Cada vez dedico más tiempo a leer libros y otros escritos
que se ocupan de las ideas, mejor que perder el tiempo con las ocurrencias.
Ideas, su origen, alcance y evolución, no dogmas, prejuicios, tópicos o todo ese batiburrillo de discursos de
baratillo, algunos totalmente disparatados, oportunistas, vacuos y peregrinos
que, en realidad, son los que ocupan hoy portadas y debates, foros
y mentideros. No es todo ello sino un fiel reflejo de la poca salud, bajura y
enconamiento del debate político que emana de las alturas, mezquino, partidista
y posturero, basado en la descalificación del contrario, la no asunción de responsabilidad alguna y en la dimisión del
cargo de hacer frente a los verdaderos problemas de forma honrada y eficaz. A
lo más que llegan es a aplicar tratamientos sintomáticos de urgencia, raramente
van al fondo y a la causa de la enfermedad.
No pocos, los peores, practican una política entre el chamanismo
y la homeopatía, que ceba y eterniza los males más que los combate, y que parece
creer en el poder curativo de la sugestión, la imposición de manos y el
encantamiento de conjuros y sortilegios. Pensamiento mágico. Pura verbosidad. Más que en la
curación se esmeran en la apariencia del envase y la palabrería del prospecto
de sus ungüentos de charlatán, literatura siempre enfocada a evadir posibles
responsabilidades. Acaban vendiéndonos agua envasada con poco o ningún
principio activo. Y, además, carísima.
Cuando uno cierra las páginas de un libro de Isaiah Berlin o de Chesterton, de Hanna Arendt o de Tony Judt, Orwell o Steiner, de Félix Ovejero, Trapiello o Josep
Pla, de Chaves Nogales o de Julián Marías, entre otros muchos y por no citar a los
clásicos, para después ponerse a leer gran parte de la prensa diaria de alquilada
opinión o, peor aún, se mete en los foros a ver cómo respira el personal, a uno
se le hunden los palos del sombrajo. Sabiamente y para hacerlo soportable,
intercalan fotos y vídeos de gatos. Hace falta cámara de descompresión mental para
no sucumbir a la intoxicación por falta de oxígeno que provocan esos cambios
tan bruscos. Convendría pasar por un nivel intermedio. Primero una novela de
Ágatha Christie o de Simenon, un libro de viajes, después un crucigrama, luego
un tebeo o una de Corin Tellado, las noticias del tiempo para, una vez aclimatado
el cerebro gracias a ese paulatino descenso, por fin enfrentarse a los análisis
de los medios y redes. No es que esperase uno encontrar por allí a Platón, a Unamuno
ni a Montaigne, desilusión pareja a la de otros al dar con mis opiniones y
comentarios, pero salvo honrosas excepciones, que las hay, y viendo el percal, no
es extraño que las cosas vayan como van y mande quien y como manda, aquí
y en el mundo. La casa no es que siga sin barrer, sino que ya estamos dejando
que se nos hunda. Algunos que, al frente del estudio, nos cobran como arquitectos,
aparejadores o maestros de obras, sin alcanzar a ser peones de albañil, en
realidad viven de minar cimientos y rapiñar vigas, tejas y ladrillos. Y tales
termitas políticas medran explicándonos que precisamente eso es lo que nos conviene.
Lógicamente, como profesionales que se encargan de las demoliciones, viven de
las ruinas, no de los edificios sólidos, limpios y bien mantenidos, donde ellos
están demás.
No es cosa de España, como digo, que en eso también solemos
ir al rebufo de otros, y no siempre de los más listos, exitosos ni competentes.
Importamos las niñerías, los desvaríos y los errores de lo peor de cada casa, y
no hay despropósito ni orate foráneo que quede sin calco o sosias por estos
lares, poco dados a la originalidad. Hay mucha inteligencia suelta, es cierto,
cerca y lejos. Pero la inteligencia suele ser molesta. En primer lugar, porque el
tratamiento sanador de sus razones requiere un esfuerzo que no estamos
dispuestos a hacer, suponiendo que tengamos preparación, criterio y capacidad
para entenderlas. Ya se ocupan de que no tengamos tales cosas y no dan abasto
redactando leyes de educación, siempre a la baja en cuanto a nivel y exigencia,
no vaya y salgan los educandos mejores que los redactores. En segundo, porque
lo que nos cuentan pide de nosotros algo más que atención y no estamos por los
esfuerzos ni los sacrificios, pudiéndose arreglar todo con palabras y con
buscar culpas ajenas.
Nunca fueron los gatos amigos de ayunos ni penitencias, por
lo que huyen de dómines, fondas y comarcas donde no les den bien de comer ni
les dejen dormitar a gusto en su caja. A los niños les gustan los cuentos, pero
siempre los mismos, los que ya conocen. Y, antes de dormirse, prefieren ir cerrando
poco a poco los ojos de la vigilia arrullados por relatos sin retos ni sorpresas,
de esos que por conocidos se escuchan sin esfuerzo, sin sobresaltos ni dudas
que pudieran entorpecer su paulatino y dulce amodorramiento. Antaño los niños solían tener cuatro o cinco años. O diez. Hoy, con el alargamiento de la esperanza de vida y
el acortamiento de casi todo lo demás, algunos de ellos pueden tener cuarenta,
sesenta o cien, con lo que no es extraño ver pulular niños canosos, con boina y
garrota, renqueando en busca de su añorada revolución, siempre pendiente. Mejor
que se dediquen a mirar obras.
La mejor forma de renunciar a la posibilidad de encontrar la verdad es pensar que ya se conoce. O la razón si uno cree que ya la lleva, sin matices ni otrosís. Nadie sana de una enfermedad si se resiste a admitir que la padece ni puede aprender aquello que sin conocer da por sabido. Nadie desea ni busca lo que ya cree tener, temiendo tal vez encontrar lo que no espera. Y eso lleva a una autocomplaciente parálisis.
Vemos
que hay legiones de personas, una variedad más de conservadores, que llevan
cien o ciento cincuenta años pensando lo mismo, que tan atinados y claros encuentran
su dogma y su verdad. Como una vida no da para criar y almacenar tanta fe y
convencimiento, suele ocurrir que sus ideas a veces no sólo son equivocadas,
sino que son ajenas por heredadas. Tienen el pensar, el sentir y el rencor que
les legaron sus abuelos, junto con la casa, el bancal y un país en paz, sin
haber desarrollado nada propio, ni conseguido nada igual, y menos mejor. Ni siquiera imaginado. Se
enfrentan a las enfermedades del presente practicando sangrías ideológicas, con
lo que a veces tienen tics de sanguijuela; o cuelgan al paciente de los pies pinchándole
los ojos para que salgan los malos humores, como en tiempos de Paracelso. Sin
haber llegado a conocer el Dioscórides acaban sonrojando a Hipócrates, pues las
recetas de sus maestros terminaron con la vida de millones de pacientes obligados
a soportar sus tratamientos de choque, pues no conocen de otros.
Que no funcionen sus remedios no les desalienta, la culpa es del enfermo que no está por la labor y además acude a otros sanadores y curanderos. Así no hay manera de sanaros, les reniegan, pues no elegís bien ni médico ni tratamiento. Siguen enredados en sus disputas gremiales, eternas y estériles, discutiendo de humores y espíritus, subdividiendo el protomedicato en escuelas chamánicas y sectas innúmeras. Que cambie el mundo, que nosotros no tenemos por qué hacerlo, pues somos los que llevamos razón. Cien billones de moscas no pueden estar equivocadas, comamos lo que ellas. Sólo les queda esperar a que la vida y sus eternas vueltas retornen a una situación tal en la que sus pócimas y ungüentos vuelvan a ser eficaces, si es que alguna vez lo fueron, que la Historia más bien apunta a lo contrario. Cosas más raras se han visto, parecen pensar.
Por eso hay “progresismos”
reaccionarios, retrógrados, que más miran al pasado que a un presente con el
que no saben contender y al que pocas veces encuentran algo nuevo que aportar que sea
mejor que lo ya experimentado, pues no todo lo heredado es despreciable. Por lo
pronto, para no perder clientela e incapaces de remediar las enfermedades
reales y conocidas, inventan otras y viven de recetar pócimas y elixires de su heredado
vademecum para remediarlas. O recitan a coro sus conjuros, pues han llegado a
creer que realmente sus abracadabras son eficaces, que cambian la realidad. Predican
que su palabra cura, aunque lo único que se ha podido dar por cierto es que al
menos adormece, cosa que a veces les basta. Les inquieta constatar que va
habiendo quien llega a pensar, no sin razón, que desaparecidos ellos, desaparecerían
las enfermedades escapadas de las retortas de su laboratorio social.