Uno de los recursos literarios más apropiados para la
crítica de las irracionalidades y supersticiones arraigadas en una sociedad, un
gremio o una ideología, es la de crear un personaje dotado de una mirada
inocente, virgen, externa. Sea la ingenuidad infantil de Mafalda, la del
Pequeño Nicolas (el de Goscigny, no aquel bandarra imberbe infiltrado en los
salones políticos demostrando que si él era un oportunista vacuo, el cuajo y
fuste de los demás no iba mucho más allá), el marciano perplejo de Sin noticias
de Gurb de Mendoza, o el Ingenuo de Voltaire, por poner unos ejemplos. Todos
ellos estaban dotados de esa candorosa simpleza, pero limpia e inteligente, que
atribuye Mark Twain a su yanqui de Connecticut, republicano y protestante que,
tras un golpe en la cabeza, hace aparecer en la corte del rey Arturo en el
siglo VI, lugar y época utilizadas como espejo de lo propio.
Mirar desde fuera permite a esa mirada supuestamente
cándida mostrar sus colmillos retorcidos, que no son otros que los de la
realidad, para triturar con ellos muchas de las cosas que damos por supuestas,
esas que la costumbre no nos deja ver hasta qué grado son falsas, absurdas,
incluso disparatadas. Esa ingenuidad supone atenerse a una razón incontaminada
por la tradición, la autoridad o los prejuicios. Por eso un ingenuo dogmático,
que no pocos incautos así hay, vive en una eterna contradicción. Recurriendo a
la ironía, la mirada virginal desprovista de los lastres y artificios de la
asumida corrección de la costumbre o la moda, se atreve a cuestionar muchas de
esas losas que aplastan a la lógica y que, como decíamos, solo por el amor y el
respeto a lo inveterado y consuetudinario, incluso a lo inútil, se mantienen
operativas a veces siglo tras siglo, aun siendo irracionales y perniciosas.
Toda esta larga introducción, (la brevedad tampoco es
mi campo), es para justificar mi atrevimiento para opinar de virus o de
economía, ya que en mi caso la falta de ingenuidad, carencia propia, más por
vejez que por inteligencia, se ve compensada por mi total ignorancia de los
arcanos del asunto. Asumo de antemano que se me diga ¡Ay, alma de cántaro! No
es nada excepcional mi caso, pues es frecuente que los semovientes se enfrenten
a noticias, tratos, incluso a programas políticos con iguales armas, una mezcla
de candor e ignorancia, lo que les arroja a los barrancos del engaño. Todo es
cuestión de engatusar a cada uno según su gusto, pastorear rebaños de afines
con promesas de verdes prados, haciéndoles reafirmarse en sus errores,
empujados por su guía suavemente hacia el despeñadero al que ya se dirigían por
propio convencimiento, que por y para eso se habían arrebañado. El resultado es
una procesión cantando salmos hacia los leones del circo, pero a gusto,
convencidos y sin apartar la vista del frente, del cogote del que les precede,
que él sabrá a dónde vamos.
Si mi formación científica es lamentable, mis saberes
económicos se pueden resumir en la certeza de que por la plata baila el mono,
que decía el merengue de Wilfrido Vargas, siendo en Hispanoamérica el mono
aludido por tal copla una persona inmadura, sin voluntad propia y que es
manipulada fácilmente por placeres efímeros. Al final, y al principio, ninguna
persona o ideología hace ascos al papel moneda, pues en el fondo todos sabemos
que el dinero no da la felicidad, sobre todo si se tiene poco. Qué ocurre si se
tiene mucho es algo que mantenemos en el terreno de las hipótesis. También me
rijo por el axioma inapelable de que quien gasta más de lo que gana, debe. Y
que quien debe depende de quien le presta, como corolario. Intuyo que, salvo
fiado o incautado, es imposible repartir lo que previamente no se creó o
produjo, sobre todo eternamente. Mi ciencia económica termina con la que
proporcionan los cuadernos de Rubio de sumar y restar llevando. Con este
bagaje, creo acreditar suficiente ingenuidad y extrañamiento al acercarme al
tema.
De la pandemia hemos aprendido algo de virus, que
también tienen su economía. Aunque abundan los conspiranoicos que en todo ven
complejas maquinaciones de fuerzas ocultas que urden nuestra ruina y tejen
nuestra impotente desesperación, a veces tanto en la economía como en las
infecciones víricas no hay inteligencia ni intención concertadas. Sus proteínas
y su estructura conforman un solo propósito, sin que en ellos exista conciencia
alguna que les capacite para hacer planes. Esa intención única e irracionada es
la de multiplicarse; únicamente eso: sobrevivir para reproducirse. Para ello
cambian, mutan cuando chocan con una pared que no pueden ver, degenerando para
morir o mejorando sus posibilidades de encontrar una salida. No hay
planificación ni más objetivo existencial que el de dejar suficiente
descendencia. Podrían ser beneficiosos y, en lugar de provocar una neumonía,
tal vez alguna variedad o mutación llegara a sintetizar azúcar a partir de la
luz, haciendo nacer una raza de contribuyentes dulces, clorofílicos y verdosos.
No sigo poniendo ejemplos para no mostrar que mis carencias biológicas son
equiparables a las económicas. Pero la idea es esa, a veces no hay plan
concertado, sólo afán de supervivencia individual; no existe confabulación,
cooperación ni destino, sino simple caos, azar, aunque constreñidos por los
límites de lo posible, dada la química de la vida. El menos interesado en
acabar con la especie que le cobija es el propio virus. Una variedad que matara
a todos los que le podrían hospedar moriría con ellos. Le conviene no ser letal
en todos los casos. Es reconfortante ver que no les saldría a cuenta obrar así.
En la economía ocurre otro tanto, a mi escaso juicio,
salvo que sus virus con patas, traje y corbata, tienden más a la acumulación
que a la mera supervivencia. El sindiós que padecemos y que nos chupa la sangre
tiene unos límites, pues también debe mantener vivos el número suficiente de
manos para fabricar y de bolsillos que compren lo fabricado. Algunos de los
bienes con los que se trafica son etéreos, cercanos a lo metafísico. Cierto es
que cabe suponer que la cosa está dirigida en sus acciones individuales por
algunas inteligencias o ingenios algo superiores a los de los virus y que, en
el caso de los chupópteros monetarios, hay jerarquías, planes e intenciones. El
comportamiento de algunos actores económicos es en parte parecido a los víricos,
en lo parasitario y en lo de acabar dando siempre con una vía de salida, mutar
para seguir chupando. Aunque en este caso, a diferencia de los virus, chupones
y chupados sean de la misma especie. Pero no hay un plan, una conspiración. Hay
muchas, todas ellas en principio individuales, por eso del gen egoísta de
Richard Dawkins, lo que iguala a todo lo que bulle, al virus y al ciudadano.
Luego se producen, a veces casualmente por confluencia de intereses y
estrategias, coaliciones, simbiosis y alianzas, ocasionales o perpetuas, como
las hormigas pastorean pulgones o los hongos gorronean el jugo de las raíces.
Hay cosas que están en la naturaleza, más cruel que lo que Disney enseña a los
niños, para su perdición y la de ciertas ideologías utópicas. Eran más educativos
los cuentos tradicionales, si por educación entendemos preparar a los tiernos
infantes para enfrentarse a un mundo real donde los unos se comen a los otros.
Y hay sangre.
Cherchez la femme, decían aquellos, y atinados iban
por eso de las tetas y las carretas. Como los que desentrañan crímenes y
fechorías buscan quién se beneficia del entierro, quién hereda, pues si no
siempre se llevaría las culpas el mayordomo, que nunca deja de estar en el ajo.
España está en venta. Se están desmontando desde hace
tiempo los mayores grupos industriales, como lo era Criteria, de la Caixa.
Sectores estratégicos como la energía, la imprenta, incluso la alimentación,
van a manos foráneas por cuatro perras. Santillana, nuestra Oxford University
Press, mascarón de proa de una lengua que podría ser pujante industria, una
multitud de editoriales vetustas fue malbaratada por Prisa a cambio de 465
millones. A manos finlandesas, que andan solventes. La propia Prisa, editora de
El País está en almoneda. Para llorar. Como la luz, la información de masas,
(varias cadenas de televisión) están en manos italianas, y no de las más
limpias, como las de Berlusconi. Ya habían comprado a precio de saldo empresas
eléctricas, gasísticas y otras que nos empobrecen y esquilman, pues sus manos
no buscan prosperidad general ni eficiencia, sino beneficios a cualquier coste
ajeno. La lista sería larga, por desgracia, pues vendemos desde las galletas,
las bodegas y las minas, hasta el aceite a nuestros competidores. Las joyas de
la abuela.
Los dirigentes de esas compañías conducidas al saldo,
siempre en rebajas de enero, con contratos blindados condicionados al precio de
sus acciones, no a la fortaleza real de la empresa y a los beneficios de la
producción, juegan a la ruleta de la bolsa y maniobran para salir forrados de
esas corporaciones o bancos que malvenden sin ser suyos, en lugar de esposados,
como correspondería. Son admirados como modelos de éxito, para más inri, pues
antes reverenciamos con no declarada envidia el pelotazo que el éxito legítimo.
Los pocos que no obran así, cabezas que sobresalen en ese mar sembrado de
piratas, son decapitados por una envidia más difícil de ocultar y por el
integrismo ideológico. Inditex, Mercadona, Corte Inglés y poco más. Leña al
mono, incluso al que baila cuando toca. Hay más de los otros, más Florentinos y
March, Botines y Entrecanales, Reynés y similares gestores y pseudoempresarios
zalameros con el que manda, banqueros y especuladores, menos visibles a veces, aunque más
cercanos al poder que los anteriores. Más cenas de negocios y enredos paga Florentino que
Amancio y es revelador conocer con quién comparte palco y mantel. Algunos aún
más cándidos que yo se asombrarían.
Veremos si ciertas operaciones de venta de lo
invendible en un estado serio tienen o no la venia para ser perpetradas. Entre
el nacionalícese y el bueno está, hay un término medio. Si bien lo primero no
debería ser anatema, salvo por el espanto de pensar a qué amigo, siempre un
inútil, se encomendaría la gestión de lo expropiado, también está la
posibilidad de impedir que ciertos sectores estratégicos caigan en las manos
indebidas, más por indecentes que por foráneas, que también. Luego nos quejamos
de que siempre nos quedará servir cañas, que es lo nuestro. Pero el modelo se
mantiene, si no se empeora, pues se habla y se critica más que se hace y se
destruye más que se crea, que siempre resulta más fácil y más rápido. Y el
gobierno, las oposiciones y yo, con estos pelos. Seguramente será mi declarada
candidez, pero compruebo que nos están sacando la piel a tiras y no quisiera
llegar a pensar que también nos toman el pelo.
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