sábado, 26 de marzo de 2022

Epístola de san Cristóbal

Para mí un piquete en una huelga actual, aunque se le añada el inadecuado y falso adjetivo de informativo, es un acto de matonismo, pues simplemente se trata de imponer mediante la violencia aquello de lo que no se supo convencer con argumentos. Incluso a los que, por diversas circunstancias, no están en condiciones o disposición de seguirla. Me da lo mismo que ese chantaje de o haces lo que te digo o atente a las consecuencias, se haga en nombre de una reivindicación tenida por justa, pues está claro que no lo ven de igual forma los que solo a base de violencias y amenazas se ven forzados a someterse a lo que les imponen unos pocos. También me da lo mismo quién promueva o defienda esos abusos. Desde luego no es nadie que valore en nada la libertad, pues entiende que, como la opinión, la suya es la única defendible. Un dictadura pasajera y localizada, pero dictadura. Sea con banderas rojas, camisas pardas o metralletas de Chicago años 30. Algo mafioso, si hay violencia e intimidación. Déjame que te proteja contra ti mismo, que lo hago por tu bien. Frente a la capacidad y al derecho de dejar de trabajar y de cobrar, defendiendo lo que consideras que mereces, está la de otros colegas que lo ven de otra forma y que, si así lo consideran, tienen tanto derecho a que se les deje trabajar como a parar los que deciden no hacerlo. Ambas libertades son igualmente defendibles y la razón, de tenerla, en mi opinión, se pierde cuando se recurre a estos métodos intimidatorios que rozan, cuando no alcanzan, lo criminal.

Una huelga tradicional, un derecho irrenunciable, llevaba unos costes propios que echaban un pulso limpio a los ajenos. Yo no cobro, pero tú no ganarás con mi trabajo hasta que alcancemos un reparto más justo de los beneficios. De ese tira y afloja durante el que ambos perdían, se solía acabar con un mejor acuerdo que el anterior. Todo legítimo y razonable. A veces, patronos mafiosos alquilaban violencias para intimidar a los huelguistas. Y tampoco tienen cabida.

Reguladas en los países democráticos, suelen estar acompañadas del establecimiento de unos servicios mínimos, pues una huelga para mí legítima se hace contra quien te contrata, contra quien te paga, no contra la sociedad en su conjunto, intentando paralizar sectores especialmente sensibles, a ser posible todos. Y eso es harina de otro costal, para eso se necesita una huelga general, no sargento. Los que dicen ser defensores del interés común, de lo colectivo, si lo son de verdad, no pueden anteponer intereses sectoriales, corporativos, particulares o gremiales a los colectivos y generales, a menos que la huelga sea más política que laboral. Siempre hay inevitables molestias y perjuicios colaterales que se hacen sufrir a personas ajenas al conflicto de intereses que plantea una huelga. Se intenta evitar con estas regulaciones de mínimos que algunos, pocos o muchos, con razón o sin ella, tomen a la población como rehén. Llegamos así al chantaje, del peor, pues los más dañados son millones de ciudadanos que no tienen en sus manos la resolución del problema, capacidad de negociar ni posibilidad de dar o quitar razones.

Se cuenta con que hay molestias, pérdidas, trastornos y desarreglos que sufren multitud de actores que no tienen papel con frase en esa función. Pasa con las huelgas en los servicios públicos, trenes, controladores aéreos, educación, sanidad, transporte, y no se puede hacer una tortilla sin romper algún huevo. Pero todo tiene un límite. Hay sectores, a veces no muy numerosos, que pueden paralizar un país. Y se convierten en un arma política que todos, cada uno cuando le toca o le peta, intentan capitalizar.

Y ya sabemos, que cuando una cosa entra dentro del terreno de la política, un mundo religioso de buenos y malos, de santos y de herejes, de ellos y nosotros, ya se ha perdido toda posibilidad de razonar. Puede ocurrir, como ocurre hoy con la huelga de camioneros —y no digo que como ocurre siempre, aunque lo pienso—, que alguien pretenda sacar tajada electoral del problema, incluso que azuze el conflicto y confíe en que el malestar empuje a bastantes votantes hacia sus candidaturas. Sin duda ocurre esto, ahora y siempre. En un colectivo tan grande hay también intereses distintos, incluso enfrentados. Hay trabajadores del gremio que son obreros de una empresa. Hay muchos autónomos, hay empresarios de grandes flotas y hay plataformas que son las que captan los portes y los subcontratan a otras empresas menores o a transportistas autónomos. Y que abusan de su posición de dominio para imponer unos precios que recortan las ganancias de los trabajadores hasta límites de supervivencia.

Si unimos a todas esas circunstancias los desmesurados precios de los combustibles, llegamos a una situación en la que muchos de los que se pasan días y noches al volante, a miles de kilómetros de sus casas y sus familias, malviviendo y arriesgándose en las carreteras, cobran unos sueldos de miseria o, si son autónomos, trabajen a pérdidas. ¿Cómo no va ser legítimo y comprensible que en esas circunstancias se queden en su casa y dejen aparcado el camión? Lo que no lo es tanto es coger la navaja y rajar ruedas de los que han decidido trabajar, colapsar carreteras, salidas de polígonos industriales, puertos y fábricas. Eso es inadmisible. Granjas que ven agonizar a sus animales por falta de pienso, miles de litros de leche vertidos porque unos pocos no permiten que nadie vaya a recogerla, leche que va faltando en los supermercados cuando los almacenes están llenos, entre los problemas citados y el acaparamiento irracional de algunos mandrias. Fábricas que paran su actividad por falta de suministro de componentes, materias primas, envases, o por tener el almacén lleno sin posibilidad de hacer llegar sus productos a los consumidores. Si le sumamos que los costes de la electricidad y de las materias primas son prohibitivos, tenemos la tormenta perfecta. Podemos cargarnos la economía del país, que no anda para echar cohetes. Nunca hay razón parcial ni argumento que merezca tanto.

Eso nos lleva a buscar soluciones a muchas cosas a la vez. A los huelguistas, a las plataformas que gestionan y reparten los portes, al gobierno, a los partidos y a todo aquel que algo de cordura pueda aportar. El gobierno, lento hasta la desesperación, tarda once días en recibir a los portavoces de los más empecinados de los huelguistas. Por lo pronto, como primera providencia, nos cuenta que todos los camioneros son unos fascistas, empezando por los iniciales promotores y seguidores de la huelga, cuatro gatos. Ni es cierto ni ayuda nada decir tal disparate. Cuando ya se escuchaban demasiados maullidos, y no todos los maullantes podían ser unos fachas, tenemos que ir moderando el discurso que acabó encabronando al gremio entero, y con razón, y haciendo que, enfadados e insultados, se sumaran a la huelga muchos que no lo hicieron al principio. No digo que no se puede ser más torpe, porque todo es mejorable. Se ha hablado en España, y en todos sitios, hasta con terroristas y sediciosos, incluso se consideran aceptables animales de compañía. Ucrania acabará negociando con el Putin que hoy los masacra, de hecho ya lo está haciendo durante los bombardeos. Pero estos camioneros no son de recibo. Hasta ahí podíamos llegar. No están entre los representantes legítimos del gremio, donde sí están presentes precisamente los contratistas que han llevado a la ruina a la mayoría de los camioneros del país. Ahora se les recibe, casi dos semanas después, cuando ya nos estamos asomando al abismo. Las concesiones anunciadas y prometidas, que se pudieron y debieron hacer mucho antes, esperemos que satisfagan lo suficiente al gremio y calmen a gran parte de él, para que esto acabe antes de que el quebranto sea más trágico. Seguramente, como decía, ya habría terminado hace muchos días si no se hubiera criminalizado e insultado a gran parte de los camioneros, que malas son siempre las generalizaciones y peores las etiquetas.

Quién te ha visto y quién te ve. Con los papeles cambiados, unos y otros. Hace poco se despenalizaron los piquetes, pensando que nunca se habrían de utilizar contra los que así legislaban. Hoy se les vuelve en contra y ya no es lo mismo. Si echamos mano de hemereoteca, nos hinchamos de ver plumeros. Vemos a la izquierda en pleno, obispos y feligreses, descalificando a los huelguistas, cuestionando la legitimidad de la huelga, haciéndose cruces de los excesos y violencias, así como de las consecuencias de esta movilización que no fueron capaces de prever, de encauzar, ni de parar a tiempo, por ser cosa de fachas, no de trabajadores. Porque un trabajador como Dios manda y la Iglesia nos enseña debe ser de izquierdas. Y si no nos da la razón y se nos pone en contra, ni es de izquierdas e incluso cabe dudar de que sea un trabajador. Y, por el contrario, con asombro vemos a la derecha, paradójicamente, como defensores hoy del sagrado derecho a la huelga, incluso a la más extrema justificando a los piquetes y a los más encastillados y dudosos promotores del conflicto que, recibidos y atendidas muchas de sus reivindicciones, deciden seguir paralizando el país, salte o raje.

Llegados a este punto, a mi escaso juicio, no cabe otra cosa que pensar que aquí los más cargados de razón son gran parte de los camioneros, y me refiero a los que no tienen más partido que su familia y su camión, sin llegar a ser tan ingenuos como para pensar que entre ellos, y se ve claramente quiénes son, hay agitadores sorprendidos de la audiencia conseguida y que se ven en la política, si es que no están ya en ella. Tras las últimas negociaciones y medidas, la huelga debería haber acabado ya. Un gobierno se debe ganar con argumentos y en las urnas, no en las calles, que tan bien arden. Hay que deslindar, no decir gilipolleces y pensar que en otras circunstancias casi todos hubieran dicho y defendido exactamente lo contrario de lo que hoy dicen y defienden. Da vergüenza ajena leer y escuchar algunas de las cosas que se dicen y escriben, en las tribunas, en la prensa y en las redes sociales. Y se avergonzarán, y se arrepentirán, y negarán haber dicho lo dicho, cuando cambiados los papeles de la tragedia, tengan que, una vez más, justificar lo que hoy condenan. Y viceversa.

 

jueves, 24 de marzo de 2022

Epistolón taxonómico, desértico y memorioso

    En las películas del oeste el bueno siempre saca más rápido. El que agoniza en el suelo muere porque no lleva razón. Representa el mal; por eso fue más lento, de forma que bien está lo que bien acaba. Los dioses no permitirían que las cosas ocurriesen de otra forma, pensamos. Aunque no siempre conviene echar a Dios la culpa de los desafueros de unas criaturas de las que ni siquiera su omnipotencia consigue sacar partido. Porque hay que ver qué bonito que es ese tema del libre albedrío. Tal vez, más que de los dioses, se trate de los guionistas, que alguna liebre suelen llevar, pues, además de entretener, siempre nos intentan convencer de algo. Como muchos políticos —una profesión muy cercana, sin salirnos del mundo del espectáculo—, necesitan fabricar un relato que deforme y lubrique los hechos para hacerles pasar hasta por donde no caben. En los westerns, entre otras cosas, nos convencen de que los verdaderos malos eran los indios. Unos salvajes estos pieles rojas. La fuerza de las palabras, de las imágenes, que si se repiten lo suficiente acaban sobreponiéndose a las razones. Señalado el malo una y otra vez, si cuela, pasamos a ser los buenos. El que acusa, y a menudo la acusación suele tener mucho de autoexculpación preventiva, es el que saca más rápido y sus disparos dejan al otro muy perjudicado para responder. Por eso conviene poner en cuarentena los jucios sumarios sobre la maldad ajena, especialmente cuando la condena aporta algún beneficio al fiscal. Si nos presentaran a los apaches chapurreando un español raro y mestizo y persignándose al salir de la ermita con los dedos aún mojados de agua bendita, que eso hacían y así eran, a muchos nos daría más pena verlos morir. Porque no todas las muertes nos producen la misma desazón.

    Los guerreros antiguos, antes de entrar en batalla, intentaban leer los oráculos, la predisposición de los dioses a darles la victoria o a desentenderse del pleito y así condenarlos a perder vida y hacienda. En realidad, más que leer, dada la oscuridad de sus mensajes, creían descubrir en ellos un reflejo de sus propios deseos. Porque los de los dioses, como los del pueblo, son muy difíciles de descifrar, a menudo inquietantes, y es más fácil acabar escuchando en ellos nuestra propia voz, justo lo que deseábamos oír. Lo de los oráculos ha decaído mucho, desplazados por encuestas y profecías ayudadas a autocumplirse por los mismos profetas que las anuncian. Sin embargo, ese modo de pensar que consiste en tener decidido lo que hay que ver antes de mirar ha triunfado plenamente.

    Aquellas guerras eran de artesanía, flechazos, lanzadas lejanas y al final el cuerpo a cuerpo. Duraban poco y los contendientes, además de por número, ganaban o perdían por lo acertado de la estrategia, potenciada por la moral y el valor de sus tropas. Soldados enfrentados que contaban con armas similares, que se mataban o herían de uno en uno y tan de cerca como para ver la cara del enemigo, siempre tan parecida a la propia. Si las cosas salían mal y acababan encadenados como esclavos, intentando en la fila de cautivos no pisar los cadáveres de los que tuvieron peor —o mejor— suerte, tenían el consuelo de pensar que los dioses así lo habían querido. Hoy, descreídos y resabiados, más que intuir, sabemos que llegaron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos. La Historia nos podría ayudar mucho, pues nos deja esas lecciones, siempre olvidadas. Aparte del eterno afán por adaptarla a gustos y conveniencias del momento pues, como todas, la tahona de la Historia hace el pan con la harina que le damos y todos quieren que el suyo salga blanco y tierno.

    La memoria es un líquido que se va acomodando a la forma del frasco donde cada persona o época la guarda. Siempre hay quienes recuerdan solo lo que otros quisieran hacer olvidar, mientras olvidan lo que sus contrarios pretenden fijar como memoria de todos. Hay muchas memorias, muchas historias. Mientras sigan vivas, como las palabras con que las contamos, seguirán cambiando, sea por avances de la ciencia histórica o por triunfo de relatos  de parte. Como en un árbol, unas frondas crecen y otras se secan, y pervive mientras las raíces sigan alimentadas por el suelo del presente, un hortelano que unas veces abona y otras poda, pero que siempre intenta guiar las ramas. La otra cara de esta moneda es el olvido, siempre en lucha con la memoria. No podemos recordar todo, ni todos lo mismo, y menos para siempre. La abundancia del hoy hace pronto olvidar las hambres del ayer; cada uno vivió la feria de una manera y así la recuerda y la cuenta. Una generación que solo ha conocido la paz descree de la posibilidad de que pueda haber una guerra, cosa de los bisabuelos, gente rústica, rara y violenta. Esa falsa idea del progreso como una línea continua, siempre ascendente, un camino hacia la perfección sin pausas ni retrocesos, es idea tan común como engañosa. Nada está garantizado, nada es eterno, nada es seguro y cierto, salvo la decadencia y la muerte. Hay regresiones y no son excepcionales las cosas y casos en los que avanzamos hacia atrás.

    Nos aplatanamos con las paces largas, hasta creerlas definitivas, algo tan deseable como incierto. Lo mejor es ser pacifista. Es lo más noble, lo más humano. Se llega a proponer hasta la renuncia a defenderse. No tiene más problema que, como conducir por la derecha, solo funciona si todos obran igual. Con solo uno que no comparta tan nobles principios circulatorios se lía parda en la autopista. Por muy pacifista que uno sea, si un kamikaze anda fuera de parva veríamos bien incluso que lo pararan con un misil antes de llegar a encontrarnos de frente con el conductor díscolo. Es cuestión de perspectiva, de detalles y de circunstancias, y a veces los buenos principios nos llevan a malos finales. La no violencia, como todos los principios, solo funcionan cuando son compartidos por todos. Incluso, sin salir del cerebro propio, vamos adaptando los buenos propósitos a la situación. Al salir de la consulta, si los análisis han salido bien, nos concedemos en el primer bar que encontramos lo que antes de conocer los resultados, que preveíamos adversos, habíamos evitado, incluso prometido no volver a catar. Promesas e intenciones de tanatorio. El miedo guarda la viña. Hasta que se pierde el miedo, y con él, a menudo, también el majuelo. Y de paso la vergüenza, incluso el oremus. Es mejor pasarse de prudente y saber que existen peligros y que, llegado el momento, habrá que enfrentarse a ellos con las armas que tengamos preparadas por si un casual.

    Por eso, cuando niños, en las películas de sesión doble, aún no maleados por los nihilismos o las deconstrucciones y relatividades de Foucault y otros vainas posmodernos, pataleábamos contentos y jaleábamos a los que acudían bien armados a hacer justicia, machacando a los que, entonces sin dudas, eran los malos. Hoy todo es más líquido, la verdad, la moral, la justicia y otras cosas importantes, hasta el punto de vivir en la contradicción de cultivar la irresponsabilidad individual y, a la vez, hacernos sentir culpables colectivos de los desastres y ataques que sufrimos. Hasta nos quieren hacer heredar culpabilidades retroactivas.

   Encandilados por un optimismo antropológico, un "to’ er mundo es güeno" que nos desarma, ocultamos la realidad, que es un espanto, hasta que ya es imposible y a veces tarde. Ni puto caso, colega; que se joda la realidad, a ver si van a venir los malditos datos y los hechos a estropearnos el relato. Mejor Walt Disney que el Serengueti. Luego si el cocodrilo le arranca un brazo al nene, que así son de bestias los animales, los de verdad, ya aprenderá en sus carnes que esas enormes lagartijas solo sonríen en las películas. Hasta entonces, mejor que no sufra. Solucionamos ese problema puntual buscando una palabra o una frase dulce que suene mejor que manco y arreglada la cosa. ¡A ver qué cuentos les dejas leer a las criaturas, que lo del lobo no le dejó dormir a gusto y me ha pegado la noche! ¡Se va a traumatizar! Nada de inquietarles, nada de abrumarles con los peligros de la vida, ya tendrán tiempo de padecer, de enterarse de lo que vale un peine. Y en ellas estamos. Así hemos llegado hasta aquí, yendo de la desenfadada e inconsciente alegría al llanto, por el camino de la confusión y del buenismo.

    Además, ahora la infancia dura mucho y la adolescencia prácticamente toda la vida. Ese desenfoque vital da lugar a que se pueda llegar a ministro, casi con el chupete aún en la boca, creyendo que se sigue de delegado de curso. O, con poco más de las cuatro reglas, a dirigir un país. Ahí tienes a Trump, a Maduro o a tantos otros primates empoderados, lejos y cerca. En este mundo de adolescentes talludos, airados y dueños de un rencor telarañoso en busca de culpables, no es necesario saber; el caso es explicarse uno, si no bien, al menos deprisa, acertando a decir lo que la audiencia desea escuchar. Aparentar, más rentable que ser; corroborar, reafirmar, mejor que dudar, pensar o descubrir. Más vale un gramo de imagen que dos toneladas de eficacia. Se puede salir airoso, aunque el orate no se explique, porque a la gente se le pide adhesión personal, pasión o enfado, no inteligencia ni asunción de un proyecto ni de unas ideas, porque no las hay. Enfado, victimismo, indignación, vana ilusión, para apuntalar lo que sin las emociones no se tendría en pie. Si hay quien sigue creyendo que la Tierra es plana ¿no te van a creer a ti si les dices que, por el hecho de nacer lo merecen todo, que no tienen culpa de nada y que nada se les exige, mientras callas que de ellos nada se espera tampoco? Con la emoción basta. Méntales lo malos que son esos o aquellos, aún peores que nosotros. Háblales de sus derechos, omite sus obligaciones. Lo importante es buscar un buen enemigo; si no lo hay se le inventa. Esos son; ahí los tenéis: unos extremistas, un peligro.

    Los primeros que hemos de aparentar creerlo somos nosotros, que el personal no detecta —incluso consiente— la mentira, pero intuye y rechaza la debilidad. Dudas, ninguna. ¿Para qué leer o atender a nada que nos haga dudar? ¿No sabemos ya que llevamos razón, que somos los buenos? Una nueva clase de aristocracia que, en lugar de los castillos y latifundios del marquesado, hereda títulos de superioridad moral, aunque la estirpe vaya degenerando. Con ellos basta. No tenemos que demostrar nada, que la razón ya nos viene de herencia, de casta. Hoy hay quien dice que es de esta o de otra corriente ideológica como quien dice que viene de los Alba, De la Cerda o de los Medinaceli. No faltaba más que, a estas alturas, necesitar hacernos preguntas o demostrar el valor que se nos supone. Las ideas hay que conservarlas, como las fincas, como las muelas. Para algunos son tan inmutables como los lemas y emblemas que antes las grandes familias grababan en escudos, estandartes y blasones. Muchos están convencidos de que ser progresista consiste básicamente en pensar y defender lo mismo que sus bisabuelos, incluso sus equivocaciones y sus desmanes. Y, si cuaja, cobrar deudas, reparaciones y recompensas por los agravios y derrotas que sufrieron, ciertas o imaginadas. Nunca ha sido cierto lo que la etimología nos indica cuando hablamos de aristocracia. No hay nada que nos lleve a pensar que alguna vez hayan gobernado los mejores, salvo excepciones que no conozco, pero al menos eso se pretendía aparentar. Ahora es la medianía, la democrática y destructiva igualación del que sabe con el que ignora, el que aporta lo que puede y debe con el insolidario que se desentiende del bienestar general, el que trabaja con el que se escaquea y el que se esfuerza con el que descansa. Igualar es lo deseable, pero estirando hacia arriba de los que están abajo, no propiciando un mundo de enanos envidiosos del que despunta, prestos a cercenar las gaitas que sobresalen.

    Los dogmas del clan, de la tribu, de la casta, son la venda cuando se infecta la cosa. No son un antibiótico, no curan, pero al menos tapan la llaga. Hay que estar seguro de la incomparable bondad de lo que se intenta vender. La mejor forma es no plantearse siquiera la posibilidad de que haya algo mejor ni más cierto. La gente huele la duda, la toma por tibieza y estás perdido. A la oposición de cabeza. La escalera para asaltar cielos no tiene como peldaños las verdades, sino las dulces promesas, las indignaciones y los miedos a lo que podría venir sin nosotros. Fuera medias tintas, sobran matices y otrosís, términos medios y considerandos; lejos quede la equidistancia, que la ecuanimidad no entusiasma, no vende. Ante los extremos no tiene nada que hacer y nosotros somos el extremo bueno. Salomón era un bandarra, a punto estuvo de partir en dos a la criaturica. Nosotros no tendríamos inconveniente en dejar que lo hiciera, el otro cederá. Y si no cede, ya le echaremos la culpa del crimen. De la destrucción nacerá lo nuevo, lo bueno. A menos, eso dice el manual.

    No hace falta demasiada ciencia. Igual que había libros con modelos para escribir cartas a la novia o plantillas de correspondencia comercial para llevar la tienda, con aprenderse ocho o diez lemas y frases para gritarlas muy deprisa con el ceño fruncido, ¿para qué más ciencia ni experiencia? Ya procurará el líder incendiario rodearse de otros tiernos infantes, gente de fiar, ni tan tontos como para no ser capaces de memorizar los lemas de la tribu, ni tan listos como para hacerle sombra a quien los nombró. El aplauso y el amén de la parroquia están garantizados. El caso, la almendra del tema es lo que decíamos: un buen enemigo. Bien dibujado. Un fascista de libro: Martínez el facha. Con su bigotillo, sus gafas de sol, su bandera de España con el aguilucho y su Seat 1500. Una vez que la gente ha aprendido quién es el enemigo, ya está el trabajo hecho. Arrojando indiscriminadamente a toda oposición a los abismos del extremismo, así, a granel, confundiendo e igualando a los extremistas con los que no lo son —los más de ellos—, nuestro propio fanatismo extremo pasará por cordura y moderación. Hasta algunos asesinos o golpistas pasarán así por buenas compañías, por socios convenientes, mientras alertamos de los lobos infiltrados en rebaño ajeno. Cuando el enemigo haga lo mismo —o menos— que nosotros, la feligresía verá con claridad que no es igual, que nuestros motivos son más nobles, nuestra fe más verdadera, que nuestros criminales son buena gente y que todo lo hacemos por su bien. Aunque les cueste entenderlo.

    Si los piquetes nos ayudan a alcanzar el poder son buenos; si actúan contra nosotros y amenazan con sacarnos de él, son perversos. Es de aplicación a manifestantes, acosos, escraches, huelgas y otras “legítimas y necesarias manifestaciones de la libertad y de la democracia”, decíamos. Con la reserva de que solo lo son si van contra el adversario. Si operan contra nosotros hace falta estar ciego para no ver que todos esos desmadres y algaradas son un contubernio, cosa de fascistas. Podría aplicarse igualmente señalando como demonios a populistas o a comunistas, según quien hable, es cierto, pues las dictaduras, aun siendo de signo distinto, obran y argumentan igual. En unos sitios la dictadura viene de la mano de Erdogán, en otros de Putin, y en otros de los Castros, los Maduros, los Ortegas o los Kin Jon-Uns. Todos ellos tienen quien los defienda, indicador muy útil para reconocer los verdaderos peligros, que pueden atacar por babor o por estribor. Cada uno de los extremismos se alarma de un modelo de tiranía, aunque la libertad sea su enemigo común. Sus afanes totalitarios y autocráticos los igualan, como la Historia nos muestra. Juega a su favor que cada vez son más difíciles de distinguir, que muy desportilladas andan las palabras y muy hueras las cabezas. El único criterio que funciona es rechazar enérgicamente a todos aquellos que argumenten en favor de alguna de las variedades de totalitarismo criminal que asolaron el mundo en el pasado y lo siguen haciendo en el presente. Porque para no pocos, solamente el fascismo fue y es rechazable. El comunismo no fue ni es mejor. Claro que el fascismo es nefando, pero eso no hace bueno ningún otro modelo de dictadura más de su gusto, alegando que, mientras no alcancen el poder, sus defensores se resignan a aparentar ser demócratas. Ninguno de ambos totalitarismos es compatible con la democracia.

    Lo malo de estas clasificaciones, tan interesadas como falsas, es que hace aumentar el número de los supuestos enemigos, esa masa indiscriminada y sin fuste que han venido inventando. La gente se puede preguntar si en verdad hay tantos fascistas. Si fuera cierto, que no lo es, como tampoco es real el respeto por la democracia de quienes así argumentan, habría que rendirse a la evidencia y, con el corazón en un puño, dejarles gobernar, sean lo que sean, pues habíamos quedado que eran las urnas las que legitimaban a los partidos, incluso cuando se hayan quitado el pasamontañas hace unos días o les hayan sacado de la cárcel sin cumplir sus condenas por sediciosos. De forma que —van reculando— vamos a moderar un discurso que se nos está volviendo en contra y pasemos a decir que los ciudadanos están engañados, mientras se nos ocurre algo. Todo menos ponernos a arreglar las cosas. No hay mejor forma para calmar indignaciones o descontentos y orillar extremismos que solucionando los problemas que los causan y desmontando con buenos argumentos los relatos que los sostienen. Pero nuestras recetas y nuestros lemas no dan para tanto. Neguemos la realidad, demonicemos a los ajenos, aunque sean más que los propios, y avisemos de que o nosotros o el caos.

    La Historia dice —y con verdad—, que un Franco agonizante y una camarilla acojonada por Marruecos, presionada y aleccionada por el imperio yanqui, vendió a los saharauis, que tenían carnet de identidad de españoles —que eso eran o al menos eso les hicimos creer—. También dirá la Historia con no menos acierto que, casi cincuenta años después, otros intereses y otros apremios hicieron que la traición fuese consumada por un gobierno formado por socialistas y comunistas, secundados por sus conmilitones, un amasijo populista y verborreico que, pasados los años, nadie recordará cómo se llamaba y menos cómo coño consiguieron llegar hasta allí. Desde luego no alcanzaron tales cielos prometiendo hacer casi nada de lo que acabaron haciendo o dando por bueno con su presencia.

    En tiempos de turbación no hacer mudanza, dijo san Ignacio, repitiendo el saber antiguo. Si no se quería tener abiertos dos frentes a la vez, creo que el jefe del ejecutivo, haciendo de su capa un sayo y sin encomendarse ni a Dios ni a la Virgen, con el giro sahariano más haya abierto uno nuevo que cerrado ninguno de los muchos que tenía y tiene, que hay que reconocer que a este gobierno parece que lo haya mirado un tuerto. Sobre lo de solucionar todos los problemas que sufrimos, muchos de ellos compartidos con Europa, no creo que puedan dar lecciones de previsión ni de eficacia. Unos se alegran de que este cúmulo de tragedias y catacumbres nos hayan encontrado con Sánchez y la compaña al frente. Tal vez lleven razón. A nadie más se le hubiera consentido hacer ni la mitad de lo que ellos han hecho y hacen. A todos estos problemas, unos sobrevenidos e inevitables, otros paliados (aplazados a base de deuda) y no pocos agravados, cuando no creados por los que venían a solucionar los existentes, habría que añadir el fuego de las calles que sin duda hubieran promovido los que hoy se quejan de la oposición que tienen. De los sindicatos, poco que decir, sus enfados o sus silencios oscilantes, según quien mande, los retratan. Cuando hoy desde el poder ven en el país protestas que suponen una mínima expresión de las que ellos por mucho menos habrían patrocinado, se alarman, ven fachas por todos sitios, manipulación y violencia. Un abuso que hay que reprimir, ¡A mí la guardia!, que los piquetes violentos que despenalizamos hace meses, ahora se usan contra nosotros. Y hasta ahí podíamos llegar. La calle es nuestra, que dijo Fraga, los separatistas y algunos más. ¡Quién te ha visto y quién te ve! El caso del abismo entre pasados y actuales discursos indignados sobre el precio de la luz, los abusos en los precios, los impuestos sobre la energía, la inflación, la pobreza energética de los más desfavorecidos, es tan paradigmático como vergonzoso.

    El cambio histórico sobre el Sáhara, del que ciudadanos, oposición, Parlamento, parte del gobierno y posiblemente Argelia nos tuvimos que enterar nada menos que por boca del rey de Marruecos, es, al menos por las formas, una irresponsabilidad, un abuso, propio más de un autócrata que del presidente de un país democrático. El fondo, simplemente por inexplicado, resulta inexplicable. Lo único claro, una vez más, podríamos decirlo en palabras de Muñoz Seca, en la Venganza de don Mendo:

«Y me anulo y me atribulo, y mi horror no dismulo,
pues aunque el nombre te asombre,
quien obra así tiene un nombre,
y ese nombre es el de... chulo.»

     Hay ciertos desacuerdos, sobre el Sáhara, sobre la guerra, sobre muchas cosas importantes, ante los que no basta con poner cara de enfado y seguir en el sillón ministerial. Se otorga y se comparte o no se sigue donde se firma lo que uno considera que va contra sus principios. Claro, para eso hace falta tener algunos, tan a menudo confundidos con los intereses, las estrategias y las ambiciones. Lo demás son milongas, excusas de mal pagador. Peor que cobrador de suculentas e irrenunciables nóminas, que fuera hace mucho frío y a ver dónde coño voy yo que más me quieran, ahora que ya todos me conocen. Aunque sería demasiado sencillo pensar que solo están allí por defender un buen sueldo. No es eso. Hay más, claro está; no mejor, pero hay otras cosas. Preferible el ridículo y la irrelevancia que la desaparición. Del ahora o nunca, viendo que va a ser que nunca, algo habrá que salvar, aunque aún no sepamos exactamente qué. Y menos con quién, que ya vivimos barbilla en hombro.

    Por todo eso, de vez en cuando, hay que reescribir la Historia que, contada tal cual, le pasa como a los cuentos, que asustan a los niños. Y como nos quiten las hojas del BOE que el cupo nos autoriza a escribir, miedo me dan los cronicones. Si no mienten, que no podrán mentir, en el inicio de esta traición al pueblo saharaui, aparecerán Franco, José Solis —la sonrisa del régimen—, y el gobierno de aquel entonces. Como colofón de la infamia aparecerá este otro gobierno, quien lo preside y quienes lo forman, partidos y personas. Todos y todas. Por acción o por omisión. Ellos verán, que los demás ya lo hemos visto.

 

domingo, 6 de marzo de 2022

Epístola guerrera y postsoviética

Hay quien ve defendible defender que no se defienda quien es atacado. Mejor no armarlo. Déjate invadir lo más rápidamente posible, no ofrezcas resistencia, no te metas en guerras, con lo bonita que es la paz; ríndete o deserta y no seas tonto, que te lo decimos por tu bien. Sin ser belicistas —ninguna persona decente puede estar a favor de las guerras—, resulta difícil apuntarse a esa clase de pacifismos —o suicidas o vicarios— que igualan al agresor con el agredido, al matón con su víctima. Parece mentira que gentes dedicadas a convencer a todo el mundo de que es víctima de alguien o de algo, victimólogos empeñados en dividir la sociedad en minorías victimizadas —a veces imaginariamente— y azuzarlas para enfrentarse entre sí, siempre en demanda de reconocimiento circular y reparación mutua, ante el espectáculo de la destrucción y de la sangre inocente de víctimas reales, las  desamparen, limitando su aportación a un lema: «No a la guerra». Y a los agredidos que les den. Es un buen lema y, en principio, nadie podría oponerse a él, aunque sí a algunos de los que lo promueven para evitar que se diga lo que realmente es: no a la invasión, no al avasallamiento de Ucrania por el dictador ruso. La duda es si, plegada la pancarta o puesta la vela, podemos ya ir tranquilos a casa o al bar a tomar unas cañas, satisfecha la conciencia, contentos y reconfortados por nuestra solidaridad —inane— y a otra cosa. Intentan ridiculizar a una persona que en un programa de televisión dice que rezará por los ucranianos. Como el Papa, como muchos creyentes en dioses distintos. Mal no hacen, desde luego. Los que dudan de la efectividad de estos rezos, al parecer están convencidos de que es mayor la de poner velas en la plaza de su pueblo, igual que los aborígenes que danzan para atraer la lluvia o los cofrades que sacan al santo en rogativa con el mismo fin. No dejan de ser manifestaciones diversas de carácter religioso o mágico, pensando que una frase puede ser tan performativa como el primordial hágase la luz. Por no añadir que muchas de estas cosas se hacen más para uno mismo que para los demás, más para sentirse uno bien que para solucionar nada. Al menos, rezar es algo que se hace en privado, donde no hay nadie que te vea y se pasme del grado a que llega tu compasión, tu solidaridad y tu compromiso.

Allá cada uno con su conciencia, sus creencias y sus consuelos. Pero, puestos a elegir, me quedo con el “A Dios rogando y con el mazo dando”. Una cosa no quita la otra y se puede uno manifestar, poner velas, rezar, pero también ayudar a los ucranianos a defenderse, cosa que, independientemente de las personales creencias, es cosa demostrada que uno se defiende mejor con un arma que a pedradas, que poniendo el pecho o la otra mejilla que, al parecer, es lo que algunos sugieren, mostrando, al paso que su solera cristiana, la exuberancia del colorido de sus plumeros.

Igual que hay anticapitalistas que juegan en bolsa, conferencias contra el alcoholismo que se clausuran con un vino español, predicadores de la virtud a la vez que pederastas y vegetarianos que cuando nadie los ve se aplican un chuletón más que mediano —no demasiado hecho, por favor—, viven muchos que se dicen pacifistas —y algunos bastante bien— de encabronar a todos los demás y a enfrentarlos entre sí, intentando sacar votos de esas pelarzas. Los hay que todos los que consiguen acarrear para su negocio proceden de esos inducidos enojos. Después de convertir en oficio esa peculiar defensa de las imaginarias víctimas, cuando ven unas ciertas y reales, que soportan bombardeos injustificables, personas pacíficas e inocentes despanzurradas por las calles, sin piernas o llorando a una criatura destrozada, llegan a la conclusión de que lo mejor es la no resistencia, el dejar hacer y el desamparo; preferible no darles armas para defenderse para que termine pronto la cosa. Cuanto antes acaben con ellos mejor, antes llegará la paz. Sólo una indignidad tan difícil de entender como imposible de superar permite a la vez y no estar loco— mantener semejantes posturas y seguir formando parte de un gobierno que, con mejor criterio, envía granadas anticarro, balas y metralletas para que se defiendan los que no se resignan a dejarse matar. Cuanto antes desaparezcan de la política gentes de esta calaña, mejor será para todos. Porque no son Gandhi, no. La no violencia es una opción muy honorable, pero no admite intermitencias, que la convierten en impostura. Suelen ser los mismos pacifistas que en tiempos fueron subvencionados por algunos de los que llevaron la crueldad y el crimen a la perfección en aras de una causa fracasada y pervertida que algunos aún hoy defienden. Son de la estirpe de los que siempre han idealizado y aplaudido guerras y guerrillas, partisanos y resistencias, revoluciones y tumultos; pero solo cuando se perpetraban para defender las causas e ideologías en las que militan. Esos son los suyos, pues muy claramente nos han mostrado con quién están, siempre al lado de dictadores violentos, cuando no asesinos. Demasiadas violencias y muertes han intentado blanquear y hacer olvidar, recientes o antiguas, lejanas o en casa. Y leyendo un libro no puedes pasar unas páginas y dejar otras sin pasar, a menos que descuartices la encuadernación, una forma de destrozar la realidad y el texto, a ver si barajando las páginas y eliminando algunas sale un relato más apañadito y conveniente.

Demasiadas ideas y causas nobles se han visto y se ven desfiguradas y entorpecidas por elementos ajenos a la racionalidad y a la justicia de lo que se dice defender. Unas veces se utiliza una causa que podría concitar un apoyo casi unánime para endosar de rondón a toda la sociedad flecos y adherencias ideológicas muy particulares. Defendamos esto, pero desde mi doctrina, desde mi punto de vista, con mis addendas y suplementos. Esta causa es mía, que es tanto como decir que o me compras completo el producto de mi extremismo minoritario o eres un enemigo declarado de la causa, usada como excusa. Eso desmoviliza a gran parte de los posibles apoyos, espantados por esos abusos, siempre con regusto totalitario.

En otras ocasiones, pues llueve sobre mojado, la excesiva ideologización, el aprovechamiento partidista, que todo lo politiza hasta la polarización y el despropósito, hace que apoyar la causa, que muchos matizan pero no rechazan, presuponga la adhesión no a la causa, sino a la ideología que, como decíamos antes, la escrituró, se apropió de ella, y que presentan como la única que la ampara. Si una determinada postura se identifica como algo exclusivo de un sector y soldada a sus desvaríos ideológicos, resulta ya imposible que sea asumida por todos. Ese abuso, esa injustificable patrimonialización de las causas, ese torpe qué hacéis vosotros aquí, divide a la sociedad, produce más rechazos que adhesiones. Llegado a ese punto de fanatismo sectario, podrá reportar votos a unos o a otros, pero se ha perdido la ocasión de que se convierta en algo mayoritariamente compartido, como desea quien la defiende sin otros intereses, que otros ocultan por poco presentables. Y, como hoy absolutamente todo se quiere interpretar como prueba de adhesión a una u otra opción política, no como una postura individual respecto a cada uno de los temas en cuestión, producto de la libre reflexión, el abanico de libertad individual se va cerrando hasta una asfixia propia de la secta. Llegamos así a lotes de posicionamientos y corrrecciones, kits ideológicos estancos sobre esto y aquello, que acaban siendo una regulación de todos los aspectos de la vida. No hablamos ya de ideas, posturas y conclusiones a las que libremente llega uno, cierto o errado, sino de una ideología sectaria, que es otra cosa. Un totalitarismo de pensamiento único, pura esclavitud mental. Hay que tomar partido, nos dicen. O una cosa u otra, sin medias tintas, pues hay que decantarse sobre todos los temas; pero no uno por uno, sino eligiendo un kit que ya ha reunido todas y cada una de las opciones correctas: Del cambio climático al gasoil, de la mujer al hombre, pasando por todas las posiciones intermedias o supraorbitales, de la monarquía a la república, de la energía nuclear al turismo, del toro a la vaca, del pollo a la perdiz, de la unidad a la disgregación nacional, de Almudena Grandes a Pemán o a Pío Baroja, del Real Madrid al Barça, del lenguaje a la peatonalización de las calles, de vivir en España a vivir en Este País, del nada que celebrar al Santiago y cierra España, de ver y mostrar la bandera nacional con normalidad o a ocultarla con asco, de la alcoba a la chuleta. Si galgos o  podencos, si religiosos o laicos, si moros o cristianos, si judíos o palestinos, y ahora si guerra o invasión. Saber con una sola pregunta qué es lo que —sin posibilidad de matices ni considerandos— piensa una persona acerca de todas esas vidriosas —y a veces perversas e innecesarias— disyuntivas es comprobar que realmente no ha pensado por sí mismo sobre ninguna de ellas. El militante sectario no falla a ningún palo. Piensa lo que debe pensar, lo que se espera de él, siempre acierta. Pero ni sorprende ni convence en cuanto sale de la parroquia. Un buen ejemplo sería la preferencia por un régimen monárquico o republicano. Si se sobreentiende, como en España se asume, que un régimen republicano solo puede ser de izquierdas, preferentemente reeditando lo peor de la segunda, que no fue poco, quiere decir que en España nunca habrá república o que si la hay será algo impuesto a la mitad o más de la población. Por eso muchos rechazamos por ahora tal posibilidad. Gran parte de los que hoy la defienden son un pésimo aval como para decantarse por esa opción. Aunque uno no sea monárquico.

Los que están tan seguros de haber acertado en todas las respuestas, de protagonizar el milagro de haber sido capaces de elegir siempre la opción correcta, deberían preguntarse cómo es posible disfrutar de tamaña inteligencia y oceánico conocimiento, cómo es posible alcanzar tales cimas de perfección ética e intelectual. Sin mancha, sin errores, sin dudas, ni tibiezas. Sin complejos ni vergüenza. En resumen: o se autorpoponen para un proceso de beatificación o van a hacérselo ver acudiendo a Freud o a Lacán, orates tan de su gusto, a ver si alguien puede hacer algo con su soberbia. Como tal excelsitud suele venirles de familia, estos adanes deberían adoptar como siglas de su partido "S.P.C", Sine peccato concepit, como proclaman los estandartes que preceden a la Virgen, a la Inmaculada Concepción, en las procesiones de Sevilla.

Todo se quiere ligar a una determinada opción política que dice atesorar todo lo noble, lo justo, lo correcto, inmune y ajena a las circunstancias, creencias y reflexiones individuales, que están demás. Por supuesto, para cada uno es la propia. Fuera de ella todo es desatino y carcundia. No busca ni defiende la libertad quien intenta limitar la funesta manía de pensar. Porque todo sectario no ve necesario que, salvo el caudillo, nadie piense, medite, y menos que decida. Ni ellos ni los demás. Al contrario, es un peligro. Y leer, poquito, no la vayamos a joder, que ya sabemos por el Francisco Humillo de Cervantes que es cosa poco recomendable: «¿Sabes leer? —No, por cierto, / Ni tal se probará que en mi linaje / Haya persona tan de poco asiento, / Que se pongan a aprender esas quimeras / Que llevan a los hombres al brasero /Y a las mujeres, a la casa llana». Y, si no lo podéis evitar, a ver qué me vais leyendo y pensando que os estoy viendo venir. La cuestión no es ser o no ser, que sobran las filosofías, sino ¿y tú con quien vas? ¿Tú de quién eres? Lo demás ya viene dado. Se trata de una única elección vital que hace innecesarias dudas ulteriores: la de decidir a qué orate o camarilla entregar tu alma y ya te irán ellos diciendo qué es lo que está bien y cuál es el enemigo. Millones de personas actúan así, y bien que se les nota. Entre otras cosas, porque pocas veces escucharás de sus labios un razonamiento, un argumento; y nunca uno propio. Lemas, consignas, falacias, excusas; o simplemente el recurso a supuestas pero inexistentes superioridades éticas que hacen innecesarios datos, reflexiones y engorros argumentativos.

Algunas causas, siendo nobles y ampliamente compartidas, no se extienden como principios comunes a toda una sociedad por alguno o varios de los errores y abusos anteriores. A veces uno piensa que no falta quien trabaje a la contra, pues si una inmensa mayoría hiciera suyo lo que ahora algunas parroquias esgrimen e inmatriculan como de su propiedad, se les acababa el negocio. No solo debe ser noble lo defendido, sino también la forma de defenderlo. Otras ideas fracasan simplemente por la indignidad de quienes las defienden, que o dan risa o vergüenza ajena, pues se percibe que su liebre es otra y que nos hacen correr tras un señuelo. Leo hoy en Facebook una frase puesta en boca, nada más y nada menos, que de Che Guevara: «La vida de un solo ser humano vale más que todas las propiedades del hombre más rico de la tierra». Un sarcasmo. Sería de Gila si no fuese trágico saliendo de boca de un asesino que le tomó gusto al gatillo y que, contradiciendo esa frase, que ni siquiera creo que tuviera la lucidez — ni el cuajo— de pronunciar, precisamente a esos ricos de la tierra que tenía a mano les quitaba la vida para después quitarle los bienes, ilegítimos a su entender y cuya propiedad justificaba su muerte. Pero a un asesino, si es de los buenos, de los nuestros, le llamamos guerrillero y ya tenemos al héroe de una noble causa.

Por esas cosas descritas y algunas más, no todos los “No a la guerra” son creíbles, ni nobles, ni desinteresados. Son más decentes los convocados que los convocantes. Una de las tragedias y rémoras de ciertos pacifismos es que se sabe quién los impulsó y financió durante la guerra fría. También sabemos para qué y contra quien. Muchas cosas han cambiado, pero la desinformación y el aprovechamiento de temas conflictivos para dividir, desorientar y desestabilizar las democracias, aprovechando como en el judo los impulsos y fuerzas del oponente, siempre han sido procedimientos utilizados por las dictaduras para ayudar a los quintacolumnistas a destruir desde dentro las sociedades libres, siempre menos protegidas, pues la libertad siempre lucha con una mano atada contra quienes no se ven coartados por los 'remilgos' de la democracia. Gran parte de estas injerencias y utilizaciones de militantes, simpatizantes o de incautos han venido llegando a Europa desde la madre Rusia, la de Lenin, la de Stalin o la de Putin. Discutir si siguen siendo comunistas o no es entrar en nominalismos. Lo que no han dejado es de ser totalitarios, dictadores, imperialistas y criminales. Y esos son los referentes y mentores de los más desnortados y peligrosos activistas locales. Imperialismo es palabra que, como Inquisición o dictadura, no necesita gentilicio. Ya sabemos de cuál se habla.

Se reprochan unos a otros la cercanía con Putin, que hoy apesta. ¡Eh, tú! ¡Pues anda que tú! Se buscan fotos y, de no existir con el dictador, se demuestra la afinidad por persona interpuesta. Y hacen silogismos: Salvini está aquí con Abascal. Putin está allí con Salvini. Luego Abascal está con Putin. No tenemos foto, pero está. Iglesias aparece aquí sonriente y abrazado a Otegui, y aquí con Chaves, aquí con otro narcodictador, y aquí con Sucesores de Castro, Comunidad de Bienes… ¡Para, para, que eso no es de lo que estamos hablando! ¡Cómo me vas a comparar! Aparte de la desinformación urbi et orbe, seguramente, de haber financiado a algún partido español no sería a uno solo. A Putin le da lo mismo. Ya Puigdemont y sus secuaces intentaron pedirle ayuda, incluso 10.000 soldados, así como el que pisa una mierda. Podemos, ERC, Bildu, junto con lo más despreciable del gremio, vota en Europa en contra de que se investigue la trama de desinformación promovida y financiada por Putin en el procés y en España. Algo intentan que no se sepa, algo temen. Putin lo que financia es el enredo, la división, el enfrentamiento interno, la desestabilización de la democracia. Para eso le vale cualquier populismo, cualquier extremosidad, cualquier disparate, cualquier caudillo aspirante a emularlo, siempre apelando al “pueblo real”, del que dicen ser oráculos. Si entiende que le ayuda a enmerdar la política de un país, lo mismo le da impulsar a Vox, a Podemos, a Trump, al separatismo catalán, a Erdogán, a Bolsonaro, a Bashar al-Ássad que al Ku-Klux-Klan. Y, de haber seguido ETA en acción, no hubiera dudado en financiarla, como antes hicieron sus predecesores en el Kremlim y posiblemente él mismo como jefe de la KGB. Al final las más de las ideologías radicales se pueden resumir como rechazo a toda libertad que les impida ejercer un poder sin límites, odio a los contrarios, desprecio por la vida ajena y amor por el papel moneda. Luego ya se va entrando en detalles, adornando el programa. Un poco de aquí, un poco de allá, pon este párrafo que queda muy bien, no te olvides de resaltar la altura de nuestros principios, de mentar la igualdad, la democracia, el “pueblo real” y esas cosas. Putin los mira, recuerda los buenos tiempos como jefe de la KGB y les dice: Tomad estas navajas y ya, entre vosotros, os vais matando. Mientras estáis en ello, yo sigo por donde iba. Ya lo decía aquel: «Todos van a lo suyo, menos yo, que voy a lo mío».

La única aportación positiva de este avasallamiento criminal de Putin sobre Ucrania es que ha puesto difícil a los occidentales decadentes y hedonistas, en especial a los aplatanados europeos, el no tomar partido. Por la libertad y la democracia o por la dictadura y el totalitarismo. No hay más opciones, medias tintas ni equilibrios. Nos han empujado a pensar que esto no puede seguir así, a menos que continúe. Visto lo que el mundo totalitario odia a las democracias no hay necesidad de que estas se odien a sí mismas, que en esas estábamos. Después de decenios de autoflagelación, del trabajo de los más necios en convencernos de que hemos sido y somos peores que un dolor de muelas, nos han mostrado que, aun siendo muy mejorables, pues el género humano no da para más, las democracias liberales de occidente y asimilados, son lo mejor que la Humanidad ha sido capaz de parir. Y que hay que protegerlas y defenderlas por todos los medios, tanto de los ataques desde las afueras como desde los adentros, que sus enemigos cada vez son más fáciles de distinguir. Y, hasta donde sea posible, intentar extender la democracia. Se empieza por arrinconar los populismos, de los que no hay ninguno bueno, monedas acuñadas en la misma ceca, y por supuesto, por desenmascarar a sus caudillos y a sus huestes.

Decíamos a menudo que no sabemos si somos de los nuestros; hoy hay menos dudas y muchos despistados ya van volviendo a ser de los suyos, pues el verdadero enemigo va asomando las orejas y las zarpas y ya resulta imposible ser indiferente. Los que vienen pontificando y dando certificados de buena conducta sin más argumento que acusar de ser equidistante a todo el que piensa, matiza y duda, son los que ahora intentan mantener una equidistancia imposible. A veces ni eso, pues, como solución, los más tontos y totalitarios, ministros con la foto de Lenin en el despacho y chándal de la sovietizada República Democrática de Alemania, unos tiempos, regímenes y referentes que añoran, apuntan como solución al conflicto disolver la OTAN. Iglesias, amante de otros partisanos pero no de los del país invadido y masacrado por Putin, para no dejarnos con dudas acerca de con quién va, tuitea que la UE no puede apoyar a los neonazis del gobierno de Ucrania. Como su campaña contra Zozulia, algo que ahora encaja y se entiende mejor. Su santa igual propone solucionar el caso inscribiendo a Putin a un curso sobre nuevas masculinidades y de Belarra ni merece la pena detenerse en sus ecos. Y así toda la parroquia. Sánchez, aunque no llega a esos extremos, pues con poco, es más listo y algo debe haber aprendido cuando se reúne con líderes internacionales con más fuste que él y muchísimo más que sus socios, en alguna de las muchas desafortunadísimas declaraciones que lo revelan como una veleta poco de fiar, con menos palabra que un alacrán, antes de llegar al gobierno llegó a decir que se debería suprimir el ministerio de Defensa, desbarre dedicado a lo más extremo de la parroquia que entonces quería seducir y hoy le acompaña en el banco azul. ¡Lo que llega a producir el cinismo, la ambición de poder, la demagogia y las malas compañías! Hoy, a rastras, pero rindiéndose a la evidencia y a las exigencias de Europa y de lo que de razonable queda en su partido, envía armas ofensivas a Ucrania. Bien está lo que bien acaba, que ya sabemos lo que dijo Groucho Marx acerca de los principios. No sería el primero de los suyos que después de decir "No a la OTAN", acaba siendo su presidente. Iría a la guerra en carne mortal si le dejaran alistarse como generalísimo.

Y no se me escapa que en una situación de guerra, pues en ella estamos, la información y la verdad peligran. No creo mucho de lo que veo, leo o escucho. No sé —y además ignoro— hasta dónde alcanza el nivel de censura y desinformación que siempre se sufre en estas situaciones. No haría santo a nadie, que pocos ángeles pisan la tierra, nos habrán dejado por imposibles, pero esta vez, al menos, tengo más claro que en otras ocasiones quién está más cerca de ejercer de demonio.