifican a quienes no dan en las urnas el poder a sus orates preferidos. Por supuesto ese mismo pueblo calificado de ignorante cuando opta por otras alternativas es tenido por sabio cuando atina a apoyar las nuestras. Con los jueces ocurre lo mismo. Intelectualmente no se puede ser más pobre. Moralmente, mejor no hablar.

    Como en toda religión no hay medias tintas. La fe no se puede repartir, la doctrina no se debe cuestionar, los dogmas no necesitan contrastarse con la realidad, tan molesta a veces. El mundo está poblado por buenos y malos, por fieles e infieles, por ángeles y demonios. Por supuesto los primeros en cada par son de los nuestros.

     La fe es cómoda. Nos evita pensar demasiado. El libro sagrado nos da todas las respuestas. Algunas pueden resultarnos poco razonables, chirriantes e incluso difícilmente defendibles. Pero toda religión tiene sus arcanos, impone sus ritos y a veces enfrenta a sus creyentes a misterios que mejor es no cuestionar. Menos aún a sus profetas.

     Lamento inmensamente escuchar o leer algunas opiniones de personas a las que tenía por razonables, entre ellas algunas que aprecio, aunque procuro no entrar demasiado al trapo. Incluso las consideraba inteligentes. Al analizar algunas tesis, que tanto el verbo como el nombre resultan excesivos pues los argumentos suelen ser breves y simples, uno reconoce inmediatamente qué variedad de alienígena ha abducido sus mentes. A su regreso del ignoto mundo al que sin duda los llevaron, ya no son reconocibles. Vaya en su descarga que la vida es confusa, cambiante, compleja y de difícil interpretación. Cuando han dado con una respuesta tan sencilla, con una solución tan evidente, con un profeta tan perfecto, con una taxonomía tan aquilatada que les permite poner aquí a los buenos, allá a los malos… En fin, cuando han vuelto a la Tierra con una fe tan afianzada y acrítica, es evidente que su caída del caballo les ha dejado muy perjudicada esa capacidad de razonar que se les suponía y que les debería haber sugerido que estaban equivocados al ser los únicos en dar con un arreglo tan fácil.

    Así veo y escucho con tanta pena como asombro que algunos se escandalizan de lo que nunca les escandalizó, mientras otros se ven obligados a defender lo que hasta ahora habían atacado con saña. Todo depende de quien sea el autor del twit. O de quien haya autorizado reabrir una mina de triste recordación, quien resulte ser el beneficiario de una ganancia dudosa o del uso ilícito de unas tarjetas, quien urda unos Eres criminales, quien incurra en el sospechoso nombramiento de un familiar cercano por parte de quien llegó a donde está por prometer no caer en tales indecencias. Depende de cuál sea el dios ante el que uno blasfema mientras enseña las tetas —mejor la cruz que la media luna o la estrella de David—, de en qué partido milite —vocablo amenazador— el ingresante en Soto del Real por tener las zarpas afiladas en exceso, de la filiación política de quien se fotografía meando en la vía pública, colmo de la casposidad, de la financiación ilegal del chiringuito, del maquillaje y aliño de las cuentas para escamotear unos euros a hacienda, muchos o pocos, que la decencia como el embarazo no admite grados, se tiene o no se tiene… Desde la televisión se nos reconviene sobre lo feo que está no pagar el IVA en un mensaje publicitario firmado por un gobierno que pagó la reforma de su sede con dinero negro. Desde otro palacio se indignan, algo que harían con razón si no fuera porque tienen sus sedes embargadas como fianza por los desfalfos de su partido, auspiciados o consentidos  por sus presidentes, antaño tenidos por honorables. Hay un relé en cada uno de estos fieles creyentes que se activa dependiendo del credo del autor del estímulo, abriendo o no el circuito de la indignación. Afortunadamente hay millones de personas que se abochornan de estos comportamientos. Y no votan a sus autores o se tapan la nariz al hacerlo. Por eso, quedarse en casa no es opción tan descabellada como algunos quieren argumentar. Además, si matemáticamente esto beneficiara a sus siglas considerarían legítimo y necesario lo que hoy descalifican.

    Siempre he pensado que la estupidez y el dogmatismo hacen mucho más daño que la maldad cuando se presenta sola. El malvado puede llegar a ver frenada o matizada su maldad por las posibles consecuencias de sus actos, que es capaz de anticipar. El tonto no, y al dogmático le da lo mismo, que la causa es la causa y lo primero lo primero.

    Aplicado lo anterior a Grecia y a los problemas de sus indefensos habitantes, es ilustrativo ver muchos de los argumentos esgrimidos en los últimos tiempos. Cuando digo indefensos ya tenemos la primera clave de bóveda. Cada uno habrá interpretado que tal indefensión se produce respecto a las maldades de poderes distintos. Unos obviamente al de los cicateros europeos que les han prestado demás, como avarientos mercachifles, y se empecinan en que les devuelvan lo prestado, y sálvese el que pueda. Entre los que tienen asegurada la salvación, que el agua nunca llega tan arriba,  se encuentran los que, habrá quien opine, son culpables de poner por delante del dinero ajeno la dignidad y el orgullo propios, de su nación y de sus conciudadanos, en quienes delegan el marrón de decidir cómo arreglar lo que ellos se habían comprometido a solucionar, ahora que se ven incapaces de levantar el prometido vuelo, tal vez por lo de la ley de la gravedad mentada.

    ¿Quién puede dudar del carácter democrático de un referéndum? Una consulta siempre se supone democrática, en muchas ocasiones mucho más que quienes la convocan. Lo será si lo que se decide concierne y afecta únicamente a quienes se permite votar en él. En caso contrario es más que dudoso que lo que unos decidan deba comprometer a quienes sin participar de los beneficios acordados, se vean obligados a costearlos o a sufrirlos. Esto es tan de aplicación en Grecia como en Cataluña. Como es previsible, a pesar del realizado en esa nación, que no gracias a él, se depondrán las armas y se alcanzará un acuerdo que sí o sí llevará consigo condonar gran parte de la deuda aún no perdonada o aplazada ad eternum, que viene a ser lo mismo, a la vez que se inundará con miles de millones de euros la depauperada economía griega. Si tal acuerdo se sometiera a referéndum entre los ciudadanos de los demás países que, al fin y al cabo son los que van a pagarlo, habría quien llamaría tal cosa agresión a Grecia, chantaje, prepotencia, abandono a su suerte… Además, también saldría que no. Por eso, mejor pagar y no preguntar al pueblo. Hemos elegido unos representantes y debemos dejarles acertar o equivocarse en nuestro nombre, sin grandilocuentes aspavientos ni rencor, pero con memoria. En las próximas elecciones juzgaremos su actuación y les permitiremos seguir o buscaremos quien mejor lo haga. Resulta tan democrático o más que un referéndum envenenado. Se somete a plebiscito la ratificación de un acuerdo; un desacuerdo no, que para eso están las encuestas, igualmente manipulables pero menos costosas y con menos peligros, en los casos que nos ocupan. Hace muchos años un banco me prestó un pastizal para comprarme una casa. Mi casa, que aún estoy pagando. Si en un referéndum se me planteara la disyuntiva, se me abriera la posibilidad de seguir pagando o no, claro lo tenían los del banco. Ahora bien, evidente caso de esclerosis facial sería intentar simultáneamente negociar con ellos otro crédito para comprarme un apartamento en la playa. Incluso aunque fuera para comer.

    Un chantaje es una situación en la que a alguien se le pone ante la tesitura de pasar por un aro que se le ofrece como única salida que evite unas consecuencias que se le avisan muy perjudiciales. Es lo injusto de lo que se exige, junto con la amenaza de lo que ocurrirá en caso de no aceptarlo, lo que constituye la maldad del chantaje. A mi modesto entender, entre Grecia y el resto de Europa el chantaje es mutuo, de pillo a pillo, pues ambos tienen riesgos e intereses, aunque no siempre sean los mismos, igual que compartidas son las culpas de haber llegado hasta aquí. Unos con la mala conciencia de haber impuesto unas medidas tan crueles como estériles. Otros con la de pretender seguir costeando una situación insostenible con dinero ajeno, sabiendo quien esto escribe que es un mal retrato de la situación, como todos los resúmenes. Por supuesto las víctimas han sido, son y serán los ciudadanos más indefensos. Los griegos y el resto de los europeos. Los ganadores siempre serán los bancos y las grandes corporaciones que nos trasladarán sus pérdidas. Lo trágico es que quienes nos representan, tanto en Grecia como en los demás países del euro, están a salvo de los peligros a que exponen a sus conciudadanos a veces teniendo en mente más su orgullo, su futuro político y el de sus partidos, que el bienestar que los ciudadanos que les pagan por defenderlos. Esto es de aplicación tanto a unos como a otros, pues en esta película se le olvidó al guionista incluir al bueno.

    La única verdadera revolución, a mi juicio, no sería la reedición de acreditados fracasos en otros lugares o momentos. Lo revolucionario hoy en día, tristeza da decirlo, serían la honradez, el control escrupuloso, la justicia, el esfuerzo, la inteligencia, la razón, la humanidad, el abandono de las posturas chulescas… Uno de los mayores males que un partido puede acarrear a la sociedad es permitir que lleguen a la política gentes que no merecían estar en ella, como es costumbre. Por eso es inevitable el desencanto. Comprobamos que la mediocridad y la caspa era y sigue siendo la norma, de los viejos y de los autodenominados nuevos partidos, cuyas huestes muestran caras más que conocidas por su anterior militancia en vetustas y poco exitosas organizaciones políticas que han abandonado dado el poco calor electoral que encontraban, presentadas a cara vista. Ya no se habla de la casta, pues tal país ha diluido mucho sus fronteras últimamente. Escribía hace tiempo que, como maestro, me resultaría imposible poner a mis alumnos como ejemplo a quienes nos gobiernan desde las alturas. Desde las bajuras sí que conozco, y muchos, pero no son tan populares como para arrastrar hacia la virtud a las masas. Afortunadamente ya no tengo ese problema dado que ya no tengo alumnos, porque seguiría sin encontrar modelo que proponer. Si alguien conoce alguno que me lo diga y razone. La antigüedad del mal no es descargo, justificación ni alivio, pues ese es el principal problema que nos aqueja. Con desesperación comprobamos que esto no tiene arreglo. España y yo somos así, señora

2 comentarios:

  1. Leyendo algunos párrafos de tu epístola he caído en pensar de nuevo en un libro que me desasnó en su momento y que conservo en la estantería más cercana a mi mesa de trabajo: "Las leyes fundamentales de la estupidez humana", del nunca bien ponderado Carlo M. Cipolla. También él diferencia, claramente, los Malvados de los Estúpidos y argumenta que los primeros son preferibles o, cuanto menos, menos perjudiciales para el resto que los segundos (según su teoría, las otras dos categorías en que podemos incluirnos los humanos serían la de los Incautos y la de los Inteligentes).
    Quizás lo peor de los tiempos que corren no es que algunos de nuestros dirigentes sean malos, sino la proliferación de estúpidos en el sentido cipolliano. Y así nos luce el pelo. Los inteligentes no parecen abundar demasiado y los incautos podrían constituir gran parte de las bases de esas huestes aguerridas a las que se les ha revelado alguna de las diferentes formas de la Auténtica y Única Verdad.
    Por cierto, me extraña que se hable tanto hoy día de luchar contra la corrupción y nada de intentar minimizar —dado que eliminarlas es imposible— la ineptitud y la incompetencia. No debe ser importante, y me pregunto para quién y por qué.
    Quizá porque eso significaría que hay arreglo.
    Un placer reflexionar con tus epístolas. Prodígate algo más.
    Ferdinandus, d.s.

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    1. Gracias por tu comentario y por descubrirme "Las leyes fundamentals de la estupidez humana". Lo he leído tras tu recomendación y comparto el 100% de lo que dice y argumenta.
      También lo que apuntas sobre olvidar hacer frente a la incompetencia y la mediocridad, como si fuesen males menores. La corrupción es inadmisible, pero no creo que sea más dañina quie los otros males. Juntos son demoledoras, que es nuestro caso.
      Un abrazo, Ferdinandus.

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