jueves, 30 de diciembre de 2021

De mis plantas

 

  La compré muy pequeña, casi recién nacida, en un bazar, una de aquellas primeras tiendas que vendían todo a veinte duros, cien pesetas, antes de que llegaran y se impusieran las tiendas de los chinos. Las tenían en una estantería, al lado de la caja para que las vieras al salir y por cien pesetas te daban un par. Dos o tres hojillas en una maceta que cabía en la mano, como un vaso pequeño. Una no prosperó y, aunque se criaron con el mismo biberón, no llegó al destete; pero la otra siguió echando hojas, cada vez más grandes, de un tamaño y forma inesperados. Son hojas hermosas, brillantes, de un verde intenso, lobuladas, que se abren como dedos dejando muchos huecos por donde se cuela el sol a las de abajo y que les permiten, en las selvas sudamericanas de donde proceden, evitar que la lluvia o el viento las rompa por su gran tamaño, algo inevitable si no tuviese esa forma caprichosa y desparramada. Para el tamaño que tiene no bebe mucha agua, basta con empapar la tierra cada ocho o diez días en las épocas en que está más activa, y de luz tampoco es muy exigente. He buscado y es parecida a la que llaman Costilla de Adán. Como no tiene ojos, esos agujeros en la hoja de esas costillas, no se trata de una monstera. Lo dejaremos en una variedad de Philodrendron. Suele tener vivas al menos cuatro o cinco hojas en la época en que descansa y baja el ritmo, aunque ha llegado a tener más, ocho, diez, a veces doce. Se le van cayendo conforme se secan las de abajo y nacen otras nuevas constantemente, también en otoño y en invierno, aunque más en primavera y en verano. Surgen enrolladas como un canuto con forma de pirulí de papel que se va desplegando y creciendo hacia un hueco de luz. Al pasar de los años se ha ido formando un tronco, una penca leñosa como de palmera, con las cicatrices de las hojas caídas. Hace ocho o diez años le nació otra sucursal y hoy tiene un tronco y un tronquillo. También le salen unas raíces aéreas que buscan la tierra, escarban y se entierran y se ponen a chupar. Supongo. Porque no creo que anden buscando a Livingstone en la turba. Las hojas se van poniendo de acuerdo para repartirse la luz, y siempre se encaran a la ventana. Ya la tenía en la casa anterior y vino en la mudanza con las otras macetas que nos trajimos de allí. Es la única de ellas que aún vive, ya unos veinticinco años, no sé si seguirá en el reino de los vivos algún cactus que se me hizo enorme y tuve que regalar para no llenar de pinchos a los de Sánchez Soria, que la gloria se ganaron para acarrearme cinco o seis mil libros a la casa nueva. Le pagué a la empresa lo acordado, algo más porque no habían calculado bien la magnitud de la tragedia, y a los operarios les di cinco mil pesetas de propina para que comieran, repusieran fuerzas y dejaran de mirarme así. La mudanza anterior, de Alpera aquí, la hicimos nosotros a base de viajes, deslomes y lamentos, cierto es que con impagable e impagada ayuda familiar de dos beneméritos cuñados, para que luego digan. Tardamos meses y durante un año o así, tuvimos dos casas y ninguna nuestra. Otro traslado anterior, de un piso de Alpera, de los pocos que había, a un adosado abuhardillado que forré con parra virgen, con chimenea, jardín, patio y cochera que se me saltan las lágrimas al recordarlo. Se hizo en una mañana en la que sin avisar se presentó una cuadrilla de amigos y amigas con camión, garruchas y capazos y, a la hora de comer, ya estaban hasta los libros colocados en las estanterías. Eso es algo que los urbanitas no llegamos a entender. Los pueblos son otra cosa, más civilizada, humana y amigable. Se muda de casa nuestro padre y allí se las componga, si acaso ayudamos a recoger los cuadros. Volviendo a la planta, las pasó canutas cuando la maceta se le fue quedando pequeña, no sé si cuando la mudanza, asorratada por el cambio de barrio, de aires y de luces. Tenía bulbos blancos, unos nabillos tiernos y alargados como los de las cintas, dando vueltas pegados a las paredes en la poca tierra que quedaba, como queriendo encontrar una salida. Las hojas se le secaban pronto, nunca tenía más de dos o tres. Se fue quedando en un tronco pelado, torcido y absurdo. Como una piña rosigada por las ardillas. Estuve a punto de tirarla, pero al ver la maraña y la salud de esas raíces, que había puñados de ellas que parecían cerebros, lo pensé mejor. Al trasplantarla para darle una oportunidad, tras una época bastante decaída, hasta quedar como un poste, fue de nuevo echando hojas, hasta ocho o diez por temporada, incluso le nació ese hijo que ya casi es igual de grande, de forma que siempre, durante todo el año, está llena de hojas y acompañada. Nos va a enterrar a todos.

    De Cintas tengo varias macetas, unas colgando, otras no. Se llama Chlorophytum comosum, aunque leo que también hay quien las llama lazo de amor o malamadre, que cada uno cuenta la feria según le va. Debe de ser por lo lejos que coloca a los hijos. Conmigo no se portan mal y yo intento corresponder. Duran mucho, no dan guerra y echan muchos retoños, colgando de esos tallos largos que les salen cuando se encuentran a gusto. Aunque he tenido que comprar alguna cuando la que tenía iba degenerando y quedándose mustia o poco espesa, las que tengo son familia por parte de madre de las viejas. Agarran bien esos brotes y si plantara todos los que salen no cabíamos en la casa. De entre todas las que he tenido hay una especial para mí. No sé si es una degeneración, una variedad distinta que de pequeña parecía igual que las demás, o es cosa de su carácter. El caso es que en lugar de crecer lisas y tiesas hacia arriba, como corresponde y de ellas se espera, las hojas se van girando un poco, como enroscándose, se dejan caer sin llegar a levantarse mucho, se enredan entre ellas y queda una planta menos euclidiana, menos seria y previsible que las normales. La tengo también un montón de años, de forma que también fue criando una penca con las marcas de las hojas caídas, un tronco retorcido que colgaba fuera de la maceta. No se veía que su vida estaba en el aire porque la planta siempre estaba llena de hojas, sucursales, tallos en los que anidaban hijos y nietos retorcidos y enmarañados. Como eso no era vida, fue decayendo y clareando. Tuve que trasplantarla. El caso es que para meter tal cantidad de raíces y ese tronco retorcido en su nuevo domicilio, hacía falta una maceta del tamaño de una paella para veinte de buen comer. Aunque era grande la que elegí, una vez acomodadas las raíces llenas de bulbos jugosos, al intentar meter en la tierra esa penca con escoliosis, larga y retorcida como mente de político al uso, forcé la cosa demás y me quedé allí con mi troncho en la mano, roto y sin raíces. Como un gilipollas, que diría Krahe. Después de jurar en arameo tras arduas consultas en el google, planté aquello igual de esperanzado que el que planta un hueso de jamón, aunque lleno de hojas verdes y sanas aún, sabiendo que sus horas eran llegadas. Efectivamente, se secó en dos o tres días. Tantos años dando alegrías para acabar así. Me quedaba la maraña enredada de raíces y un cacho de tronco sin una puta hoja. Metí todo aquello como pude en la maceta esperando el milagro. Tanto poderío radical tenía que que pujar y asomar por alguna parte, pensé por consolarme. Me la llevé al mejor sitio, a mi sanatorio, la guardería de macetas al lado de la ventana, con buena luz y calor, regada lo justo y examinada cada diez minutos. Al cabo de bastantes días salieron unas hojitas por dos sitios distintos de aquella penca. O eran muy tímidas y les molestaban mis escrutinios, o las regué demás o yo que sé. El caso es que se secaron las jodías y quedó otra vez como un trozo de zanahoria blanca que daba pena. Hasta segar, todo es hierba.Visto el fracaso, puse sus restos mortales en la estantería de la parte cubierta del balcón, donde se amontona el vulgo forestal. Y me olvidé de ella unas semanas. Al regar las demás un día vi que, o bien por no sentirse agobiada por mis atenciones, bien porque la había ido a colocar donde vivía antes, o simplemente por joder, se había decidido por vivir y tenías varios brotes nuevos. Dos o tres. Le apliqué ese principio tantas veces olvidado en otras cosas y otros campos, la política entre ellos, de no cambiar lo que va bien, de no tocar lo que funciona. De forma que la dejé donde estaba hasta que la vi fuera de peligro, llena de hojas y empezando a enmarañarse. Y ahí sigue, otro ave fénix vegetal, la alegría de la huerta.

    Cóleos tengo muchos. Quince, he contado. En realidad, catorce son el mismo, al otro lo encontré en un vivero. Clones de un tallo que nació en una planta hermosísima en Alpera, casa de mi amigo Rafa, que me lo dio unos días que pasamos en su casa con ocasión de la presentación de su libro sobre la historia de su pueblo, y en parte el mío. Era Rafa mi mejor amigo, un hermano, y se nos murió pocas semanas después. Esa planta ya vivía bastantes años antes de que también muriera Joaqui, su mujer, otra hermana para nosotros. En fin, ya lo dejó dicho Discépolo en el tango: Fiera venganza la del tiempo, que te hace ver deshecho cuanto uno amó. Decir que así es la vida consuela poco, pero las verdades no están hechas para consolar. El caso es que cada vez que los riego, los podo, planto esquejes de ellos, cada vez que los veo, me acuerdo de ellos y de diez o doce años felices que juntos pasamos allí, cuando éramos jóvenes y las muchas veces que volvimos cuando empezamos a dejar de serlo, que a viejos ellos no llegaron. Como decía, de esa rama primigenia han salido muchas plantas. El Coleus Blumei es planta tropical, aunque le molesta el calor excesivo. Si la pones cerca del radiador, dobla. Ella sabrá. Si le da mucha luz se ponen las hojas más rojas, casi granate; más a la sombra va aclarándose, el verde es más amarillento, las manchas más rosas que rojas, un magenta traslúcido, incluso aparecen en el centro algunas zonas alimonadas, casi blancas. Como si estuvieran pintadas con acuarela, los colores se van desplegando de dentro hacia fuera, se superponen, no se sustituyen. Los bordes vuelven al verde más jugoso. El color más intenso, el del centro, además del verde, tiene parte del magenta en su composición. Si las pintas, efectivamente puedes dar esas capas sucesivas y sale el color real de estos cóleos. El caso es que siendo de una misma abuela, las nietas, biznietas y choznas, parecen cada una de su padre y de su madre, no hay dos exactamente del mismo color. La más vetusta, la abuela de la familia, la tengo colgando en una maceta grande rodeada de dos ventanas que hacen esquina y, de que me descuido, me ha tapado toda la luz, llenas de hojas unas ramas que crecen hacia arriba, hacia las ventanas, que cuelgan y se retuercen cada vez que la giro para ver la parte bonita de las hojas. Son más tercas que yo y siempre me acaban dando la espalda, que culo no parecen tener. Cuando ya cuelga un metro de frondas me armo de tijera y la podo de forma inmisericorde, cosa que las plantas casi siempre agradecen. Por no alargar la cosa, me ahorro las extrapolaciones que podrían aconsejar hacer lo mismo en otros terrenos, entes y organismos. El caso es que cada vez tengo más, y siempre digo que ya, que aunque las ponga en agua como si fueran flores frescas, no voy a plantarlas. Cuando las veo llenas de raicillas, tan tiernas, tan jóvenes, tan guapas, acabo poniéndoles un piso.



jueves, 23 de diciembre de 2021

Epístola navideña

    Ataviado con una sudadera de la Universidad de Illinois, gorra de béisbol con larga visera y zapatillas de tenis fluorescentes, el taxista mexicano acaba de recibir por Twitter la proclama de algún luminoso pensador patrio, quien sostiene que la Navidad es nociva porque no se trata de una fiesta de origen prehispánico “y es ajena a nuestra idiosincrasia”. Un avasallamiento más de los conquistadores que arramblaron con nuestros benévolos dioses, sustituyendo su culto por estas idolatrías foráneas, hoy reducidas a una orgía de consumo patrocinada y abonada por el capitalismo colonialista. Un monstruo hambriento y uniformador que impone costumbres, necesidades y celebraciones para luego sacar buena renta de nuestros inducidos excesos. El susodicho chófer, recién concienciado por las palabras del activista sobre ese desmán cultural, ve venir a un cliente cargado de bolsas de regalos y se ve obligado a reprocharle su claudicación ante los males que acaba de descubrir, vía revelación hertziana.

    El alienado cliente se defiende de los reproches del taxista evangelizador respondiendo que, como su atuendo, tampoco el taxi ni el teléfono por el que se le alecciona son prehispánicos, ni es de suponer fueran usados por los aztecas mientras cursaban improbables estudios en la mentada universidad.

    Leo lo anterior, contado con más detalle, en un artículo de prensa escrito desde México en el que también se nos relata otro episodio en un mercadillo rotulado de cooperativo y solidario, que no navideño, aunque aprovechador del rebufo consumista de estos fastos, en el que se ofrecen productos sostenibles, nada baratos pero tan naturales como los gorgojos que a menudo albergan, mermeladas orgánicas y extrañas artesanías: lámparas, tallas, tapices y otros objetos decorativos étnicos, a veces suntuarios, a veces hermosos, otras horripilantes. Justo lo que un niño desearía encontrar al abrir el paquete. Todo sea por no hacer el caldo gordo al capitalismo y a la mercantilización de las tradiciones. Añade algún otro caso similar de vacuos postureos ideológicos, devaluados por las contradicciones de los posturales. Hasta aquí el artículo, firmado por Antonio Ortuño.

    Hubo una época, no sé si mejor, en la que, sin teléfonos móviles, radios, ni otros inventos de presencia continua y absorbente, la gente tenía muchos momentos en los que se encontraba a solas con el silencio, lo que algunos aprovechaban para pensar. No es que todos llegaran en sus meditaciones a las alturas de Zubiri o de Platón, no; pero el quedarse a solas consigo mismos hacía posible que algunos consiguieran destilar algunas opiniones propias sobre esto y aquello. No cabe suponer que eso necesariamente los llevara al acierto, cosa que rara vez alcanzamos, pero al menos se equivocaban solos, sus errores eran propios y, ante cualquier mensaje u opinión ajena, entraba dentro de lo posible que tuvieran algún reparo o argumento de su cosecha que aducir. Desaparecido el silencio, con él se han perdido también las armas que ofrecía la reflexión que éste favorecía, el propio pensamiento, dejándonos abrumados e indefensos ante un mundo abarrotado de ruidos y mensajes contradictorios que embotan nuestros sentidos y enturbian nuestra razón. De esa forma abundan los que hoy alcanzan la madurez, la jubilación o la tumba sin haber dedicado en su vida cinco minutos seguidos a pensar. Es más fácil así que cualquier mensaje se dé por bueno, que, arrastrados por la corriente, las opiniones se asuman de forma ovejuna. Las ideas ya nos llegan masticadas, hasta digeridas, simples lemas avalados por una multitud, amorfa pero acogedora. Fuera de ese abrigo tribal hace mucho frío. Casi siempre vienen en colección encuadernada, que las desgracias nunca llegan solas. Los más inermes las van acomodando en la estantería, seguros y confortados por el color de sus lomos, que no desentona con los que ya tenían, no la vayamos a joder.

    Se me ocurre pensar que aquí aún somos más complicados que lo que leo en ese escrito sobre México y la Navidad, puesta allí en cuestión por algunos garcías y lópeces por no ser celebración prehispánica, sino una “novedad” impuesta y foránea. Total y además, solo llevan 500 años celebrándola. Es mucho estirar del tiempo, de la Historia, del relato y de otras cosas importantes.

    En Europa debería resultar más difícil e improbable que nosotros,  julius, claudias y carolus, romanos de centésima generación, o marías y esteres, joseses, isaacs o jesuses, es decir, judíos culturales de enésima, comprásemos algunos de esos argumentos, a menos que se caiga en el autorrechazo o el olvido, que no poco de eso hay. De forma que se buscan otras razones para tropezar en lo mismo, pero peor. España, como parte de la civilización occidental por Geografía y por Historia, cuya base es cristiana, no escapa de ver asomar las mismas orejas con reproches y lamentos comunes, junto a algunos más locales. Aún quedan comecuras y enemigos del comercio, de los de Escohotado y de otros. Los hay que todavía no han asimilado la batalla de Lepanto, la toma de Granada, ni siquiera el decreto del 380 del emperador Teodosio. Si no llega a ser por este último, tal vez nuestra cultura derivaría del culto a Mitra, igual que si no hubiese sido por Lepanto y por el batallar de los reinos cristianos peninsulares de la edad Media, gran parte de Europa vestiría chilaba, por quedarnos en el mal menor. Somos hijos del pasado, cada uno del suyo. Ingratos y olvidadizos, pero hijos; a veces desabridos y descastados que, aún instalados con comodidad en la casa solariega y malbaratado el legado recibido, no pocos pretenden al cabo rechazar una herencia en la que no ven más que deudas. Quejosos de la raspa de un pez del que no dejaron ni dejan de comer sus mollas.

    Entre los argumentos en contra de llamar Navidad a estas fiestas, lo que no impide cobrar la paga extra solsticial, echarse un puente y cebarse a turrones, están tanto su original (aunque debilitado) carácter religioso —¡vade retro! —, como el evidente aprovechamiento comercial común en cualquier otra celebración. Lo que entraría dentro del terreno de lo milagroso es que existiera algo en nuestra sociedad de lo que no se intentara sacar provecho, pues hasta los revolucionarios se han desafilado mucho los dientes y venden hoy sudaderas, camisetas y gorras con sus marcas, lemas y proclamas. Se han dado casos en que su franquicia ha triunfado, que hay mucho mercado para la revolución entre los que han tenido la suerte de no vivir ninguna. El revolucionario es amante de los uniformes —textiles y mentales—, lo que, si cuaja, les permite sacar a bolsa la empresa y forrarse, causando de paso baja en la causa antisistema que inspiró los mensajes de sus exitosos productos.

    Un amigo de la tertulia virtual —que no virtuosa— de facebook se declara mitraico, que no equinoccial. Una medida muy prudente. No esperaba menos de él. Como aquello de Aceros de Llodio. Igual me hago, fíjate tú. A mi escaso juicio y puestos a adorar, el sol es una de las cosas más razonables a las que ha adorado la humanidad. No creó la vida, pero la hace posible, la mantiene. Bien por las Saturnales, que también vienen al caso y al momento. Al menos no dejemos de celebrar que existen el sol, el mar, el fuego, los pájaros y los árboles y, quien en ello crea, de agradecerlo a quien los trujo. Incluso las cepas y sus derivados, que lo de Baco no era moco de pavo. Como se ve, dentro de mi descreimiento casi infinito de todo lo humano y lo divino, soy más de animismos y panteísmos. Lo que es cierto es que esto es un sindiós y casi nada amanece por donde debe.

    En el carácter sagrado, ya desde antiguo, de estas fechas y estos cultos, solares en su origen, está claro el reciclaje por parte de pueblos y religiones distintas, a veces sucesivas, de mitos y creencias asociados de forma eterna, invariable y ubicua a una vida humana siempre condicionada por los ciclos naturales del sol, la luna, las estaciones, las cosechas, con ritos propiciatorios o de agradecimiento, mucho más antiguos que las religiones conocidas, pasadas o actuales. Y también es eterno que donde se reúne mucha gente, por celebración religiosa o profana, hay tenderetes, hay comercio, hay compras, ventas, ofrendas y regalos. Estos son los actuales sacrificios, y cierto es que en ellos y a toque de corneta quemamos un dinero, que a veces no tenemos, para hacer una ofrenda, regalando tanto lo que les gusta o necesitan como lo que no a personas queridas o cercanas; incluso convenientes mini sobornos a otras menos queridas, abonando el terreno que se quiere cosechar. Poderoso caballero, ahora y siempre. Bastaría con cerrar la boca golosa y tirar la tarjeta de crédito a un pozo, para así no comer ni gastar demás. Desconectar de paso el teléfono para evitar recibir ni enviar molestísimas felicitaciones, quien de ellas se queja.

    De entender todo lo anterior, admitiendo como cierto y lamentable el envilecimiento y mercantilización de todo lo espiritual, a seguir la consigna de desear felices fiestas para evitar decir Feliz Navidad va un trecho postural y neocorrecto que no voy a recorrer. Es desvarío que se nos recomienda cometer desde algunas instituciones europeas, despropósito que encuentra el terreno abonado en la dogmática confusión de algunos nacionales, que creyentes de las nuevas religiones laicas, descreídos de todas, desraizados, autoodiantes, mansos o desocupados hay en todos sitios. Lo que se pide es renunciar, se sea o no creyente, a un elemento básico y generador de nuestra civilización. Conclusión, dicho sea en términos científicos: no voy a hacer ni puto caso. Como a tantas otras cosas de la liquidez (o liquidación) actual. Y no me refiero a la económica, bastante escasa, al menos por mis partes. Hemos llegado a un punto en el que se nos quiere convencer de que las únicas costumbres, creencias, efemérides y celebraciones que, en aras del respeto y convivencia entre las distintas culturas, debemos evitar y proscribir, son las propias de la nuestra. Cero votos la moción.

    ¡Feliz Navidad!, pues. Y un abrazo.


jueves, 2 de diciembre de 2021

Epístola harta


Aquí tomando el último café y esparciendo las prendas de mi amor (de uno de mis amores) sobre la mesa, a ver si se me ocurre algo después de leer que Serrat inicia su última gira, tal vez lo más serio que he leído hoy en las noticias. Me niego a seguir intentando razonar (menos argumentar y debatir) sobre locuras como que se ponen en riesgo los presupuestos porque una banda de orates pretende que NETFLIX (una empresa privada y foránea, cuyos directivos seguramente ni saben dónde está España) doble al catalán el 6% de su producción, mientras otra parte de la peña aporta a nuestro bienestar la cuestión de si juzgamos ya al general Mola. O mejor todavía a Franco, que no hago otra cosa que pensar en ti. Y no se me ocurre nada bueno. Podían pedir que Apple quite la ñ de los teclados del principado, ya puestos, y que se deroguen el Fuero Juzgo y las Partidas, que ya es hora. Declarar un abuso, pedir perdón a los Omeyas y revertir la Toma de Granada, o desdescubrir América, por ahora no se le ha ocurrido a casi nadie.
Cuando lean estos alucinamientos por ahí fuera, si es que ya queda en esos mundos algún desocupado que nos preste atención, se harán cruces, se pellizcarán para creerlo. ¡Qué país más maravilloso en el que hay quien entiende que esos y otros desvaríos por el estilo están entre sus principales problemas! Somos un país de interés turístico. Creemos que vienen a las playas, a los museos y a comer y beber, que también, pero principalmente acuden a hacernos fotos, a ver con asombro qué clase de personas habitan un país así. Perplejos de que aun con políticos tan inútiles como belicosos y sectarios siga existiendo, de que alumbren las farolas, salga agua de los grifos, se coma y se beba tan bien y se paguen las nóminas.
Cuando yo era joven se hablaba del milagro alemán. Nada que ver con nosotros; nuestro milagro es mayor, inmenso, inexplicable. Hemos sobrevivido a algunas de las peores gobernanzas de la Historia, sin salvar a un pueblo que ha optado en no pocas disyuntivas por la peor de las opciones, aunque llevamos unos lustros que vamos a dejar en mantillas a Fernando VII, a las guerras carlistas y a Nerón. Hay una oposición, (varias), a la penosa altura del gobierno (incluso dentro de él) y de sus apoyos, chulos y muletas, lo que convierte el panorama político en un esperpento, una función teatral, en la que se nos dice que se legisla tal o cual cosa, pero que no cunda el pánico, que es para no hacer ni puto caso de la norma, que queda solo como ornato del BOE y por poder decir algo para salvar cada uno la cara ante su peña, mientras la foto del acuerdo, sin que se la partan. Un sindiós.
En fin. Despliego mis Daniel Smith, mis brochas y mis papeles. Un refugio, un placer, una evasión. Pruebo, mezclo, anoto, hago alguna acuarela a ver si sale lo que espero, pongo a Bach y a Serrat de fondo, espero la hora del martini y luego a seguir con las obras completas de Rafael Barrett, mi última adquisición.
El teatro político, que no para, función continua de despropósitos en el Callejón del Gato, sigue lejos, colgao de las alturas. Luego los que se hacen cruces son ellos cuando el recuento. ¿Cómo votarán esto o lo otro? —se preguntan liderzuelos y guruses. Hacéoslo mirar, pero pronto, que la cosa no da más de sí. Ni de fa sostenido.