miércoles, 24 de noviembre de 2021

Epístola del babuino

No solo no tienen ideas propias, sino que tampoco han entendido las ajenas, lo que aún es peor. Y las ideas son importantes, porque tienen consecuencias, lo que haría necesario que quienes gobiernan supieran de dónde provienen las que manejan, casi siempre como caricaturas, lecciones mal digeridas de conceptos no del todo comprendidos. Si las ideas que les inspiran son antiguas, cosa frecuente, al menos deberían valorar las consecuencias que tuvo su aplicación cuando eran nuevas. Analizar si las circunstancias en las que nacieron siguen teniendo algún parecido con las actuales. Como no lo tienen, deberían considerar si, para las que fueron causa y justificación de crímenes, dictaduras, hambrunas y guerras, hay algo en el presente que pudiera indicar que hoy serían más apropiadas y mejores, menos peligrosas de lo que en su momento resultaron ser. Todo indica que no.

Muchos filósofos fracasaron por su soberbia, por su afán de totalidad. Tras alumbrar una idea nueva y brillante, una teoría útil para explicar algo de mejor forma que hasta entonces se había conseguido, intentaron expandir el rango de aplicación de esa idea, tal vez acertada para interpretar ese algo concreto, haciéndola fracasar al pretender hacerla clave de bóveda de una explicación universal, válida para todo hecho, momento y situación. Por eso de que quien sólo tiene un martillo por todos sitios ve clavos que remachar. El lecho de Procusto, el afán de encajar en nuestro diseño maravilloso la realidad a martillazos. Ver que la realidad es un estorbo para muchos ya debería ser suficiente para no dejar nuestras vidas en sus manos.

Si ese afán de someterse a una teoría de amplio espectro, convertida en dogma y guion incuestionable, es trampa en la que caen pensadores a los que se les supone inteligencia, sabiduría, rigor y honradez intelectual, que ya es suponer, ¡qué cabe esperar de los que nunca han tenido un trato demasiado honrado con las ideas, siempre ajenas, siempre mal conocidas, sombras que luces lejanas proyectan en las paredes de su caverna? Sobre todo, porque la realidad queda fuera del alcance de sus propias luces, a menudo escasas. No es raro que esas ideas, razones y argumentos sean sobrevenidos, elegidos a posteriori porque pudieran ayudar a justificar y dar una base teórica que hiciera de armazón a sus planes e intereses, no menos que a sus frustraciones, rencores y manías, que eran previos. Sólo cabe pensar que Dios nos pille confesados cuando los escuchamos hablar de Historia, de memoria, de economía y, sobre todo, del ser humano, elemento de cierta importancia para que las grandes ideologías lleguen a ser algo más que utopías, pesadillas o simples disparates. Muchos de los que pusieron las bases de esas ideologías se revolverán en sus tumbas al ver en manos de qué cabezos, de qué babuinos ha quedado la aplicación del producto de sus esfuerzos y desvelos, ideas filtradas las más de las veces por la inercia del interés, la maldad, la ignorancia o el dogmatismo, actuando juntos o separados. No es raro que algunos malos discípulos, en cuyas manos está la Humanidad, terminen jugando a ser dioses, diseñando su particular gólem, un ser carente de alma, siempre más dependiente y sometido que los mortales de serie.

Lo anterior puede dar a entender que el que esto escribe considera que las ideas son algo importante para muchos de los que, acogidos a sagrado en la política, viven de ellas. No soy tan candoroso. Primero, porque resulta una exageración llamar ideas a ciertos vaporosos lemas que repiten a coro como una letanía. Segundo, porque igualmente podrían defender otras, diferentes o contrarias, pues les vemos cambiar de principios y adaptarse con tal rapidez a las conveniencias del momento que cuesta pensar que sus supuestas creencias sean algo más que remiendos ideológicos, ideas-veleta sometidas a los vientos favorables de las correcciones cambiantes y a sus propias ocurrencias, simple morralla ideológica para salir del paso. De hecho, sus posturas, que intentan hacer pasar por convicciones, suelen ser fruto de negociación, de chalaneo, una y otra vez corregidas sin que las urnas les penalicen excesivamente. Es más; lo harán una y otra vez. Tal es el disparate actual en que han degenerado algunos temas que, inevitablemente, la realidad y el hartazgo del personal los llevará a ir cambiando de discurso, corrigiendo, cuando no olvidando, lo que hoy con tanto fervor como intransigencia defienden. Y no hablo de la normal evolución que el tiempo, el estudio o la experiencia debe provocar en creencias y valoraciones, algo deseable. Se trata de que, entregadas sus almas a los oráculos de encuestas y estudios de opinión, van adaptando sus propuestas a las circunstancias y vaivenes del mercado, como el que reconvierte su industria y pasa de fabricar jaulas de grillo a misiles tierra-aire, que el caso es vender bien la mercancía, sea la que sea. Nadie resiste un repaso a las hemerotecas, que levantan acta de que en cada momento se dijo, se dice y se dirá lo que convenga, lo que nos lleva a concluir que, en realidad, creer, no creen en nada. Al pasar de los años (cuando no los meses) hemos visto partidos que del marxismo han pasado a la socialdemocracia, otros de socialdemócratas han devenido en liberales, para ir plegando velas ya demasiado tarde, según nos cuentan mientras van desapareciendo. Como otros que no saben si presumir de socialdemócratas o de comunistas, según días y foros. Como las palabras son tan baratas, más conviene husmear en sus amistades, referentes, cuáles son sus dictaduras favoritas, ver si han quitado o no el cartel de Lenin o de Franco de la pared, ponen la vela a Dios o al diablo, en fin, esas cosas menores. Algunos llevan cincuenta años viajando hacia el centro, como otros lo hacen en el tiempo, intentando llegar a la época de Felipe II. Ellos verán, aunque mientras lo acaban de ver o no, son tropa que tenemos a sueldo para llevarnos al desastre y al enfrentamiento mientras se ríen de nosotros.

A veces se ponen campanudos y nos hablan de los vientos de la Historia, de que el pueblo ha manifestado con tanta claridad como entusiasmo su deseo de apuntillar el bipartidismo, y bla,bla,bla. Lo cierto es que la actual exuberancia partidaria, producto más de desavenencias personales o territoriales que de diferencias doctrinarias de bulto, obliga a hilvanar gobiernos a base de sumar minorías precarias y abusadoras, sostenidos dando a sectas marginales, grupos políticos regionales o locales, que son electoralmente casi irrelevantes, poder de veto, viéndose obligados (y obligándonos a los ciudadanos) a tragar con sus condiciones, algunas de ellas inasumibles si la igualdad siguiera siendo un valor merecedor de defensa. Menos lobos. Los resultados electorales lo que muestran es rechazo y desencanto y lo que producen es una fragmentación que provoca una indeseable aunque legítima ingobernabilidad, todos estirazando para sacar la mayor tajada posible de un desdeñado bien común, concepto olvidado que hasta llega a ofender a no pocos.

Como no puede ser de otra manera, cada uno vota a quien quisiera ver gobernando, nunca desea ver desfigurado hasta el esperpento, por alianzas y contubernios, el programa por el que optó. No deja de ser un fraude, legítimo sí, legal también, pero que, a veces, roza la indecencia. Si acaso, tragándose su soberbia, deberían formar coalición aquellos partidos que hayan recabado la mayoría de los apoyos, número que no se alcanza muy lejos de la centralidad. En realidad uniría fuerzas y sectores menos distantes e insolubles que los que estamos viendo mezclados, que solo la agitación constante mantiene emulsionados, pero que nunca llegarán a ser miscibles. Y se nota. Y se padece. Democráticamente sería irreprochable, más fuerte y coherente y, desde luego, encogería a ciertos partidos minoritarios al peso que verdaderamente alcanzaron en las urnas, bien escaso, nunca determinante ni capaz, como ocurre, de arrancar concesiones claramente abusivas y discriminatorias entre territorios y ciudadanos. Hablando de ciudadanos, ¡Maldito Rivera y maldito Sánchez! que pudieron conformar un gobierno con mayoría absoluta que tantos disparates e inquietudes nos hubiera evitado. No son los vientos de la Historia los que nos han traído hasta aquí, ni siquiera en último término los deseos del electorado, sino las ambiciones, las fobias y los delirios fulanistas de los líderes que tenemos la desgracia de soportar. Amparados y ensalzados por sus cortes, curias, camarillas y parroquias, en exceso acríticas y enfervorecidas, se dedican a enfrentarse a adversarios personales externos e internos, más que a los problemas del país, que pasan a un segundo término, si no son directamente desatendidos. En los peores momentos, frente a los mayores retos, tenemos la peor clase política que nuestra democracia ha conocido, con algunos elementos cercanos al encefalograma plano. Y, en política, a todos los tontos les da por lo mismo.

Si fuésemos más inteligentes y agudos, los votantes no nos dejaríamos arrastrar por las funciones de tales luchadores de catch; miraríamos solo con deportivo interés sus peleas amañadas en la arena del parlamento o en las tertulias y debates, una lucha a menudo simulada, apuñalándose luego a base de tuits afilados, que ni matan ni engordan. Solo son reales sus pelarzas cuando dirimen sus puestos, su cupo de poder, espoleados por sus egos y sus ambiciones más que por otros afanes más nobles. Luego, ya del brazo, al bar a tomar unas copas, de alboroque una vez alcanzado un acuerdo, un nuevo equilibrio precario que les asegure el cargo un tiempo más. La cuenta siempre la pagan los mismos. Si estuviéramos más atentos en la puesta en escena de sus números, si prestáramos más atención a sus manos y menos a la verborrea con que nos engatusan y distraen, quedarían al descubierto los trucos de sus magias, a veces de simples trileros, y dejaríamos de polemizar defendiendo a quien no lo merece, que viene a ser a ninguno. Cesaríamos de reñir entre nosotros, azuzados por estos capitanes Araña y sus estrategias, y les haríamos saber que si siguen por estos derroteros los va a votar su señora madre, una santa, a pesar de su prole poco canonizable. Visto lo visto, que esto va de chantajes, proliferarán los partidúnculos locales, tal vez la única forma de que algunos territorios dejen de ser chuleados por los más determinantes electoralmente. Echaremos de menos el bipartidismo, pues más vale una mayoría absoluta de uno de los dos partidos principales, cosa que, al menos, nos garantizaría que nos gobierna una sola parcialidad, una sola locura, tal vez no maravillosa, pero coherente.

¿Estamos en manos de los mejores? Indudablemente no. Ni siquiera por gente dentro del rango de lo pasable, de lo admisible, que llamarles mediocres es hacerles favor. Y no me refiero solo a España y a hoy, que lo descrito es mal intemporal y ubicuo, siempre in crescendo. Es cierto que el desprestigio de la política, noble actividad hoy convertida en territorio en el que triunfan chamanes, vividores, aspirantes a dictadores, dogmáticos y algún que otro ladrón, cada día espanta y chocea de esa industria a los más decentes y capaces. Hay algunos abandonos que se agradecen: unos impulsados por la justicia que los pilló con el carrito de los helados, otros por batacazo electoral que les priva de su único valor: le votaban muchos, aunque era un orate. Y los más, expulsados por sus propios compañeros de partido, principal enemigo del político, que más hostilidad encuentra en el gremio quien más noble y competente es, salvo raras excepciones que no conozco.

Escribiendo estos desahogos, por asociación de ideas, he recordado una noticia curiosa que leí hace tiempo. La he buscado y, efectivamente, refleja la actual situación de la gobernanza en muchos lugares, mientras los ciudadanos más incautos viajan confiados en la capacidad y pericia de nuestros líderes, al menos en que hay alguien al frente vigilando la ruta. Mejor no pensar en ello. La reproduzco aquí, según nos la cuenta Javier Sanz:

«Jack era la mascota y asistente del guardagujas con amputación de dos piernas James Wide, que trabajaba para el servicio de trenes de Ciudad del Cabo-Port Elizabeth. James "Jumper" Wide era conocido por saltar entre vagones hasta un accidente en el que se cayó y perdió ambas piernas. Para ayudarlo en el desempeño de sus funciones, Wide compró el babuino llamado Jack en 1881 y lo entrenó para empujar su silla de ruedas y operar las señales de ferrocarril bajo supervisión.

Se inició una investigación oficial después de que un miembro preocupado del público informara que se observó a un babuino cambiando las señales de ferrocarril en Uitenhage, cerca de Port Elizabeth.

Después del escepticismo inicial, la empresa de ferrocarriles decidió contratar oficialmente a Jack una vez que se verificó su competencia en el trabajo.

Al babuino se le pagaban veinte centavos al día y media botella de cerveza a la semana. Se informa de que en sus nueve años de empleo en la compañía ferroviaria, Jack nunca cometió un solo error.

Después de nueve años de servicio, Jack murió de tuberculosis en 1890. El cráneo de Jack está en la colección del Museo Albany en Grahamstown.»