Queridos hermanos:
Cuando Dios dijo “Hágase el panadero” o “Hágase el herrero”,
por poner un caso, sin duda su liebre llevaba. Nadie pone en tela de juicio el
acierto de tales providencias. Sin embargo sobre el momento en que añadió —“Hágase
el funcionario”, abundan los que, rozando la blasfemia, dudan de que nuestro Señor
anduviera acertado. Si bien hay general acuerdo en que estos últimos cobran de
más y trabajan de menos, tal unánime certidumbre se va quebrando al ponderar
lo crecido de su número, tenido por desmesurado cuando se censaban en la barra
del bar, pero exiguo cuando ahora te dicen en el hospital que te operarán dentro de un par de
años, que tu hijo en la escuela será instruido por un señor de marrón, distinto
cada hora, mientras se incorpora la seño que está malita, o que esa cola no es
para escuchar a Bruce Springsteen, sino para presentar unos papeles en tal ventanilla
al único funcionario que, tras los ajustes realizados, queda para atender al
público, eso sí, ante la atenta mirada y supervisión de seis jefes. Tal vez se
trate de unos papeles que ellos ya tienen, si no es que se los hemos tenido que
pedir antes para poder entregárselos después a ellos mismos… Es difícil escapar
a la tentación de enfadarnos precisamente con el de la ventanilla por tal
proceder de la administración o por la escasez de personal, pues es la única
cara visible del invento, sin intentar ponernos en su lugar, que más es de
víctima que de verdugo. En cuanto al exceso de funcionarios, es más un tema taxonómico que cuantitativo, algo que tal vez Linneo hubiera podido desbrozar a tiempo.
Sólo cabe pensar que la Administración ha decidido crear en
cada ministerio, consejería o delegación un negociado con la única misión de confundir, de mantener
siempre inquietos, desorientados y confusos a sus administrados, tal vez para, ocupados
así en resolver los problemas que ellos mismos les crean, como el resto de los ciudadanos, los funcionarios se distraigan y encandilen
corriendo tras una liebre falsa, quehacer que les llene el tiempo y les impida pensar, aunque tenga como indeseada consecuencia el impedirles dedicarse
a trabajar y a solucionar los asuntos del día a día. Yerran si creen que
no nos queda tiempo para reconocer el origen de ciertas situaciones. Con ello
concentran y dan estatuto legal y organizativo a algo que, disperso y repartido,
ya existía de forma inevitable, aunque llevadera. Desgraciadamente este negociado
de la confusión, presente en todos los organismos, parece ser el departamento
más eficaz en todos ellos, para desesperación de los sectores más técnicos y
profesionales de la estructura de las distintas administraciones.
Después de
casi ocho lustros en esta industria, la docente en mi caso, habiendo
sobrevivido a más ministros de los que puedo recordar y a un número de leyes de
educación suficientes para un continente, aunque excesivas para un solo país, uno
creía que nada nuevo podría surgir, que nuestra
capacidad de sorpresa ya estaba colmada, que algo tan importante y serio
como
la educación, pero a la vez tan sencillo, no permitía grandes novedades.
Error.
Sacar a los ministros de educación de entre las vociferantes e
ineducadas tertulias
de algunos infames programas de televisión, en lugar de buscar entre
cualificados miembros de la profesión, que los hay a montones, da lugar a
situaciones como la que actualmente vivimos que, siendo benévolos,
cabría
calificar de inquietante. Menester es reconocer que destacar, para mal,
entre
el resto de ministros del Consejo, no deja de tener su mérito. Ignorados
y ninguneados
desde las alturas, los niveles medios e inferiores de la administración,
es
decir, el sector técnico y profesional, es la parte del gremio que
intenta aportar la cordura y sensatez que corrijan, en la medida de lo
posible, las
insensateces y ocurrencias que, como nublos y pedriscos, de las alturas
caen, y permiten
que mal que bien, esto funcione.
A los que
tal guerra nos ha colocado en primera línea, a quienes en las últimas piezas de
nuestra profesional verbena nos ha tocado bailar con la más fea, nos vemos
acosados por todos los frentes. Últimamente también recibimos fuego amigo y,
desacreditados y arrojados a los pies de los caballos por quienes deberían
defendernos, no queda más que, a quienes nuestra avanzada edad nos lo permita,
abandonar el barco, bajarnos a medio, pisar el billete y retirarnos antes de
que sea demasiado tarde y hasta esa puerta se nos cierre. Tras tantos años
esperábamos, y creo que nos habíamos ganado, un final más apacible y con menos sorpresas, siempre indeseables en
un sistema educativo, que debía tener como cimientos la estabilidad y la
cordura, no la ocurrencia, la improvisación, ni la revancha. Es la educación terreno para el
acuerdo, la mesura, no la confrontación o el experimento.
Nunca te
acostarás sin aprender alguna cosa inútil, en palabras de fray Sven de
Escandinavia o, según las más castizas palabras de mi abuela Leopoldina,
oriunda de Paterna del Madera, en ningún sitio ocurren tantas cosas como en el
mundo. Cuando las cosas sencillas se complican tanto, cosa que cada día ocurre
con más frecuencia, siempre viene a mi magín el desembarco de Normandía. Es
inevitable quitarse la boina ante tal alarde organizativo cuando observo las
complicaciones, a mi entender excesivas, con que vienen a desarrollarse las
actividades previsiblemente normales de una escuela con cuatrocientos alumnos. Cruzar
el canal y poner en una playa a la misma hora a treinta y seis divisiones de soldados,
cientos de miles de personas, sin que se
enteren los alemanes, cada uno con su fusil y su bocata, conseguir que todas
las lanchas lleguen a su hora al mismo sitio, cargadas de gasoil, ordenados los obuses, con todos los
permisos y revisiones al día…Admirable.
—“Sargento
mío, que se me ha olvidado la escopeta”, dice uno.
—“El
destructor no ha pasado la ITV”, advierte otro.
—“Mi
general, que el apoyo aéreo nos está bombardeando a nosotros mismos”.
—“Que se ha
calado el portaviones, que ya veníamos diciendo que no le entra la primera y rascaba
la marcha atrás, que todo se deja para última hora, que el de riesgos
laborales no ve la cosa clara, y que en el convenio no decía nada de trabajar
por la noche, mi cabo… En fin, como valoraba el capitán Cabanillas en Bétera en
las milis de los setenta al pasar revista a la tropa: —“La próxima la perdemos”.
Lo malo es que perder la guerra de la educación es mucho perder.
Bueno, pero
hoy iniciamos las vacaciones, tan largas como inmerecidas según muchos,
aunque, y a la vista está, tal vez insuficientes para permitirnos conservar el
equilibrio mental que nuestros discípulos y algunos de sus progenitores nos van
royendo año tras año, mes a mes, semana a semana, día a día, hora tras hora,
minuto a minuto, con la guinda de que cada vez se echa más en falta el reconocimiento profesional que creo
que merecemos. Aunque el panorama es similar en los demás sectores de lo
público y de lo privado, me sirve de esperanzador consuelo el pensar que un
país que consiguió sobrevivir al mandato de Fernando VII, raro será que no
supere la bíblica plaga de los dos últimos gobiernos con que nuestro Señor nos
hace penar nuestras faltas, que muchas debieron ser.
Vale.