domingo, 30 de agosto de 2020

Epístola presupuestaria


 La democracia, cuando nos movemos entre extremos, acaba consistiendo en que los ciudadanos eligen el tipo de equivocación que prefieren. Nombramos a alguien básicamente para que se equivoque en nuestro nombre, lo que nos hace despreciables, acertemos o votemos al equivocador inadecuado. Al menos esto último  piensan las distintas feligresías respecto a los votantes de las otras parroquias. Los pactos son mal vistos entre nosotros tal vez porque, con esas premisas, las coaliciones o los acuerdos vendrían a resultar una suma de equivocaciones. Cuando tras votar se hacen las cuentas y se ven las posibles concertaciones, en España siempre se da por descartado, por inverosímil, aquello que aglutinaría a una gran mayoría de los votantes. Nuestro carácter y nuestra historia no consideran posible ni ven legítima una alianza entre los dos partidos más votados, cosa que sí ocurre en otros países cuando la situación es grave. No se entendería entre muchos de nosotros ese tipo de acuerdo, pues la eterna campaña electoral en que vivimos y la misma forma de oposición que alternativamente han ejercido los dos grandes partidos a través de las décadas han sido en exceso agresivas y descalificadoras. Ya se han ocupado ellos, y aún más algunos nuevos partidos desde ambos extremos, en exacerbar los ánimos y en polarizar la sociedad hasta límites peligrosos. Cada partido ha presentado al otro no como una alternativa peor, cosa lógica, sino como un peligro, cosa exagerada. Hay grupos políticos de peso variable que intentan abrirse paso a codazos pintando aún la cosa más negra. Cordones sanitarios, fascismos o comunismos bolivarianos, catacumbres, fines del mundo y otros desastres vienen de la mano, se nos anuncia, de partidos que para ellos simplemente no deberían existir. Son los extremos, radicales de izquierda o de derecha, siempre desprendiendo un tufo totalitario que intentan disipar echándose aguas de colonia en la careta o sobre una piel prestada que sigue oliendo a chotuno. Son buitres políticos, se alimentan de la descomposición.

Pero si de verdad creemos que la democracia es más que una palabra, una capa de barniz (fina y fácil de perder), una estrategia de sometimiento incómodo y a ser posible temporal, que es lo que viene a ser para algunos grupos y personajes, no cabría argumentar ningún reparo democrático a que un acuerdo entre los partidos que aglutinan a las dos grandes mayorías de votantes se considerara mucho mejor que otro pacto que conceda un poder e influencia inmerecidas a grupos menores en cuanto a respaldo electoral. Incluso a grupos muy minoritarios, sobredimensionados por una ley electoral muy mejorable, como es la nuestra, que premia una implantación firme a nivel local o regional, aunque sea irrelevante a nivel nacional. A veces unos puñados de votos que conceden la preponderancia en una provincia o comunidad de escaños muy baratos, han permitido condicionar, por no decir lo que es, chantajear, a los sucesivos gobiernos de la nación. Un gobierno soportado por el 60% de los votantes podría ser cuestionado con otros argumentos, pero no tachándolo de poco democrático, pues no cabe pensar en otro que lo fuera más.

Llegados a ese punto, los lamentos de los grupos minoritarios que con pactos entre las mayorías, o simplemente con su acercamiento a posiciones de otros situados más al centro, verían reducida su influencia y su presencia en las instituciones a su verdadero peso en la sociedad, bastante más escaso del que pretenden y a veces consiguen. No tendrían más argumento al que recurrir que a esa creencia supersticiosa que les nubla la vista y que les lleva a pensar que son los reservorios de la ética, la razón y la justicia. Pensar así es mostrar su desprecio hacia los votantes, hacia la misma democracia, pues no otra cosa es el atribuirse a sí mismos unas credenciales y un peso que no está respaldado en las urnas. Teniendo el 14% de los votos, que aun no siendo pocos, les dejan como cuarta fuerza política, anuncian con deslealtad  y ya desde el gobierno que su presencia es la palanca de todo lo bueno que de él salga,  e intentan que su programa sea el principal condicionante en el núcleo de la acción del consejo de ministros, especialmente a la hora de encontrar soportes y confluencias para elaborar y aprobar unos presupuestos para todos, con lo que muestran que no han entendido nada. Ni quieren entender en qué consiste la democracia. Lo demás son leyendas propias de monedas en las que se afirmaba gobernar por la gracia de Dios. Desde luego la gracia de los votos no les dan para tanto.

El PSOE ganó las elecciones con 6.752.983 votos. El PP obtuvo 5.019.869. 3.640.063 fueron los cosechados por VOX, y 3.097.185 por Podemos-IU. Ciudadanos 1.637.540. Al PNV votaron en las últimas elecciones casi 350.000 personas, uno de sus mayores éxitos electorales, si no el mayor. Supone el 1,57% de los electores. Los de Esquerra el 3,71, y los transformistas onomásticos de Puigdemont y los suyos, el 2,19%. Bildu el 1,15. Saquen las cuentas y vean si la cosa da para seguir gozando durante decenios del poder desmesurado de decidir si soportar o derribar gobiernos, arrancar competencias inconvenientes o blindar privilegios insolidarios, teniendo su voto siempre en venta a un precio que varía según mercado y estación. ¿De dónde sacas, pa’ tanto como destacas?, que decía el cuplé. Algunos líderes son la chica del 17 del parlamento, derrochando un poder más chuleado que ganado. Hemos visto y vemos gobiernos que, más que un socio, parecen tener una querida. O varias, los más libidinosos. La erótica del poder.

Unidas Podemos prefiere que sea Esquerra quien ponga la tercera pata al taburete presupuestario, previo pago en especie, una especie en peligro que otros queremos protegida. Y esos otros, los que no queremos pagar tan elevado precio, vemos más deseable un acuerdo con Ciudadanos, a pesar de que nunca le perdonaremos habernos privado de disfrutar en esta situación crítica de un gobierno con mayoría absoluta, centrado en solucionar problemas, no en buscar hegemonías ideológicas o culturales, inmune a estirazones, compraventas, malas compañías, chantajes y discursos extremos casi alucinatorios, especialmente con la que está cayendo. Las medidas necesarias de protección  social, de reforzamiento de la sanidad y la educación, como otras especialmente imprescindibles hoy, no son defendidas sólo por ellos, ni pueden ser la cucharada de azúcar que endulce y tape el sabor de otros tragos que a la mayoría le resultarían amargos incluso con tal anestesia. Un gobierno que hubiera dejado en su verdadero lugar a personajes y grupos que hoy condicionan nuestro futuro, cuando su peso real está cercano a la irrelevancia. Ellos verán. Los vetos son peligrosos, sobre todo cuando no se está en condiciones de imponerlos. Luego, al no poder evitar lo inevitable, se te queda cara de tonto y, aunque la peña está acostumbrada a tragar cualquier sapo, incluso a simular y predicar que aprecian su sabor y textura, todo tiene un límite. Hacer apuestas que la cartera no respalda te puede sacar de la timba. Y fuera hace mucho frío.

De todas formas, los eclesiásticos van de farol. Ninguno de ellos renunció para ser ministro a su acta de diputado. Sospechan, temen, saben, que una vez aprobados los presupuestos que, como vemos con los de Montoro, pueden durar dos o tres años, dejarán no sólo de ser imprescindibles, sino necesarios, que deseables nunca lo han sido, lo que les bajará mucho los humos. De ahí su desesperada gesticulación jaleada por su claque unánime. Tal vez después de los presupuestos o haya menos gestos levantiscos y chulescos o los echen del gobierno. Las ganas de hacerlo cada vez son más indisimuladas. Cada discrepancia, retransmitida con premura, refuerza al PSOE más centrado y, salvo ante una peña tan incondicional como poco nutrida, desnuda a Podemos ante el resto de la sociedad. Su afinidad con Esquerra, necesaria para que en las inminentes elecciones catalanas no le ocurra a su marca blanca lo mismo que en Galicia o en el País Vasco, les resta carretadas de votos en el resto de España. En todo caso, pues tontos no son y se la ven venir, ya deben de estar escribiendo el nuevo relato, una novela negra tipo Le Carré, con turbias conspiraciones, espías dobles, bajos fondos y traiciones, un relato que, pase lo que pase, para ellos no puede tener un final a su gusto.

jueves, 6 de agosto de 2020

Epístola ajedrecística

    El conocimiento de hechos ciertamente escandalosos, de ser como hasta hoy se nos dan a conocer parcialmente y por canales poco usuales, protagonizados por Juan Carlos I, culminados por un inducido traslado de residencia a un lugar por el momento no revelado, ha sido un tema con fuerza suficiente para superponerse por unos días a la pandemia y a la catástrofe económica derivada que ha apuntillado una situación previa no excesivamente boyante. Ver tiempos, mensajes y esfuerzos intentando aprovechar la situación para dar curso a ansias ideológicas, para mí inoportunas, mostrará en qué estamos. Mejor dicho, en qué están algunos que cobran por estar en otras cosas. Como es natural, aunque es bastante unánime en la sociedad el rechazo a lo poco que se sabe y lo mucho que se supone de algunos comportamientos del rey emérito, no ocurre así con las consecuencias que unos y otros quisieran derivar de ellos. Empezando por la coalición de gobierno, una mayonesa sin cuajar en la que el vinagre se quiere imponer al huevo y al aceite. Antes o después se cortará definitivamente y habrá que empezar de nuevo con la maza a dar vueltas en el mortero gubernamental a una mezcla mejor. Sobra el fanatismo tan oportunista como inoportuno que flota sin integrar en la superficie de la salsa como chorreones de vinagre, imposibles de cuajar en algo digerible y menos que sea gustoso. Maldito sea Rivera.    Saber que defienden posturas no compartidas por gran parte de la sociedad, lleva a los socios minoritarios del gobierno y a sus más desaforados acólitos en las redes sociales a hacer en la partida arriesgados movimientos sin tener en el tablero figuras ni peones que les respalden. Trucos de tahúr, jugadas de farol, apuestas suicidas alentadas por el hecho de que se juegan lo que no es suyo. Nada tienen que perder, salvo la nómina. Es el ahora o nunca; al menos el ahora mejor que nunca.

    Esa palabra “nunca” es muy fuerte, pues asegurar que algo no ocurrirá jamás es mucho decir. Nada dura para siempre, y las monarquías reinantes en varios de los países más prósperos, democráticos y decentes del mundo, entre ellas la nuestra, también saben que no deberían arriesgar demasiado en determinados lances del juego. No deben llegar a pensar que están por encima del bien y del mal, que su reino no es de este mundo y que sus actuaciones privadas deben quedar fuera del escrutinio de la ley. Que Urdangarín esté en la cárcel y que haya causas abiertas por delitos fiscales sobre las cuentas en Suiza del anterior rey, es muestra de que eso no es así. Que Pujol y otros dirigentes regionales no habiten una celda desde hace años ya no sé decir de qué es muestra.

    Los comportamientos individuales, aun siendo reprobables y perseguibles, no sirven para descalificar instituciones. De hacerlo, ninguna deberíamos conservar en nuestro país ni en muchos otros. La Generalitat de Cataluña y los partidos que la desgobiernan serían ejemplo de instituciones que habría que suprimir si fuese por nivel de corrupción, incompetencia y ejercicio desleal y partidario de sus funciones durante demasiado tiempo. Si revisamos los comportamientos de los jefes de estado de los distintos países del mundo actual podemos encontrar casos de corrupción, de regalos de diamantes o villas de recreo, lujosos coches, comisiones por compras y ventas del estado, incluso de apropiamiento por parte de las camarillas gubernamentales de gran parte de los recursos petrolíferos y económicos de algún país. Lo curioso es que todas estas cosas las encontraremos casi siempre en repúblicas o en las monarquías medievales de países del oriente próximo o lejano, pero no en las europeas. Si se trata de repúblicas nunca se apunta como solución acabar con el régimen para instaurar una monarquía. Cuando se enjuició a Sarkozy o a Chirac, por ejemplo, a nadie se le pasó por la cabeza echar mano de los sucesores del descabezado Luis XVI, último monarca de una Francia que se quitó de encima a un rey para acabar soportando un emperador semidivinizado.

    La casa real británica, que por cierto acaba de lanzar al mercado una ginebra con botánicos de los jardines del palacio de Buckingham, una institución secular que tiene propiedades territoriales del tamaño de provincias y que protagoniza escándalos que han llevado a su Graciosa Majestad a ir borrando de la nómina a la parte de la familia que no da la talla que se le exige a la institución, es escasamente cuestionada. Por no decir nada. Todas las monarquías constitucionales son sistemas que se rigen por los valores republicanos de la democracia parlamentaria, donde la cabeza coronada se limita a cortar cintas inaugurales, leer discursos redactados por el gobierno y firmar leyes aprobadas en el Parlamento. A veces conteniendo las lágrimas al firmarlas, pues la reina, que ha enterrado a varios papas, casi una docena de presidentes de USA y ha visto nacer y morir países y dictadores tras arruinar lejanas repúblicas, atesora más conocimiento, prestigio y fuste que la mayoría de los primeros ministros con los que ha tenido que despachar a lo largo de décadas, apenada por la degeneración general que ha llevado a Gran Bretaña y al mundo a pasar de estar gobernados por dirigentes como sir Winston Churchill a padecer a Boris Johnson, bufón más acorde con los tiempos. Cuestionar lo democrático del sistema sería olvidar lo esencial, que es su dependencia de los poderes que sí han sido elegidos, tanto como la capacidad del pueblo para decidir eliminar la monarquía si llegara a considerarlo conveniente, algo que está muy lejos de ocurrir, allí y aquí. Si tenemos una monarquía es porque así lo votamos mayoritariamente en 1978, aunque algunos o no leyeron lo que votaron entonces o ahora se hacen los olvidadizos en un alarde de esclerosis facial. Si alguna vez en el Reino Unido se optara por una república, lo que entraría dentro del terreno de lo milagroso, el Estado seguiría tal cual, algo que es diferente en nuestro caso. Se cuestiona aquí la monarquía como objetivo lateral, pues el botín buscado es eso que llaman con desprecio “el régimen del 78”, es decir, la época más próspera, democrática y decente de nuestra historia, a pesar de no pocas manchas, muchas de ellas provocadas por algunos de los que hoy la atacan. Algo muy apreciado por una gran mayoría de los españoles.

    La función del rey, especialmente en España, es de representación, de símbolo y garante moral de la unidad. Y si tiene tan poco poder, por decir que alguno tiene, es así porque renunció Juan Carlos al inmenso que pudo haber tenido, a mucho más de lo que quienes desearían sustituirlo se muestran dispuestos a renunciar. Puestos a elegir embajador, símbolo y figura, prefiero a un descendiente de Luis XIV o de Carlos III antes que a los candidatos que me vienen a la mente. Además, se le ha formado para ello desde niño, lo que al menos nos evita ser avergonzados por algún candidato en chanclas. Es justo reconocer que el emérito parece ser que no ha estado a la altura exigible en cuanto a escrupulosidad en algunas actuaciones, si así se probara, pero nunca hubiera podido alcanzar las altas cimas del latrocinio con la perfección y la impunidad con que muchos otros dirigentes electos nos han ofendido.

    Algunas ideologías políticas, tan acertadas en sus análisis de las situaciones injustas y necesitadas de mejora como incapaces de solucionarlas, salvo para sí mismos, tienen ese halo romántico que proporciona la utopía, lo que a cambio les acarrea el lastre de un error inicial acerca de lo que cabe esperar del género humano, del buen salvaje de Rousseau. Hablan de que el pueblo es sabio, siempre tiene razón, de nada es responsable y todo lo merece, y claro, con esos mimbres poco cabe esperar al tomar tierra. Son discursos de oposición, no de gobierno, y si gracias a sus engañosos encantos lo alcanzan, queda al desnudo su incompetencia y su desajuste con el mundo real. Lo cierto es que muchos no creen lo que dicen, pues en realidad desprecian al pueblo en cuyo nombre dicen hablar y muchas muestras dan de ese desprecio. Que las urnas les digan otra cosa y sólo una escasa parte del pueblo les apoye es algo que pasan por alto; tras contar los votos que los revelan como cuarto partido siguen presentándose como únicos portavoces de la gente, del débil, del oprimido, aunque no siempre lo sean. En último extremo parecen apelar, como los monárquicos del antiguo régimen, a un poder merecido, otorgado por la gracia de Dios, algo etéreo que no necesita otros respaldos. Tengo la razón, y basta. Si no alcanzan el poder es por turbias maquinaciones de poderes ocultos, arcanos, o de otros como el judicial, bastardos hasta que sean nobles y legítimos, es decir, cuando ellos los nombren por adhesión a sus doctrinas, como no se recatan de avisar.  

   Me refiero, como se ve y claro está, a los extremistas, a los fascistas de izquierdas, pues tanto han estirado de la palabra y del concepto que han llegado a hacer posible que incluyamos en él a muchos de sus comportamientos y protagonistas. En España, como en el resto del mundo, ambos extremos se confunden, aunque apliquen su fanatismo de forma distinta o a distintas cosas. Decir que son especulares puede hacer que parezca equidistancia, intento de blanquear un fanatismo confrontándolo con otro, pero la culpa es suya. Ambos necesitan de ríos revueltos para nacer y más para crecer. La prosperidad y la justicia los deja sin tablero para jugar su partida, incluso sin partida que jugar, pues sólo la desesperación y el desánimo permiten que sus mensajes a medida, sus lamidas de oreja a parroquias equiparables, refractarias a la realidad de las cosas, encuentren calor y calen en los cerebros menos amueblados u ocupados en otras urgencias.

    Los que provocan este escrito aman la inestabilidad, el empezar de nuevo, pues nada hay que conservar, menos que celebrar, ya que nada ven en nuestra historia que haya que enseñar a nuestros hijos, más motivo de vergüenza que de gloria, según tales personajes, algo muy distinto de lo que podemos ver en esos países que dicen admirar, procurando obviar aquellas cosas que en la comparación con seguridad nos favorecen.

    Leo en las redes, justo cuando se hace pública la carta del rey Juan Carlos cómo, por parte de los guardianes de la decencia y la verdad, poniéndose la venda antes de la herida, se nos avisa de que el facherío, la caverna mediática, la extrema derecha, los de siempre, dirán —diremos— esto y aquello, encontrarán excusas y justificaciones para defender a un rey ya condenado por ellos. Las palabras, grabaciones y manejos de Villarejo, ciertas cuando conviene, falsas cuando no, cosa que para ellos también ocurre con la bondad de los fallos judiciales, son ahora tan incuestionables como convenientes. Afortunadamente y para su disgusto vivimos en un estado de derecho en el que la ley es casi igual para todos, algo que digo sin coña pues, igual que los bancos, su redacción tiende a ser en exceso benevolente con dirigentes políticos de variado pelaje ideológico pillados con el carrito de los helados, desmanes jaleados si ajenos y callados si propios. No olvidemos que las rendijas y prescripciones por donde se nos escapan a diario delincuentes de ese y otros gremios o cofradías son obra y producto de la legislación confecccionada por ellos mismos, algo que siempre prometemos arreglar desde la oposición, pero que ya en el gobierno queda ad calendas græcas. Algo así como la supresión de las diputaciones o la reforma del Senado.

     Corrupciones ha habido muchas, algunas multimillonarias, otras pequeñas. No salpican por igual a unos partidos y sindicatos que a otros, algunos no han tenido tiempo, pero el parroquiano que justifica lo poco avisa que soportaría lo mucho, poniendo ramitas en el nido que incubará el huevo de la corrupción de los suyos, que asume de antemano. Quien es tolerante con sus propias irregularidades fiscales o laborales ya apunta maneras. Decir, como se suele, que ya salió lo de siempre, la plantilla de Echenique, que ya están los fachas aquí, y otras excusas de mal pagador, es muestra de lo que digo, todo hecho o argumento es bueno si no se aplica en mi contra. Poca decencia política y nula honradez intelectual. Tan escasa como el respeto que merecen.

    Malo es que se nos advierta de lo que no hemos de decir, de lo que tenemos que dejar de opinar, de aquello que hay que evitar pensar para no entrar en ese terreno indecente que empieza justo donde acaba la ideología del que nos avisa, pues todo lo demás es territorio facha. En mi molesta opinión, peor es aún leer que desde una vicepresidencia del gobierno se hable de huida, o desde sus aledaños, se envíe al más deslenguado de sus portavoces a pedir que se retire el pasaporte y se impida la salida de España de alguien que ni está judicialmente acusado de nada, ni encausado. Se huye en el maletero de un coche, como Puigdemont, perseguido por la justicia por sus delitos probados, personaje y hechos para ellos más defendibles. Al menos por el momento no estamos en ese caso con el rey abdicado. No es cuestión de matices ni de formas, es cuestión del concepto que sobre la justicia y el estado de derecho tienen semejante orate y su cuadrilla. Sencillamente temible, dictatorial. En ese ahora o nunca pide ya el gran coro de los más cafeteros empezar a renombrar calles y plazas, que siempre encontraremos en la peña y en sus ancestros ideológicos alguien mejor para titularlas que Juan Carlos I o Juan de la Cierva, como con tantos otros mejores que los proponentes se hizo antes. Por supuesto, es el momento de arrancar del edificio constitucional la clave de bóveda de la monarquía.

    No corráis, hermanos, que con las prisas vais a tropezar, pues tal vez algún día llegará una república y esperemos que si así ocurre sea para bien, que salga mejor que las anteriores; pero hoy sucede que uno de los sostenes de la monarquía es la indignidad de no pocos de sus más acérrimos enemigos. Si queréis una república, si queréis que lleguemos a desearla los que hoy la rechazamos, soltad lastres, que muchos tenéis. No vendrá nunca de la mano de los que montan homenajes en pueblos y villorios del País Vasco a asesinos locales cuando salen de la cárcel, ni de separatistas xenófobos e insolidarios, ni del lumpen okupa, ni de otros de vuestros amigos, que presentáis como avales y señas del régimen republicano. Gran error.

    No caeré yo en la indecencia de generalizar, como hacen muchos de ellos, de decir que todo republicano es así, ni siquiera sugerir que no quepa nobleza, honradez y sentimiento democrático en muchos de los que prefieren y defienden un régimen republicano, aunque lamento que no renuncien a ciertas compañías que manchan su propuesta. Tienen buenos argumentos, razón en algunos de ellos y, por descontado, derecho a defender sus posturas. Sólo estos últimos son los que reconocerán en mí y en otros lo que yo les reconozco a ellos: que es legítimo y decente defender una u otra cosa con la palabra, con el argumento, y no cabe hacer como los más miserables, que de antemano nos avisan y nos descalifican anticipando que vamos a decir cosas que les desagrada escuchar, intentando amedrentar para que no las digamos. Blanden en la mano la tea de quemar herejes, arrepentíos pecadores, renunciad al maligno, sólo en la fe verdadera encontraréis perdón. La jauría en las redes ataca después a los atrevidos. Para esos fanáticos totalitarios, como para cualquier otro modelo de ellos, mi desprecio más absoluto. Vaya en su descargo que, salvo escasos opinantes con criterio, que también los hay, gran parte de los que aparecen unánimes en las redes echando vapores sulfurosos por las narices, no dan para más; se trata de simples ecos, bastante abundantes en los bandos extremos, pero que dicen lo que haya que decir, defienden lo que haya de defender según soplen los aires en su peña. Esos que citan poetas que nunca han leído ni leerán, lloran lo que haya que llorar y ríen lo que haya que reír, comparten todo lo que les llega de su burbuja, que repiten lemas y consignas, pues nunca han pensado nada por sí mismos, son simples figurantes que se encaraman a una carroza que creen triunfal para recibir unos aplausos dirigidos al santo y que por sí mismos nunca llegarían a merecer. En el fondo lo saben. Sus disparates son su minuto de gloria en su parroquia y un hazmerreír para el resto.

    En la situación actual, que llamar desesperada es quedarse corto, creía que habíamos quedado que todos a una, que los esfuerzos debían concentrarse en salir del abismo dejándose de banderías, maximalismos y disputas estériles. Veo que no. Entre el amor y el dinero, lo segundo es lo primero, que diría Corinna; entre la ideología y el sentido común el orden es el contrario. Que no anuncien jaque mate tan pronto, que las fichas para esa partida ni siquiera han salido al tablero.