Del apagón de ayer, que pasará a la Historia, se nos ha venido a decir que lo que pasó es algo que no puede pasar, de forma que todos tranquilos tras la explicación. Fue ilusión. Es algo así como lo de «esto no puede seguir así, a menos que continúe». Cuando sepan algo, si se llega a saber, ya nos lo contarán, en el caso de que se pueda contar. Decir a las seis horas que no se descarta ninguna posibilidad deja mucho espacio a la imaginación. Al no haber electricidad no funcionan los mentideros tecnológicos de masas y, entre nosotros, no ha cuajado eso del Speaker’s Corner de Hyde Park, y a nadie se le ocurre encaramarse a una silla para perorar al público en una esquina de un parque y esparcir sus paranoias, además de que los profesionales aspiran a mayores audiencias.
Si nos hablan de gabinetes de crisis nos entra la risa floja y si nos remiten a una comisión de expertos, el pánico. De todas formas, lo complejo del sistema y su reparación hace que poco papel puedan tener en el caso los políticos, lo que es tranquilizador. Estamos en buenas manos, es decir, en otras. La tierra para el que la trabaja y las soluciones para el que sabe, dos deseos utópicos. Lo único seguro es que más reuniones habría ayer en el gremio para explorar las posibilidades electorales de la catacumbre que para solucionarla.
Los feligreses más fervorosos ya andan en las redes viendo la forma de sacar tajada del evento para su iglesia, que sus santos son más milagreros, algo patético y poco operativo, pues sus homilías consisten invariablemente en encontrar o inventar un culpable, siempre único y ajeno. Pero, a falta de internet, no escuchamos demasiados disparates ayer en el desempolvado transistor. Nunca he creído en eso de que el medio es el mensaje, frase que evita a muchos el dolor de leer en medios hostiles datos o ideas que pudieren poner en compromiso las propias, que hay que mantener fijas, bien ancladas, inconmovibles, como las muelas, pero tal vez en un transistor no quepan estupideces descomunales.
Las administraciones estuvieron a la altura, se hizo lo que se pudo, funcionó lo imprescindible, lo vital: se sacó a la gente atrapada en ascensores o en trenes detenidos en túneles, los quirófanos pudieron continuar con lo inaplazable, los chinos hicieron su agosto vendiendo transistores y pilas, las ferreterías todas las existencias de camping gas para freír el huevo y veo que una cerería superviviente en Santiago de Compostela agotó las suyas de cirios y velas, dejando a los santos a oscuras. Los contribuyentes comieron y cenaron como en nochevieja, dando salida a lo mejor del congelador, por si acaso.
La situación, extraña y penosa, se llevó mejor en la cocina de la aldea, chusmarrando en el fuego de la chimenea parte de la decoración que cuelga de las vigas desde san Martín. Mucho mejor que encaramados en el piso treintaidós de un edificio de postín en la milla de oro, sin fuerzas ni ganas de fatigar las escaleras. Algunos, a la luz de la vela o el recuperado candil, sin artilugios ni aparatos que les distraigan y entretengan como era costumbre, no han tenido más remedio que dejar su habitual pasividad para insistir con el manubrio a ver si consiguen arrancar el magín en barbecho y la conciencia subcontradada, con el riesgo de que al conocerse a sí mismos un poco mejor, no se gusten.
Habrá que ir reponiendo el kit de supervivencia. Yo voy a añadir insecticidas poderosos para cuando llegue la plaga de langosta.
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