En la Transición, para apuntillar a La Codorniz y hacerle la competencia a Hermano Lobo, se creó El Papus, revista de humor aún más contestataria y ácrata, donde publicaba sus viñetas el genial Oscar Ivá, azote de ese proceso de evolución política que a muchos se les antojaba corto y teatral. Lo curioso es que quien promovió y financió tan contestaria y anarquizante publicación fue el Excmo. Sr. Conde de Godó, grande de España y dueño de la Vanguardia que, por aquel entonces dejó de llamarse ‘española’. Como suele ocurrir, ser contestario vende y siempre acaba apareciendo una empresa, un grupo de amigos de la universidad o un falso profeta que consigue medrar y vivir poniendo a su nombre indignaciones y descontentos ajenos.
Recuerdo muchas de esas viñetas y lamento no haber guardado los Hermanos Lobos, Papus y Jueves de entonces. Nunca ha habido nada parecido, aunque hayan intentado resucitar esta última cabecera para vivir de rentas inmerecidas. A su lado los humoristas de hoy son insulsas hermanas de la caridad, además de bastante faltos de gracia, ingenio e independencia.
En una de esas viñetas gloriosas, Oscar Ivá relataba con sus dibujos desganados de personajes encogidos e insignificantes, pero de palabras descomunales, cómo los responsables de una expedición científica para explorar flora y fauna del mundo, costosísima y de varios años de duración, elevan sus conclusiones: “Hay la tira ‘nimalicos”.
Si hubieran recorrido mares y tierras para buscar variedades y tribus humanas, habrían dado también con un número desmesurado de esas subespecies del sapiens. Infinitamente más que países. Hay la tira de tribus. Étnicas, culturales, religiosas, ideológicas, políticas, lingüísticas o de carácter variopinto, grupos humanos unidos por diversas afinidades, no limitadas por fronteras. Esas características, ideas, preferencias o manías que les unen y conforman una identidad, a veces a martillazos, suelen basarse en las diferencias, reales, supuestas o mitológicas que les separan de todas las demás. Ser mormón, motero, coleccionista de sellos, pelirrojo, criollo, tañedor de cítara, hablante de una lengua minoritaria o militante acérrimo de un partido, de la afinidad te puede llevar razonablemente a un sentimiento de pertenencia y de solidaridad dentro del grupo. Algunos pierden el oremus y dan el paso en falso de creerse colectivamente únicos, especiales, mejores que los demás. Miembros de un pueblo elegido, que nadie se integra en un grupo para predicar su inferioridad ni para reivindicar su común estupidez.
La identidad que les une y diferencia del resto, les hace creerse mejores que los otros, y suele tomarse como fuente de derechos, dando pie a la demanda de reparaciones, pues casi siempre en sus mitologías fundacionales suele encontrarse un agravio, una pérdida, una derrota. Se unen alrededor de una queja compartida. Estas tribus artificiales, a menudo ocurrencia de profetas que se erigen en la voz y albacea del invento, vienen a llenar muchos vacíos en la autoestima y en la misma vida de los ‘aborígenes’ que integra. Es reconfortante verse acogido a un grupo para saberse mejor que los demás, diferente. Incluso perseguido, algo que realimenta y fortalece la cohesión y la fe y, sobre todo, da algo de sentido a quienes para su vida no han encontrado cosa mejor. Nos lo enseña la sociología de las sectas, las religiosas y las laicas, pues muchas de estas agrupaciones que hemos llamado hasta ahora tribus, son en realidad sectas.
Se presenta el problema de que en cada individuo sueles convivir varias de esas identidades. Uno puede ser hombre o mujer, militante de un partido o de otro, seguidor del Madrid o del Barça, ser cazador o trabajar en una protectora de animales, vegano o amante de la dieta paleolítica, conservador o anarquista, moro o cristiano, taurino o antitaurino, deportista o sedentario. Ninguna de esas opciones es incompatible entre sí, ni con la condición de listo o de imbécil, de cojo, ambidextro o tantas otras opciones circunstanciales.
Casi todas las tribus de verdad, esas que han quedado apartadas del resto de la humanidad, se creen los únicos seres humanos verdaderos. Y recelan, temen o rechazan a los intrusos, esos animales inquietantemente parecidos a ellos, pero a los que niegan la humanidad. De hecho, gran parte de los nombres con que esos grupos aislados se denominan a sí mismos vienen a significar “los hombres”, “los humanos”, una identidad excluyente que no entiende que fuera de su tribu pueda existir algo equivalente. Como los caníbales de la isla Sentinel, si alguien se acerca, lo más razonable que puede hacerse con los inhumanos invasores, es comérselos.
No hace falta irse al Índico ni a las selvas amazónicas para ver eso. En el amasijo podrido de la antigua Unión Soviética perviven tribus muy similares, aunque estos indígenas conduzcan coches o algunos vistan camisetas del Real Madrid. Lo que hace tres mil años era la Cólquida para los griegos, la tierra mitológica donde los argonautas robaron el vellocino de oro, hoy se llama Abjasia. Fueron dominados por los griegos, cuando sus habitantes se llamaban ‘abalsgoi’. De ellos hablaron Estrabón y Plinio. Fueron sometidos por romanos, bizantinos, persas y sasánidas, después por los zares rusos, los soviéticos y actualmente por Georgia, una subcontrata del zar Putin, aunque viven una ficción de independencia. Su forma de gobierno es la de república semipresidencialista unitaria, cágate lorito, aunque la presidencia esté vacante sine die, como el cargo de primer ministro. ¿Para qué disimular? Abjasia, pues, que así se llama el invento, está habitada por los pobres abjasios, como es natural y su nombre indica. Y Abjasia significa en su idioma, hoy y desde que se tiene noticia, “País de los seres humanos”.
Las ideologías y partidos políticos resultan algo no muy diferente a las demás tribus, con sus chamanes, sus mitologías, sus ritos y sus memorias fantasiosas, casos perdidos cuando al tribalismo político se le une el fanatismo nacionalista. Sectas perfectas. No les falta de nada. Muchos nacionalismos de triste recordación han negado también la humanidad a los que no eran de su etnia, parte del invento. Así parece más admisible acabar con ellos. Otros nacionalistas actuales, desacreditado el racismo explícito por criminal, lo atenúan en sus mensajes y dogmas, aunque no se privan de intentar amojonar su territorio de caza y a señalar intrusos deshumanizados. Ellos son los elegidos, el pueblo de Dios, y los otros, los de fuera, esa especie invasora, son ejemplares degenerados, perros rabiosos, una infección que pone en riesgo la genética y las esencias de la tribu. No hablo de un aborigen con un hueso atravesado en la nariz bailando la danza de la lluvia o practicando los ritos de iniciación y pertenencia a la comunidad a los que someten a los niños para pasar a ser gente. No, esas infamias son palabras de indígenas cercanos, de tribus locales, como Pujol o Torra, que el traje no civiliza, sólo disfraza, y mejor les iría el hueso que les fue el cargo.
Guardo con celo recortes de prensa, lemas, memes y otras pruebas de cargo difundidas por los más vainas y descerebrados de los activistas en redes de algunas de las tribus políticas que padecemos. Como siempre, cuanto más tonto es alguien, más se acoge a cualquier denominación de origen que lo ennoblezca, que, al menos nominalmente, supla sus carencias, y recurre a la tautología de que una palabra le dé las virtudes o los méritos que sabe que le faltan. ¡Hágase la luz! Y las luces se hicieron, pero lejos de estos acémilas engreídos, tan faltos de ellas.
La pertenencia a una secta, el calor del grupo, el disfrute de una identidad o de una marca con lustre a los que se pertenece por mera declaración, les ocupa todo el cerebro y les engalla. Uno es lo que dice ser, disparate que ha llegado a ser ley entre nosotros. Merced a una simple declaración uno pasa a convertirse en lo que se le pase por el magín ¿Por qué no declararme progresista? ¿Qué menos? Soy maravilloso, pues. Progresista, o de izquierdas, igual que podrían ser del Ku-klux-Klan, de la Gestapo o del soviet supremo. Palabras como conjuros que hacen de tarima o de hoyo. Te elevan o te hunden. Nadie presume o busca prestigio al decirse conservador o de derechas. Incluso es frecuente ver que lo niegan quienes lo son. El caso para muchos es ser de alguien o de algún lugar, siempre de los buenos, de los elegidos, de los verdaderos humanos. Es una especie de título aristocrático. Hay quien presume de dónde nació o de la tribu a la que pertenece, quien se quiere revestir con virtudes ajenas, reales o supuestas. Su valía viene determinada por la simple adscripción, se han apuntado en el club correcto, lo que viene a decir que, puestos a buscar, nada mejor que esa pertenencia han encontrado en ni para su persona, nada propio de qué envanecerse. Su tribu es la de los verdaderos seres humanos. Fuera está la inhumanidad, la barbarie, el error, los fachas y esas cosas.
Me enteré por uno de estos memes que conservo que ser de izquierdas es una condición de excelencia y beatitud que sólo se alcanza tras grandes esfuerzos, meditaciones y estudios. De Kant para arriba. Para ser de derechas, ya nos lo dicen, con ser ignorante y estar orgulloso de serlo es suficiente. Se nos supone analfabetos, pues me incluyo en el grupo inmenso que quisieran desacreditar, aunque no sea más que por no pertenecer a un club que admite a gente tan cerril como ellos. No cabe ser más gilipollas. Los especímenes que crean y difunden tales especies, poniendo esa sandez para ellos reconfortante en boca de Mary Shelley, que nunca dijo tal cosa y a la que obviamente ni han leído ni saben quién es, demuestran justamente lo contrario de lo que querían acreditar. Concedamos que, tanto en la derecha como en la izquierda, por fortuna, hay gente más lista, reflexiva, leída y culta que tales cabestros y cabestras y que otros tantos desechos de tienta de su mismo hierro, fanáticos que muestran un despotismo poco o nada ilustrado. Díme de qué presumes. Lo dicho, pobre gente que intenta elevarse, ser alguien, colgándose galones ajenos.

Aunque se organicen y salmodien a coro las letanías de su parroquia para hacer más ruido y parecer multitud, las tribus extremistas resultan ser una parte pequeña de la sociedad. La peor. Es la sonoridad de las tinajas vacías. Sus fragores espantan y atemorizan a veces, pero son como esos bailes rituales y agresivos los de los maoríes, puro aspaviento y estruendo. A veces, por incomparecencia del contrario, se hacen los amos del cotarro y no conciben que nadie pueda tener otra fe y otras ideas. Pero sí que los hay, y son la mayoría, y de gente mejor.
Todos los extremistas, en su fanatismo tribal, acaban por pensar que no cabe ser más que de los suyos o de otro grupo contrario, el de los enemigos. La realidad es que existe una mayoría a la que ignoran si no es para insultarla, que es la que interpone entre ambos extremos irracionales su cordura y su aspiración a la ecuanimidad, a veces desentendida, perezosa, poco combativa. Sería esa tercera España a la que se le niega la existencia, esa enorme masa de personas no militantes, la que mira hacia todos lados y habla flojo o calla, sufriendo los abusos y desatinos de los extremos, pero que es la que siempre decide las elecciones. Su voto no es cautivo, sino variable, por eso Ciudadanos pudo ser la fuerza mayoritaria en Cataluña para luego desaparecer, allí y en el resto de España. Hizo lo mismo con otros grupos emergentes, una vez comprobada su inanidad y lo vano de sus predicaciones. Fue quien dio mayorías absolutas al Psoe y luego se las quitó para dárselas al PP. Acabarán hartándose de la fragmentación chantajista y destructiva y descartarán marginalidades oportunistas. Esto es algo que no pueden llegar a entender los que hipotecaron su criterio y su voto a un partido, al que votarán haga lo que haga, al que defenderán con razón o sin ella, con grave quebranto de su credibilidad y su consideración, con tal de que no manden los contrarios, a los que profesan un odio africano.
Viene a resultar, creo, que las elecciones las acaban decidiendo esos a los que los extremistas de todo pelaje llaman equidistantes, no pudiéndoles llamar nada peor. Los que utilizan argumentos, mejores o peores, pero propios, los que irritan a los sectarios al mirar para ambos lados con asombro e indignación, a los que son más de partido que de ideas, a esos que han demostrado que les dan lo mismo unas que otras con tal de que manden los suyos, aunque nadie sepa ya para qué.
En resumen: Hay la tira ‘nimalicos.
Viene a resultar, creo, que las elecciones las acaban decidiendo esos a los que los extremistas de todo pelaje llaman equidistantes, no pudiéndoles llamar nada peor. Los que utilizan argumentos, mejores o peores, pero propios, los que irritan a los sectarios al mirar para ambos lados con asombro e indignación, a los que son más de partido que de ideas, a esos que han demostrado que les dan lo mismo unas que otras con tal de que manden los suyos, aunque nadie sepa ya para qué.
En resumen: Hay la tira ‘nimalicos.
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