jueves, 29 de octubre de 2020

Epístola bélicosa y frenopática

 

Ya tenía bastante la justicia, entre los estirazones a sus puñetas, su forzada dedicación a encausar a muchos conmilitones de los que estirazan y a intentar arreglar problemas o apagar incendios que esos mismos o provocan o son incapaces de solucionar. Además ahora vamos a convertir los tribunales en consultorios psiquiátricos.

Las sentencias del procés y de Trapero, como otras que afectan a todos los partidos salvo excepciones que no conozco, son contadas por cada uno como la feria, según les va, valoradas según se acostumbra, justas si favorables, indignas cuando pintan bastos. Ahora llegamos a la guinda, las detenciones de la camarilla de Puigdemont en lo que parece un episodio de Amanece que no es poco, el de la invasión, aderezado, como es costumbre en la casa, con el uso de cuantiosos fondos públicos para financiar sus delirios. El juicio parecerá un guion de Berlanga o de Cuerda.

Seguramente no hay forma de evitarles a los togados el papelón, porque de forma fatal el guion de la película y los diálogos de cada proceso acaban acercándose dialécticamente al nivel de los hechos y personajes que se enjuician. Y viendo discutir a un listo con un tonto, a un loco con un cuerdo, al cabo de un rato es difícil distinguirlos. Un juicio acaba adaptándose al nivel del juzgado y aunque se trate de un criminal, se le supone un cierto raciocinio. Tal vez por ello sea hora de tratar el tema independentista desde un punto de vista psiquiátrico, seguramente la única forma racional de abordar los hechos.

Los acusados, pueden pagar, deben pagar si así se demuestra, por los robos continuados de dineros detraídos de necesidades reales y urgentes para financiar los desvaríos y sueños de escriturar a nombre del cártel la finca catalana que ya tienen decenios en usufructo. Lógicamente las leyes nada tendrán previsto para estos desajustes frenopáticos, como ocurrió en juicios anteriores donde se juzgaba una ilusión, un sueño irrealizable, según decía la sentencia. Muy caro y peligroso pero, al fin y al cabo, todo era ilusión, teatro, circo y encantamiento. Nadie puede prever la vesanía de alguien que quisiera beberse el Júcar para secar la comarca o robar un término municipal echando viajes con camiones llenos de la tierra de los bancales hasta llevársela toda. Sí debería estar contemplado el penar todo gasto inútil, no digamos nocivo para la conviviencia. Embajadas para desacreditar al Estado pagadas por los impuestos de todos, o los fondos desviados para mantenimiento del loco de Waterloo y su corte a cuerpo de rey, o la creación de una agencia espacial para lanzar cohetes. Todo pirotecnia.

¿Qué figura legal podrían tener nuestros códigos para quien reclamare la presencia de mercenarios de un país ajeno y lejano para sustituir una ocupación que sus desarreglos mentales les hacen figurar cometida por parte de sus compatriotas? Nadie puede creer que Putin estuviera dispuesto a asumir la deuda catalana y a enviar 10.000 soldados para apoyar la república bananera soñada por estos dementes. Lo malo es que ellos sí; no sólo lo creían posible, sino también deseable. Tratado el tema en un juicio, necesariamente será algo surrealista y su desarrollo y su sentencia puestos en cuestión. El juez Calatayud, ya acostumbrado a tratar con adolescentes revoltosos, les mandaría unas pastillas y los pondría a trabajar en un andamio. O dirimir la cosa en un duelo singular entre Puchi y un Goliat estatal, y luego ya al trullo. La embajada rusa contesta con sorna que pocos son diez mil para tamaña epopeya. Eso bastaba en la Anábasis, Ciro contra Artajerjes, cosa que ya añado yo.

No es para menos la ironía rusa. Si esas peticiones existieron, bueno sería saberlo y a qué nivel llegaron los contactos, aunque uno imagina una escena de Torrente. Meras confabulaciones entre hampones, de fijo agravados por el vodka sus desarreglos mentales, porque si se enteraran en el palacio de Putin que sus servicios secretos tratan en esos términos con estos pobres incautos alucinados, destierran a toda la legación diplomática a Siberia. No sé si Gorvachov, al que meten en el ajo, se molestará en descender hasta estos pantanos ni para desmentir la fábula, pues lo más posible debió ser que estos sujetos acabaron dando con algún mafioso espabilado que viera ocasión de sacar algún provecho de esta tropa que les pedía tropas. Al menos, reírse. Como la demanda de un par de regimientos  dejaría petrificados y mudos a los rusos, con su silencio los tractorícolas se animaron a añadir que, de paso, nos pagáis la deuda, total unos cientos de miles de millones. A cambio, la neonata república, una potencia mundial, daría por buena la anexión de Crimea y os enviaría un par de garrafas de ratafía de la del Torra. Y aquí paz y después gloria. Todo se andará, todo se andará, nos dicen en el Kremlin, —contestaron ya casi repuestos aunque aún perplejos. No es raro que, como estos mataharis nos cuentan, Puigdemont, al conocer el calado y enjundia de la operación, se cagara en las bragas. [sic]. Si se lo cuentan a la Marta Rovira aún estaría llorando. Junqueras ya andaba encargando mil misas con Tedeum a los dominicos de Montserrat y Mas un traje militar de Armani, con media arroba de medallas. La sorna de la embajada rusa es explicable y los únicos informes que llevaría a Moscú la valija serían para describir lo propicio de que metieran en las redes más mensajes para enredar el cotarro si es que se podía enredar más, que veían el río revuelto y que eso de andar como pollos sin cabeza en Cataluña hoy ya no es una metáfora. Pero nada de contar con esta pandilla tan poco seria ni para beber vodka. Que en cuestiones de religión mejor no meterse y que nada de considerar la posibilidad de apoyar una hipotética republiqueta regida por tales descerebrados narcisistas y avariciosos. Hasta los enemigos conviene que sean serios. Lo dicho, un descojone moscovita.

Lo malo es que aquí también nos lo tomásemos a broma. No sugiero que lleguemos al nivel de demencia de esa gran familia siciliana que desgobierna el Principado, pues sería arduo y estéril obligar a un tribunal a diagnosticar su patología. Como esto de los 10.000 hijos de san Putin desfilando por la Diagonal es sólo un sueño de perturbados mentales, procede hacérselo ver, si acaso, por un tribunal médico, de esos que valoran el grado de responsabilidad que cabe atribuir a un psicópata. Todo se deberá limitar en lo penal, lo que no sería poco, a lo real, a la pela, a pedir responsabilidades por usar millones de euros públicos para financiar disturbios, quemas de calles, sabotajes y otros desmanes acuáticos. Especialmente grave si se hace, como se hizo, desde la propia cúpula de la administración autonómica. Si eso no la convierte en organización criminal, que venga Dios y lo vea.

Lo más penoso no es que sus secuaces, red clientelar y masas hipnotizadas por el péndulo independentista les den la razón. Gran parte de esa tropa vive de esto. Lo peor será ver desde otros lares a los tontos de siempre, los útiles y los inútiles, desviar la atención, una forma de colaborar, intentándonos convencer cuando estos hechos alucinatorios lleguen a los tribunales que quien está en duda precisamente son los jueces, no los delincuentes juzgados. Es lo que llevamos soportando ya muchos años. Sólo por sus robos, que robos son, y desmesuradamente cuantiosos como corresponde a los discípulos de Pujol, ya merecían estar en la cárcel tantos o más años que el bigotes o el Bárcenas, que han robado menos y en otros aspectos son menos peligrosos para la convivencia que los dirigentes separatistas. Y me refiero a los políticos presos por los juicios del procés, que bien están donde están, y más cuanto mejor vamos conociendo los planes y actos de ese entorno claramente mafioso y alucinatorio. La locura es más peligrosa que condenable y no se cura en la cárcel, pero sólo, como decía, un traslado al psiquiátrico debería sacarlos de ella.


sábado, 17 de octubre de 2020

Epístola pensativa

Se nos reprocha que es cómoda y posturera la pretensión de independencia, de una libertad de juicio que a veces declaramos como aval de nuestras opiniones sobre la actualidad política. Pudiera parecer que con ello se las negáramos a los que nos contradicen. Como siempre ocurre, no le falta algo de razón a quien eso piense o diga. Nadie hay verdaderamente imparcial, un cerebro en un frasco que destila cordura aséptica, sin contaminación de simpatías, preferencias ideológicas, prejuicios, incluso manías. Detrás de las opiniones siempre hay vivencias, lecturas, compañías, ambientes y otros condicionantes que hacen de filtro a la hora de analizar unos hechos o unas ideas.

Eso nos hace previsibles, aunque a unos más que a otros, es cierto. Cuando conoces a alguien bien, a menudo puedes anticipar sin equivocarte demasiado qué pensará y dirá acerca de ciertas cosas. También ocurre a la inversa; quienes nos conocen pueden más o menos prever qué opinión tendremos sobre un asunto o un tema que surge. Los cerebros se van encalleciendo y nadie puede presumir de tener una mirada virginal ante lo que acontece.

 La cosa se agrava porque cada individuo no es una isla que produce ideas propias, endémicas, únicas, originales, fuera del tiempo y de la sociedad en la que vive. Hay algunos que mantienen toda su vida la cándida simplicidad de la infancia, sin alcanzar nunca el uso de razón, que aquí está Caperucita y allí el lobo, tras aquellas matas, aunque lo normal es que, conforme se va madurando, hecho el rodaje del magín, cada persona vaya haciendo suyas unas ideas, una forma de ver las cosas, unos condicionantes que son su herramienta para enfrentarse a la realidad. Esta herramienta será más potente y versátil según la cantidad y calidad de las experiencias, compañías, lecturas y reflexiones que haya acumulado hasta el momento. Deberíamos hacer hincapié en lo último, las reflexiones, el pensamiento dejado a su aire, sin compuertas, sin rutas, sin límites. No es algo que debemos dar por supuesto, pues es actividad menos frecuente de lo que pudiéramos suponer. Cada uno haga memoria de cuánto es el tiempo que lleva dedicado a ese menester, barbilla en puño, mirada ausente y a ver dónde nos lleva la cosa.

Hay quien se pone a pensar ya embridado, por otros o por sí mismo, llegando a echar el freno y detenerse cuando ve que los pensamientos se van orientando hacia donde no deben, hacia lugares que no debería visitar alguien que es como uno cree que es. Que esa es otra, que hay quien dice pensar lo que no piensa, pensando que una persona como él, que es como debe de ser, no debería pensar como en realidad él piensa. Ni llegar a las conclusiones a las que con inquietud se ve llegar a menos que pare a tiempo. Mejor callar y dejarse llevar, esperar a que lo que hoy es incorrecto vuelva a ser correcto. Incluso llega a convencerse que ha tenido el gusto, la inteligencia y el acierto suficientes como para atinar pensando exactamente lo que hoy hay que pensar. No fallo a ningún palo. Me hincho a megustas en el Facebook y en el Twitter, oye. Acudo a donde sé que me van a dar la razón sin pensar y ninguna necesidad hay de meterse en la boca del lobo, en el terreno hostil que habitan los que no piensan como yo, pero piensan. En otros casos, la inusitada experiencia de discurrir dura poco porque las neuronas empiezan a sufrir agujetas, como cuando alguien muy sedentario un día decide apuntarse a una media maratón.

 En determinados aspectos, la fe, sea religiosa o política, si es que ambas no son una misma forma de ser y pensar, nos marcan unos límites, ponen en cuarentena e incluso nos privan de conocer datos que serían relevantes para razonar con posibilidades de acierto. A veces se nos limitan o prohíben. Hay que leer esto y no aquello. No hay que hacer caso a fulano, que es un hereje, es falso porque lo han dicho en tal emisora, periódico o cadena. ¡Uy, mengano, si yo te contara! Así las ideas y los comportamientos se juzgan más por su autoría que por su contenido.

 Mentarle a alguien su militancia o su fe no es declararle incapaz de pensar por su cuenta, y no sería honesto, y menos elegante, aludir en un debate a esos condicionamientos, de peso variable según personas, para intentar desacreditar al oponente o atribuirte una razón que tus argumentos no sostienen. Si en el ardor del debate, uno incurre en ese error, o así lo entiende el contertulio, sólo cabe presentar excusas. Pero los condicionantes están ahí, operativos y, a veces, determinantes. Una etiqueta política, más si es asumida o pregonada por el interesado, no descalifica, aunque sí autoriza a suponerle determinadas creencias previas, una forma concreta de ver las cosas, unas simpatías hacia unas doctrinas y unas personas, tanto como una animadversión hacia las contrarias. Incluso en algunos casos extremos se cae preso de un dogma, en cuyo caso lo mejor es dejarlos, pues debatir hoy con arrianos y monofisistas, como que no. Sólo se debe debatir con personas que nos merecen respeto. Y que nos lo tienen, al menos lo muestran.

 Claro, declararse uno libre de todos estos cimientos a la hora de edificar nuestros argumentos siempre es intentar jugar con ventaja, pues en un grado o en otro todos nos apoyamos en un suelo, que todos creemos firme, aunque pudiera ser pantanoso o movedizo. La realidad es poliédrica y cambiante y no siempre nuestro cerebro elige bien el solar, cuenta con buenos planos y herramientas, ni tiene tanta pericia en el oficio como creemos. Si estamos hablando de imparcialidad, no cabe buscarla en un cerebro juzgándose a sí mismo.

 De ahí vienen casi todos los males en el tema que nos ocupa. Antes de juzgar los acontecimientos, la experiencia, la costumbre y el ambiente próximo, —a veces la peña, la iglesia o el partido—, entre otras influencias que no siempre controlamos, nos han creado un mapa del universo posible, con sus límites, sus caminos y sus puertos infranqueables. En ese mapa, nosotros mismos, los nuestros, ocupamos invariablemente el centro, aparecemos en el cerro más alto y desde esa privilegiada altura miramos y juzgamos. La fe y la militancia hacen más pequeño el universo posible, siempre dejan fuera mucho campo, aunque depende del grado de entrega y dependencia respecto a esa fe el tamaño del espacio por donde nos es posible transitar. A veces es amplio, otras muy reducido y su dimensión va pareja con nuestra previsibilidad.

 Uno siempre cree, quiere creer, que ve las cosas con ecuanimidad, algo que también les sucede a los demás y es difícil aquilatar a qué nivel de ajuste con la realidad nos llevan a cada cual los condicionantes antes descritos, aunque siempre tendemos a vernos en el espejo mejor de lo que somos. Componemos la imagen que nos devuelve a base de recuerdos y deseos, de ideales y de engaños. No podemos evitar esa autocomplacencia. Seguramente un monstruo se ve como el más bello de los monstruos. Si eso ocurre con una imagen física, qué pensar del Photoshop que aplicamos a nuestras ideas una a una y en conjunto. Esa autoimagen ideológica siempre nos coloca en el lado bueno de la historia, alta la moral, bien peinadas las ideas y vestidos con los ropajes del acierto y de la sensatez. Tal vez esa autoestima sea necesaria para vivir, para salir a la calle y más para opinar, pero no siempre es ajustada y veraz.

 Una romana que puede servirnos para no falsear la medida de nuestra ecuanimidad es intentar recordar cuándo hemos criticado a “los nuestros”. Cuanto más se separe de cero el número de ocasiones en que lo hemos hecho, mejor vamos, más creíbles seremos o no lo seremos en absoluto si el osciloscopio da encefalograma plano. Muchos casos podemos ver en que el criticómetro no mueve su aguja más que en un sentido, lo que resta valor y peso incluso a los juicios acertados y las valoraciones sobre las maldades ajenas. La incapacidad de detectar las propias, la autocensura que nos lleva a callar si es que las detectamos, incluso a negarlas si otros nos las muestran, nos indican que nuestras opiniones, además de previsibles, son poco de fiar, hasta cuando aciertan. Si el descarte de todo aquello que en la realidad nos perjudica, a veces el interesado silencio sobre la mitad de ella o el tomar conveniencia por razón, ya devalúa nuestras opiniones, no les busquemos valor alguno cuando se llega a recurrir a la mentira.

jueves, 15 de octubre de 2020

Epístola del derecho romano

    

    Cuando uno se pone a criticar algún comportamiento o decisión de nuestros políticos, estén en el gobierno, en la oposición, en el pacto o en esa otra oposición pintoresca y filibustera que parte del gobierno se hace a sí mismo, sufre inevitablemente el reproche de estar dando la razón a quien en esa ocasión queda fuera de la crítica. Otro gigante, Sancho. A por él. Por eso, según a quién se dirija, cualquier crítica debe ir precedida por una introducción justificativa que acredite tu derecho a discrepar, pocas veces reconocido. Si me planteas objeciones o matices, no digamos críticas duras, claro está que eres del enemigo. El pensamiento binario que empapa de sectarismo a los actuales actores políticos no va más allá de ubicar a los ciudadanos entre los buenos o los malos. Los primeros, lógicamente, son la primera persona del plural; los segundos, la tercera. El mundo está lleno, para su pesar, de regulares que, con su escasa y común finura clasificatoria y onomástica, en un bando entenderán como tabores de tropas africanas, por lo tanto, franquistas, de esos que ven infinitos más de los que quedan. Los otros nos creerán de los suyos, al menos hoy.

   No les entra en el magín que una inmensa mayoría no somos militantes ni de su partido ni de los que se le oponen. Les desconcierta la existencia de personas que se limitan a contemplar asombrados el grado extremo de ensimismamiento en que viven unos y otros, ese sectarismo avergonzante arropado por militancias ovejunas que se someten a dar por bueno y jalear todo lo que hagan y digan las curias de sus respectivas iglesias. Aunque su línea de pensamiento y acción dé giros y revueltas, cambie, pase de defender una cosa a proponer o perpetrar la contraria o renuncie a cumplir toda promesa hecha a la hora de pedir el voto. Para todos estos vainas, la razón es algo patrimonial, heredado por su familia política, como un título nobiliario. No es prenda que se gane y se pierda según cómo se obra en cada situación, que unas veces se tiene y otras no, y nunca entera. No, la razón es toda nuestra y fuera de nuestra razón queda la barbarie, sea facha o bolchevique.

   Funciona así en muchos de los temas, pero el de la independencia del poder judicial puede ser paradigmático. Se presenta como argumento encandilador precisamente lo que ni unos ni otros desean, la independencia de ese poder, pues todo lo que todos hicieron y hacen se encamina a eliminarla; toda reforma viene a aumentar sus desportillos, a dejarla cada vez más en manos de quien hoy puede abusar de una posición favorable y pasajera por la aritmética parlamentaria. Al hacerlo, lo que en realidad muestran es su deseo de utilizar la justicia, un poder cuya independencia marca la diferencia entre una democracia y una dictadura, para conseguir que el suyo sea lo menos pasajero posible. Cada una de las reformas perpetradas han ido empeorando sucesiva e invariablemente esa independencia que ningún partido defiende más que cuando está en la oposición, de forma que las grandes palabras y los encendidos discursos están demás. No consiguen con estos brillos retóricos deslumbrar a los ciudadanos que aún mantienen una costosa independencia de criterio y son lo suficientemente masoquistas para ir siguiendo esta novela negra ambientada bajo las luces del parlamento y en las sombras de los suburbios del hampa partidista. Una mayoría se desentiende, por aburrimiento, rechazo, asco o porque con sobrevivir ya tiene faena. La pandemia acerca estos comportamientos a lo criminal. Hace tiempo que gran parte de los ciudadanos dejaron de creer que la solución a sus problemas pueda llegar de tales irresponsables cuya única misión parece ser mantener el mando si lo tienen o conseguirlo cuando están en la oposición. Tal vez no haya más en sus cabezas. Nos miran como insectos.

   Sin duda un político debe intentar alcanzar el poder. Es condición para poder llevar a la práctica su programa, en el caso de existir algo que merezca tal nombre. Poco a poco, lo que acaba ocurriendo es que el medio se convierte en fin, no queda tiempo ni fuerzas para más. Hay que ganar, luego ya se verá. Al menos ganando todo se ve desde una posición más cómoda, el sillón es más blando, de paso que podemos recompensar a los que nos han ayudado a llegar hasta aquí, que dada nuestra incapacidad, han tenido mérito.

   Nuestros dirigentes se encuentran enredados en eso que se conoce como dilema del prisionero, aunque agravado porque lo que se juegan no sólo a los dos les afecta, sino a todo el país. Incluso a ellos en menor medida que a los que sufren sus desacuerdos. Dos personas pueden no cooperar incluso cuando al no hacerlo se perjudican las dos. Ahora vemos que incluso cuando todos somos los perjudicados. Un dislate no se tapa con otro. Y menos con una infamia. El bloqueo de la renovación de estas instituciones judiciales, defensor del pueblo, Consejo de TVE, por parte del PP, algo impresentable, no se corrige con un abuso aún mayor por parte del gobierno, como es el idear una estrategia más conveniente para sus propósitos indisimulados de asaltar estas instituciones, evitando preceptivos informes, procedimientos, retorciendo el espíritu de la ley, los equilibrios y todo lo que la Constitución había previsto para evitar que el poder judicial, y esos otros, fueran absorbidos por el ejecutivo, ni siquiera por el legislativo. Nos acercamos a Polonia, por no viajar al Caribe. Europa ya les ha visto asomar la oreja y ha avisado que la cosa empieza a oler mal.

   La estrategia previa de ir intentando en manada desacreditar el poder judicial, al que presentan hostil, dominado por los otros, cala entre la tropa, algo previsto y habitual, pero también entre parte de la población. Una población que ve cómo la justicia interesadamente puesta en duda acorrala la corrupción precisamente de aquellos a quienes se intenta presentar como dominadores de una judicatura colonizada y sin criterio. Vemos a quién se juzga, qué condenas reciben, qué casos ocupan la actualidad desde hace años. También, y paradójicamente, dejamos de ver en lugar protagonista, cuando no prescribiendo por distracciones y retrasos de la justicia, corrupciones inmensas, a veces impunes, perpetradas precisamente por los que se quejan de que quienes les deben juzgar están al servicio de sus oponentes, muchos de ellos ya en la cárcel. A Pujol y su clan no se les auguran tales padecimientos. Los socios del golpe posmoderno catalán también tienen cierto interés en influir en estas reformas y nombramientos y la liebre que llevan unos y otros es rápida, pero visible.  Que el socio levantisco del gobierno pase por ciertos problemas judiciales, aunque parapetado tras la inmunidad de sus cargos, tal vez explique ciertas prisas, como el procés catalán explicaba otras urgencias y abusos similares. Podrá explicar, pero nunca justificar que un indigno vicepresidente del gobierno oriente y amenace poco sutilmente a la judicatura, advirtiendo desde su alta posición institucional que sería inverosímil para él o los suyos el verse imputados en nada ni por nada, dejando a otros adláteres de viperina más suelta, si cabe, la misión de hacer declaraciones aún más inquietantes si llegaran a verse en el banquillo, como casi todo hijo de vecino bajo sospecha se ha visto y se ve. Ellos, como venimos diciendo, no tienen que acreditar ni demostrar ninguna decencia ni virtud, puesto que todas son suyas. Al menos eso creen y predican. El resto ya lo hace la fe de cada uno.

    El Partido Popular lanza a sus feligreses a justificar lo indefendible en periódicos, tertulias y foros, el bloqueo a una renovación a la que obliga la Constitución. El PSOE y Podemos hacen lo propio con su parroquia y los ponen a argumentar las bondades de arramblar con los últimos resquicios de independencia del poder judicial. Servidumbres y miserias de la militancia. Otros partidos y apoyos, a ver qué pescan, que las redes siempre les son favorables en las aguas revueltas. Indecencia contra infamia en la romana de la justicia, que la balanza es algo más moderno y preciso. Y la casa sin barrer. 

sábado, 10 de octubre de 2020

Epístola fantasmal

 

    El dictador Francisco Franco, de triste recordación, murió pronto hará 45 años. Dios lo guarde. Bajo siete llaves, porque no faltan los que lo siguen invocando por estos lares. Sigue flotando ectoplasmático, según nos cuentan los que hacen conjuros entre sahumerios para que se siga dando a vistas. Al parecer, aún hay quien cree que se le puede rosigar algún voto más a sus huesos. Y no lo invocan los pocos que lo añoran, sino los muchos que lo necesitan para que declararse antifranquistas en el año 2020 suene algo menos ridículo, y más para los que no lo fueron mientras estaba vivo, cuando tenía sentido y mérito.

Cuando murió, aún no había nacido el 74% de los españoles hoy vivos. De ese otro 26% que padecieron aunque fueran los últimos coletazos del franquismo deberíamos quitar a aquellos que por aquellas fechas aún no hubieran alcanzado el uso de razón, lo que tras penosísimas reflexiones nos llevaría a datos dudosos, pues no son pocos los que aún hoy no han llegado a ese punto.
La subespecie del homo sapiens antifranquisticus, mientras el dictador vivía, contaba solamente con algunos miles de ejemplares, apenas un poco más numerosos que los unicornios. No abundaban, no, para qué nos vamos a engañar. Cuando desapareció su nicho ecológico, su razón de ser, esto es, cuando su existencia no tenía ya justificación ambiental, política ni ontológica, sorpresivamente la especie prolifera, alcanza el antifranquista su cénit numérico, aunque su pelaje ya no luzca el pasado lustre. Llevan desde entonces una existencia decadente, faltos de las presas ideológicas que daban razón a su existencia por estos andurriales. Siguen jugando a dar con ellos, dicen que los ven allá en el horizonte y acá en la barra. En los tribunales, en las escuelas leo hoy, en la administración, en el gobierno, en todos sitios. En estos antros y en otros muchos más proliferan, bullen y se amontonan, acaparan el poder y dominan la opinión. Con una finura visual pareja, algunos ven últimamente panteras negras como otros ven manchas. Hay que hacérselo ver, antes que la cosa vaya a más.
Pero no se lo harán tratar porque necesitan ver fantasmas. Si por fantasmas es, abundan en todas las familias políticas, y están muy bien repartidos. En cualquier debate o acontecimiento que encuentran poco favorecedor a sus posturas, o por una pereza que roza la descortesía en los más inteligentes, muchos sacan ese espantajo y con él consiguen asustar a algún desavisado poco leído o convencido de antemano. Porque a Franco, gran parte de los vivos lo conocen de oídas, de contadas, si acaso de leídas, pero pocos de vividas pues, por fortuna, poco o nada queda hoy de él ni de su régimen. Cuando tras su muerte y el fin de la dictadura en España se pudo votar, los que reivindicaban su legado, los que querían que su “movimiento” perdurase inmutable por inercia, representados por Blas Piñar, cabían en un autobús como reflejó el recuento. Seguramente la misma ideología residual que cada 20 de noviembre reunía a unas docenas de nostálgicos en el valle de los Caídos. La población, en su inmensa mayoría, ya entonces había pasado página, aunque una y otra vez nos quieran abrir el libro por las más penosas. Tras el traslado de su momia a un lugar del que escasos españoles siquiera se han molestado en enterarse dónde está y cómo se llama, un cartucho que quedó en salva, hemos podido recontar una vez más a los franquistas que quedan. Uno por cada diez mil antifranquistas, así a ojo de buen cubero. Ante tal desequilibrio es fácil comprender su desconcierto y verlos apuntar hacia las jaras cuando algo se mueve. En la Transición tanto mutó Fraga como Carrillo, Suárez como Alberti, igual que muchísimos otros. Yo sigo agradeciéndoselo a todos ellos, mucho más que a los que aún siguen allí y como entonces, esos que hoy procuran cubrir de olvido esa época y nos la cuentan mal. Y con ella el presente.
Claro está que hay librepensadores, liberales, centristas, conservadores, gentes de derechas, incluso de extrema derecha. A algunos sexadores de pollos políticos todos ellos se les figuran franquistas, pues su capacidad de discriminar es binaria, cosa del oficio. A otros aún más tontos, a los que deseo mayor tino buscando setas, todos los que piensan distinto, incluso los que simplemente piensan, se les antojan fachas. De todo hay en la viña del Señor, como ocurre en cualquier democracia, algo que a demasiados les viene grande. No sé calcular si son más, menos o los mismos los apoyos que tienen las ideas de sus oponentes, pues cada vez que contamos los votos tras unas elecciones vemos que hay más votos cambiantes que cautivos, a Dios gracias, lo que da una cierta esperanza de que los totalitarios de ambos extremos, cubiertos por la piel zalamera del populismo, no acaben por hacerse los amos del cotarro.
Seguramente una gran mayoría tiene —tenemos— una idea de aquí, otra de allí y otra de allá, según gustos, formación, vivencias o intereses. O simplemente y no menos frecuentemente, según el entorno para los más débiles de entendederas y de valor, que no hay que señalarse ni salirse de parva en la parroquia. Llamar franquistas a esos millones y millones de españoles clasificados con tan poco tino sería igual de errado que llamar estalinistas a sus contrarios. Luego está lo de fachas, algo que no he escuchado decir a nadie que tenga un argumento a mano. Dada la extensión del ámbito ideológico al que se intenta descalificar con él, podemos decir que a quien no le hayan llamado facha en alguna ocasión es porque no ha dado demasiadas muestras de actividad cerebral

viernes, 9 de octubre de 2020

Breve químico y patriótico

Francis Mojica fue quien descubrió en las salinas de Santa Pola unas tijeras biológicas que escapan a mi comprensión, pero que sirven para editar la película embrollada del genoma. Posiblemente una de las herramientas que ójala pronto acaben con pandemias como la actual, el cáncer y otras miasmas. El Nobel de Química lo han recibido dos meritorias investigadoras que han conseguido afilar las tijeras de Mojica. No es la primera ni la última vez que ocurre algo similar con las autorías. De hecho España premió con el Príncipe de Asturias a esas mismas científicas, olvidando al padre de la criatura, algo que poco le habrá ayudado a ser, al menos, uno de los premiados por la Academia sueca.
En nuestra línea, una línea que hace que entre nosotros todo lo que rodea a la ciencia sea precario, desdeñado, pintoresco, sorprendente. La ciencia en España es la búsqueda solitaria de setas en el puto monte, pues poco se cultiva en los bancales de unos equipos científicos dejados de la mano de Dios y de las administraciones. Nosotros a cultivar turistas en altura, que es lo nuestro, y que inventen ellos, porque cuando, de una forma que entra dentro del terreno de lo milagroso dado el apoyo que reciben, algo inventa alguno de los nuestros, no nos damos ni cuenta. Ni le damos las gracias. La envidia profesional, otra de las virtudes patrias, debe andar por ahí rondando.
No habría que ser chauvinista, pero tampoco llegar al extremo opuesto en el que estamos instalados desde hace siglos. Un ejemplo muy menor fue cuando en un festival de Eurovisión, votando los últimos, dimos nuestros votos a Israel, que nos privaron del premio. Seguramente hicimos bien, unos Quijotes.
Se acerca el 12 de octubre, fiesta nacional de "Este País". Leeremos versiones igualmente penosas y desenfocadas de este peculiar relato de nuestra Historia que nada valora la épica propia, algo real, antes la desacredita, mientras babea ante los cuentos ajenos. Incluso dejamos que otros nos cuenten nuestro pasado, pues para ser un "hispanista" reconocido, la primera condición es la de haber nacido lejos del objeto de estudio. Los estepaiseños prefieren ensalzar antes a Buffalo Bill que a Elcano, al general Custer antes que a Colón o al Gran Capitán, al 7ª de Caballería frente a los Tercios. Olvidan a Leopoldo II de Bélgica y sus crímenes en su Congo (los pocos que los conocen) y nos recrearemos en los errores (si los hubo) de los Reyes Católicos para celebrar la fiesta de esta cosa en la que algunos son capaces de ver muchas naciones, menos la única que hay. Para llorar.
Desde aquí mi reconocimiento agradecido al doctor Mojica. De paso, dense por contestados de antemano todos los mandrias que el 12 de octubre no encuentran nada que celebrar y, lo que es más grave, les molesta que lo celebremos los que sí.

lunes, 5 de octubre de 2020

Epístola musical


 

A veces, para evitar fumarme otro cigarrillo, me echo un chicle a la boca. De hierbabuena o de sandía, según me da. Como suelo tener casi siempre música puesta, de que me doy cuenta me veo mascando al ritmo de lo que suena, dando dentelladas al compás que me marca la pieza. Si estoy escuchando una balada de Diana Krall o de Abbey Lincoln, algo que recomiendo hacer, la cosa va bien, pero cuando la batuta que maneja mis mandíbulas es un guitarrista de manouche es mejor tirar prudentemente el chicle a la papelera. Más de una vez me he mordido, movido por los vértigos de esos sones, la parte interna del carrillo, la de atrás de la lengua y el paladar porque no llego. Una cosa horrible.
Parece ser que incluso el ritmo cardíaco intenta acompasarse con la cadencia de lo que oímos. Si es así, el primer movimiento, allegro moderato, del concierto de Brandenburgo nº1 de Bach en fa mayor, BWV 1046, en realidad todo Bach, podría poner orden y curar las arritmias. Cuando me duelen mucho las piernas y los lomos recurro a ver el vídeo de la Vieja Trova Santiaguera interpretando "El paralítico". Infalible. Mejor que un nolotil.
Puede ser, aunque no se ponen de acuerdo los científicos al respecto, que la música escuchada también influya en el cariz de lo que vamos pensando. Si estás oyendo "I’m in the mood for love", sin duda no es igual que si lo que suena es "Va pensiero", el coro de los esclavos del Nabucco de Verdi, origen de no pocos lloros y ansias de independencia de algunos pueblos que se sienten oprimidos hasta la esclavitud, como ocurre en el Ampurdán. La música de fondo condiciona el estado de ánimo y moldea la acción del momento. Ya decían que escuchando a Wagner dan ganas de invadir Polonia, de igual forma que sabemos que los salmos, los himnos, la música de cornetas y tambores o una saeta desde un balcón, por poner unos ejemplos, nos ponen el cuerpo y la mente en distinta disposición, además de hacer a los oyentes sentirse parte de algo. Una marcha militar convierte a cientos o miles de soldados en una máquina, en un organismo infinitípedo, unánime y avasallador. En las ollas de cerámica ibérica ya podemos ver a un círculo de guerreros bailando una sardana al son de flautas dobles y panderos. También desfilando hacia la guerra precedidos por los músicos como los escoceses seguían a la gaita hacia la perdición, pero contentos.
Ayer por la mañana James Rhodes, aún en pijama y con su Steinway & sons Grand Piano, me amenizaba la mañana con Tchaikosvki. Bien, te pone en guardia, te despierta, pero diferente que si se hubiera arrancado por Debussy, lo que me hubiera impulsado a ir balanceándome a regar las orquídeas. Los directores de cine lo saben y en muchas ocasiones es la música quien crea el clima que las imágenes o las palabras por sí mismas no conseguirían transmitir. Casi todas las películas de miedo, si les quitas el sonido, se convertirían en comedias y nos reiríamos con ellas. A veces también ocurre con el sonido puesto. Efectivamente, si no existe esa correspondencia entre acción y música de fondo se puede llegar a lo cómico, cosa que ocurre en algunos discursos y declaraciones en las que se imposta un tonillo épico y una escenografía solemnes para declamar algo insustancial y de baratillo. Causa la misma impresión que las olas del mar sugeridas en el teatro por dos enormes sierras de cartón que oscilan en sentidos opuestos. Tomas nota, pero sabes que no te van a salpicar las aguas. Puigdemont y su tropa, entre sus muchas carencias, tienen la de no contar con un Elgar que les hubiera compuesto una Marcha de Pompa y Circunstancia. A veces pienso que la monarquía británica debe su permanencia a esta marcha y a God save the Queen o the King, (que no shave), según toque. Poco importa que Hændel hubiera robado la música y traducido el título del "Dieu sauve le Roi", compuesto por Jean Baptiste Lully para celebrar el éxito de una operación de fístula a Louis XVI.

    El LSD, según cuentan, permite escuchar sonidos cuadrados, o verdes, mezclando percepciones de sentidos distintos, lo que llamamos sinestesia. Tendría esto algo que ver con la forma en que la música ambiental nos condiciona para la acción que emprendemos, aunque pudiera parecer que nada tiene que ver una cosa con la otra, lo que oímos con lo que, con su escucha, nos pide el cuerpo leer, comer o visitar. Después, y menos durante la audición del aria "Ombra mai fu" del Xerxes de Haendel no hay quien se coma unos garbanzos con oreja. Cabello de ángel todo lo más. Muchos contribuyentes deben su venida al mundo a un bolero y muchas desgracias han ocurrido por los encorajinamientos inducidos por alguna copla excesivamente racial. Si elegimos un libro de la biblioteca, no elegiremos el mismo volumen si estamos escuchando a Liszt o reggaetón, aunque en el último caso no es previsible ver al semoviente en la tesitura de tener que elegir ningún libro de su biblioteca.
    La música envejece, como todo arte, como todo lo vivo. Como los vinos buenos, puede ganar con el tiempo. Hasta algunas cosas muertas envejecen, se desgastan, desgracia sobre desgracia, como las piedras. Pero sólo somos conscientes de ello cuando la piedra había sido labrada por manos humanas, que las otras hay quien piensa que Dios las hizo así y así siguen. Por una falsa concepción del progreso muchos tienden a pensar que todo se desarrolla, avanza, mejora. La experiencia nos debería enseñar que más cierto es que lo vivo se debilita con los años, degenera, muere. El olvido hace el resto, y resucita o certifica la defunción. No intento sugerir que la música actual o cualquier otro arte del momento sean despreciables comparados con lo anterior, pues mucha buena música, libros y otras obras se hacen hoy en día. Salvo los contados genios que en cada época descuellan, nada nos hace suponer que hoy no se interprete la música igual, incluso mejor, que nunca antes se había hecho; no es de razón pensar que hoy se escriba, esculpa o represente irremediablemente peor que en ese casi eterno "antes" se hacía. Por otra parte, siempre los más vetustos han hecho valoraciones semejantes pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor, algo cierto para cada individuo, una vez llegado a carcamal, si se refiere a su fortaleza y salud, pero falso cuando intentamos extender la nostalgia más allá de lo inevitable. No es justo confrontar en ningún terreno las obras del momento contra toda la producción anterior de la humanidad, durante siglos, milenios a veces. Sólo con la ciencia sucede, pues acumula todo conocimiento anterior y sobre él edifica. El arte no funciona así, especialmente porque, siendo incapaces de añadir un peldaño más a una escalera ascendente en el que el último escalón ya supone una excelencia alcanzable por muy pocos, hay quien intenta iniciar otra escalera nueva, renuncia a la herencia anterior, que se desprecia, podríamos decir que se olvida, si no fuera porque los promotores de algunas nuevas vanguardias no siempre estaban ni están en situación de olvidar lo que no han llegado a conocer.
Con el arte ocurre que lo antiguo era joven, mientras que lo nuevo es viejo, lo que nos confunde. Conforme nos vamos remontando hacia los siglos pasados nos encontramos con que las artes tienen menos antigüedad, menos tradición, menos escombros. Nuestros ojos añaden capas de barniz que oscurecen lo antiguo, como ocurre con los lienzos, que pocas veces podemos ver frescos, relucientes, sin veladuras, como los vieron sus coetáneos. Los bisontes de Altamira o los caballos de Lascaux no son, si vemos el asunto como realmente es, un arte antiguo sino naciente, en su infancia, producto de la juventud de la humanidad. Y desde luego hablar de mejor o peor sacaría los colores a gran parte de los artistas actuales. Un arte que conocimos ya perfecto, no una probatura. Cambiaría todo lo que he pintado por haber sido capaz de dibujar un bisonte, un ciervo o un arquero de esos que perviven en cuevas y abrigos, algo que ya alcanzó la perfección hace miles de años, insuperado, insuperable, asombroso.
Si admitimos que todo lo que escuchamos, leemos o contemplamos nos condiciona para bien o para mal, nos eleva o nos hunde en la miseria estética y desde allí se desparrama al resto de nuestra conciencia y nuestros actos, sólo cabe llegar a la conclusión de que hay que poner mejor música de fondo a nuestras vidas, rodearnos de cosas hermosas, ya que es decisiva la educación artística de las gentes. No es cosa baladí ampliar la calidad y cantidad de cualquier forma de arte en el ambiente, facilitar y promover el acceso a la cultura sea de forma pública o privada, literaria, musical, escénica o expositora. Hablar de gran cultura es sin duda pecar de elitista pero, al contrario que en otros campos, en el arte no siempre lo bueno, lo mejor, tiene por que ser más caro que lo infame, a veces es al revés. No es necesario tener un Rembrandt en la pared, ni un piano de cola en casa, pero un disco de Reggaetón vale igual, incluso más que uno de Mozart, Bach o Bill Evans. Es cuestión de esfuerzo, de aprendizaje, de ofrecerle a lo más grande que es capaz de hacer nuestra especie un tiempo y un esfuerzo similares a los que estamos dispuestos a dedicar al manual de instrucciones del mando a distancia.
    Resumiendo, lo conveniente sería hacer justo lo contrario de lo que se hace, y caigo en el excesivo optimismo de pensar que se hace algo. Habrá que empezar por pagar el rescate del ministro del ramo.

  Vale.


sábado, 3 de octubre de 2020

Epistolilla de los cronicones

 

A veces se ve uno en Facebook, un antro de perdición, debatiendo sobre Historia, sobre hechos más o menos lejanos, sobre su sentido, posibles causas y consecuencias o acerca del papel de sus principales protagonistas. Hace falta ser iluso, harto de leer por esos andurriales la caricatura con que se simplifican y se deforman hechos actuales, episodios que uno ha visto con estos ojitos y declaraciones que ha escuchado con esos cartílagos que llevamos adosados a ambos lados de la jeta. Con dos palabras despachan hechos y situaciones complejas y quedan la moral y la conciencia a gusto. En el caso de tenerlas.
A veces, por hacerles el favor de que no lleguen a pensar que todo el mundo mundial piensa como ellos y sus parroquias, lo que les evitaría en ocasiones hacer el ridículo fuera de su feligresía unánime, uno pica y entra en debate. Llega así a la conclusión de que bien está como ejercicio mental, pero que nada se gana peloteando argumentalmente contra una muralla antañona y sin poternas. Las ruinas se acaban cayendo solas, para qué perder el tiempo. Caen por las granizadas de la realidad, por los vientos de la razón y por el propio peso de tanto pedrusco con tan escasa cimentación. Mejor confrontar lo que uno piensa, que no tiene por qué ser acertado, con buenos libros, que los hay, casi siempre los que los aludidos evitan leer. Y así les va.
Igual intentan, también con escaso éxito, sembrar las semillas de su verborrea deformante sobre los bancales de acontecimientos algo más lejanos, pero también vividos, disfrutados o sufridos por nuestra sociedad, interpretados y asimilados en su momento, y soportamos hoy que te cuenten algunos orates qué es lo que pasó cuando tenías veinte años. Habría que salir al quite pues la cosa es grave, convendría impedir que los más jóvenes acaben quedándose con la versión alucinada de un fanático. A veces esas continuas enmiendas a la totalidad son simplemente cara dura, que no hay que considerar incompatible con el fanatismo, muy al contrario, o es falta de cuajo mental, que todas esas virtudes y otras peores se pueden atesorar a la vez. No quiero poner ejemplos por no ofender y mucho menos iniciar debates estériles, pues es como intentar razonar con un monofisista, un arriano, o con cualquier otro tipo de creyente. El dogma propio de la rendida militancia ideológica es filtro engañador, anestesia para la autocrítica y parapeto frente a la razón y a la verdad. La parroquia está para apuntalar los desatinos con sus megustas, traducción actual de la palabra amén.
¿A quién le va a dar usted la razón, a mí o a sus propios ojos? que decía Marx (Groucho). Con estos mimbres, esos predicadores que nos quieren contar el presente, decirnos que no vimos ni vemos lo que nuestros ojos nos han ido contando, ni escuchamos lo que escuchamos, esos mismos u otros con igual fuste son los que nos quieren relatar nuestra propia historia, reescribirla, imponerla. Surrealista, aunque afortunadamente sea un esfuerzo inútil. La Historia, por ahora, no se lee en el BOE, aunque llegaran al desatino y al abuso de escribir allí algunos capítulos bien seleccionados.
A veces nos engañamos a nosotros mismos, endulzamos nuestros recuerdos, difuminamos episodios poco afortunados y resaltamos los que nos parecen más edificantes. La memoria es muy elástica; no nos podemos fiar ni de la propia. Como para dar por buena la ajena, encima de quienes ni hoy ante testigos vivos intentan someterse a los hechos reales y a la verdad.
Que sepáis que no lleváis razón, bandarras.