martes, 28 de febrero de 2023

Epistolilla pendular

 

Siempre he creído que el laicismo es un avance de la civilización, algo propio de las sociedades avanzadas, libres y democráticas. Para mí el laicismo no está reñido con el respeto a las creencias individuales, todo lo contrario, es una libertad a proteger.

 Simplemente es exigible que el estado no haga suyas esas u otras creencias y evite, en consecuencia, que nadie intente que las leyes se ajusten a ellas. Ahora bien, eso es también de aplicación a las nuevas religiones, a todas esas ideologías que, desde ambos extremos, pretenden hoy obrar como las religiones tradicionales hicieron y hacen donde y hasta donde se les permita. Las sectas ideológicas o identitarias deberían sujetarse al refrán cervantino del debajo de mi capa al rey mato, pero la sociedad no debería consentir que consigan imponer sus criterios en las leyes, como palabra de Dios, fuera de toda desobediencia y contestación. Al final, muchos se conforman con cambiar de clérigos.

 Leo que en Canadá se intenta imponer un curso de reeducación al psicólogo y académico Jordan Peterson, cuyas opiniones, más que defendibles, chocan con ciertos desvaríos de la llamada cultura woke, en este caso, las más extremas políticas de género. Y se me ponen los pelos como escarpias. Eso de reeducar, dado en Ontario por bueno como castigo o solución, tiene tufos de triste recordación, aunque a muchos, precisamente las nuevas curias, siempre les hayan gustado esos aromas del oriente.

 Me alegra haber leído en otro lugar que Alfaguara, quien tiene en España los derechos sobre la obra de Roald Dahl, de acuerdo con los herederos, no censurará sus textos para acomodarlos a la hipócrita, engreída y casposa moralina de las nuevas correcciones que, ovejunamente, imitamos del mundo anglosajón.

 Una editorial inglesa, también de acuerdo con sus herederos, que por vender a todo se avienen, acuerda revisar los libros de Roald Dhal para podarlos de inconveniencias e incorreciones y, de esa forma, acomodarlos a los tiempos. Es decir, estupidizar esos libros que han entusiasmado a niños y niñas, tanto como a los adultos, durante varias generaciones. En sus libros ya no habrá gente gorda, ni nadie podrá tener cara de caballo, ni siquiera padre o madre, sino progenitores, los niños leerán Orgullo y Prejuicio de Jane Austin en lugar de Jack London. No es la primera vez que sucede un disparate semejante. Incluso de mayor gravedad, como el despido de docentes, la eliminación de libros en bibliotecas, cuadros en museos o películas en las plataformas, llegando a la cancelación de creadores díscolos o al olvido de clásicos que hace dos mil años eran machistas, belicosos y racistas. Derribo de estatuas, cambio de nombre de instituciones dedicadas a próceres de un pasado que se pretende corregir borrando supuestas incorrecciones, de la imposición del algodonamiento del lenguaje y de las ideas, en evitación de afrentas y ansiedades entre los miembros más frágiles de minorías y grupos que se sienten victimizados.

 De esta forma absurda e improcedente, damos a una minoría, los predicadores de la religión woke, un poder de censura que acertadamente y con grandes conflictos costó siglos arrebatar a otras religiones, por cierto mucho más mayoritarias que estos movimientos neopuritanos. Les damos una patente de corso para modelar la corrección de la forma de expresarse ciudadanos y autores para que no ofendan a los menos, mientras, en aras de la libertad de expresión, damos por buenas ofensas gravísimas a las creencias y valores de los más. Los mismos que ven de recibo que en una televisión pública catalana un supuesto cómico y descerebrado indudable diga que quisiera que se la chupe la reina de España, se espantan porque en un libro se diga que una bibliotecaria tiene cara de caballo, está gorda o es negra. Presidentes de esa región pudieron decir que los andaluces son gente a medio hacer, con graves déficits intelectuales o culturales, que el resto de los españoles somos bestias inmundas, personas con defectos genéticos que podrían con su mestizaje con los aborígenes del principado hacer degenerar la raza. De esto no hay que espantarse, que ellos nos irán diciendo de qué tenemos que hacerlo. Eso demuestra que en realidad no defienden lo que dicen defender, ni la corrección, ni el respeto al otro, al diferente propio ni al igual foráneo, ni a nadie. La igualdad es un valor indeseable. Quieren hacer visible lo que les gusta y hacer desaparecer lo que no, quieren imponer su valoración moral de conductas y de ideas, bueno si es propio, malo si ajeno. En fin, ya sabemos que cuando el diablo no tiene nada que hacer con el rabo mata moscas, pero la enfermiza obsesión por controlar y moldear la sociedad a su gusto que caracteriza a la izquierda más casposa, estéril y dañina, además de mostrar su congénita incapacidad para contender con éxito con los verdaderos problemas, que enuncian y describen a veces con acierto, pero nunca pasan de ahí, revela, si falta hacía, su naturaleza totalitaria y controladora. Si se les permitiera, toda la sociedad sería obligada a hacer, ver, leer, hablar, pensar, recordar y apreciar todo aquello que ellos consideran adecuado, fuera quedarían las llamas del infierno. Del infierno de la libertad, pues su problema es que no conciben una sociedad libre, aman las dictaduras aunque evitan vivir en ellas si no es al mando y se convierten en una curia retrógrada que se viste con las estolas de un progresismo que les es ajeno.

Lo único, en cierta forma, esperanzador es que, cuando se llega al disparate, punto que rebasamos hace ya mucho tiempo, no queda más camino que desandar parte de lo andado en la mala dirección, encima tenida por suma de las correcciones, y ya se va atreviendo bastante gente a decir lo que ya pensaban y callaban por no desentonar con el coro unánime y ovejuno que vienen entonando los más tontos desde hace ya muchas lunas.

 Edificios muy altos, pero asentados en cimientos débiles y construidos con malos materiales, acaban cayendo inevitablemente, a veces por el soplo del viento, cuando les llega la hora. Un criminal que no dejó ningún delito sin cometer, como Al Capone, sólo pudo ser detenido por evadir impuestos, el menor de sus crímenes. Después del pelo largo viene el corto, tras los pantalones de campana, se van estrechando hasta impedir la circulación en las canillas. En aras de la novedad y la sorpresa, tan a menudo confundidas con el progreso, la moda —argumental o indumentaria— necesita pendulear, ir de un extremo al otro. Suele ser cuando se llega al extremo, alcanzado el nivel de lo incómodo, lo peregrino y disparatado, cayendo en lo risible y lo dañino, cuando empieza el cambio hacia la otra dirección.

 En el pensar ocurre lo mismo. Eso en el caso de que se piense, pues hay más ecos que pensantes. Hay quienes dan por buenas, hasta por indiscutibles, ideas y posturas que ni siquiera se habían llegado a plantear en su ya larga vida. Se indignan, manotean y escenifican espantos hoy, por lo que hasta ayer ni se les había ocurrido. Critican y censuran hoy lo que han dicho, hecho y leído durante toda su vida. Lo hasta ahora lateral o irrelevante, se torna central e irrenunciable, lo minoritario o marginal se quiere hacer común y multitudinario y lo antes dudoso deviene en indiscutible. Como es natural, tan súbitas conversiones y sobrevenidas seguridades no pueden responder a otra cosa que a buscar el calor de la compañía numerosa y que creen dominante, a ser posible con el barniz de la vanguardia, que tanto rejuvenece. Más escenificación y fingimiento que convicción hay en esas evoluciones y muchos de los que hoy defienden una cosa con ardor hipócrita, dentro de poco defenderá la contraria, si eso es lo que se impone en su grupo de referencia. Dejarse llevar por la corriente siempre es más cómodo que bracear en contra y, cuando no sopla el viento, hasta la veleta tiene carácter.

 No es raro que, sobre todo a ciertas alturas de la vida, tras haber puesto tanta carne en el asador, de haber dicho tantas cosas con tanta superficial convicción, después de haber comprado tantas papeletas para esa rifa, cueste mucho trabajo plegar velas. Sobre todo por la cara de tonto que se te queda al reconocer para los adentros que has sido presa de la moda o de la creencia de la tribu en que ahora era la nuestra. Yendo muchos para allá parecía menos probable que no acabáramos llegando a algún sitio, si acaso al siglo XIX, como les está ocurriendo.

 No hay que echar las campanas al vuelo, que estos son pequeños éxitos de la razón y del sentido común contra la moda censora que promueve la neolengua, algo tan viejo. Pero es cierto que va en la buena dirección. Varios artículos he leído estos días indicando que el péndulo ha llegado al fin de su recorrido y que empieza a regresar hacia el equilibrio, esperemos que no hacia el otro extremo. Había que llegar hasta el desvarío, el abuso, la sinrazón, para que algo como los textos de Roald Dhal, un asunto menor comparado con infinidad de disparatates y locuras, supusiera un punto de inflexión. Pudiera ser. Al menos han hablado muchos que hasta ahora otorgaban callando. Pero hay multitud aún agarrados a la brocha sin ver que su escalera va desapareciendo, si es que alguna vez existió. Y para algunos esa escalera era the starway to heaven de Led Zeppelin, esa escalera al cielo que imaginaron, creyendo que es oro todo lo que reluce.