Hace
tiempo Sánchez verbalizaba su confianza en pasar a la Historia. Con tantas como abriga, no debería
dedicar tiempo a esa ambición, pues es de lo poco que
tiene asegurado. Es cosa que todo presidente tiene garantizada. Ahí está la
lista de los reyes godos, de los que nadie sabría decir quién fue bueno, si
alguno lo fue, qué hizo cada uno de ellos, si es que algo hizo, cuanto tiempo
reinó, ni quién lo mató para sucederle. Esas relaciones no dejan huecos: detrás de
un rey o un presidente de gobierno viene otro, como un martes tras cada lunes,
a menos que algún acontecimiento inesperado interrumpa la serie por un tiempo,
para luego continuar con algún tipo de decíamos ayer. En cada época hay muchos
que se dicen que esto no puede seguir así, a menos que continúe, pero la vida
siempre persiste, la sociedad siempre encuentra una forma de proseguir, para
adelante o para atrás. Vengan días y vengan ollas, otros vendrán que buenos nos
harán, y esas cosas.
Otro
cantar es lo que la Historia diga de cada uno. La seria, la científica, se
extiende y profundiza más, analiza, valora, entra en detalle, sopesa
ejecutorias, causas, consecuencias, promesas, cumplimientos, talantes... Pero
para el común es otra cosa; bueno es si la mayoría consigue recordar tras pocos
años algo que decir de cada uno de los pasados próceres y mandamases, esos que en nuestro
nombre decidieron en cada momento, bien o mal, que arreglaron algo o
estropearon cosas que aún estamos intentando recomponer. Unos dejan un jardín, si no en flor, al menos con brotes viables; otros un erial, un bancal sembrado de sal; unos un país unido, otros roto, que
no es mala piedra de toque. Del primer presidente de la I República, el
barcelonés Estanislao Figueras, sólo se recuerda, si acaso, el episodio en el
que dijo: "Señores, voy a serles franco, estoy hasta los cojones de todos
nosotros", mientras compraba un billete para irse a vivir a París y allá
os las compongáis, mandrias. A veces irse es la mayor aportación que algunos
pueden hacer a la decencia y a la concordia nacional. Hasta Iglesias lo
entendió, cierto es que ayudado, mejor espoleado, por un fracaso electoral en
Madrid de unas dimensiones que su soberbia no pudo soportar.
Lo
que en su momento dijeran los propios y los extraños de cada uno de ellos, los
cronistas oficiales, incluso la prensa, poco queda salvo como material para los
especialistas, cuando no como risión general y descrédito de los firmantes. Al
final, el tiempo va colocando a cada uno más o menos en el lugar que merece.
Fernando VII, no pasó a la Historia precisamente con el apodo que el pueblo —siempre sabio dicen los que de ello entienden— le daba cuando vivo: "el
Deseado". Ha pasado más como el rey felón que como modelo a seguir, a
pesar de su declaración «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda
constitucional; y mostrando a la Europa un modelo de sabiduría, orden y
perfecta moderación en una crisis que en otras naciones ha sido acompañada de lágrimas
y desgracias, hagamos admirar y reverenciar el nombre Español, al mismo tiempo
que labramos para siglos nuestra felicidad y nuestra gloria». (Palacio de
Madrid, 10 de marzo de 1820). Eso se lo dirás a todas, opinaban entonces
algunos, como otros pensamos hoy de otros personajes, de sus declaraciones, de
sus promesas y de sus teatros.
Aunque
se puedan recordar, para escarnio a menudo, no son las frases o las
declaraciones, sino los hechos y los procederes lo que el alambique del tiempo
acaba destilando. Para su desgracia. De forma que Sánchez lo tiene crudo. A la Historia pasará,
puede estar tranquilo. Más inquieto debería estar por el cómo. Algunos lo
recordarán, aparte de como el presidente con menos palabra desde el neolítico,
por esta risa, ese rictus, por estas carcajadas destempladas y fuera de lugar, un desenmascaramiento, algo penoso e
inolvidable que refleja mejor que nada este esperpento.
En
su «Historia Universal de la Infamia» Borges teje catorce relatos,
«ejecutados», según él entre 1933 y 1934. La fecha le impidió, a pesar de su
clarividencia de ciego, anticipar algunos ejemplos de igual mérito a los que
entonces incluyó en el libro, con títulos y arquetipos que hoy vendrían al
caso: proveedor de iniquidades, impostor inverosímil, incívico maestro de
ceremonias, brujo postergado, por falto de palabra y vano en sus promesas,
atroz redentor, el tintorero enmascarado, entre otros.
En
el «Arte de injuriar», incluido en su «Historia de la eternidad» explora, sin
pretender agotarlas, las formas del insulto. Una de ellas es, en una
enumeración, el contagio por las palabras cercanas, ya que inevitablemente hay
compañías que manchan, también en el trato entre palabras. Cita a Swift y a su
Gulliver, cuando en su conclusión dice: «No me fastidia el espectáculo de un
abogado, de un ratero, de un coronel, de, un tonto, de un lord, de un tahúr, de
un político, de un rufián. Ciertas palabras, en esa buena enumeración, están
contaminadas por las vecinas.» Hay quien, más que injuriarse, se retrata a sí
mismo con sus compañías, acabando por enlodarse de forma recíproca.
Hay
cargos y títulos que honran. Como personas que hacen grandes los cargos que
desempeñan o los títulos y premios que reciben. También personas que manchan y
menoscaban los que ostentan o ejercen. Escribe Borges: «Un alfabeto
convencional del oprobio define también a los polemistas. El título señor, de
omisión imprudente o irregular en el comercio oral de los hombres, es
denigrativo cuando lo estampan. Doctor es otra aniquilación. Mencionar los
sonetos cometidos por el doctor Lugones, equivale a medirlos mal para siempre,
a refutar cada una de sus metáforas. A la primera aplicación de doctor, muere
el semidiós y queda un. vano caballero argentino que usa cuellos postizos de
papel y se hace rasurar día por medio y puede fallecer de una interrupción en
las' vías respiratorias. Queda la central e incurable futilidad de todo ser
humano.»
Algunos
trabajan incansablemente, nos cuentan, para pasar a la Historia. Aunque sea a
la de la Infamia, en la que hay que reconocer que tienen un puesto asegurado.
Se puede ser tonto, que tantos ha habido y hay que se puede intentar pasar desapercibido si
no se está en un cargo demasiado expuesto al escrutinio. Lo imperdonable es
pretender medrar y vivir de tomar por tontos a todos los demás. Como es el caso
al que nos referimos.
Como mentiroso, encontrará poca competencia pues, a las falsas promesas, por estas que son cruces, dondedijedigos y mentiras propias, suma ahora el doctor Sánchez las ajenas, que hace suyas y se atreve a llevarlas hasta a la introducción de las leyes. Leyendo los relatos históricos, los funambulismos, los sofismas y los eufemismos del pacto con Junts (que ha venido a tapar el acordado con el PNV, no mejor) uno no sale de su asombro. Y se hace una idea de por dónde va a discurrir la legislatura. Dios nos pille confesados.
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