jueves, 30 de diciembre de 2021

De mis plantas

 

  La compré muy pequeña, casi recién nacida, en un bazar, una de aquellas primeras tiendas que vendían todo a veinte duros, cien pesetas, antes de que llegaran y se impusieran las tiendas de los chinos. Las tenían en una estantería, al lado de la caja para que las vieras al salir y por cien pesetas te daban un par. Dos o tres hojillas en una maceta que cabía en la mano, como un vaso pequeño. Una no prosperó y, aunque se criaron con el mismo biberón, no llegó al destete; pero la otra siguió echando hojas, cada vez más grandes, de un tamaño y forma inesperados. Son hojas hermosas, brillantes, de un verde intenso, lobuladas, que se abren como dedos dejando muchos huecos por donde se cuela el sol a las de abajo y que les permiten, en las selvas sudamericanas de donde proceden, evitar que la lluvia o el viento las rompa por su gran tamaño, algo inevitable si no tuviese esa forma caprichosa y desparramada. Para el tamaño que tiene no bebe mucha agua, basta con empapar la tierra cada ocho o diez días en las épocas en que está más activa, y de luz tampoco es muy exigente. He buscado y es parecida a la que llaman Costilla de Adán. Como no tiene ojos, esos agujeros en la hoja de esas costillas, no se trata de una monstera. Lo dejaremos en una variedad de Philodrendron. Suele tener vivas al menos cuatro o cinco hojas en la época en que descansa y baja el ritmo, aunque ha llegado a tener más, ocho, diez, a veces doce. Se le van cayendo conforme se secan las de abajo y nacen otras nuevas constantemente, también en otoño y en invierno, aunque más en primavera y en verano. Surgen enrolladas como un canuto con forma de pirulí de papel que se va desplegando y creciendo hacia un hueco de luz. Al pasar de los años se ha ido formando un tronco, una penca leñosa como de palmera, con las cicatrices de las hojas caídas. Hace ocho o diez años le nació otra sucursal y hoy tiene un tronco y un tronquillo. También le salen unas raíces aéreas que buscan la tierra, escarban y se entierran y se ponen a chupar. Supongo. Porque no creo que anden buscando a Livingstone en la turba. Las hojas se van poniendo de acuerdo para repartirse la luz, y siempre se encaran a la ventana. Ya la tenía en la casa anterior y vino en la mudanza con las otras macetas que nos trajimos de allí. Es la única de ellas que aún vive, ya unos veinticinco años, no sé si seguirá en el reino de los vivos algún cactus que se me hizo enorme y tuve que regalar para no llenar de pinchos a los de Sánchez Soria, que la gloria se ganaron para acarrearme cinco o seis mil libros a la casa nueva. Le pagué a la empresa lo acordado, algo más porque no habían calculado bien la magnitud de la tragedia, y a los operarios les di cinco mil pesetas de propina para que comieran, repusieran fuerzas y dejaran de mirarme así. La mudanza anterior, de Alpera aquí, la hicimos nosotros a base de viajes, deslomes y lamentos, cierto es que con impagable e impagada ayuda familiar de dos beneméritos cuñados, para que luego digan. Tardamos meses y durante un año o así, tuvimos dos casas y ninguna nuestra. Otro traslado anterior, de un piso de Alpera, de los pocos que había, a un adosado abuhardillado que forré con parra virgen, con chimenea, jardín, patio y cochera que se me saltan las lágrimas al recordarlo. Se hizo en una mañana en la que sin avisar se presentó una cuadrilla de amigos y amigas con camión, garruchas y capazos y, a la hora de comer, ya estaban hasta los libros colocados en las estanterías. Eso es algo que los urbanitas no llegamos a entender. Los pueblos son otra cosa, más civilizada, humana y amigable. Se muda de casa nuestro padre y allí se las componga, si acaso ayudamos a recoger los cuadros. Volviendo a la planta, las pasó canutas cuando la maceta se le fue quedando pequeña, no sé si cuando la mudanza, asorratada por el cambio de barrio, de aires y de luces. Tenía bulbos blancos, unos nabillos tiernos y alargados como los de las cintas, dando vueltas pegados a las paredes en la poca tierra que quedaba, como queriendo encontrar una salida. Las hojas se le secaban pronto, nunca tenía más de dos o tres. Se fue quedando en un tronco pelado, torcido y absurdo. Como una piña rosigada por las ardillas. Estuve a punto de tirarla, pero al ver la maraña y la salud de esas raíces, que había puñados de ellas que parecían cerebros, lo pensé mejor. Al trasplantarla para darle una oportunidad, tras una época bastante decaída, hasta quedar como un poste, fue de nuevo echando hojas, hasta ocho o diez por temporada, incluso le nació ese hijo que ya casi es igual de grande, de forma que siempre, durante todo el año, está llena de hojas y acompañada. Nos va a enterrar a todos.

    De Cintas tengo varias macetas, unas colgando, otras no. Se llama Chlorophytum comosum, aunque leo que también hay quien las llama lazo de amor o malamadre, que cada uno cuenta la feria según le va. Debe de ser por lo lejos que coloca a los hijos. Conmigo no se portan mal y yo intento corresponder. Duran mucho, no dan guerra y echan muchos retoños, colgando de esos tallos largos que les salen cuando se encuentran a gusto. Aunque he tenido que comprar alguna cuando la que tenía iba degenerando y quedándose mustia o poco espesa, las que tengo son familia por parte de madre de las viejas. Agarran bien esos brotes y si plantara todos los que salen no cabíamos en la casa. De entre todas las que he tenido hay una especial para mí. No sé si es una degeneración, una variedad distinta que de pequeña parecía igual que las demás, o es cosa de su carácter. El caso es que en lugar de crecer lisas y tiesas hacia arriba, como corresponde y de ellas se espera, las hojas se van girando un poco, como enroscándose, se dejan caer sin llegar a levantarse mucho, se enredan entre ellas y queda una planta menos euclidiana, menos seria y previsible que las normales. La tengo también un montón de años, de forma que también fue criando una penca con las marcas de las hojas caídas, un tronco retorcido que colgaba fuera de la maceta. No se veía que su vida estaba en el aire porque la planta siempre estaba llena de hojas, sucursales, tallos en los que anidaban hijos y nietos retorcidos y enmarañados. Como eso no era vida, fue decayendo y clareando. Tuve que trasplantarla. El caso es que para meter tal cantidad de raíces y ese tronco retorcido en su nuevo domicilio, hacía falta una maceta del tamaño de una paella para veinte de buen comer. Aunque era grande la que elegí, una vez acomodadas las raíces llenas de bulbos jugosos, al intentar meter en la tierra esa penca con escoliosis, larga y retorcida como mente de político al uso, forcé la cosa demás y me quedé allí con mi troncho en la mano, roto y sin raíces. Como un gilipollas, que diría Krahe. Después de jurar en arameo tras arduas consultas en el google, planté aquello igual de esperanzado que el que planta un hueso de jamón, aunque lleno de hojas verdes y sanas aún, sabiendo que sus horas eran llegadas. Efectivamente, se secó en dos o tres días. Tantos años dando alegrías para acabar así. Me quedaba la maraña enredada de raíces y un cacho de tronco sin una puta hoja. Metí todo aquello como pude en la maceta esperando el milagro. Tanto poderío radical tenía que que pujar y asomar por alguna parte, pensé por consolarme. Me la llevé al mejor sitio, a mi sanatorio, la guardería de macetas al lado de la ventana, con buena luz y calor, regada lo justo y examinada cada diez minutos. Al cabo de bastantes días salieron unas hojitas por dos sitios distintos de aquella penca. O eran muy tímidas y les molestaban mis escrutinios, o las regué demás o yo que sé. El caso es que se secaron las jodías y quedó otra vez como un trozo de zanahoria blanca que daba pena. Hasta segar, todo es hierba.Visto el fracaso, puse sus restos mortales en la estantería de la parte cubierta del balcón, donde se amontona el vulgo forestal. Y me olvidé de ella unas semanas. Al regar las demás un día vi que, o bien por no sentirse agobiada por mis atenciones, bien porque la había ido a colocar donde vivía antes, o simplemente por joder, se había decidido por vivir y tenías varios brotes nuevos. Dos o tres. Le apliqué ese principio tantas veces olvidado en otras cosas y otros campos, la política entre ellos, de no cambiar lo que va bien, de no tocar lo que funciona. De forma que la dejé donde estaba hasta que la vi fuera de peligro, llena de hojas y empezando a enmarañarse. Y ahí sigue, otro ave fénix vegetal, la alegría de la huerta.

    Cóleos tengo muchos. Quince, he contado. En realidad, catorce son el mismo, al otro lo encontré en un vivero. Clones de un tallo que nació en una planta hermosísima en Alpera, casa de mi amigo Rafa, que me lo dio unos días que pasamos en su casa con ocasión de la presentación de su libro sobre la historia de su pueblo, y en parte el mío. Era Rafa mi mejor amigo, un hermano, y se nos murió pocas semanas después. Esa planta ya vivía bastantes años antes de que también muriera Joaqui, su mujer, otra hermana para nosotros. En fin, ya lo dejó dicho Discépolo en el tango: Fiera venganza la del tiempo, que te hace ver deshecho cuanto uno amó. Decir que así es la vida consuela poco, pero las verdades no están hechas para consolar. El caso es que cada vez que los riego, los podo, planto esquejes de ellos, cada vez que los veo, me acuerdo de ellos y de diez o doce años felices que juntos pasamos allí, cuando éramos jóvenes y las muchas veces que volvimos cuando empezamos a dejar de serlo, que a viejos ellos no llegaron. Como decía, de esa rama primigenia han salido muchas plantas. El Coleus Blumei es planta tropical, aunque le molesta el calor excesivo. Si la pones cerca del radiador, dobla. Ella sabrá. Si le da mucha luz se ponen las hojas más rojas, casi granate; más a la sombra va aclarándose, el verde es más amarillento, las manchas más rosas que rojas, un magenta traslúcido, incluso aparecen en el centro algunas zonas alimonadas, casi blancas. Como si estuvieran pintadas con acuarela, los colores se van desplegando de dentro hacia fuera, se superponen, no se sustituyen. Los bordes vuelven al verde más jugoso. El color más intenso, el del centro, además del verde, tiene parte del magenta en su composición. Si las pintas, efectivamente puedes dar esas capas sucesivas y sale el color real de estos cóleos. El caso es que siendo de una misma abuela, las nietas, biznietas y choznas, parecen cada una de su padre y de su madre, no hay dos exactamente del mismo color. La más vetusta, la abuela de la familia, la tengo colgando en una maceta grande rodeada de dos ventanas que hacen esquina y, de que me descuido, me ha tapado toda la luz, llenas de hojas unas ramas que crecen hacia arriba, hacia las ventanas, que cuelgan y se retuercen cada vez que la giro para ver la parte bonita de las hojas. Son más tercas que yo y siempre me acaban dando la espalda, que culo no parecen tener. Cuando ya cuelga un metro de frondas me armo de tijera y la podo de forma inmisericorde, cosa que las plantas casi siempre agradecen. Por no alargar la cosa, me ahorro las extrapolaciones que podrían aconsejar hacer lo mismo en otros terrenos, entes y organismos. El caso es que cada vez tengo más, y siempre digo que ya, que aunque las ponga en agua como si fueran flores frescas, no voy a plantarlas. Cuando las veo llenas de raicillas, tan tiernas, tan jóvenes, tan guapas, acabo poniéndoles un piso.



jueves, 23 de diciembre de 2021

Epístola navideña

    Ataviado con una sudadera de la Universidad de Illinois, gorra de béisbol con larga visera y zapatillas de tenis fluorescentes, el taxista mexicano acaba de recibir por Twitter la proclama de algún luminoso pensador patrio, quien sostiene que la Navidad es nociva porque no se trata de una fiesta de origen prehispánico “y es ajena a nuestra idiosincrasia”. Un avasallamiento más de los conquistadores que arramblaron con nuestros benévolos dioses, sustituyendo su culto por estas idolatrías foráneas, hoy reducidas a una orgía de consumo patrocinada y abonada por el capitalismo colonialista. Un monstruo hambriento y uniformador que impone costumbres, necesidades y celebraciones para luego sacar buena renta de nuestros inducidos excesos. El susodicho chófer, recién concienciado por las palabras del activista sobre ese desmán cultural, ve venir a un cliente cargado de bolsas de regalos y se ve obligado a reprocharle su claudicación ante los males que acaba de descubrir, vía revelación hertziana.

    El alienado cliente se defiende de los reproches del taxista evangelizador respondiendo que, como su atuendo, tampoco el taxi ni el teléfono por el que se le alecciona son prehispánicos, ni es de suponer fueran usados por los aztecas mientras cursaban improbables estudios en la mentada universidad.

    Leo lo anterior, contado con más detalle, en un artículo de prensa escrito desde México en el que también se nos relata otro episodio en un mercadillo rotulado de cooperativo y solidario, que no navideño, aunque aprovechador del rebufo consumista de estos fastos, en el que se ofrecen productos sostenibles, nada baratos pero tan naturales como los gorgojos que a menudo albergan, mermeladas orgánicas y extrañas artesanías: lámparas, tallas, tapices y otros objetos decorativos étnicos, a veces suntuarios, a veces hermosos, otras horripilantes. Justo lo que un niño desearía encontrar al abrir el paquete. Todo sea por no hacer el caldo gordo al capitalismo y a la mercantilización de las tradiciones. Añade algún otro caso similar de vacuos postureos ideológicos, devaluados por las contradicciones de los posturales. Hasta aquí el artículo, firmado por Antonio Ortuño.

    Hubo una época, no sé si mejor, en la que, sin teléfonos móviles, radios, ni otros inventos de presencia continua y absorbente, la gente tenía muchos momentos en los que se encontraba a solas con el silencio, lo que algunos aprovechaban para pensar. No es que todos llegaran en sus meditaciones a las alturas de Zubiri o de Platón, no; pero el quedarse a solas consigo mismos hacía posible que algunos consiguieran destilar algunas opiniones propias sobre esto y aquello. No cabe suponer que eso necesariamente los llevara al acierto, cosa que rara vez alcanzamos, pero al menos se equivocaban solos, sus errores eran propios y, ante cualquier mensaje u opinión ajena, entraba dentro de lo posible que tuvieran algún reparo o argumento de su cosecha que aducir. Desaparecido el silencio, con él se han perdido también las armas que ofrecía la reflexión que éste favorecía, el propio pensamiento, dejándonos abrumados e indefensos ante un mundo abarrotado de ruidos y mensajes contradictorios que embotan nuestros sentidos y enturbian nuestra razón. De esa forma abundan los que hoy alcanzan la madurez, la jubilación o la tumba sin haber dedicado en su vida cinco minutos seguidos a pensar. Es más fácil así que cualquier mensaje se dé por bueno, que, arrastrados por la corriente, las opiniones se asuman de forma ovejuna. Las ideas ya nos llegan masticadas, hasta digeridas, simples lemas avalados por una multitud, amorfa pero acogedora. Fuera de ese abrigo tribal hace mucho frío. Casi siempre vienen en colección encuadernada, que las desgracias nunca llegan solas. Los más inermes las van acomodando en la estantería, seguros y confortados por el color de sus lomos, que no desentona con los que ya tenían, no la vayamos a joder.

    Se me ocurre pensar que aquí aún somos más complicados que lo que leo en ese escrito sobre México y la Navidad, puesta allí en cuestión por algunos garcías y lópeces por no ser celebración prehispánica, sino una “novedad” impuesta y foránea. Total y además, solo llevan 500 años celebrándola. Es mucho estirar del tiempo, de la Historia, del relato y de otras cosas importantes.

    En Europa debería resultar más difícil e improbable que nosotros,  julius, claudias y carolus, romanos de centésima generación, o marías y esteres, joseses, isaacs o jesuses, es decir, judíos culturales de enésima, comprásemos algunos de esos argumentos, a menos que se caiga en el autorrechazo o el olvido, que no poco de eso hay. De forma que se buscan otras razones para tropezar en lo mismo, pero peor. España, como parte de la civilización occidental por Geografía y por Historia, cuya base es cristiana, no escapa de ver asomar las mismas orejas con reproches y lamentos comunes, junto a algunos más locales. Aún quedan comecuras y enemigos del comercio, de los de Escohotado y de otros. Los hay que todavía no han asimilado la batalla de Lepanto, la toma de Granada, ni siquiera el decreto del 380 del emperador Teodosio. Si no llega a ser por este último, tal vez nuestra cultura derivaría del culto a Mitra, igual que si no hubiese sido por Lepanto y por el batallar de los reinos cristianos peninsulares de la edad Media, gran parte de Europa vestiría chilaba, por quedarnos en el mal menor. Somos hijos del pasado, cada uno del suyo. Ingratos y olvidadizos, pero hijos; a veces desabridos y descastados que, aún instalados con comodidad en la casa solariega y malbaratado el legado recibido, no pocos pretenden al cabo rechazar una herencia en la que no ven más que deudas. Quejosos de la raspa de un pez del que no dejaron ni dejan de comer sus mollas.

    Entre los argumentos en contra de llamar Navidad a estas fiestas, lo que no impide cobrar la paga extra solsticial, echarse un puente y cebarse a turrones, están tanto su original (aunque debilitado) carácter religioso —¡vade retro! —, como el evidente aprovechamiento comercial común en cualquier otra celebración. Lo que entraría dentro del terreno de lo milagroso es que existiera algo en nuestra sociedad de lo que no se intentara sacar provecho, pues hasta los revolucionarios se han desafilado mucho los dientes y venden hoy sudaderas, camisetas y gorras con sus marcas, lemas y proclamas. Se han dado casos en que su franquicia ha triunfado, que hay mucho mercado para la revolución entre los que han tenido la suerte de no vivir ninguna. El revolucionario es amante de los uniformes —textiles y mentales—, lo que, si cuaja, les permite sacar a bolsa la empresa y forrarse, causando de paso baja en la causa antisistema que inspiró los mensajes de sus exitosos productos.

    Un amigo de la tertulia virtual —que no virtuosa— de facebook se declara mitraico, que no equinoccial. Una medida muy prudente. No esperaba menos de él. Como aquello de Aceros de Llodio. Igual me hago, fíjate tú. A mi escaso juicio y puestos a adorar, el sol es una de las cosas más razonables a las que ha adorado la humanidad. No creó la vida, pero la hace posible, la mantiene. Bien por las Saturnales, que también vienen al caso y al momento. Al menos no dejemos de celebrar que existen el sol, el mar, el fuego, los pájaros y los árboles y, quien en ello crea, de agradecerlo a quien los trujo. Incluso las cepas y sus derivados, que lo de Baco no era moco de pavo. Como se ve, dentro de mi descreimiento casi infinito de todo lo humano y lo divino, soy más de animismos y panteísmos. Lo que es cierto es que esto es un sindiós y casi nada amanece por donde debe.

    En el carácter sagrado, ya desde antiguo, de estas fechas y estos cultos, solares en su origen, está claro el reciclaje por parte de pueblos y religiones distintas, a veces sucesivas, de mitos y creencias asociados de forma eterna, invariable y ubicua a una vida humana siempre condicionada por los ciclos naturales del sol, la luna, las estaciones, las cosechas, con ritos propiciatorios o de agradecimiento, mucho más antiguos que las religiones conocidas, pasadas o actuales. Y también es eterno que donde se reúne mucha gente, por celebración religiosa o profana, hay tenderetes, hay comercio, hay compras, ventas, ofrendas y regalos. Estos son los actuales sacrificios, y cierto es que en ellos y a toque de corneta quemamos un dinero, que a veces no tenemos, para hacer una ofrenda, regalando tanto lo que les gusta o necesitan como lo que no a personas queridas o cercanas; incluso convenientes mini sobornos a otras menos queridas, abonando el terreno que se quiere cosechar. Poderoso caballero, ahora y siempre. Bastaría con cerrar la boca golosa y tirar la tarjeta de crédito a un pozo, para así no comer ni gastar demás. Desconectar de paso el teléfono para evitar recibir ni enviar molestísimas felicitaciones, quien de ellas se queja.

    De entender todo lo anterior, admitiendo como cierto y lamentable el envilecimiento y mercantilización de todo lo espiritual, a seguir la consigna de desear felices fiestas para evitar decir Feliz Navidad va un trecho postural y neocorrecto que no voy a recorrer. Es desvarío que se nos recomienda cometer desde algunas instituciones europeas, despropósito que encuentra el terreno abonado en la dogmática confusión de algunos nacionales, que creyentes de las nuevas religiones laicas, descreídos de todas, desraizados, autoodiantes, mansos o desocupados hay en todos sitios. Lo que se pide es renunciar, se sea o no creyente, a un elemento básico y generador de nuestra civilización. Conclusión, dicho sea en términos científicos: no voy a hacer ni puto caso. Como a tantas otras cosas de la liquidez (o liquidación) actual. Y no me refiero a la económica, bastante escasa, al menos por mis partes. Hemos llegado a un punto en el que se nos quiere convencer de que las únicas costumbres, creencias, efemérides y celebraciones que, en aras del respeto y convivencia entre las distintas culturas, debemos evitar y proscribir, son las propias de la nuestra. Cero votos la moción.

    ¡Feliz Navidad!, pues. Y un abrazo.


jueves, 2 de diciembre de 2021

Epístola harta


Aquí tomando el último café y esparciendo las prendas de mi amor (de uno de mis amores) sobre la mesa, a ver si se me ocurre algo después de leer que Serrat inicia su última gira, tal vez lo más serio que he leído hoy en las noticias. Me niego a seguir intentando razonar (menos argumentar y debatir) sobre locuras como que se ponen en riesgo los presupuestos porque una banda de orates pretende que NETFLIX (una empresa privada y foránea, cuyos directivos seguramente ni saben dónde está España) doble al catalán el 6% de su producción, mientras otra parte de la peña aporta a nuestro bienestar la cuestión de si juzgamos ya al general Mola. O mejor todavía a Franco, que no hago otra cosa que pensar en ti. Y no se me ocurre nada bueno. Podían pedir que Apple quite la ñ de los teclados del principado, ya puestos, y que se deroguen el Fuero Juzgo y las Partidas, que ya es hora. Declarar un abuso, pedir perdón a los Omeyas y revertir la Toma de Granada, o desdescubrir América, por ahora no se le ha ocurrido a casi nadie.
Cuando lean estos alucinamientos por ahí fuera, si es que ya queda en esos mundos algún desocupado que nos preste atención, se harán cruces, se pellizcarán para creerlo. ¡Qué país más maravilloso en el que hay quien entiende que esos y otros desvaríos por el estilo están entre sus principales problemas! Somos un país de interés turístico. Creemos que vienen a las playas, a los museos y a comer y beber, que también, pero principalmente acuden a hacernos fotos, a ver con asombro qué clase de personas habitan un país así. Perplejos de que aun con políticos tan inútiles como belicosos y sectarios siga existiendo, de que alumbren las farolas, salga agua de los grifos, se coma y se beba tan bien y se paguen las nóminas.
Cuando yo era joven se hablaba del milagro alemán. Nada que ver con nosotros; nuestro milagro es mayor, inmenso, inexplicable. Hemos sobrevivido a algunas de las peores gobernanzas de la Historia, sin salvar a un pueblo que ha optado en no pocas disyuntivas por la peor de las opciones, aunque llevamos unos lustros que vamos a dejar en mantillas a Fernando VII, a las guerras carlistas y a Nerón. Hay una oposición, (varias), a la penosa altura del gobierno (incluso dentro de él) y de sus apoyos, chulos y muletas, lo que convierte el panorama político en un esperpento, una función teatral, en la que se nos dice que se legisla tal o cual cosa, pero que no cunda el pánico, que es para no hacer ni puto caso de la norma, que queda solo como ornato del BOE y por poder decir algo para salvar cada uno la cara ante su peña, mientras la foto del acuerdo, sin que se la partan. Un sindiós.
En fin. Despliego mis Daniel Smith, mis brochas y mis papeles. Un refugio, un placer, una evasión. Pruebo, mezclo, anoto, hago alguna acuarela a ver si sale lo que espero, pongo a Bach y a Serrat de fondo, espero la hora del martini y luego a seguir con las obras completas de Rafael Barrett, mi última adquisición.
El teatro político, que no para, función continua de despropósitos en el Callejón del Gato, sigue lejos, colgao de las alturas. Luego los que se hacen cruces son ellos cuando el recuento. ¿Cómo votarán esto o lo otro? —se preguntan liderzuelos y guruses. Hacéoslo mirar, pero pronto, que la cosa no da más de sí. Ni de fa sostenido.




miércoles, 24 de noviembre de 2021

Epístola del babuino

No solo no tienen ideas propias, sino que tampoco han entendido las ajenas, lo que aún es peor. Y las ideas son importantes, porque tienen consecuencias, lo que haría necesario que quienes gobiernan supieran de dónde provienen las que manejan, casi siempre como caricaturas, lecciones mal digeridas de conceptos no del todo comprendidos. Si las ideas que les inspiran son antiguas, cosa frecuente, al menos deberían valorar las consecuencias que tuvo su aplicación cuando eran nuevas. Analizar si las circunstancias en las que nacieron siguen teniendo algún parecido con las actuales. Como no lo tienen, deberían considerar si, para las que fueron causa y justificación de crímenes, dictaduras, hambrunas y guerras, hay algo en el presente que pudiera indicar que hoy serían más apropiadas y mejores, menos peligrosas de lo que en su momento resultaron ser. Todo indica que no.

Muchos filósofos fracasaron por su soberbia, por su afán de totalidad. Tras alumbrar una idea nueva y brillante, una teoría útil para explicar algo de mejor forma que hasta entonces se había conseguido, intentaron expandir el rango de aplicación de esa idea, tal vez acertada para interpretar ese algo concreto, haciéndola fracasar al pretender hacerla clave de bóveda de una explicación universal, válida para todo hecho, momento y situación. Por eso de que quien sólo tiene un martillo por todos sitios ve clavos que remachar. El lecho de Procusto, el afán de encajar en nuestro diseño maravilloso la realidad a martillazos. Ver que la realidad es un estorbo para muchos ya debería ser suficiente para no dejar nuestras vidas en sus manos.

Si ese afán de someterse a una teoría de amplio espectro, convertida en dogma y guion incuestionable, es trampa en la que caen pensadores a los que se les supone inteligencia, sabiduría, rigor y honradez intelectual, que ya es suponer, ¡qué cabe esperar de los que nunca han tenido un trato demasiado honrado con las ideas, siempre ajenas, siempre mal conocidas, sombras que luces lejanas proyectan en las paredes de su caverna? Sobre todo, porque la realidad queda fuera del alcance de sus propias luces, a menudo escasas. No es raro que esas ideas, razones y argumentos sean sobrevenidos, elegidos a posteriori porque pudieran ayudar a justificar y dar una base teórica que hiciera de armazón a sus planes e intereses, no menos que a sus frustraciones, rencores y manías, que eran previos. Sólo cabe pensar que Dios nos pille confesados cuando los escuchamos hablar de Historia, de memoria, de economía y, sobre todo, del ser humano, elemento de cierta importancia para que las grandes ideologías lleguen a ser algo más que utopías, pesadillas o simples disparates. Muchos de los que pusieron las bases de esas ideologías se revolverán en sus tumbas al ver en manos de qué cabezos, de qué babuinos ha quedado la aplicación del producto de sus esfuerzos y desvelos, ideas filtradas las más de las veces por la inercia del interés, la maldad, la ignorancia o el dogmatismo, actuando juntos o separados. No es raro que algunos malos discípulos, en cuyas manos está la Humanidad, terminen jugando a ser dioses, diseñando su particular gólem, un ser carente de alma, siempre más dependiente y sometido que los mortales de serie.

Lo anterior puede dar a entender que el que esto escribe considera que las ideas son algo importante para muchos de los que, acogidos a sagrado en la política, viven de ellas. No soy tan candoroso. Primero, porque resulta una exageración llamar ideas a ciertos vaporosos lemas que repiten a coro como una letanía. Segundo, porque igualmente podrían defender otras, diferentes o contrarias, pues les vemos cambiar de principios y adaptarse con tal rapidez a las conveniencias del momento que cuesta pensar que sus supuestas creencias sean algo más que remiendos ideológicos, ideas-veleta sometidas a los vientos favorables de las correcciones cambiantes y a sus propias ocurrencias, simple morralla ideológica para salir del paso. De hecho, sus posturas, que intentan hacer pasar por convicciones, suelen ser fruto de negociación, de chalaneo, una y otra vez corregidas sin que las urnas les penalicen excesivamente. Es más; lo harán una y otra vez. Tal es el disparate actual en que han degenerado algunos temas que, inevitablemente, la realidad y el hartazgo del personal los llevará a ir cambiando de discurso, corrigiendo, cuando no olvidando, lo que hoy con tanto fervor como intransigencia defienden. Y no hablo de la normal evolución que el tiempo, el estudio o la experiencia debe provocar en creencias y valoraciones, algo deseable. Se trata de que, entregadas sus almas a los oráculos de encuestas y estudios de opinión, van adaptando sus propuestas a las circunstancias y vaivenes del mercado, como el que reconvierte su industria y pasa de fabricar jaulas de grillo a misiles tierra-aire, que el caso es vender bien la mercancía, sea la que sea. Nadie resiste un repaso a las hemerotecas, que levantan acta de que en cada momento se dijo, se dice y se dirá lo que convenga, lo que nos lleva a concluir que, en realidad, creer, no creen en nada. Al pasar de los años (cuando no los meses) hemos visto partidos que del marxismo han pasado a la socialdemocracia, otros de socialdemócratas han devenido en liberales, para ir plegando velas ya demasiado tarde, según nos cuentan mientras van desapareciendo. Como otros que no saben si presumir de socialdemócratas o de comunistas, según días y foros. Como las palabras son tan baratas, más conviene husmear en sus amistades, referentes, cuáles son sus dictaduras favoritas, ver si han quitado o no el cartel de Lenin o de Franco de la pared, ponen la vela a Dios o al diablo, en fin, esas cosas menores. Algunos llevan cincuenta años viajando hacia el centro, como otros lo hacen en el tiempo, intentando llegar a la época de Felipe II. Ellos verán, aunque mientras lo acaban de ver o no, son tropa que tenemos a sueldo para llevarnos al desastre y al enfrentamiento mientras se ríen de nosotros.

A veces se ponen campanudos y nos hablan de los vientos de la Historia, de que el pueblo ha manifestado con tanta claridad como entusiasmo su deseo de apuntillar el bipartidismo, y bla,bla,bla. Lo cierto es que la actual exuberancia partidaria, producto más de desavenencias personales o territoriales que de diferencias doctrinarias de bulto, obliga a hilvanar gobiernos a base de sumar minorías precarias y abusadoras, sostenidos dando a sectas marginales, grupos políticos regionales o locales, que son electoralmente casi irrelevantes, poder de veto, viéndose obligados (y obligándonos a los ciudadanos) a tragar con sus condiciones, algunas de ellas inasumibles si la igualdad siguiera siendo un valor merecedor de defensa. Menos lobos. Los resultados electorales lo que muestran es rechazo y desencanto y lo que producen es una fragmentación que provoca una indeseable aunque legítima ingobernabilidad, todos estirazando para sacar la mayor tajada posible de un desdeñado bien común, concepto olvidado que hasta llega a ofender a no pocos.

Como no puede ser de otra manera, cada uno vota a quien quisiera ver gobernando, nunca desea ver desfigurado hasta el esperpento, por alianzas y contubernios, el programa por el que optó. No deja de ser un fraude, legítimo sí, legal también, pero que, a veces, roza la indecencia. Si acaso, tragándose su soberbia, deberían formar coalición aquellos partidos que hayan recabado la mayoría de los apoyos, número que no se alcanza muy lejos de la centralidad. En realidad uniría fuerzas y sectores menos distantes e insolubles que los que estamos viendo mezclados, que solo la agitación constante mantiene emulsionados, pero que nunca llegarán a ser miscibles. Y se nota. Y se padece. Democráticamente sería irreprochable, más fuerte y coherente y, desde luego, encogería a ciertos partidos minoritarios al peso que verdaderamente alcanzaron en las urnas, bien escaso, nunca determinante ni capaz, como ocurre, de arrancar concesiones claramente abusivas y discriminatorias entre territorios y ciudadanos. Hablando de ciudadanos, ¡Maldito Rivera y maldito Sánchez! que pudieron conformar un gobierno con mayoría absoluta que tantos disparates e inquietudes nos hubiera evitado. No son los vientos de la Historia los que nos han traído hasta aquí, ni siquiera en último término los deseos del electorado, sino las ambiciones, las fobias y los delirios fulanistas de los líderes que tenemos la desgracia de soportar. Amparados y ensalzados por sus cortes, curias, camarillas y parroquias, en exceso acríticas y enfervorecidas, se dedican a enfrentarse a adversarios personales externos e internos, más que a los problemas del país, que pasan a un segundo término, si no son directamente desatendidos. En los peores momentos, frente a los mayores retos, tenemos la peor clase política que nuestra democracia ha conocido, con algunos elementos cercanos al encefalograma plano. Y, en política, a todos los tontos les da por lo mismo.

Si fuésemos más inteligentes y agudos, los votantes no nos dejaríamos arrastrar por las funciones de tales luchadores de catch; miraríamos solo con deportivo interés sus peleas amañadas en la arena del parlamento o en las tertulias y debates, una lucha a menudo simulada, apuñalándose luego a base de tuits afilados, que ni matan ni engordan. Solo son reales sus pelarzas cuando dirimen sus puestos, su cupo de poder, espoleados por sus egos y sus ambiciones más que por otros afanes más nobles. Luego, ya del brazo, al bar a tomar unas copas, de alboroque una vez alcanzado un acuerdo, un nuevo equilibrio precario que les asegure el cargo un tiempo más. La cuenta siempre la pagan los mismos. Si estuviéramos más atentos en la puesta en escena de sus números, si prestáramos más atención a sus manos y menos a la verborrea con que nos engatusan y distraen, quedarían al descubierto los trucos de sus magias, a veces de simples trileros, y dejaríamos de polemizar defendiendo a quien no lo merece, que viene a ser a ninguno. Cesaríamos de reñir entre nosotros, azuzados por estos capitanes Araña y sus estrategias, y les haríamos saber que si siguen por estos derroteros los va a votar su señora madre, una santa, a pesar de su prole poco canonizable. Visto lo visto, que esto va de chantajes, proliferarán los partidúnculos locales, tal vez la única forma de que algunos territorios dejen de ser chuleados por los más determinantes electoralmente. Echaremos de menos el bipartidismo, pues más vale una mayoría absoluta de uno de los dos partidos principales, cosa que, al menos, nos garantizaría que nos gobierna una sola parcialidad, una sola locura, tal vez no maravillosa, pero coherente.

¿Estamos en manos de los mejores? Indudablemente no. Ni siquiera por gente dentro del rango de lo pasable, de lo admisible, que llamarles mediocres es hacerles favor. Y no me refiero solo a España y a hoy, que lo descrito es mal intemporal y ubicuo, siempre in crescendo. Es cierto que el desprestigio de la política, noble actividad hoy convertida en territorio en el que triunfan chamanes, vividores, aspirantes a dictadores, dogmáticos y algún que otro ladrón, cada día espanta y chocea de esa industria a los más decentes y capaces. Hay algunos abandonos que se agradecen: unos impulsados por la justicia que los pilló con el carrito de los helados, otros por batacazo electoral que les priva de su único valor: le votaban muchos, aunque era un orate. Y los más, expulsados por sus propios compañeros de partido, principal enemigo del político, que más hostilidad encuentra en el gremio quien más noble y competente es, salvo raras excepciones que no conozco.

Escribiendo estos desahogos, por asociación de ideas, he recordado una noticia curiosa que leí hace tiempo. La he buscado y, efectivamente, refleja la actual situación de la gobernanza en muchos lugares, mientras los ciudadanos más incautos viajan confiados en la capacidad y pericia de nuestros líderes, al menos en que hay alguien al frente vigilando la ruta. Mejor no pensar en ello. La reproduzco aquí, según nos la cuenta Javier Sanz:

«Jack era la mascota y asistente del guardagujas con amputación de dos piernas James Wide, que trabajaba para el servicio de trenes de Ciudad del Cabo-Port Elizabeth. James "Jumper" Wide era conocido por saltar entre vagones hasta un accidente en el que se cayó y perdió ambas piernas. Para ayudarlo en el desempeño de sus funciones, Wide compró el babuino llamado Jack en 1881 y lo entrenó para empujar su silla de ruedas y operar las señales de ferrocarril bajo supervisión.

Se inició una investigación oficial después de que un miembro preocupado del público informara que se observó a un babuino cambiando las señales de ferrocarril en Uitenhage, cerca de Port Elizabeth.

Después del escepticismo inicial, la empresa de ferrocarriles decidió contratar oficialmente a Jack una vez que se verificó su competencia en el trabajo.

Al babuino se le pagaban veinte centavos al día y media botella de cerveza a la semana. Se informa de que en sus nueve años de empleo en la compañía ferroviaria, Jack nunca cometió un solo error.

Después de nueve años de servicio, Jack murió de tuberculosis en 1890. El cráneo de Jack está en la colección del Museo Albany en Grahamstown.»


sábado, 23 de octubre de 2021

Epístola divorciatoria


    Sin duda, un acierto algunas de las medidas económicas del gobierno que han ayudado a mucha gente a bandear mal que bien la actual crisis económica, coincidente y en gran parte derivada de la pandemia. Hay ocasiones en las que no hay más remedio que entramparse, como hay otras en la que no es posible hacerlo suficientemente, como ocurrió en la anterior. A la hora de repartir los méritos son tan evidentes como esperados los estirazones dentro de la yunta gubernamental, donde coexisten a duras penas, a veces torciendo los surcos, dos contrayentes (al menos) de familias secularmente enfrentadas que hoy, ya cada una por su parte, quieren escriturar bondades y escabullirse de las culpas. Aparte de los tipos de interés de la prima de riesgo, la diferencia esencial respecto a la crisis anterior ha sido la postura (y el dinero) de Europa, muy distinta esta vez, casi humana, opuesta a la que entonces perpetró cuando se defendió cualquier cosa menos a los países y ciudadanos que más lo necesitaban. Algunos de entre ellos difícilmente levantarán cabeza.

    Ni Zapatero ni Rajoy creo que disfrutaran aplicando medidas tan duras como las que ambos se vieron obligados a imponer. Se trataba de, arruinados y rebasados por la situación, dar traslado a la imposición de los guardianes de la caja europea, que el que paga manda. El primero, después de calibrarla mal y cuando ya le resultaba imposible negar una crisis agravada por el tiempo perdido en sus intentos por taparla, que demasiado le costó tanto verla a tiempo como emprender medidas ya a destiempo. El segundo, a la hora y en la forma de administrar la quiebra que recibió. Todo se pudo hacer mejor, tanto por desentenderse uno del problema hasta que se tenía ya un pie en el barranco, como por echar el otro a lomos de los más débiles los costes de la crisis. Aún me acuerdo del ¡que se jodan! Lo de las cajas de ahorros, tema en el que ni unos ni otros, ni nadie, pueden mirar a los ojos a los ciudadanos, fue un rescate indecente tras una ruina incubada por todos ellos, sin que se salve ni Dios. Lo que se empleó en intentar medio sanearlas para, ya solventes, regalarlas a los bancos, (todos ellos malos aunque se creó uno aún peor, si cabe), seguramente hubiera bastado para prestarles a los ciudadanos dinero suficiente para pagar sus hipotecas y devolverlo a Hacienda a largo plazo. Las cajas hubieran cobrado sus préstamos, los ciudadanos no hubieran perdido sus casas ni sus ahorros, y el dinero que pedimos prestado a Europa y que aún debemos, lo irían devolviendo en treinta o cuarenta años los rescatados, que así hubieran sido las personas, no las entidades que lo recibieron a fondo perdido y a las que nunca se obligará a devolver un dinero que era de todos. Un expolio de libro que empobreció a muchos e hizo más ricos a unos pocos. Pelillos a la mar, nos dicen. Si no fuera por la fortuna que nos costó y nos seguirá costando, la desaparición de las cajas sería motivo de alegría y contento. Una vez colonizadas por partidos y sindicatos, al menos han perdido un filón ajeno con el que financiar sus derroches, sus clientelas, sus inversiones tan alucinantes como improductivas y, a veces, hasta sus vicios,  a costa del común. De paso que desacreditaban para el futuro la conveniencia de una banca pública, donde seguir ejerciendo. Es la confusión entre lo público y lo que no lo es, esos dineros que algunos no se privan de decir que no son de nadie, como si fuera una mina encontrada en descampado que algunos elegidos (o electos) atesoran y explotan. En realidad lo es. Para poca salud, ninguna, ya te digo.

    Hoy contamos con pólvora del multicéfalo rey europeo, que es republicano. Ingentes cantidades de euros asumidos como deuda común, un adelanto de billetes que escupe la máquina y que, junto a otros motivos sobrevenidos,  ya va haciendo crecer la inflación. Aumentada en dos años de forma vertiginosa y desmesurada la deuda pública heredada, ya alarmante, esperemos que la prima de riesgo no se acerque ni de lejos a los valores inasumibles que entonces alcanzó, porque si eso ocurriera no tendríamos lágrimas bastantes. Decir esto puede ocasionar que te llamen agorero, catastrofista, incluso facha. Lo normal para un perro. Recemos. Pero sigamos dando con el mazo.

     Uno de los problemas es que ese dinero, siendo mucho, no será ni suficiente ni eterno, como algunos quieren pensar y hacer creer. Hay una parte del gobierno, la más populista, la peor, que parece soñar que sí, que nunca se va a acabar ni a devolver ese maná dinerario con el que piensan tapar agujeros y abonar la cosecha electoral. Si por ellos fuera, nada quedaría para algo sólido y productivo. No creo que en este caso digan como antaño que se trata de una deuda ilegítima, que su política económica consiste en que mientras tengas quien te dé, cuerpo no lo pases mal, tan dados ideológicamente a repartir la riqueza existente como incapaces de crearla.  

    La realidad es que el responsable de lo que se haga, bien o mal, será el presidente del gobierno, tan cierto como que la labor es de todo el ejecutivo. No es de recibo que sus socios, de deslealtad prevista y no defraudada, pretendan endosarle al Psoe el coste electoral de algunas medidas impopulares y amargas, que sin duda habrá que tomar, mientras cuelgan de su pared como trofeo las astas de los decretos más dulces. Ya ocurre esto desde el principio de sus bodas, que ni luna de miel tuvieron, más bien una feroz y descarnada oposición interna en su misma alcoba, nada sorpresiva dada la indecencia interesada de los padrinos. Incluso los más bandarras llegaron hace poco a sugerir la posibilidad de llamar a manifestación por el precio de la luz en contra del gobierno del que forman parte, como antes y por muchísimo menos pidieron hacerlo contra el que había, siempre instalados en la irresponsabilidad populista que busca culpables, no soluciones. Yo, simplemente pasaba por aquí, nos dirán. Hay que tenerlos cuadrados. Tanto ellos como la claque que invariablemente aplaude sus ocurrencias y luego las contrarias cuando rectifican. Servidumbres del sometimiento partidario o ideológico. La cuadratura del óvulo.

    Algunas de sus propuestas suenan bien, es cierto. Aunque, como Josep Pla ante las luces de Nueva York, cabría preguntarse: ¿I això, qui ho paga? A nadie le gusta pagar peajes, o un recibo de la luz desorbitado, ni impuestos, incluso trabajar. Mal se venden las promesas de ayunos y penitencias: los sangre, sudor y lágrimas de Churchil no ganan elecciones. Mucho más dulce y vendible es pregonar repartos, ayudas y subvenciones, para alquilar pisos o para consumo, rentas vitales generalizadas, incluso un cheque para gastar en cultura casualmente justo antes de votar. Unos dineros y ayudas que, por cierto, hasta ahora se le han negado al gremio. No sé si esa es la mejor forma de ayudar a la cultura, aunque seguro que sí lo es para recabar votos y apesebrar ilusos, tibios e indecisos.

    Los socios morganáticos se desentenderán si Europa obliga a pagar algún tipo de peaje en las autovías, como parece, o a modular las imprescindibles reformas laborales y sociales, a ir recortando el déficit una vez acabado el actual chorro dinerario, inevitablemente breve y coyuntural. A mí que me registren. ¡Si por mí fuera! Ya sabéis a quien hay que votar si queréis hacer eternas tales bonanzas momentáneas, aunque sigamos hipotecando a vuestros nietos, y el que venga detrás que arree. Siempre quedaría expropiar Iderdrola, el Santander o Inditex, dirán los más cafeteros. Europa pondría coto a desvaríos, pues no es esa su línea editorial. Obligará y controlará, dentro de lo posible, que esos fondos se dediquen a temas concretos y productivos, no a cultivar votantes. Si no, arreglados íbamos. Lo único claro es que lo que queda de Podemos, es decir los ministros, pues poco más hay en ese erial en el que hoy por hoy sólo se salva la camarada Yolanda, mientras se sujete, intentarán apuntarse la autoría de todas las medidas más azucaradas y de atribuir las más agrias y ásperas al resto del consejo, a su presidente y, en definitiva, al PP-PSOE, animal mitológico que no tardarán en resucitar en cuanto se deshaga la coalición al son de los clarines electorales. Si no antes. No creo que se atrevan a mentar a la casta una vez que ya forman parte de ella, aunque algo inventarán. Siempre quedará lo de los fachas y los franquistas, metidos en mitologías, fantasmagorias y resurrecciones. Leyes y tribunales también tendrán que taparse los oídos, que los ataques se recrudecerán por parte de quienes reconocen en esos poderes un enemigo. Sentencias y tribunales pueden, como todo, ser criticados. Ahora bien, siempre hay que desconfiar que quienes ven en la la ley y en la justicia un problema, un límite, un obstáculo a eliminar. Es discurso habitual y propio de hampones y dictadores.

    Por lo pronto, volviendo a los contrayentes, el que aportó menor dote ha ido haciendo tragar a su poco amado consorte no pocos sapos ideológicos, muchos de ellos reformas, leyes y discursos, no digamos tuits, que pronto habrá que matizar, pulir, incluso revertir, cosa que no solo ni necesariamente habrá que dejar para el PP si ganara o ganase los próximos comicios. Indudablemente ambos desposados se necesitan, aunque unos más que otros, sobre todo hasta aprobar los presupuestos. Tras esta boda concertada por el mero interés, celestinada por testigos y padrinos en el sentido siciliano del término, los dos riñen por ser la novia defraudada. Ganas se tienen, que eso de simular unidad acaba por pasar factura a la salud mental y a la credibilidad. Y al futuro en las urnas. La casa y los muebles, como la mayor parte de la dote electoral los pusieron unos, no otros. De ahí sus discusiones sobre las capitulaciones matrimoniales y por ver quién se queda con la tostadora y el pisito de la Moncloa.

    No es menor el problema que ahora tienen los parroquianos, los testigos, invitados y familiares de los dos contrayentes que, escenificando ser unos y a veces trinos, llevan una larga temporada prietas las filas, simulando, con una pinza en la nariz y en bloque, ser una familia que a base de sapos y silencios aparezca unida, dando por buena, a regañadientes y cara a la galería, cualquier ocurrencia de la coalición. Creen unos que eso hace el caldo gordo a los suyos; otros que permitirá sobrevivir a los propios, conscientes de que solos poco pintan. Deshecho el abrazo, de Judas por parte de unos y del oso por la de los otros, concedida por Rota la nulidad de este matrimonio de conveniencia por no consumado y contraído de mala fe, veremos ahora a los invitados al convite pensar que su regalo de bodas fue excesivo para los merecimientos. Tendrán ahora que discriminar algo más, apuntar mejor, no mezclar ni fingir sus amores, destapar desavenencias y rencores, rectificar no pocas opiniones, limitar sus apoyos solo a los suyos, que a ti te encontré en la calle, y aflorar las críticas a los que ya es posible y conveniente llamar ajenos. No se si llegan a los turrones. Resonarán los reproches tras el divorcio y veremos asomar por fin los puñales por encima de la mesa, reñir por las llaves del piso, la cuenta corriente, el coche y los niños. E intentando endosar culpas, deudas y desaciertos a la parte contratante de la segunda parte. De nuevo capuletos y montescos. Para ello los parientes de cada contrayente tendrán que desdecirse de gran parte de lo dicho, cosa que ni para ellos ni para sus lideres ha sido nunca un gran problema. Pero va a ser una descojonación ver a muchos recolocar las lindes entre buenos y malos, ser por fin solo de los suyos, decir de nuevo lo viejo que decían antes de que las circunstancias les espolearan a decir lo contrario de lo que siempre han pensado. Aunque de pensar no hablemos demasiado, que eso es cosa personal y no demasiado frecuente.

jueves, 2 de septiembre de 2021

Epístola de los chamanes

Cada vez dedico más tiempo a leer libros y otros escritos que se ocupan de las ideas, mejor que perder el tiempo con las ocurrencias. Ideas, su origen, alcance y evolución, no dogmas, prejuicios, tópicos o todo ese batiburrillo de discursos de baratillo, algunos totalmente disparatados, oportunistas, vacuos y peregrinos que, en realidad, son los que ocupan hoy portadas y debates, foros y mentideros. No es todo ello sino un fiel reflejo de la poca salud, bajura y enconamiento del debate político que emana de las alturas, mezquino, partidista y posturero, basado en la descalificación del contrario, la no asunción de responsabilidad alguna y en la dimisión del cargo de hacer frente a los verdaderos problemas de forma honrada y eficaz. A lo más que llegan es a aplicar tratamientos sintomáticos de urgencia, raramente van al fondo y a la causa de la enfermedad.

No pocos, los peores, practican una política entre el chamanismo y la homeopatía, que ceba y eterniza los males más que los combate, y que parece creer en el poder curativo de la sugestión, la imposición de manos y el encantamiento de conjuros y sortilegios. Pensamiento mágico. Pura verbosidad. Más que en la curación se esmeran en la apariencia del envase y la palabrería del prospecto de sus ungüentos de charlatán, literatura siempre enfocada a evadir posibles responsabilidades. Acaban vendiéndonos agua envasada con poco o ningún principio activo. Y, además, carísima.

Cuando uno cierra las páginas de un libro de Isaiah Berlin o de Chesterton, de Hanna Arendt o de Tony Judt, Orwell o Steiner, de Félix Ovejero, Trapiello o Josep Pla, de Chaves Nogales o de Julián Marías, entre otros muchos y por no citar a los clásicos, para después ponerse a leer gran parte de la prensa diaria de alquilada opinión o, peor aún, se mete en los foros a ver cómo respira el personal, a uno se le hunden los palos del sombrajo. Sabiamente y para hacerlo soportable, intercalan fotos y vídeos de gatos. Hace falta cámara de descompresión mental para no sucumbir a la intoxicación por falta de oxígeno que provocan esos cambios tan bruscos. Convendría pasar por un nivel intermedio. Primero una novela de Ágatha Christie o de Simenon, un libro de viajes, después un crucigrama, luego un tebeo o una de Corin Tellado, las noticias del tiempo para, una vez aclimatado el cerebro gracias a ese paulatino descenso, por fin  enfrentarse a los análisis de los medios y redes. No es que esperase uno encontrar por allí a Platón, a Unamuno ni a Montaigne, desilusión pareja a la de otros al dar con mis opiniones y comentarios, pero salvo honrosas excepciones, que las hay, y viendo el percal, no es extraño que las cosas vayan como van y mande quien y como manda, aquí y en el mundo. La casa no es que siga sin barrer, sino que ya estamos dejando que se nos hunda. Algunos que, al frente del estudio, nos cobran como arquitectos, aparejadores o maestros de obras, sin alcanzar a ser peones de albañil, en realidad viven de minar cimientos y rapiñar vigas, tejas y ladrillos. Y tales termitas políticas medran explicándonos que precisamente eso es lo que nos conviene. Lógicamente, como profesionales que se encargan de las demoliciones, viven de las ruinas, no de los edificios sólidos, limpios y bien mantenidos, donde ellos están demás.

No es cosa de España, como digo, que en eso también solemos ir al rebufo de otros, y no siempre de los más listos, exitosos ni competentes. Importamos las niñerías, los desvaríos y los errores de lo peor de cada casa, y no hay despropósito ni orate foráneo que quede sin calco o sosias por estos lares, poco dados a la originalidad. Hay mucha inteligencia suelta, es cierto, cerca y lejos. Pero la inteligencia suele ser molesta. En primer lugar, porque el tratamiento sanador de sus razones requiere un esfuerzo que no estamos dispuestos a hacer, suponiendo que tengamos preparación, criterio y capacidad para entenderlas. Ya se ocupan de que no tengamos tales cosas y no dan abasto redactando leyes de educación, siempre a la baja en cuanto a nivel y exigencia, no vaya y salgan los educandos mejores que los redactores. En segundo, porque lo que nos cuentan pide de nosotros algo más que atención y no estamos por los esfuerzos ni los sacrificios, pudiéndose arreglar todo con palabras y con buscar culpas ajenas.

Nunca fueron los gatos amigos de ayunos ni penitencias, por lo que huyen de dómines, fondas y comarcas donde no les den bien de comer ni les dejen dormitar a gusto en su caja. A los niños les gustan los cuentos, pero siempre los mismos, los que ya conocen. Y, antes de dormirse, prefieren ir cerrando poco a poco los ojos de la vigilia arrullados por relatos sin retos ni sorpresas, de esos que por conocidos se escuchan sin esfuerzo, sin sobresaltos ni dudas que pudieran entorpecer su paulatino y dulce amodorramiento. Antaño los niños solían tener cuatro o cinco años. O diez. Hoy, con el alargamiento de la esperanza de vida y el acortamiento de casi todo lo demás, algunos de ellos pueden tener cuarenta, sesenta o cien, con lo que no es extraño ver pulular niños canosos, con boina y garrota, renqueando en busca de su añorada revolución, siempre pendiente. Mejor que se dediquen a mirar obras.

La mejor forma de renunciar a la posibilidad de encontrar la verdad es pensar que ya se conoce. O la razón si uno cree que ya la lleva, sin matices ni otrosís. Nadie sana de una enfermedad si se resiste a admitir que la padece ni puede aprender aquello que, sin conocer, da por sabido. Nadie desea ni busca lo que ya cree tener, temiendo tal vez encontrar lo que no espera. Y eso lleva a una autocomplaciente parálisis. 

Vemos que hay legiones de personas, una variedad más de conservadores, que llevan cien o ciento cincuenta años pensando lo mismo, que tan atinados y claros encuentran su dogma y su verdad. Como una vida no da para criar y almacenar tanta fe y convencimiento, suele ocurrir que sus ideas a veces no sólo son equivocadas, sino que son ajenas por heredadas. Tienen el pensar, el sentir y el rencor que les legaron sus abuelos, junto con la casa, el bancal y un país en paz, sin haber desarrollado nada propio, ni conseguido nada igual, y menos mejor. Ni siquiera imaginado. Se enfrentan a las enfermedades del presente practicando sangrías ideológicas, con lo que a veces tienen tics de sanguijuela; o cuelgan al paciente de los pies pinchándole los ojos para que salgan los malos humores, como en tiempos de Paracelso. Sin haber llegado a conocer el Dioscórides acaban sonrojando a Hipócrates, pues las recetas de sus maestros terminaron con la vida de millones de pacientes obligados a soportar sus tratamientos de choque, pues no conocen de otros.

Que no funcionen sus remedios no les desalienta, la culpa es del enfermo que no está por la labor y además acude a otros sanadores y curanderos. Así no hay manera de sanaros, les reniegan, pues no elegís bien ni médico ni tratamiento. Siguen enredados en sus disputas gremiales, eternas y estériles, discutiendo de humores y espíritus, subdividiendo el protomedicato en escuelas chamánicas y sectas innúmeras. Que cambie el mundo, que nosotros no tenemos por qué hacerlo, pues somos los que llevamos razón. Cien billones de moscas no pueden estar equivocadas, comamos lo que ellas. Sólo les queda esperar a que la vida y sus eternas vueltas retornen a una situación tal en la que sus pócimas y ungüentos vuelvan a ser eficaces, si es que alguna vez lo fueron, que la Historia más bien apunta a lo contrario. Cosas más raras se han visto, parecen pensar. 

Por eso hay “progresismos” reaccionarios, retrógrados, que más miran al pasado que a un presente con el que no saben contender y al que pocas veces encuentran algo nuevo que aportar que sea mejor que lo ya experimentado, pues no todo lo heredado es despreciable. Por lo pronto, para no perder clientela e incapaces de remediar las enfermedades reales y conocidas, inventan otras y viven de recetar pócimas y elixires de su heredado vademecum para remediarlas. O recitan a coro sus conjuros, pues han llegado a creer que realmente sus abracadabras son eficaces, que cambian la realidad. Predican que su palabra cura, aunque lo único que se ha podido dar por cierto es que al menos adormece, cosa que a veces les basta. Les inquieta constatar que va habiendo quien llega a pensar, no sin razón, que desaparecidos ellos, desaparecerían las enfermedades escapadas de las retortas de su laboratorio social.

 


domingo, 29 de agosto de 2021

Epístola irresponsable

La política pierde sus energías en buscar culpables, labor estéril, pues de antemano se sabe que errores y culpas son patrimonio exclusivo del otro, de la oposición, del enemigo político. Es así porque no puede ser de otra forma, nos vienen a decir cada uno señalando hacia un lado, añadiendo cuatro chismes, tres verdades a medias y dos mentiras completas. Ya está. Enfrente tenemos al mal absoluto. Quod erat demostrandum. La demostración no era necesaria, y menos esa, pues nos movemos en terrenos de la fe, siempre etérea, resbaladiza e insondable, un fruto huidizo cuya almendra es precisamente creer en lo que no podemos ver ni tocar, que para lo que sí se puede, ninguna fe es necesaria. Por eso, para ser militante incondicional de un partido, hace falta mucha fe. Y un punto de cinismo. La política convertida en el arte de echar balones fuera, ars disculpatoria, refractaria a la responsabilidad y a la empatía. En aciertos y culpas  no se admiten repartos, prorrateos ni proporciones. Si es para bien, todo el mérito es del desmemoriado que corta la cinta, si es para mal se quejan de la herencia, algo que ellos nunca dejan.

Las soluciones son harina de otro costal. Tener al personal entretenido con esas carnazas que arrojan a la arena del circo es ardid que les permite a todos confundirse con el paisaje y, mientras la concurrencia encandilada persigue el vuelo de las moscas, siguen medrando y viviendo de esta industria estéril de la queja.  Se contenta a la plebe, al menos a la parroquia, con brindis al sol y con el señalamiento del supuesto y total culpable, invariablemente los partidos (y de paso los votantes) de las demás opciones. Esos que no sólo están equivocados, sino que son perversos, mienten, confabulan abrazados al mal y no tienen un trato honrado con sus ideas. Pura patología. Enfrente están ellos, guardianes de la razón, la verdad y la decencia.

Así nunca se ha arreglado nada, ni se arreglará, pero permite a unos y otros vivir más tranquilos sabiéndose inalcanzables por toda culpa o responsabilidad, mientras el personal trague.

Crean una sociedad en la que los otros son los responsables, como nosotros somos sus víctimas, nos vienen a decir, con el prestigio que eso acarrea en nuestros tiempos. No solo no debemos nada, sino que podemos extender la mano para recibir la compensación moral o económica que se nos debe a nosotros. Gozamos de una razón heredada, como nuestros rencores.

Empujados a esa confortable irresponsabilidad, los votantes son los primeros que deben de quedar a salvo de toda culpa referida a los problemas puestos sobre la mesa, asuntos que deberían decidir las elecciones decantando el resultado hacia aquel que mejor diagnóstico y proyecto presente para solucionarlos. Todos saben que nadie vota a quien le reniega, a quien le echare en cara que pudo hacer más y mejor, o le reprochase que no debió hacer lo que hizo. Menos a quien le pidiera esfuerzos y sacrificios. Todos queremos el lugar del gato. Suicidio en las urnas es sugerir al potencial cliente electoral que el cambio, en definitiva, también está en él. Así no se ganan las elecciones. Mejor evitarles reproches y regañinas, que más espantan que atraen el voto. La consecuencia, el producto, es una sociedad pasiva, infantilizada, rendida, a la que poco se pide y de la que nada se espera.

Pareciendo estar más empeñados y dispuestos a defender y promover el mal que el bien, incluso los delincuentes y los criminales son más dignos de pena y comprensión  que de castigo. Los más abyectos simpatizan y homenajean más a los verdugos que a sus vícitmas, si los primeros son de su cuerda. Será porque algunos de ellos incluso pueden llegar a ser apoyos parlamentarios, que el tiempo todo lo borra, sobre todo si se le ayuda un poco en la selección de lo recordable. Se rastrea en su infancia y en su entorno, en sus circunstancias y frustraciones (todos las tenemos), como antiguamente en la forma de su cráneo, en busca de una explicación, una disculpa, un argumento atenuante o eximente. No podía obrar de otra forma, concluyen apenados. Una irresponsabilidad aplicable a individuos y a colectivos, aunque no un argumento que resista el contraste con la realidad.  Empíricamente no cuadran esas disculpas, pues con las mismas o peores circunstancias hay infinidad de personas que no se han visto irremediablemente abocadas al delito. Los calvinistas, ancestros de nuestros orates del buenismo, ya se sabe que creían en la predestinación, como sus descendientes conocen de antemano el guion de la Historia. De todas formas, aunque todo esté escrito, mientras la Historia sigue su curso inexorable, aunque caracoleando por caminos opuestos a los previstos por el dogma predicado por barbudos profetas, no hay que perder la esperanza, que ya hoy ni los dioses tienen palabra. En cualquier momento se producirá el giro corrector. Oremos. Por no estarnos quietos mientras los dioses se dan a vistas, hay que predicar más por si acaso, no moverse del ladrillo de la doctrina que se nos despista la feligresía. Siempre vigilantes porque los oráculos suelen ser oscuros y pueden llevar al hombre, siempre débil, a la duda, cuando no a la herejía y al cisma. Qué te voy a contar. Hay que reeducar a los que aún están a tiempo de no pecar, salvándolos de su sino. Pero, mientras tanto, hagamos que se sientan culpables de antemano, con carácter preventivo, que vivan en la duda, apesadumbrados por sus culpas, las tengan o no. Ellos saben de su maldad.

Al final, huyendo de las otras religiones que al menos ofrecían perdón y posibilidad de enmienda, nos han endosado un pecado original irredimible, más gravoso que el sudor de la frente, pues suelen preferir cualquier cosa al trabajo. A falta de un dios, ellos se erigen en diosecillos vengativos y justicieros, tan quisquillosos con las deudas y las culpas de los infieles como laxos con las propias. Descreídos de un infierno en las profundidades, lo traen a la superficie del presente y aquí nos van asando con la tea de su rencor, en un perpetuo ajuste de cuentas. Hoy nace una persona y ya desde la cuna debe responder, con el desconsuelo añadido de verse obligado a renunciar a sus glorias, de los desmanes y conquistas de sus ancestros, de los crímenes de sus antepasados, de las deudas contraídas por sus genes a lo largo de la Historia. Según su ideología de testamentaría, solo queda pagarlas y a pedir perdón. Si es español a los indios, a los flamencos, a los filipinos y a los mahometanos. Entre otros. Como buen cristiano no debe pretender ni exigir apuntes contables recíprocos a aquellos mismos moros ni a otros más cercanos en tiempo y lugar; ni a fenicios, cartaginenses, romanos, franceses o estadounidenses. Pelillos a la mar. Nuestra contabilidad no tiene apuntes más que en la columna del debe, el haber siempre queda en blanco. Somos así de buenos. En realidad, el problema es del contable, que no nos lleva bien las cuentas, nos engaña, incluso nos sisa. Exagera y acrecienta algunas partidas, siempre escribe en rojo, aumentando nuestras deudas y ocultando a menudo las ajenas, con lo que nuestro libro mayor nunca puede cuadrar. Es igual, si no cuadran las cuentas se redondean, no vamos a perdernos en geometrías cuando es la Causa lo que está en juego.

Ofreciéndonos, por resumir, una irresponsabilidad compartida entre votantes y votados ante lo inmediato, lo urgente, lo que hasta cierto punto está en nuestras manos, nos llevan a un pensar insano, esquizoide. En su inconsistencia vienen a decirnos contradictoriamente que, de los grandes problemas, de los aires de la historia, de todo aquello que nos ha llevado hasta el borde de muchos abismos, todos tenemos la culpa. Más del pasado que del presente. Menos ellos, claro está. Aunque los hayamos conocido mirando al plano, disfrazados de Moisés y entretenidos con el maná.

Al final obrando así, reparten, socializan el sentimiento de culpa. Venimos a resultar culpables precisamente de todo aquello que no estuvo ni está en nuestras manos evitar. Incluso del pasado más lejano, cuyas cuentas se heredan. La conquista de América, los asesinatos de la guerra civil, la época de las colonizaciones, la opresión o desatención a ciertas minorías. Crean un mundo de resentidos, humillados y agraviados que merecen reparación y ya cada uno se apunta a un grupo de damnificados. O a varios, amparándose en la identidad o identidades que cree que más le representan o convienen. Todos estamos en deuda con todos, con lo que habría que concluir que, al final, estamos en paz.

Pero no. Hoy el agravio heredado, real o imaginario, es una renta perpetua que puede llegar a ser un medio de vida, y más para los que se adjudican el cargo de albaceas de esas contabilidades. Pero no son unas cuentas de suma cero, lo comido por lo servido. Uno, sin grandes estirazones, puede darse de alta en alguna identidad o grupo de oprimidos, de agraviados, de víctimas. Basta con creerlo, con decirlo, pues el criterio de admisión no es demasiado exigente. Lo malo es que, aunque se adscriba a dos o tres, que infinitas hay, siempre quedará fuera de muchas más, lo que nos tiene a todos en deuda, culposos, cabizbajos y avergonzados. Víctimas por tres causas y victimarios de cien. Así nos quieren. Mal apaño.

Hay ideologías imantadas para la culpa. Les caen todas las manchas y se les adhieren todas las pelusas y miasmas. Van por la historia con los hombros llenos de caspas seculares, a veces ajenas. Y no hay forma de que se desprendan. Al contrario, se acumulan, se multiplican, resaltan cada vez que son señaladas como sambenito de hereje. Otros pensares, sin embargo, parecen tener un pelaje al que nada mancha ni emporca. Los lamparones les resbalan y parecen rechazar tiznes, salpicaduras y churretes. Visten ropas de camuflaje que invisibilizan los desgarrones y yerros de la Historia y del presente. Si mataron, mataron mejor, con fuste. Si robaron, lo mismo, con fundamento. Incapaces de contender con lo esencial se centran en lo anecdótico y peregrino. Si nunca tuvieron una idea que mejorara nada si no es a costa de empeorar o destruir otras muchas, que por su resultado deben las ideas ser juzgadas, ello no es óbice, cortapisa ni valladar (Forges dixit) para seguir intentando durante siglos vender sus crecepelos ideológicos, sus bálsamos de Fierabrás, cuya ineficacia no ha conseguido desportillar su prestigio ante creyentes, cierto es que escasos, entregados a recomendar, dispensar, y si pueden imponer, tales remedios. Lo hicieron y hacen donde y cuando pueden. Curioso resulta que aún encuentren clientes, cierto es que entre los más desesperados e inermes, rendida la espada del criterio, el filtro de la razón, el contraste con la realidad, su gran enemigo.

Estamos perdidos. Por un lado se nos dice que están bien incluso las cosas que están mal y por otro que están mal incluso las que están bien. Y todos mirando más al pasado que al futuro desde un presente desatendido.

Como disfruto escribiendo, mi extensión me libra de los que no gustan de leer, que no es poco. Ya dejó Cuerda dicho que quien domestica a una cabra lleva mucho adelantado. Me extiendo en circunloquios y ringorrangos retóricos, alargando lo que podría decirse en una frase, en un aforismo: Promueven nuestra irresponsabilidad sobre lo que está en nuestra mano y nos hacen responsables de lo que no. Incluso de lo que en el ser humano viene de serie.

Es justo lo contrario de lo que podría arreglar las cosas. Pero la alta política hace tiempo que no va ya de arreglarlas, sino de administrar el rentable sindiós que ellos mismos provocan. Viven de la confusión. Es imposible que alguien entienda algo si su sueldo y su bienestar depende de no entenderlo. Ergo… Cada uno piense qué parte de responsabilidad le corresponde a la hora de obrar y a la de elegir.

sábado, 12 de junio de 2021

Epístola jacobina

La conversión de San Pablo. Caravaggio

Gentes de IU y del PSOE, entre otros, crean una plataforma a la que llaman "El Jacobino" para propiciar el nacimiento de una izquierda contundentemente antinacionalista, algo que inexplicablemente nunca hemos tenido. Bien. Nunca es tarde, si la dicha es buena. También cuadra otro refrán: a buenas horas, mangas verdes. No sé yo, y además ignoro, si esto es táctica o caída del caballo. O del guindo. En realidad vendrían a reconocer (y mira que les ha costado) la necesidad de promover una verdadera izquierda, algo esencialmente incompatible con los nacionalismos excluyentes a los que vienen decenios dando palmas. Lo malo es que habiendo dejado esa bandera, como tantas otras, en manos de un enemigo al que ya no pueden vencer sin los apoyos precisamente de los nacionalistas y separatistas, tienen que reelaborar un discurso y un relato ya muy enraizado en ellos y con el que han evangelizado a su peña. Es duro renunciar a Satanás si Satanás es precisamente quien te mantiene en el poder. A todos les pasa, cada uno depende de un socio inconveniente. O de varios. Tanto como difícil resulta que alguien entienda algo si su sueldo depende de no entenderlo. Ahora ven ese error, esa laguna, pero tienen difícil dejar esas garambainas identitarias en que llevan entretenidos tantos años y que tanto falso lustre proporcionan entre los llamados progresistas. Les van a llamar fachas. Encima han leído a Félix Ovejero y parece ser que algunos se han dado cuenta de que lleva razón. Por otra parte, están acostumbrados a apoyar incondicionalmente lo que diga el aparato. Incluso a creérselo. Veremos si estos de IU consiguen influir para corregir esa deriva reaccionaria a la que siempre alude Ovejero.

 Dicen que hay que “superar” el actual Estado de las Autonomías, porque, sostienen sus miembros, “ha demostrado ser tan ineficiente para lograr la igualdad, la redistribución entre españoles o en momentos tan decisivos como la pandemia”. Gran descubrimiento. Si ahora lo dicen ellos, va a resultar que era verdad lo que otros llevan (llevamos) mucho tiempo diciendo, que esto no se arregla con una eterna cesión de competencias, incompetencias, dineros y privilegios que calmen a un sepatarismo que siempre será insaciable.

No creo que pase la cosa de poner una vela a Dios y otra al demonio, puro florentinismo, un intento tardío de lavar la cara, bastante sucia, pero con poco que prospere, siempre será mejor que esa falsa equidistancia que les lleva a abrazar a los levantiscos periféricos, infamia que tanto rechazos provoca. Incluso entre sus filas, que en ellas aún hay quien piensa y lee, no sólo dice amén, aunque los críticos se puedan contar con los dedos de una oreja. Suelen hablar de "equidistancia" (de la mala) los que, no encontrando nada peor que decir de gentes más razonables que ellos, les vienen llamando equidistantes. Con un par.

En todo caso, sería curioso ver y escuchar a muchos de estos decir ahora lo contrario de lo que vienen aplaudiendo desde siempre. No tendrán problemas. Es su costumbre. Lo que diga el amado líder, o el comité. Pero sería un disfrute y una risión. Algo se mueve en la dirección adecuada.

jueves, 10 de junio de 2021

Breve científico y olvidadizo

Hay (siempre los ha habido), ministros y cargos públicos sin actividad conocida. Visto el percal, lo deseable sería seguir sin tener noticias suyas porque cuando conocemos las destilaciones de ciertas mentes, que en algo deben de entretener su aburrimiento, sube el pan. Dice el señor Sánchez que va a eliminar algunos ministerios, de esos que subdividió innecesariamente para hacer sitio dónde sentar tantos compromisos. Si los destituye y cierra esos ministerios que no deberían pasar de subdirecciones generales, si acaso, a menos que nos lo explique, nadie se daría cuenta. Incluso iríamos a mejor. Si acaso se ahorrarían las centenas de millones malgastados en ubicar y financiar los ocios de estos cargos, de sus subalternos y adláteres, y de paso evitaríamos algunas vergüenzas.

 Ha llegado la cosa a un punto en el que lo máximo que cabe esperar de algunos próceres es que no hagan daño, que no perpetren ningún desmán irreversible. El ministerio de Ciencia, sí, el de Ciencia, donde vegeta el señor Duque, no encuentra mejor manera de hacer algo por el gremio que borrar de los premios que concede su ministerio el nombre que homenajeaba a Ramón y Cajal, al doctor Marañón, a Juan de la Cierva y a otros de esos pocos científicos que el personal conoce. Así, pensando que para poca salud ninguna, reafirmará en la gente la idea de que sólo hemos inventado el botijo y la fregona. España nunca ha necesitado enemigos externos, con los de dentro nos apañamos. Espero que no apliquen semejante criterio al Cervantes ni al Goya, aunque malo es dar ideas a algunos que se empeñan en pasar a la historia, aunque sea por imbéciles.

 Mejor debería convocar y bautizar otros premios con los nombres de Juan de Juanes, el doctor Balmis, Severo Ochoa, Domingo de Soto, Jorge Juan, Alonso de Soto, Juan López Velasco, Agustín de Betancourt, Miguel Servet, Jaume Ferrán i Clua, Isaac Peral, Fidel Pagés Miravé, Celestino Mutis, Ángela Ruiz Robles, entre otros cientos de científicos, geógrafos, descubridores, botánicos y demás ignoradas lumbreras adelantadas a su tiempo que estos mandrias hoy intentan oscurecer. Llega uno a dudar de que siquiera tengan noticias de ellos, sin duda tan absorbidos y encerrados en la celda sin ventanas de su especialización como mal aconsejados por los sectarios que nunca dejan de pulular a su alrededor, pastando también del presupuesto.

Una vergüenza. Una más.