Aunque muchos son los problemas que tenemos hay unos que son más
graves y urgentes que otros. Porque entre los que nos ocupan y encandilan, nos
dividen y nos paralizan, suelen predominar los menos acuciantes, no pocas veces
inoportunos, particulares, incluso ficticios. Tal vez uno de nuestros problemas
más serios sea precisamente el empeño de empujarnos a poner el énfasis en estos
últimos. Son más ideológicos, más simples y fáciles de enunciar y de entender
por sus parroquias, más víscera y dogma que razón. No es necesario aportar las
soluciones, entre otras cosas porque a veces no la tienen e incluso cabría
plantearse si es cierto que el problema existe. De pronto nos encontramos
enredados en diatribas acerca de falsas disyuntivas y sofismas, nuevos
problemas, creados o imaginados por los que ni han sido ni serán nunca capaces
de solucionar ninguno de los reales; dilemas y preocupaciones que no existían salvo
en las cabezas y en el cerrado círculo de los que los plantean. O porque hacen
gordo el caldo de su causa o, no menos a menudo, porque les permite vivir de
ellos.
Lo malo es que nos centramos en debates estériles, a veces
sobre hechos o asuntos muy laterales, teóricos, casi anecdóticos, desatendiendo
los más reales, relevantes y comunes. Nunca enfocarán a lo que une, mejor a lo
que divide y polariza, a lo que enfrenta a una mitad contra la otra, los buenos
contra los malos. Nos dirán que somos así. No, son ellos, los dos bandos extremos
y minoritarios de siempre, los que arrastran al resto, a la mayoría. Con unos
problemas que son más suyos que generales nos colocan unas orejeras como a las
caballerías para que miremos solo en la dirección que interesa al que nos las
pone y ahí nos tienen dando vueltas a la noria haciéndonos creer que con ellos vamos
a alguna parte. El siguiente paso es tapar por completo los ojos al animal,
como a los caballos de lidia para que no vean venir al toro. Así llegamos a preocuparnos
y a temer más lo que imaginamos, lo que ellos nos cuentan, que lo que realmente
nos amenaza. Al final, ellos, los extremistas, los dos populismos, son nuestro gran
problema. Y todo eso se hace con palabras, con lemas, con argumentos sencillos
y redondos, incontestables en su simplicidad, con propuestas de bálsamos de
Fierabrás y otras magias como solución a cuestiones complejas que necesitarían
de acuerdos amplios más cercanos a lo real y a lo posible.
Con los ojos cegados y aturdidos por el griterío, por la
oreja izquierda o por la derecha nos llegan estos mensajes que poco tienen que
ver con lo que tenemos enfrente. En realidad, vengan de uno u otro extremo, el
mensaje es muy similar, si no el mismo. Intercambiable, válido para un roto y
para un descosido. Ahí, hablen unos o hablen otros extremos, aparecerán el no
nos representan, la cosecha de indignaciones varias, unas ciertas, otras
estimuladas, la invocación a brochazos de problemas ciertos para los que se sugieren
difusas soluciones, siempre entorpecidas por el sistema, ese ente lejano y
etéreo al que hay que combatir, siempre ajeno y confabulatorio. Es la gente, no
la política, quien puede solucionarlo todo, nos dicen; sobran los farragosos
trámites y formas de la democracia, se acaba sugiriendo. Alguien vendrá,
alguien que no está entre vosotros, que os pondrá en vuestro sitio y que nos
conducirá a la tierra prometida. La única diferencia entre uno y otro populismo
es el elefante blanco al que sus conjuros invocan, al que se espera. Él nos
dirá lo que tiene que pasar, lo que tiene que ser. Igual soy yo el caudillo que
esperáis, vuestro mesías, vuestro salvador. Dadme el poder. Luego ya veremos.
Uno y otro de esos dos afanes totalitarios y especulares trazan
una raya a partir de la cual empieza un mundo indiferenciado, proceloso, donde
habita el enemigo. Es ese terreno mestizo, bastardo, tolerante, que ambos
llaman o equidistante o cobarde, en el que vivimos la mayoría, en el que habita
la democracia. Y ambos llevan razón, allí está su verdadero enemigo: la
democracia que les gustaría destruir. Y están en ello.
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