jueves, 8 de agosto de 2024

Epístola tributaria y repartidera


 Así, por casualidad, muchos políticos, periodistas y opinantes acaban de caer en la cuenta de que del problema gravísimo que Sánchez, socios y apoyos nos crean al pretender pagar otra investidura con la cesión de los impuestos a Cataluña y que sálvese el que pueda, tiene la culpa Madrit. Una vez recibida la orden del día, cada feligrés en la parroquia intenta buscarle el fuste a la consigna como buenamente puede, es decir, de mala manera y con escaso éxito. Conclusión unánime: Madrid nos roba. Ese es el lema y el problema. Y, claro, hay que darle una solución a esa injusticia. Y, de paso, otra pura casualidad, nos votan al Illa.

Madrid es capital de España desde que así lo decidió un tal Felipe II en 1586, salvo unos breves intervalos. Pero es ahora, fíjate tú, cuando descubrimos con pasmo que el efecto capitalidad resulta perverso. Es un efecto real, es un beneficio, del que gozan en bastante medida todas las capitales de cada comunidad autónoma. Por contra, acarrea no pocos gastos e incomodidades. Cuando lleguen las elecciones autonómicas, que vayan a Madrit a explicarles lo abusones que son. Y luego a llorar, como siempre. ¡Serán gilipollas, que han vuelto a darle una mayoría absoluta a la Ayuso, con lo mala que es!

Por otra parte, nos cuentan que es injusto que las empresas se vayan donde les parezca oportuno. Era mejor cuando Franco decidía que la SEAT a Martorell (Barcelona), que en Cartagena o en Málaga no van a saber montar coches, ni tienen puerto. Maltrato secular a Cataluña, se lamentan, ahora agravado, como nos ilustran los que saben, con la competencia desleal por el dumping fiscal que Madrid practica para atraerlas. Competencia desleal le llaman los paladines de la lealtad. Castilla-La Mancha, como otras, procura atraer a su territorio limítrofe todas las empresas ubicadas en Madrid que puede engatusar a base de tratarlas bien, mejor que Madrid. Todos lo intentan, cada cual con las armas que tiene, que son demasiado diferentes como para que se queje quien tiene tantas como el que más. Si hay comunidades que han conseguido con sus políticas ahuyentarlas más que atraerlas, con su pan se lo coman y al rincón de pensar. El uso artero y egoísta que algunas comunidades han hecho de su poder delegado ha llevado a todos a la competencia, no a la colaboración entre españoles, que ellas intentan hacer desiguales y recelosos del vecino. No se trata de vivir mejor que antes, se conforman con intentar vivir mejor que los demás, siempre con el impulso aldeano de la comparación con el villorrio vecino.

Creamos las Comunidades Autónomas, que fueron adquiriendo más y más competencias, por lo civil o por lo criminal, para sumarse a algunas que nunca debieron ser transferidas. Y cada investidura, presupuesto o ley necesita de algún otro traspaso o pago en especie, sea razonable, justo, o ninguna de las dos cosas, como es el caso.

Todo tiene un precio. No nos quejemos si, además del País Vasco, Navarra y Cataluña, las demás comunidades se buscan la vida en legítima defensa, pues lo que se ha cebado es el incentivo perverso de que sólo recibe buen trato, mejor que los demás, quien tiene el poder de imponerlo. ¡Ay de las zonas despobladas, envejecidas y dejadas de la mano de Dios desde los romanos! Ya sabemos con qué transparencia y generosidad se negocia la pírrica aportación vasca y navarra al fondo común. En términos científicos, son nuestros chulos. Y no hay puta bastante para otro más. Las negociaciones con los separatistas, ya vemos que se hacen a punta de pistola. O me das esto o no te voto. Y, si dan con la persona adecuada, se les concede lo que sea menester, salte o raje.

Tanto Cataluña como el País vasco son deficitarias a la hora de atender el pago de las pensiones, siendo las suyas, como sus sueldos en activo, de las más altas de España. Los jubilados catalanes reciben 4.000 millones más cada año de lo que cubren las cotizaciones de los trabajadores en activo en su comunidad. Madrid tiene en ese apartado un superávit de 3.000, con lo que cubre sus propias pensiones y aporta ese exceso de cotizaciones a la caja común. Esta caja común, a diferencia de la recaudación de los impuestos, no se cuestiona. Es más, se evita hablar de ella. Ahora sí que es buena y necesaria la solidaridad entre territorios. Es decir, que las pensiones de sus ciudadanos sean atendidas con cargo a las cotizaciones de todos los españoles, completadas cada año de forma creciente con los impuestos de todos y la deuda española que cada año se contrae para poder pagarlas. No respetan más leyes que la de la gravedad y la del embudo. Y a los ‘progresistas’ les parece todo un avance. Saben que no lo es, pero mentir cada vez les cuesta menos trabajo, viendo al jefe.

Eso, antes o después, sobre todo si alguien quisiera abrir el melón constitucional para reformar la estructura territorial, como por la puerta trasera y desde hace una semana pretenden hacernos confederales a hostias, puede dar lugar a que aparezcan reivindicaciones imprevistas y molestísimas para los defensores de ese invento falaz de la plurinacionalidad. Igual se encuentran con una ola imparable de deseos recentralizadores de algunas competencias cuya cesión ha creado más problemas que beneficios al conjunto y se han usado en contra del Estado y la mayoría de los españoles, creando unos de primera y otros de segunda.

Cada Comunidad tiene transferidas unas competencias que, salvo Cataluña, ejerce dentro de la ley como mejor cree conveniente. En las elecciones los ciudadanos juzgan y eligen gestiones y talantes. Esas competencias incluyen la regulación y recaudación de algunos impuestos y tramos de IRPF. Lo recaudado y lo recibido del Estado lo gasta en lo que responde a lo que considera sus necesidades prioritarias. En eso consistía la autonomía ¿no? A todas y cada una hay críticas razonables y merecidas que hacer. A Madrid, sin duda, también. Pero si alguna considera prioritario gastar miles y miles de millones en unas cadenas de radio y televisión afines para propagar la causa separatista, subvencionar periódicos comprensivos y complacientes, ir creando organismos paralelos a los del Estado para colocar a la peña e ir haciendo una republiqueta por la puerta de atrás o malgastar en embajadas inútiles lo que para lo necesario les falta, que no intenten pasarnos a escote esas cuentas a los demás. Todo eso posiblemente supere el presupuesto total de alguna pequeña comunidad autónoma. Los catalanes sabrán a quiénes votan y para qué.

Ni se les pasa por el cimborrio pensar que hay unas comunidades mejor gestionadas que otras. Y alguna sencillamente sin gestión alguna, que están en otras cosas, haciendo país y destruyendo nación, la única que hay, dejando el palabrerío aparte.

Pero la culpa es de Madrid, que de nuevo es la que más dinero aporta al fondo común que compensa de alguna forma desigualdades de origen, tres veces más que nadie. Incluso la malversación que rodea la intentona del procés ha recibido el beneplácito de un gobierno que llegó prometiendo acabar con la corrupción ajena, para acabar aportando la propia y modificando a medida la figura legal que la castigaba para pagar otros votos. Varias leyes han mercadeado para cambiar apoyos por impunidad. Hay muchas formas de corrupción y, como vemos, la peor no es la económica, sino la política e institucional que comete este gobierno. 

No es lo mismo prestar atención médica, educativa, dependencia, comunicaciones, etc. a una población envejecida y dispersa que en una gran urbe. Eso viene a reforzar la idea de la irrenunciable necesidad de que Madrid, Cataluña, Baleares y, en general, las regiones más ricas y pobladas, aporten lo que aportan o más, nunca menos. No somos tan candorosos como para creer que este desmán favorecerá a todos, y menos que los separatistas arrancan este acuerdo para disponer, en proporción a los demás, de menos fondos, al contrario. Es algo indefendible, por mucho que la tropa del cencerro se empeñe en defender hoy lo que nunca se les había pasado por la cabeza, y menos aún que fuera posible consentir.

La solución, se nos cuenta también a coro unánime, es ceder toda la recaudación de impuestos a Cataluña y ya, si eso, aportarán algo si los demás se portan bien. Es decir, intentan presentar como una necesidad nacional, algo justo y conveniente para todos, lo que, como todos sabemos y ellos también, no es otra cosa que el último pago de otra investidura. Al parecer, siendo costumbre, la infamia es menor por ser ya la marca de la casa.

No existe ninguna justificación decente para todo lo que se les ha venido concediendo a cambio de votos en el Congreso, incumpliendo promesas, desdiciéndose una y otra vez, forzando las leyes o reformándolas a medida. Ahora, además, tendremos que pagar entre todos cada ley que haya que negociar en Cataluña. Cero votos la moción, por mi parte. Todos sabemos que si las circunstancias lo imponen y la parte contratante de la segunda parte carece de líneas rojas y de algunas otras cosas, que con esos bueyes tenemos que arar, ordeñarán la vaca hasta que aguante, sea justo o injusto, como lo es lo que ahora se les concede. No cabe esperar de los nacionalistas lealtad, generosidad ni el más mínimo sentido de justicia redistributiva. Ni siquiera solidaridad, que es como se quiere llamar a la justicia. Nunca la han tenido, ni ellos ni sus antepasados. Lo suyo es suyo y de lo común, lo que puedan arrebañar. Un robo cometido solos o en compañía de otros. Todo queda entre 'progresistas', lo que para muchos es un consuelo. Y para el resto, la inmensa mayoría, un retrato fiel de ese sector.

 

martes, 16 de julio de 2024

Epístola celebrativa

 

El domingo pasado fue un día extraordinario para España. Alcaraz vence en Wimbledon, la roja en Alemania. Dos triunfos muy importantes a los que ya estamos demasiado acostumbrados. Es decir, que fue un día muy malo para los que son españoles a su pesar, como el Filomeno de Torrrente Ballester, aborígenes de esos que llevan el pasaporte y el DNI del reino de España como los penitenciados por la Inquisición llevaban el sambenito. No hace falta trapo ni cucurucho que los delate, ya se les ve venir, se les conoce por la jeta descompuesta ante una felicidad y una unión que les ofende y les aparta. No han faltado, como era de esperar, personajes de la farándula política que, con sus anteojeras de rigor, han intentado arrimar a su sardina ideológica un ascua que era de todos. Muchas estupideces hemos tenido que escuchar y leer, como se acostumbra. Por cierto, eché de menos una representación del más alto nivel en Wimbledon, del gobierno y de la casa real.

Los que tienen mando en plaza entre esas parroquias y sectas cismáticas, procuraron, hasta donde pudieron, dificultar tales celebraciones y previsibles alegrías, de forma que hubo obispados en los que los creyentes tuvieron que seguir las liturgias del fútbol en sus casas o en el bar de la esquina, si es que allí se atrevían a encender la televisión, no vaya a ser que se deje caer algún propio del ayuntamiento y los cruja, porque esa traición a la causa de la tribu no es de recibo. Otros, más inteligentes y menos asilvestrados, se rindieron a la evidencia y se atrevieron —o resignaron— a poner pantallas gigantes hasta en la misma Plaza de Cataluña en Barcelona, dando lugar a que se llenara de odiosas banderas de España, toda una provocación para la CUP, para el Lluis Llach, Puigdemones y demás illuminati. Otegui, un santo varón, no se une a la celebración, porque ni es su país, ni su himno ni su rey —según nos cuenta confundiendo, como acostumbran, el deseo con la realidad—, con lo que nos honra a la mayoría, contenta de, al menos in pectore, no compartir con tal personaje siniestro ni la vecindad ni, si me apuras, la especie, pues su falta de humanidad, entre otras cosas importantes, es cosa acreditada. Puta selección, puta España, junto con otras pintadas, sin faltar las cruces gamadas tan de su gusto, acusando de traidores a Mikel Merino y a Oyarzabal, hijo de una vecina del Elorrio de las pintadas que tuvo la desfachatez de marcar para España el gol definitivo en la final. Los promotores de estos respetuosísimos mensajes luego ayudan en Madrit a legislar acerca de los delitos de odio, que ya sabemos que hay quien odia a quien no debe y que esas cosas hay que dejar que las legisle quien de ello entiende.

Bueno, pues quitando a algunos desnortados que, si acaso, sólo celebran los goles que han marcado los de su pueblo, como el Atleti, España, una vez más, se ha llenado de banderas, esta vez rojas y gualdas, las de todos, las únicas que molestan a los que hoy sufren viendo plazas abarrotadas de gente contenta tarareando un himno que sigue sin tener letra, para hacer imposible que se cante y porque sería imposible el acuerdo de ponerle una que a nadie ofendiera. Y ocurre así aunque no es la letra lo que pudiera ofenderles, que pocos himnos nacionales, regionales o locales hay que se puedan cantar sin rubor, por cursis, agresivos o ripiosos, a los que estos aldeanos no hacen ascos, sino porque saben la importancia que para los sentimientos de pertenencia y de unión tienen los símbolos, los himnos, la Historia compartida. Provocan sentimientos que los peores de entre nosotros procuran extirpar en el común por todos los medios.

Cada autonomía los tiene, pues muchos defienden las partes y pocos y flojo el todo. Incluso alguna tiene por bandera la de un partido, el PNV, una apropiación que a nadie espanta; otras cantan himnos agresivos, marciales, llenos de hoces y guadañas, dejando la calle llena de sangre cuando se desgañitan cantándolo, que es un primor. «¡Buen golpe de hoz!, ¡Buen golpe de hoz, defensores de la tierra!», toda una oda a la convivencia que cantan con su cara más beatífica pacíficos patriotas e instituciones locales en el Principado.

 De Historia común, para qué vamos a hablar. Se da la desconcertante circunstancia de que cada territorio de España, hoy autónomo, a pesar de haber estado unidos desde hace muchos siglos (con gran beneficio de los eternos dinamitadores de la unidad), tiene una historia local y particular honrosísima, inmaculada, sin tacha ni borrón, en gran parte inventada, mientras que la Historia que juntos han protagonizado resulta una vergüenza, algo abominable, una sucesión de infamias, genocidios y rapiñas que para qué te vamos a contar. España fue un país de genocidas y esclavistas, nos cuentan horrorizados y escurriendo el bulto. Innegable que de estos últimos también los hubo aquí, negreros españoles de Cataluña y del País Vasco, que en Jaén o en Ciudad Real hubo pocos, pero eso mejor no contárselo a los niños de la aldea, que luego tienen pesadillas por las noches.

Seguramente ya es demasiado tarde, tras decenios de cesiones y compraventas de votos, para corregir esa deriva disgregadora que elimina entre los españoles de las distintas regiones y comunidades todo aquello que fue y es común, lo que nos mantuvo unidos, esa serie de símbolos, ideas, recuerdos y valores que cualquier otro país procura transmitir cuidadosamente a sus ciudadanos desde la infancia.

La política de muchas comunidades ha tenido como eje el costosísimo monocultivo de diferencias, por semilla o esqueje, por dejar de regar las plantas que consideran invasivas, abonar y potenciar las endémicas, crear algunas ex novo o, como hablamos de especies con patas, expulsar mediante la violencia, la amenaza y la extorsión, a los ejemplares discordantes, como se hizo durante decenios en el País Vasco. Decenas de miles de ciudadanos tuvieron que emigrar para conservar sus vidas. Trabajo de laboratorio, ingeniería social que trabaja para torcerle la mano a la naturaleza y a la historia para conseguir ejemplares adaptados a su idea de cómo deben ser los productos uniformes de la huerta que cultivan y explotan. Buscan provocar mutaciones que hagan aflorar hechos diferenciales, a base de podas, exposición a las radiaciones nacionalistas y otros métodos de injerencias en la evolución natural, que ven poco favorable para su causa. Aplicando las técnicas de Mendel con los guisantes o los ganaderos de bravo con sus reses, se incentiva todo aquello que se quiere dominante, es decir, la diferencia, grande o pequeña, imaginaria o real, irrelevante o de sustancia. Por otra parte, se va intentando hacer recesivo, debilitar hasta su desaparición, si fuera posible, todo aquello que desde hace mil años hemos tenido en común, que es casi todo. No cabe en un plan que trata a la población como ganado el proteger, al menos respetar, la bandera común, el himno, la monarquía, ni dejar a su aire costumbres, hábitos y creencias compartidas, pues al bicho de la unidad hay que matarlo de pequeño.

Y viene el fútbol o el tenis a joder la marrana autóctona. Como las canciones, libros y películas que se disfrutan de igual forma y en la misma lengua común en todo el país, los éxitos, las alegrías y los disfrutes acuden a unirse a la tortilla de patatas, el chorizo y la paella para hacer que, al menos unos ratos, caigamos en la cuenta de que todos somos españoles, demasiado parecidos para su gusto, cuando no iguales como gotas de agua. Porque en esto sólo se puede ser igual o peor. Mala cosa.

Aunque algunos parezcan desconocerlo, empecinados en celebrar derrotas y usarlas como guion y pegamento de sus rentables lamentos, todos sabemos que la victoria tiene cien padres, pero la derrota es huérfana, que los éxitos unen mucho, pues todos los sentimos nuestros y ajenos los fracasos. Y estos éxitos que a los aldeanos enfadan llevan a una mayoría a ondear banderas que otro día evitamos mostrar, porque miles de sectarios amantes de la disgregación nos han casi convencido de que los símbolos comunes son cosa de fachas. Si encima, escuchan a miles de personas, para más inri en una plaza de toros, cantar a grandes voces nuestro himno nacional sin letra, se les hunden los palos del sombrajo. Los amargados no soportan la felicidad ajena, sobre todo cuando comprueban que ellos son la minoría, la marginalidad, la excepción. Muchos negarán que se les ponen los pelos de punta, pero nadie duda de que son más los que se emocionan al escuchar el himno en estas ocasiones que los estepaiseños a los que les sale un sarpullido viendo a la mayoría unidos y contentos bajo la bandera de todos.


viernes, 3 de mayo de 2024

Epístola de la libertad de prensa

Parece una obviedad reprochable (y reprochada) decir que los gobiernos no están para juzgar a la justicia o para controlar a la prensa, sino que es justamente al revés. Las constituciones se escriben y aprueban para defender a los ciudadanos, no a los gobiernos. También sería una verdad de Perogrullo decir que no se puede proclamar que se persigue la igualdad, mientras se dan por buenas, se promueven y se consolidan desigualdades interterritoriales o basadas en identidades, cuando se quieren combatir los bulos ajenos difundiendo los propios, o cuando se dice defender a la prensa intimidándola. Si alguien te preguntara acerca de qué o cómo eres respecto a algunas opciones vitales, responder que tú te consideras normal (estadísticamente, sin entrar en valoraciones), te lleva directamente a los infiernos. Sí, lo único verdaderamente revolucionario en estos tiempos es aspirar a la normalidad, a la recuperación del significado de las palabras, la moderación, el sentido común y la ecuanimidad.

Lo penoso de la situación que nos hacen vivir es que se haga necesario argumentar, discutir y soportar ser llamado facha, en compañía de la mitad de los españoles, por exponer lo obvio, por llamar a cada cosa por su nombre y atrevernos a decir que, sin dudas razonables, hay unas cosas mejores que otras. Me refiero a la igualdad, la paz, la democracia, la pluralidad, el respeto al contrario, el mérito, el valor del esfuerzo, la separación de poderes o las libertades, entre ellas la de prensa, junto a otros valores deseables frente a sus contrarios. Partiendo del indiscutido principio de no contradicción, ese que dice que no pueden ser verdad a la vez una cosa y su contraria, es imposible que algunos de ellos, por mucho que se proclamen con palabras, sean defendidos por los que con sus actos los menoscaban o procuran hacerlos imposibles. Para este este tipo de mentes sólo operan a su satisfacción en el mundo dos leyes, la de la gravedad y la del embudo. Nada me parece justo en siendo contra mi gusto.

La Verdad, escrita con mayúsculas, aparte de un periódico de Murcia, así en abstracto es cosa muy escurridiza. Tanto como la realidad, siempre vidriosa y poliédrica, con demasiadas caras para que una misma persona pueda contemplarlas todas a la vez. El que está enfrente o al lado ve otras, tan ciertas y reales como las que nos es dado observar a cada uno de nosotros. Se impone la modestia, la duda, la tolerancia, una cierta relatividad, el respeto al que ve las cosas de otra forma. Y sobran los dogmas, las afirmaciones incuestionables y las descalificaciones.

Sólo la pluralidad de puntos de vista da lugar a descripciones más ajustadas a la realidad. No basta con un solo libro o un solo periódico. Ya sabemos que el mismo suceso, contado por diferentes testigos, a menudo parecen cosas distintas y que en el mismo partido, unos ven el penalti y los contrarios no. Realmente unos no lo ven, otros se niegan a verlo. Si entramos en el tema de las memorias y los recuerdos, la verdad aún es más elástica y manipulable. Es el conjunto de visiones lo que mejor nos puede acercar a ella, frente a la mirada única. Y es la pluralidad de criterios y la discrepancia el abanico que mejor puede recoger esa diversidad que se dice defender, aunque ciertos supuestos defensores pretendan limitarla si se refiere a las opiniones ajenas, siempre molestas, que se quisieran unánimes. Defender la pluralidad no supone creer que todos lleven razón. Y menos en todo lo que piensen y sostengan. Claro está que todos creemos llevarla, cosa que no puede ser, y además es imposible. Es justo y necesario admitir que más que una razón, hay razones, y que la única forma de conciliarlas es el contraste de pareceres, el compromiso con la verdad, el reconocimiento de la parte de razón que, sin duda, defiende el otro con tanto derecho, convicción y honradez como nosotros. Para eso parece condición imprescindible que, al menos, reconozcamos al contrario el derecho a defender lo que defiende, y previamente el de existir, sin más límites que los que la ley establezca, remilgos estos que no cabe esperar de ningún fanático de un signo o del opuesto, por mucho que predique, pontifique o escenifique. El pensamiento totalitario no da para más.

Una consecuencia que podríamos deducir de esas premisas es que, cuanto más monolítico, definitivo e incuestionable sea el corpus de creencias y postulados de una ideología o del partido político que la defiende, a veces una herencia incuestionada, más alejado estará de la realidad y de la posibilidad de acertar, perdida toda posibilidad de adaptación y rectificación. Cuanto más rígido, estrambótico y autoritario sea su talante y su programa, menos posibilidades tendrían de recabar clientela ideológica, a menos que se trabaje a fondo para manipular su memoria y moldear su percepción de la realidad. Y menos capacitada estará su ideología con este talante totalitario para la convivencia y el acuerdo, hasta que al final, puede verse convertida en una religión.

Como en todas las religiones, los creyentes, los fieles, los militantes, tendrán que refugiarse en la fe del carbonero, hacerse a defender los misterios que no comprenden y someterse a la obediencia ciega a un principio de autoridad fuera de toda duda y contestación. Siempre acaba apareciendo un papa al que se le reconocerá infalibilidad, y al creyente ya sólo le queda someterse, aprenderse el catecismo, respetar los dogmas, ajustar vida y pensamiento a la doctrina, participar en las liturgias, repetir las letanías y evitar que su pensar y su obrar le saquen del carril hasta correr el riesgo de ser excomulgado. Y, claro, entre sus obligaciones está el combatir a los descreídos, herejes y relapsos. Los peores enemigos para ellos son los renegados de la fe, los conversos a otras creencias, los que ya piensan por su cuenta.

El único antídoto conocido y eficaz contra los integrismos e ideologías totalitarias, sea cual sea su signo, grado o alcance, es la cultura, la información diversa y veraz, el contraste libre de opiniones y puntos de vista, el debate abierto, limpio y sincero. También es imprescindible la existencia de contrapesos en las instituciones y de independencia y respeto a las leyes y a quienes las aplican. Sin eso, nos deslizamos poco a poco hacia la arbitrariedad, el abuso, la imposición, y por fin hacia la dictadura. Dura o blanda, de las mayorías o de una minoría, unipersonal o colectiva, con elecciones o sin ellas, que de todo hay en la viña del señor.

El colofón o la moraleja sería que hay que desconfiar de todo aquel que sistemáticamente descalifique a sus adversarios, les niegue el derecho a defender lo que defienden, incluso a existir. O el que siembre dudas acerca de esos contrapoderes que son las barreras que la sociedad construye para defenderse de intentos indeseables de abusar del poder, siempre delegado y pasajero, de hacerlo inmune al control o a la crítica, de apropiarse de él, de dificultar con malas artes, hasta hacer imposible o siquiera imaginable una alternancia en su ejercicio. Me refiero, claro está, a los ataques interesados al poder judicial y a la prensa. Se puede y se debe criticar, incluso castigar, un artículo difamatorio, una noticia intencionadamente falsa, o una sentencia injusta o arbitraria, incluso señalar a una individualidad que traspasa lo que la ley permite a los periodistas o exige a los jueces. Hay sinvergüenzas, incluso delincuentes, en todos los gremios y colectivos. La ley lo tiene previsto, pone límites a los excesos y abusos y establece penas para castigarlos. Cuando se produzcan desafueros son los juzgados los que deben de poner remedio. No caben las censuras previas, las limitaciones arbitrarias a la libertad de expresión, las sentencias extrajudiciales, las penas de telediario ni el no reconocimiento de la presunción de inocencia.

Por tanto, no son de recibo las campañas interesadas de descrédito de jueces o periódicos intentando igualar y meter en el mismo saco a la inmensa mayoría de los que ejercen con decencia unos contrapoderes imprescindibles, igualando a todos con la excepcionalidad reprobable de alguno de sus peores miembros. Es decir, no se puede defender la verdad mintiendo ni combatir los bulos haciendo circular otros. Al final acaba oliendo mal esta actitud, propia del que tiene algo que temer de los poderes que desacredita e intenta controlar y someter. El principio del proceso es la intimidación. De igual forma, no se puede predicar, y menos exigir la concordia y el respeto, insultado y demonizando a los adversarios precisamente desde el púlpito de un cargo público, intentar expulsarlos del paraíso de la democracia, construyendo un muro alrededor del jardín de su edén sectario, donde pretenden instalarse aislados y al mando los autonombrados elegidos de Dios.

Lea en la Wikipedia quien no tenga a mano un buen libro de Historia la ley de Defensa de la República, que habilitaba al gobierno para suspender las libertades públicas sin intervención judicial, también la de prensa, lo que permitió censurar artículos, cerrar periódicos y otras lindezas democráticas, por supuesto en defensa de la única libertad que entienden y defienden: la suya. No hay duda que hay quien tiene en la cabeza algo así, y no se esconde para proponerlo pues, de esa Segunda República que unos pocos quisieran reeditar, sólo parecen interesados en replicar sus errores, renunciando a sus aciertos.

Debatir opiniones, contradecirlas, intentar rebatirlas con datos y argumentos es una actividad tan legítima como necesaria, otra cosa es denigrar indiscriminadamente a las personas que las defienden o a los medios que las publican. Porque, una vez denigradas, todo es posible de justificar con esa sola falsedad. Cualquier apropiación partidista de instituciones clave, esas que se crearon para actuar como contrapoderes, acaba justificándose con el argumento artero de que peor estarían en manos de la oposición. Y los que previamente habían comprado el producto de la maldad radical del adversario, tan insoportable que haría inadmisible la alternancia en el poder, dan su visto bueno a esta deriva iliberal.

Que circulan y se publican bulos, es cierto y difícilmente evitable, salvo haciendo un destrozo en la libertad de expresión y de información, es decir, de prensa, de imprenta, logros centenarios. Pero no lo es que la mayor parte de las noticias publicadas sobre la cuestión que más ha preocupado a Sánchez y provocado su astracanada lo sean. Lo perverso es ampararse en que los bulos existen (también los suyos, como sabemos) para hacerse inmune a las críticas, desacreditar en bloque a toda la prensa, especialmente a la digital, primer paso para intentar condicionarla, atemorizarla, si fuera posible controlarla, cuando no prohibirla selectivamente, como, sin reparos ni medias tintas, le piden sus socios de la extrema izquierda. Y la carne es débil. Hoy, día de san Ángel de Sicilia y de san Teodoro obispo, es también el día de la Libertad de Prensa. Gran cosa que todos los demócratas debemos defender, por nuestro bien.

 En realidad, el fondo del asunto, la intención de recientes aspavientos, teatralizaciones y alarmas, me temo que pudiera ser el intento de presentar una situación tan grave, tan extremadamente peligrosa para la democracia, que haga primero cuestionables, luego paso a paso, posibles, razonables, admisibles, necesarias, imprescindibles y, al final, vitales y urgentes, posibles ocurrencias para someter prensa y judicatura, vistos por algunos como sus peores enemigos, junto con la verdad. No hay más remedio que actuar, vienen a decir. La ventana de Overton. El peligro cierto para la democracia, según lo veo, es simular que la democracia se defiende así, sobre todo una vez nos han hecho saber que ellos y sólo ellos son la democracia. Llegados a ese punto y a ese discurso irreal y sectario, tal vez el principal peligro para la democracia lleguen a ser los que dicen y pretenden actuar así para protegerla.

 Como decíamos al principio respecto a las constituciones, la libertad de prensa existe para proteger a los gobernados y no a los gobernantes.

domingo, 28 de abril de 2024

Epístola sanchezca

No es un estadista. Para serlo hay que tener al menos algunas ideas claras, estables y consistentes acerca del Estado, que no puede ser el mero ámbito o instrumento de una ambición, incluso parcelable si fuera menester. Y, de tenerlas, no cabría en un estadista el adaptarlas para aliarse con los enemigos del propio Estado (que hasta que necesitó sus votos también eran los suyos), en aras de defenderse a sí mismo, no diremos su proyecto, porque nunca duró tal cosa más de unos meses o semanas, hasta el siguiente dondedijedigo. No podemos llamar proyecto a un recorrido caracoleante, contradictorio y voluble, compendio de cesiones y pagos, mera adaptación permanente y arbitraria de las ideas pregonadas y los planes prometidos al albur de la necesidad del momento o de imposiciones de sus socios y apoyos. Le da lo mismo adónde llegar, con quién ni contra quién, con tal de llegar él al frente.

Las circunstancias le han sido adversas, es cierto, aunque siempre lo son para todos. Una pandemia, un volcán, incendios, guerras y la herencia de los desmanes y desafueros de dirigentes levantiscos, desleales y pajareros que ha intentado desactivar temporalmente por el curioso sistema de darles la razón, rehabilitarlos y perdonar sus delitos, hacerlos socios o apoyarse en ellos, proporcionándoles de forma irresponsable un escalón más alto desde donde empezar por enésima vez su proyecto —este sí inmutable— de rotura del país. Llega a ir de la mano de extremistas de izquierda y de derecha, siempre que esta última sea separatista, la única buena, para hacer imposible una alternancia que diera paso, si así lo decidieran las urnas, a una derecha nacional que falsamente engloba sin distingos en lo que llama fachosfera, es decir, media España, los malos, donde no puede haber buena gente, como sólo ellos pueden ser. Un supuesto peligro frente al que hay que construir un muro, pues pensar que llegara a gobernar no sería malo, sino inimaginable, inadmisible. Curiosa forma de evitar la polarización, respetar al que piensa distinto y aplacar los ánimos, más viniendo de quien acusa al adversario de considerar suyo el poder e ilegítimo el contrario.

Si no se hubieran dado esas circunstancias anómalas él hubiera creado o escenificado otras también excepcionales, pues gobierna a base de golpes de efecto y prefiere andar al borde del abismo en su afán por pasar a la Historia. Es y se sabe incapaz de brillar en la normalidad, en la mera gestión de los problemas reales del día a día, a menudo desatendidos, más ocupado en otros, a veces irreales, pero de más prestancia y rentabilidad electoral a corto plazo, el único que tiene en mente y maneja. Sólo en el fragor de la batalla se podría ejercer de general y de estratega, en la paz y en la calma su grandeza se diluye, porque no existe, y él no puede rebajarse a gestionar la normalidad. Necesita un escenario de tensión, de enfrentamiento, cuanto más disparatado mejor —ya lo dejó dicho Zapatero, su mentor, maestro y más conspicuo defensor—, pues sólo en él tienen cabida sus efectos de magia, sus trucos, cabriolas y contradicciones. Y en el fondo sólo queda su ambición, su narcisismo endiosado, que procura rodearse de una tropa mediocre, sumisa y dependiente que le permita brillar por contraste. Para ello ha desmantelado el partido, se ha deshecho de toda contestación y alternativa, lastrando el futuro y malbaratando el pasado de una organización centenaria. Los más preclaros ejemplares de entre sus acólitos cercanos, su corte hoy pasmada, no desentonarían en Corea el Norte.

Tiene labia y fachada, ya que no ideas ni fondo. No se siente sujeto a ninguna ley o norma, tradición ni costumbre, promesa o compromiso y, como tantos otros, padece ese desarreglo que le lleva a ver y reprochar a los demás su propio comportamiento y actitud, creando en su imaginación enemigos a su medida, que luego presenta como de todos. Una enfermedad que ha contagiado a los suyos y a una parte de la sociedad. Desactiva a sus peores competidores haciéndose igual que ellos; combate las ideas contrarias haciéndolas suyas y cree superar los problemas diciendo que ya no lo son, convertidos en oportunidades y vías de escape, viendo deseable hoy lo que decía combatir ayer, demostrando que nunca ha creído en nada aparte de en la providencialidad de su persona. Es más un Napoleón que un Churchil, un aventurero que un estadista, un chamán que un médico, un populista que un demócrata, un caudillo que un presidente.

Forma parte de una de las peores cosechas de políticos que España ha tenido que soportar a lo largo de la Historia, que no es poco decir. Si enfrente hubiera habido una oposición inteligente y sólida, hace tiempo que tendría que haber dejado el oficio, pues poco habría que exagerar, y menos mentir, para desnudar y ganar en las urnas al personaje, a su tropa y a unos aliados tan poco de fiar.

A estas horas andará en palacio leyendo los auspicios en los posos del café, en el vuelo de los pájaros o en las vísceras de una cabra que se habrá hecho sacrificar. Hoy, día de san Prudencio de Tarazona, no parece que haya, en principio, malos augurios. Veremos mañana, día de san Pedro Mártir. Al menos su meditada decisión acabará con el martirio al que ha sometido a sus cercanos y feligreses, inquietos por saber si tendrán que adorar a este santo o a otro, en el caso de que conserven la peana. En todo caso, entre el amor y el dinero, lo segundo es lo primero.

Sólo él sabe en realidad de que va esto. Por supuesto no de la apertura de diligencias contra su esposa, cosa a la que nadie había dado suficiente recorrido ni entidad hasta que se les cuenta que el señor presidente las ve de gravedad suficiente como para plantearse si le merece la pena seguir en el cargo. Muchos han pasado ya por esto y por cosas peores. Hace pocos días su vicepresidenta disfrutaba desde la impunidad del banco azul acusando a Feijoo de haber dado una subvención a su mujer, a lo que Sánchez añadió que aún había más, que ya nos irían contando. No diremos que era un bulo, pues era un error en una noticia de prensa, la que a su impulso busca por allí, igual que hay otra, esta perversa y pagada por los fachas, que busca por allá. Pero no es lo mismo. ¡Cómo va a ser lo mismo, coño, que van por nosotros! ¡Meterse con la familia, nada menos que con la familia! —solloza Zapatero con el tonillo o soniquete que usa para mentir—. Precisamente los que defienden a la familia, algo que debería ser intocable, privado, una línea roja —añade. Claro está que me refiero a las nuestras, que los demás no tienen familia, honor ni corazoncito. ¡Hasta le han hecho llorar a Almodóvar, pobrecico mío! También dice que cada uno haga lo que pueda, poco o mucho, de una forma o de otra, lo que pueda. Lo mismo que dijo Aznar, aunque tampoco sea lo mismo.

Lo peor no es eso. Lo peor que que, desde salir a manifestarse hasta hacer lo que puedan, son cosas que se les pide a militantes, simpatizantes y público en general, para defender, nada más y nada menos, que a la democracia. No a Sánchez, ni al Psoe, ni al gobierno de coalición. No, a la democracia, que viene a ser lo mismo. No diremos que es una confusión, sino un disparate revelador de qué es la democracia para estos señores. La democracia son ellos, fuera de su parroquia no cabe buscarla. Llamarlo desvergüenza y despropósito es todo un ejercicio de contención.

La prensa canallesca viene publicando algunas informaciones que, al menos, merecerían haber recibido una explicación, que no se ha producido. Como en otros casos, más se reprocha la imprudencia, la falta de ética y de estética y lo dudoso de ciertos comportamientos por parte de quien está cercano al poder. Nadie habla de enriquecimiento personal ni le acusa, por ahora, de que esas cartas, recomendaciones y mediaciones con empresas, siempre cercanas a un tal Koldo, supongan un tráfico de influencias punible por la ley. Nos tranquiliza el señor presidente al decirnos a cara de perro que él, a pesar de todo, confía en la justicia. Nosotros también. De forma que todos tranquilos al respecto, menos los jueces que tengan que aplicarla en según qué casos.

Unas denuncias, para más inri, fundamentadas en recortes de noticias publicadas en la prensa. ¡Fíjate tú! Encima, de la prensa canallesca, la de la ultraderecha, como El Confidencial y The Objective. Seguramente olvidan que el Watergate también empezó por un "recorte de prensa". Como el caso Gal y el Gürtel y tantos otros. Para eso, entre otras cosas, está la prensa, para fiscalizar, cosa que con estas escenificaciones y veladas amenazas se quiere evitar por lo civil o por lo criminal, sobre todo en opinión de sus socios. La verdad o la mentira no dependen de la cercanía del medio que informa, al menos no siempre. El juez va llamando a los periodistas que firmaron esas informaciones, no bulos como repiten a coro, para que se reafirmen en ellas, cosa fácil porque, salvo una errónea, ya desmentida por el propio periódico que publicó la réplica de la afectada, las reuniones, contactos e intermediaciones, cartas firmadas recomendando a empresas luego generosa y merecidamente subvencionadas, son cosa cierta y probada. Lo que no lleva a pensar que sean delictivas, cosa que en otras familias, parejas, hermanos y parientes por parte de madre, se ha dado por supuesto. Quien a hierro mata a hierro muere, parece ser que han pensado en plan preventivo y, como primera providencia, antes de dar explicaciones, que parecen sencillas, se opta por esta astracanada, esta performance, este drama colectivo de un país en espera de los humores del señor presidente, que duda si le merece la pena seguir en el cargo ante tanta ingratitud. Muchos, por no ser menos, nos preguntamos si nos merece la pena tener de presidente a alguien así de imprevisible y adolescente.

Aunque la carta, más que al país o a la espantada militancia, está dedicada a los jueces, a la prensa y a una camarilla que, a su juicio, no ha puesto la suficiente carne en el asador para defender a su señora. Aunque también la ha recibido la prensa internacional. Al final, dada la irrelevancia de los motivos alegados, es universal la creencia de que tras el humo de estos fuegos fatuos, lo principal no se nos ha contado ni se nos contará. Y la imaginación es libre. 

Esta espantada inédita e improcedente le deja pocas salidas y ninguna airosa. O decir que todo ha sido un aberrunto pasajero, o pedir la confianza de la cámara, cosa con la que hasta ahora contaba, o dimitir. Sabe que decida lo que decida, sus fieles dirán que los oráculos han acertado, que eso es justo lo que había que hacer, por estas y aquellas razones, aunque elija la puerta que elija, él saldrá de esta situación esperpéntica peor que cuando nos metió en ella. También podría anunciar la convocatoria de elecciones cuando sea posible, es decir, en junio, pasados los comicios ya convocados y un año de su investidura. Él siempre ha confiado en los conejos que saca de la chistera, pero si ha llegado a pensar que esta escenificación obscena de sentimentalismo y fingida victimización le iba a reportar alguna clase de salida o beneficio, tal vez haya errado el tiro, que el problema de los magos y prestidigitadores es que, tras muchas funciones repetidas, se les conocen los trucos.

Mañana, antes y después de los redobles de tambor y tras una noche de insomnio de no pocos, a la hora imprevista, las fábricas y los talleres seguirán funcionando, las bibliotecas prestando libros, los trenes y camiones seguirán sus rutas de costumbre, los agricultores andarán en su labor, los sastres con sus paños y patrones, los repartidores en sus repartos, los artistas en sus artes, los alumnos en sus aulas y cada cual en lo suyo. A la vez, en otro mundo, rodeado de periodistas y parroquianos, observado por creyentes y gentiles, atentos los frikis de la política, algunos desocupados y bastantes jubilados, el señor presidente del gobierno de todas las Españas, la autoridad competente, cuando tenga a bien comparecer, nos dirá lo que va a ser. Y en el país, cada uno seguirá en su faena, salvo los damnificados por su decisión, que se preguntarán qué hay ahora de lo mío.

viernes, 29 de marzo de 2024

Epístola palabrera y vocabularia

Habría que meterse en muchas honduras y filosofías para analizar la fe que muchos (y no los mejores) tienen en el poder de las palabras para transformar la realidad de forma rápida y casi mágica para adaptarla a su relato. Hay muchos que, como yo, creen que lo mejor que podemos hacer con ellas es dejarlas vivir por su cuenta, pues no tienen dueño ni pastor al ser una destilación secular de la sociedad. Dejar que signifiquen lo que venían significando y no jugar con las cosas de entenderse para amparar desvaríos, cobijar falacias, enmascarar ideas de difícil digestión, malversar conceptos para camuflar realidades incómodas, imponer visiones, rebautizar todo aquello que los tergiversadores son incapaces de transformar, y demás perversiones del lenguaje de sus tribus, una neolengua que intentan imponer como primer paso para conseguir la hegemonía ideológica, antesala del poder absoluto e indiscutido que tanto les gusta. Vacían el significado de muchas palabras, a menudo las más importantes, que quedan hueras y desabridas, para rellenarlas con interesadas y novedosas significaciones y sugerencias, hasta llegar a que nadie sepa ya a qué nos referimos cuando hablamos de libertad, de igualdad o de democracia, de legalidad, de concordia o de justicia. Las palabras, nacidas para entendernos, son usadas para confundir y enredar, para dividir y para enfrentar, para estabular identidades, para esconder o modelar la realidad, con un uso entre tautológico y performativo, pero siempre engañador.

Ya la constitución de 1812, la Pepa, establecía con más ingenuidad que efecto, que el amor a la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo el ser justos y benéficos. Dicho y hecho, unos santos varones y hembras, como desde entonces hemos podido comprobar. Ese artículo, estrictamente aplicado, habría llevado a presidio a gran parte de la población, lo que ciertamente hubiera evitado muchos males. Como resultaría arduo, costoso y problemático, se acaba optando por poner la cárcel fuera, encerrar al personal en una celda mental que usa las palabras como barrotes.

Hay muchos orates y chamanes que viven en un perpetuo hágase la luz, confiando en que sus conjuros y abracadabras modifiquen la realidad, creando una nueva. Usan las palabras como encantamientos o polvos mágicos, como especias y aderezos que disimulen lo indigesto, insípido y diluido de su caldo ideológico, un cocimiento de su cocina adanista que tiene por ingredientes la demolición de toda costumbre, uso o tradición de un pueblo al que desprecian, la falta de respeto a las leyes y la descalificación de los que las aplican, la renuncia a la verdad y el desdén a la palabra dada, el desprecio por las formas, su falta de sustancia, sus grumos y la falta de limpieza con que se ha cocinado el guiso. Ni las manos se han lavado. No es raro que estas cocciones y adobos lleguen a ser infecciosos, pura salmonela verbal que acaba afectando al cerebro de los que se habitúan a alimentarse con ellos en el recogimiento de sus conventos.

Derecho a decidir, así a granel, eufemismo que enmascara el inexistente derecho de autodeterminación; voluntad o mandato popular, como carta blanca para el mesías de turno que se considera su único intérprete y depositario; restablecer o recuperar, para referirse a conseguir lo que nunca se tuvo, a volver a ser por fin lo que nunca antes se fue; llamar nación a lo que sólo es una pequeña parte de la única existente, plurinacionalidad por disgregación, federalismo asimétrico por institucionalizar la desigualdad y el privilegio entre ciudadanos antes iguales, referirse a los bancales o a las lenguas como sujetos de derechos que se arrebatan a las personas, decir que se persigue la concordia dividiendo al país en dos bandos irreconciliables separados por un muro que ponga a unos, los condenados, a la derecha y otros, los salvos, a la izquierda de Sánchez, un dios menor encastillado en su olimpo monclovita; el ver como mayor expresión de la democracia y respeto a la voluntad popular el hacer ley de las aspiraciones y desvaríos de grupos marginales electoralmente, es decir hacer suyos a cambio de apoyos parte de programas ajenos y antes combatidos que han sido rechazados mayoritariamente en las urnas, creyendo que cincuenta hombres forman un ciempiés en el que quien acaba mandando no es la cabeza, sino los pies que andan cada uno hacia un sitio diferente. La cabeza, con tal de marchar delante, se deja llevar y ni le preocupa la ruta ni se molesta en mirar hacia dónde le empujan los de atrás. ¿Qué podría salir mal?

No he entrado en escritos anteriores a argumentar en contra de algunas leyes y medidas porque hacerlo sería aparentar que realmente se debate algo, cuando ya está todo el pescado vendido, metáfora muy apropiada para el caso. No cabe el argumento, ni a favor ni en contra, cuando estamos ante una simple e indecente transacción de impunidades a cambio de permanencia en el gobierno. Como no hay nada más, todo lo que se pudiera añadir sobra, como el discurso urdido a posteriori por los promotores y defensores de tales desafueros. No cabe jugar con las palabras, aunque poco más pueden hacer para defender sus súbitos cambios de rumbo y sus rendiciones, siguiendo los pasos y el guion de la ventana de Overton. Hacemos lo que nos conviene o se nos impone, lo que nos parecía inconcebible y prometimos que nunca haríamos, y luego ya se nos ocurrirá alguna explicación. La parroquia ya está acostumbrada y los acólitos también han perdido la vergüenza. Con su pan se la coman y las urnas dirán, cuando toque.

Tal vez una de las palabras más equívocas, maquiavélicas y arteras de las que se nos imponen y que muchos nos negamos a dar por buenas, sea la de progresista. Aquí tendríamos un problema de petición de principio. Cualquier discusión en la que se admita sin rechazo ese señuelo es estéril por tramposa. Porque exige dar a una de las partes la razón de antemano, incluso antes de enunciar su idea o su propuesta. Si en Tebas lo dicen, en Tebas lo deben de saber. Roma locuta, causa finita. Si nosotros somos el progreso, los buenos, claro queda todos los demás sois los malos, los enemigos de avances y mejoras. Todo aquello que a nosotros, los ‘progresistas’, se nos pase por el magín, por definición, es lo acertado, la luz, lo benéfico, lo moral, lo conveniente, lo que traerá el progreso, como nuestros títulos indican. A los otros os queda el error, la oscuridad, la mala intención, la estupidez, la incultura, la indecencia y la maldad. Pensamiento religioso en estado puro: la fe verdadera frente al error culpable de los idólatras, la gente del libro frente a los paganos. 

Sobran argumentos, datos, realidades, medias tintas y matices. La verdad es una e indivisible, y la tengo yo, de forma que poco queda que debatir. En cualquier conversación en la que aparezca ese embeleco habría que parar y preguntar a quien se ampara en esa capa cuándo, cuánto, cómo y en qué ha contribuido al progreso. Tanto la persona que habla como la ideología que defiende y representa, por supuesto refiriéndonos a los resultados. A los éxitos y a los fracasos, a las consecuencias, no a las teorías, los discursos y las palabras. Quedaría claro quién en la historia, con sus luces y sus sombras, ha dado lugar a espacios de libertad, de justicia y de progreso cierto y verdadero y quien, contradiciendo a sus dulces palabras y promesas invariablemente incumplidas, ha creado infiernos de opresión, miseria e injusticia. Si nos referimos al fascismo, al de verdad, una inmensa mayoría, que casi se acerca a la totalidad, lo rechaza con abominación. Sin embargo, otra ideología igualmente totalitaria y criminal, más paralela que opuesta, aún parece que puede engallarse y mostrar nombre, símbolos y proyectos sin vergüenza, dedicándose a veces con relativo éxito a intentar retocar una Historia de la que no tienen ningún motivo, ni uno solo, para estar orgullosos. Sólo pueden recordar sin sonrojo aquellos cortos episodios en que algunos antecesores dejaron de ser lo que siempre han sido, efímeros aciertos que precisamente es lo único que sus sucesores hoy les reprochan y procurar corregir. Cuidando las palabras, poniendo pie en pared cuando nos quieran engatusar con ellas, evitaríamos tener que seguir hablando por hablar, enredados y perdidos en las nieblas de un debate teológico de imposible resolución.

Sólo faltaba el sindiós de los nuevos puritanismos, las palabras de las tribus identitarias, de los populismos de uno y otro lado, lo woke y lo política y supuestamente correcto. Ahora ya estamos todos.

 

lunes, 19 de febrero de 2024

Epístola galaica

La victoria tiene cien padres, pero la derrota es huérfana. La frase es tan cierta como que el pueblo es sabio, libre y perspicaz cuando acierta a votarnos a nosotros, los buenos, pero estúpido, aborregado y torpe cuando se equivoca y vota a los contrarios, a los malos. Muchos personajes de la política nacional, siempre los más incapaces y fanáticos, pasan así del amor y el respeto al pueblo soberano al desprecio y al rechazo hacia la chusma manipulada, en sus cambiantes valoraciones y etiquetas según les va el negocio.

Las elecciones gallegas iban a ser un plebiscito que daría la puntilla a Feijoo y, a la vez, paso a un gobierno voluntariosamente tenido por progresista, comandado por una fuerza política nacionalista que iba a traer progresos tales como la inmersión lingüística —tan exitosa, justa, respetuosa y liberal como la catalana—, el triunfo de una ideología decimonónica con el disfraz de la piel de cordero habitual ya en este eterno carnaval de la política patria, en el que nadie es lo que dice ser, la creación de una policía autónoma, que hace mucha falta, el dinero sobra y crea empleo para la peña, al paso que la región ingresaría en el selecto club del chantaje al gobierno central, abuso antiguo, pero ya sin control gracias a nuestro amado presidente, que Dios guarde, si es posible en un lugar alejado de la Moncloa.

No se trata de irse de España —nadie quiere irse, mientras puedan seguir ordeñando el presupuesto, que hacer sumas y restas aún saben algunos de ellos, se trata de echar a España de sus territorios. A todo lo que huela a español, desde el toro de Domeq y las corridas, al ejército, la Policía Nacional o la Guardia Civil. Crudo lo tienen con la siesta, la tortilla de patatas, casi tanto como con la lengua común y la Historia compartidas —principales enemigos a batir, junto con la Constitución—, la mayoría de las costumbres, tradiciones y talantes, así como con un carácter y una forma de ser mucho más indistinguibles entre regiones de lo que ellos quisieran. Compartimos demasiados defectos —incluso algunas virtudes—, arraigados durante siglos de vida en común. Por eso su misión es inventar, negar la evidencia, reescribir la Historia, cultivar hechos diferenciales que no van más allá de la muñeira frente a la jota o la sardana, el ribeiro frente al jerez o los aguardientes locales. La verdad es que, para cimentar derechos, de la paella, el cocido madrileño, la fabada asturiana o la escudella i carn d’olla, poco hay que sacar. Son tan compartidas y comunes como las boinas, todas fabricadas ya en China. De ahí que usen la lengua vernácula como una bandera, un muro y un arma, no una preciosa herramienta de comunicación, sino una destilación del espíritu de los bancales, invento romántico alemán que tantas guerras y desgracias ha traído a nuestro continente. Cuando vamos, aunque sea a Portugal, y mira que nos parecemos, sabemos que hemos llegado a otro país, cosa que no ocurre vaya uno donde vaya dentro de España. Les jode, pero es así. Dentro de muchas provincias hay más diferencias que las que uno encuentra al visitar otras regiones, siendo las más relevantes las derivadas de comparar la ciudad con al mundo rural.   

Vemos los resultados en Galicia, en los que Sánchez ha sacrificado una vez más a su propio partido, dejándolo a los pies de los caballos al potenciar otro separatismo que impida la alternancia en el poder del gobierno central—presentando como indeseable y temible toda derecha no separatista—, gobernando a costa de abonar el problema más grave que tiene el país —a menudo más psiquiátrico y contable que político—, los nacionalismos localistas e insolidarios, cebando el abuso en lugar de intentar mitigarlo. Ahora, como pintan bastos, se dirá que no hay que leerlos en clave nacional, como se haría si hubieran salido oros, que el PP tiene dos escaños menos que en la anterior legislatura, que si esto, que si lo otro o el pues anda que tú. Aunque, para su disgusto, conserva una vez más la mayoría absoluta, teniendo más votos que toda la izquierda junta, única forma de gobernar para el PP, de ahí el muro que se esmeran en levantar. Si no le importa el país, menos le va a importar el partido, simple instrumento de su ambición, un juguete roto en sus manos. De Sumar y Podemos, una vez pasada la risa, sólo queda resaltar la sabiduría de los gallegos, que parecen conocerlos bien y les niegan representación en la Xunta, como a Vox. Ni suman, ni pueden, como he leído hoy por ahí. Podemos queda con menos votos que el Pacma, es decir, que no les han votado ni sus familias, tal vez ni ellos mismos, pues en ese sector, cada persona es un partido. Lo de Iglesias ya es caso aparte, que su parroquia sí que no es ya un partido sino un velatorio, y él, más que un líder episcopal, ya resulta una curiosidad, ceñuda y paranoica, pontificando y confabulando en su canal para sus contados feligreses y para risión general. Otro Palmar de Troya como el de Puigdemont. Queda declararlos a ambos dos de interés turístico y que vengan los japoneses a hacer fotos a estos brotes tan curiosos que produce la huerta política patria, con frutos que se pudren antes de estar en sazón.

Leyendo ciertos periódicos se huele la prisa por pasar página, la decepción, el enfado, hasta el asombro. Ni siquiera les ha dado resultado el enviar a las redes a los ovejos con más cuernas del rebaño a seguir difundiendo la antigua foto de Feijoo diciendo que el PP es el partido de los narcos. Entre otras cosas porque nombrar a los narcos en estos momentos, acaba trayendo al magín de los votantes episodios tan recientes y graves como poco honrosos para algunos miembros del gobierno, a pesar de que hayan intentado apagarlos pronto proscribiendo minutos de silencio en las instituciones, lutos y demás reconocimientos hacia los guardias civiles asesinados en la piragua con que Marlaska les dota para enfrentarse a la mafia de los traficantes de coca.

Ni siquiera ha influido la torpeza del ‘off the record' de Feijoo, dando pie a las arteras y falsas interpretaciones de sus declaraciones acerca de la amnistía, los indultos y las condiciones en que estos últimos serían de recibo, esto es, una vez juzgados los delincuentes golpistas por los tribunales, pedidos perdones y comprometidos a no volver a delinquir. Cosas muy distintas a la rendición sin condiciones del señor presidente, siempre faltando a palabras, promesas y simulando tener algunos principios, algo reñido con lo efímero de los que dice defender. Creían que lo tenían cogido por salva sea la parte con el curioso argumento de que vais a acabar siendo casi tan sinvergüenzas como nosotros somos. Acusar a Feijoo de mentir y faltar a su palabra, viniendo de sus bocas, es para nota. ¡Cómo están los cimborrios de algunos, los que dicen esas cosas y los que las aplauden! Los esfuerzos de los acólitos más fervorosos por ir adecuando sus creencias a los meandros y conveniencias del jefe y el arrojo con que se lanzan a la palestra a defenderlos, aparte de ridículos e ineficaces, son reveladores de la escasa firmeza de sus convicciones, pareja a la del jefe, con esa inquietud y esa zozobra intelectual y moral de no saber qué coño andará uno defendiendo la semana que viene. Lo que sea menester. No cabe mayor indignidad e insolvencia ética.

Visto el ejemplo, Salvador Illa debe de andar preocupado, pues su jefe pone por delante su personal permanencia en el poder a cualquier otra consideración. Para seguir al mando necesita unos nacionalismos fuertes, aunque su partido vea en ese proceso comprometida su supervivencia, pues sigue logrando que desde que él lo dirige, los socialistas —o lo que hoy sean— no hayan ganado nunca ningunas elecciones. Dejará tierra arrasada, enfrentamiento y división, todo peor que cuando llegó. ¡Viva el progreso y quien lo trujo!

 

miércoles, 20 de diciembre de 2023

Breve elitista


Reflexionando acerca de un artículo de Tony Soler en El País («El canon de la tribu»), en el que se nos avisaba de la medianía, de la mediocridad a que lleva el intentar en todos los campos (desde los vinos, las películas, a las decisiones políticas, incluidas las leyes de educación) adaptarse al nivel, juicio, capacidad, valoraciones y expectativas del ciudadano medio, se me ocurre que ¡qué tema tan bonito ese del libre albedrío!, que decían en Amanece que no es poco.

Esa falta de exigencia y de ambición se complementa con la pulsión catequista de moldear el comportamiento de los ciudadanos, incluso por medio del BOE, de acuerdo a una moralina tenida por avanzada, llena de supuestas correcciones, consejas, supersticiones y manías del ocasional legislador que quieren hacer canónica, reguladora de todos los aspectos de la vida de los individuos. La tensión entre esas dos fuerzas opuestas, por una parte cualquier cosa es de recibo, la excelencia es elitista y reaccionaria, todo el mundo es bueno, por otra, yo os voy a enseñar a ser aún mejores, a ser como se debe ser, queridos hermanos, no puede producir más que una ideología deslavazada, contradictoria y, por supuesto, simple barniz superficial que los más sumisos soportan por no reñir, por no desentonar con un entorno que se vuelve censor y agobiante. La contestación, la actitud discordante y rebelde, indócil, en tiempos propia de las vanguardias progresistas, acarrea hoy reproches de ser reaccionario, cuando no facha. Hay temas que ni mentarlos. La actitud disonante y descreída, indisciplinada y crítica con el poder ha cambiado de bando y la progresía actual es unánime y sumisa. Más son acólitos que militantes. Sus discursos, en el fondo contradictorios y a menudo inexplicables, siempre vaciando el significado de las palabras del debate, se desentienden de valores que fueron su seña de identidad, hoy difusa y adaptativa, complaciente con el que manda hasta la vergüenza, si son los suyos. Se desprecia y desprotege la igualdad de los ciudadanos en lo importante, cierto y necesario, esto es, en los derechos, y se intenta igualar en lo dudoso y opinable, la moral y los comportamientos, a gusto de la religión que quisieran dominante, de base adanista y redentora. Por contra, se consienten y acrecientan ciertos privilegios, se estimulan no pocas diferencias, dando por ciertas algunas interesadamente inventadas, y se cultivan las identidades excluyentes, viviendo el promotor, bien de las ventajas que concede, bien de los enfrentamientos que provoca.

Poco sitio hay aquí para temas tan vidriosos como la moral, la corrección, lo que es nuevo o viejo, progresista o reaccionario, igualitario elitista. A mi edad uno ya pasa de ciertos remilgos y supuestas correcciones, tan en boga dado el infantil buenismo actual, tan querido por los mediocres como destructivo para la sociedad. No sé si se trata de elitismo o de experiencia, de especialización, de evitar falsas humildades o simplemente de reconocer que todos somos diferentes, que cada uno tiene su alma en su almario, sus debilidades y sus fortalezas, sus temas de interés, cosas a las que ha dedicado millones de horas y que, en eso, se separa, aventaja a la media.

 Afortunadamente, pues esto permite el avance de la humanidad. Todo el mundo es mejor (y peor) que la media en algo, lo que no es gran cosa pues precisamente esa media, lo que tenemos todos en común, resulta ser una estática mierda sobrevolada por moscas verdes. Lo común, lo que todos compartimos, a veces resulta ser la mezcla de lo peor de cada uno, lo más gris y miserable del género humano. Y es así porque es nuestra parte animal, la que no es fruto del estudio, la divergencia, el aprendizaje, la educación, la curiosidad o el esfuerzo personal, sino los meros mecanismos de defensa de la especie, los sentimientos viscerales nada reflexivos, la respuesta rápida del cerebro como el reflejo al golpear la rodilla. Algunos toman esos rudimentarios resortes por pensamiento, incluso por ideología. Eso es lo que compartimos los humanos; lo demás es la capa de grosor muy variable que la cultura añade —o no—, la que permite la convivencia, la colaboración, la empatía y el avance de la sociedad. No sé si esto es un hecho triste o esperanzador, pero lo bueno, lo mejor de la humanidad, precisamente viene a ser ese conjunto de diferencias que quedan fuera de la media. Por eso la diferencia, bellos discursos aparte,  siempre ha sido mirada con recelo, a veces rechazada y no pocas veces perseguida por la común mediocridad que se ve ofendida, enfrentada con algo mejor. Se da la contradicción de que se intentan sujetar las diferencias que pudieran llevar a la excelencia, cortar las cabezas que sobresalen o desentonan, mientras se ensalzan otras, más circunstanciales y epidérmicas que dan entidad a un colectivo, a una tribu, fuente de reconocimiento, privilegio, resarcimiento o impunidad.

La opinión más extendida, el libro más leído, la canción más escuchada y, a veces, el resultado de un referéndum o de unas elecciones, lo demuestran. Eso es la masa, colectivo amorfo del que todos formamos parte en algunos momentos y campos. Prefiero quedarme con mis ratos y facetas de excelencia, esos que me han costado 60 años de tocar la guitarra, leer miles y miles de libros o pintar otros tantos dibujos y acuarelas. En esos escasos campos concretos soy infinitamente mejor que la media, cosa que a los demás les sucede con otros temas. En esos asuntos soy elitista, no me conformo con cualquier estupidez musical, pictórica, literaria o argumentativa, tan del gusto de la media, ese ente de razón que llaman el pueblo, así a granel, como masa indiferenciada de ciudadanos de garrafón. A cambio, y dicho en términos científicos, soy una mierda en el deporte, tengo varios músculos sin estrenar, me oriento mal en rutas y ciudades, cojeo y peso dos arrobas demás, entre otras muchas miserias.

Por eso —por reflexivo, no por cojo— tanto como de los profetas desconfío de las multitudes, las asambleas, los referéndums y otras cándidas manifestaciones de una inmerecida confianza en una inexistente inteligencia de las personas al montón, como las patatas fritas. Decía Chesterton que "el que un hombre sea bípedo no quiere decir que cincuenta hombres sean un ciempiés". La inteligencia individual, enturbiada con visiones e intereses diferentes, a veces se contrarresta con la del vecino en lugar de sumarse, de forma que no hay que suponer que mil piensen más ni mejor que uno. Los avances, inventos e ideas novedosas son creaciones individuales, nunca colectivas, del pueblo. Pensar eso seguramente es tan elitista como verdadero y difícil de aceptar por quien nunca ha tenido un solo pensamiento propio y original. El desprecio a todo lo que destaque, el intento de igualar podando las ramas altas dejan el paisaje más apañadito, ningún árbol se ofende, pero ni es natural ni conveniente. Si eso es elitismo, soy un elitista redomado, a Dios gracias.