miércoles, 15 de marzo de 2023

Epístola de la tilde o virgulilla

¡Y dale, Perico, al torno! ¿Cuál es el problema con acentuar sólo? ¿Dónde está la diferencia en cuanto a necesidad de acentuación entre sólo, dónde y qué? ¿Qué problema tienen algunos sólo con ‘sólo’ y no con quién, dónde y cuándo, entre otras palabras cuya tilde no se cuestiona? ¿Cuál es el motivo de mantener y avalar la tilde en esas otras palabras, que podrían suscitar las mismas controversias, y proscribirlo sólo en éstas? Los usuarios pueden ser obedientes y correctos o no serlo, pueden obrar caprichosamente, de hecho lo hacen, por voluntad, por ignorancia o simplemente por joder, por decirlo en términos científicos. Pero, ¿puede obrar igual la Academia? ¿Puede esta institución, tan seria en unas ocasiones como pajarera en otras, caer en esta arbitrariedad y añadir más excepciones caprichosas, acogiéndose a tiempo parcial a unos argumentos sobre diacrisis, contexto y ambigüedad que aplica a unas palabras y a otras no? Poder, ha demostrado que puede, que para Dios nada hay imposible. Y, de paso, nos está dando la oportunidad de ver qué gilipolleces tan enormes se pueden llegar a decir acerca de algo tan pequeño.

La almendra del tema para algunos es, al parecer, que para atinar al poner o prescindir de la tilde en la palabreja en cuestión (criterio que alcanza a éste, ése, aquél y sus femeninos y plurales, pero que sorpresivamente se obvia por innecesario en aún, en dónde, cuando, quién y cuál, entre otras palabras que podrían verse afectadas por iguales prescripciones y mandatos), se plantea el problema de que hay que tener los conocimientos gramaticales que nos permitan diferenciar un adverbio de un adjetivo, un pronombre interrogativo de un determinante, un adjetivo demostrativo, y otras antiguallas semejantes. Hagamos, con mayor motivo, tabla rasa con la hache, la jota y la ge, la ce y la zeta, la be y la uve, que el personal no está para reliquias y etimologías y así damos gusto a los adefesiarios. 

La utilidad de lo inútil frente la inutilidad de lo que se había considerado conveniente durante siglos. Mucho pedir, manca finezza. Quien se detiene en esas menudencias y bagatelas y se decanta por honrar y conservar la ortografía que respetan todos y cada uno de los libros que ha leído en su vida, es un elitista quisquilloso, un clasista, un carcamal, un aristócrata, un arqueófilo, un señorito, es el señor marqués que utiliza esas pequeñas puñaladas gráficas, las virgulillas, como mojones de la finca o medallas heredadas, como un monóculo, un reloj de bolsillo con su cadena o un bastón con puño de plata. Para diferenciarse, para dejar claro que es persona leída y de posibles, que ha estudiado en la pontificia de Salamanca, en Deusto o en otros similares antros de perdición. Luego y enfrente están los supuestos defensores del pueblo, del que no ha estudiado o lo ha hecho poco o en malos sitios y, con esos mimbres argumentales, acusan a los tildistas de querer que se les note y así sentirse superiores. Unos lo ven así, y han decidido no poner la tilde a la palabra 'sólo', sea o no sea adverbio, como muestra de su amplitud de miras, pareja a su talante democrático e igualador. Entre unos y entre otros, más abundan los que tildan o no tildan simplemente para que no ser a su vez tildados por su peña de quintacolumnistas ortográficos.

Las reglas ortográficas, estas superfluas finezas y distinciones con las que nos agobia y humilla el pasado, la cultura en general, incluso en teniente coronel, son sandeces que sólo sirven para quedar bien en el casino, para resolver crucigramas y para presumir. Es un instrumento más para marcar diferencias de clase y mantener agravios seculares. Si el saber discrimina, ¡viva la ignorancia! Que todos sepan lo mismo, aunque sea poco o nada, que todos hablen o escriban igual, aunque sea mal o peor. Más vale lo malo o lo poco compartido que lo bueno o lo mucho por compartir, que para eso somos progresistas e igualitarios. Renunciemos a esta elegancia gratuita que suponen la ortografía y la tradición en aras de la igualdad. Ya lo hicimos con la caligrafía y con otras muestras de cuidado y excelencia.

Más sustancial, oportuna y necesaria fue la demanda de que los teclados siguieran incluyendo la letra ñ, una n con virgulilla, que pasó a ser símbolo e imagen de marca de una lengua, de una cultura, de una civilización. Para algunos aldeanos dementes y poco ilustrados es la ñ de ñordos, la ñ de España, incluso la ñ de ¡Se sienten, coño!, y raro es que se haya salvado viendo cómo andan las mentes. (La tilde del anterior 'cómo', siguiendo la argumentación aplicada a sólo, al parecer conviene conservarla para que nadie se confunda y se ponga a salivar). Vemos que estas pelarzas absurdas y sobredimensionadas acerca de si tildar o no una palabra, están mal argumentadas y curiosamente centradas sólo en uno de las muchos vocablos a los que podríamos someter al mismo juicio y aplicar la misma sentencia. Acentuar ‘sólo’ cuando es adverbio es una provocación y una afrenta, una terquedad, un absurdo, un derroche de tinta, manía y error de exquisitos, de snobs, de tiquismiquis, de enemigos del pueblo, que se supone iletrado e incapaz de decidir, en definitiva y viendo quiénes son sus más acérrimos defensores, cosa de fachas. Acentuar cómo, cuándo, dónde y demás adverbios interrogativos ya es harina de otro costal. Nada que oponer. ¡Acabáramos o acabásemos!

En este artículo que comparto se añade otro matiz inquietante y casi demencial a esta estéril y chusca escaramuza de culturetas: Se sugiere que esa pequeña tilde, esa tenue virgulilla, ese dedillo que tan caprichosamente toca el timbre de unas letras sí y otras no (por parodiar a Ramon Gómez de la Serna, otro bandarra), como llamando la atención del conserje o del servicio de limpieza del hotel donde moran las palabras, este peligro gráfico que tanto ofende y preocupa a algunos, es una exhibición de poder, además con connotaciones fálicas. ¡Manda huevos, y mandó cien docenas! Quien eso escribe es, según afirma, licenciado en Filología y viene a decir que los escritores y poetas, mayoritariamente decantados hacia conservar la tilde en cuestión, son unos entrometidos, unos intrusos, unos zorros poco autorizados para opinar en cuanto a sexar pollos de su corral.

Ortografía moral, lucha entre usuarios y filólogos, entre progresistas y conservadores,entre removedores de obstáculos y defensores de barreras asociadas a diferencias de clase, entre la  autodeterminación acentual y  la tentación acomodaticia del igualitarismo posmoderno… Estruendos, rimbombancias, argumentarios y  esfuerzos dignos de mejor causa. Similares a las que feligreses de la misma parroquia vienen aplicando a su labor política, incluso a la hora esbozar leyes deficientes, cuya redacción apresurada y descuidada, torpe y nada precisa, con más dogma y moralina que técnica jurídica, deja rendijas por donde luego se les escapan los presos. A veces una coma, una tilde o una exclamación, de falta o de sobra, deciden una sentencia. Porque no hablan, como es natural y evidente, de ortografía, sino de otras cosas. Ellos sabrán. Otras cosas, causas e intenciones, al parecer inconfesables, que a algunos inquietan, entretienen y preocupan, según nos dicen, aunque no nos desvelan la clave de la confabulación. Mis reproches y objeciones pueden ser discutibles, pero al menos son claros. Porque lo malo es que no sé cuáles son esos otros turbios propósitos que nos reprochan a los que ponemos tilde y, aunque vienen sugeridas por profesionales del enredo y la sospecha, no capto la perversidad de mi intención y mi costumbre, y menos su gravedad. Será cosa de desocupados como yo, pero a la Real Academia le debe provocar sentimientos encontrados el verse defendida, ella y sus normas, por los que se creen revolucionarios al apoyar la sumisión a la autoridad competente y contradicha por los conservadores que apuestan por la rebeldía de dejar como están las cosas que estaban bien y que allá cada uno con sus caunadas. Unos libertarios gramaticales a la diestra frente a unos torquemadas ortográficos a la siniestra. Estos sesudos análisis sobre evocaciones fálicas, marchamos ideológicos y demás garambainas alucinatorias de identificable procedencia partidaria, tienen la ventaja de que llegan a muy pocas personas. Las más, ajenas a todas estas disquisiciones y bullangas, que afortunadamente o no les alcanzan o les resbalan, harán de su capa un sayo, como es habitual, además de legítimo y razonable. La mayoría obrarán como los pimientos de Padrón, que unos pican y otros non. Y yo seguiré acentuando como lo venía haciendo porque me repele la arbitrariedad. Tanto como la estupidez, el sectarismo y la moralina fuera de lugar.

https://elpais.com/cultura/2023-03-15/solo-o-solo-la-tilde-falica.html?fbclid=IwAR2VTFCOhzHpiemnpDPOq1mYPr4cCWaufVFoecU5dj-gt1MhDdtsuXVnJgw


martes, 14 de marzo de 2023

Epístola de las beguinas


 Podrá ser indecisa, etérea e insustancial. No sé, y además ignoro, si podrá sacar del aire cosa con sustancia, conseguir materializar la nada, pura alquimia política. En la búsqueda de la piedra filosofal, intentando convertir en oro materiales innobles o vulgares, al menos partían de algo real, espeso, que no es el caso. Sería un extraño proceso de sublimación inversa, esto es, hacer pasar algo del estado gaseoso al sólido.

Pero Yolanda Díaz será gaseosa, pero no tonta, ambas cosas probadas, de forma que los conoce bien. Que no la acosen ni la acorralen que es capaz de llegar al extremo de plantearse la posibilidad de atreverse por fin a tomar una decisión, sin que sirva de precedente. Hasta podría llegar a no invitar a las beguinas al parto de los montes. Y es un mal enemigo para sus hasta ahora socios peronistas y lacasianos, no menos imaginativos y fantasiosos; una cuña de la misma o parecida madera, aunque más dura y curada, las que más daño hacen. Y tiene (o aparenta tener) lo que a sus enemigos y hasta ahora cofrades les falta: un talante menos eclesiástico y unos ocasionales ramalazos de sentido común que la hacen tan incompatible como insoportable para esos orates, unos interesados y desleales compañeros que la apuñalarán en cuanto puedan. Van mostrando ya las facas, sólo frenados, hasta ahora, porque Podemos no puede pinchar su salvavidas. La necesitan ellos mucho más que ella a lo que queda del invento: los restos mortales de unos ilusos asaltantes de cielos que no salen de la furia, el despropósito y la táctica de inmatriculación de causas de las que vivir y con las que medrar, que van desguazando y dejando hechas unos zorros, como todo lo que tocan. Lo llevan en la sangre. En qué estaría pensando el cardenal Iglesias cuando se le torció lo de ser papa y la nombró sucesora en lugar de su santa, pasando de sínodos y concilios, tan de su gusto. No ha conseguido la cuadratura de los círculos, pero sí su laminación.

¿Dónde irás que más valgas? Aún peor, donde valgas algo. Se dirimen muchos puestos y cargos, de esos de entre 60 y 110.000 eurillos al año por intentar imponer ocurrencias y desabarrar desde secretarías de estado o ministerios, el algodonoso modus vivendi alcanzado por la amplia pandilla. Ya no les queda otra cosa que defender y disputarán las canonjías con uñas y dientes. No es cuestión de que se resigne al paro (que trabajar es lo último, posibilidad que ni se les ha pasado nunca por la cabeza) toda esa curia ensimismada y nociva, desde la papisa Irene al cardenal primado Iglesias.

No, Yolanda Díaz tendrá, como todo quisque, sus limites, sus carencias y sus mochilas (le cuesta tomar decisiones y hacer algo casi tanto como a Rajoy), pero sabe que para Sumar hay que prescindir de los que ya sólo restan. Nos queda el divertimento de ir viendo reposicionarse a los hooligans que hasta ahora eran defensores indiscriminados de un totum revolutum, de un amasijo coral destemplado, forofos unánimes que tendrán que decantarse y desdecirse de gran parte de lo dicho, empezando a ver malos, perversos y hasta fachas, donde hasta ahora todos, cada uno y cada una, eran los más mejores. Y toda la tropa de cazafantasmas, sólo unida en intentar como último recurso resucitar al PP-PSOE, centrada en procurar destruirse mutuamente, labor en la que les deseamos el mayor de los éxitos.

Abundan los que agradecerán eternamente a Ayuso, aliada con la desmesurada ambición y la infundada autoestima de Iglesias, el haber librado a la política nacional de tal personaje, engreído y nefasto, ahora dedicado a la farándula tertuliana en las empresas mediáticas de Roures, otro vándalo. Con Yolanda puede pasar igual. Propios y extraños la aplaudirían si cosecha un éxito similar y nos libra de las beguinas de Desigualdad y de toda esa parroquia desquiciada de catequistas morbosas.

Hacen falta más gestores y menos frailes predicadores, apocalípticos y desintegrados, acogidos a sagrado en los conventos de la democracia, una fe en la que no creen y cuyos ritos desprecian. 

martes, 28 de febrero de 2023

Epistolilla pendular

 

Siempre he creído que el laicismo es un avance de la civilización, algo propio de las sociedades avanzadas, libres y democráticas. Para mí el laicismo no está reñido con el respeto a las creencias individuales, todo lo contrario, es una libertad a proteger.

 Simplemente es exigible que el estado no haga suyas esas u otras creencias y evite, en consecuencia, que nadie intente que las leyes se ajusten a ellas. Ahora bien, eso es también de aplicación a las nuevas religiones, a todas esas ideologías que, desde ambos extremos, pretenden hoy obrar como las religiones tradicionales hicieron y hacen donde y hasta donde se les permita. Las sectas ideológicas o identitarias deberían sujetarse al refrán cervantino del debajo de mi capa al rey mato, pero la sociedad no debería consentir que consigan imponer sus criterios en las leyes, como palabra de Dios, fuera de toda desobediencia y contestación. Al final, muchos se conforman con cambiar de clérigos.

 Leo que en Canadá se intenta imponer un curso de reeducación al psicólogo y académico Jordan Peterson, cuyas opiniones, más que defendibles, chocan con ciertos desvaríos de la llamada cultura woke, en este caso, las más extremas políticas de género. Y se me ponen los pelos como escarpias. Eso de reeducar, dado en Ontario por bueno como castigo o solución, tiene tufos de triste recordación, aunque a muchos, precisamente las nuevas curias, siempre les hayan gustado esos aromas del oriente.

 Me alegra haber leído en otro lugar que Alfaguara, quien tiene en España los derechos sobre la obra de Roald Dahl, de acuerdo con los herederos, no censurará sus textos para acomodarlos a la hipócrita, engreída y casposa moralina de las nuevas correcciones que, ovejunamente, imitamos del mundo anglosajón.

 Una editorial inglesa, también de acuerdo con sus herederos, que por vender a todo se avienen, acuerda revisar los libros de Roald Dhal para podarlos de inconveniencias e incorreciones y, de esa forma, acomodarlos a los tiempos. Es decir, estupidizar esos libros que han entusiasmado a niños y niñas, tanto como a los adultos, durante varias generaciones. En sus libros ya no habrá gente gorda, ni nadie podrá tener cara de caballo, ni siquiera padre o madre, sino progenitores, los niños leerán Orgullo y Prejuicio de Jane Austin en lugar de Jack London. No es la primera vez que sucede un disparate semejante. Incluso de mayor gravedad, como el despido de docentes, la eliminación de libros en bibliotecas, cuadros en museos o películas en las plataformas, llegando a la cancelación de creadores díscolos o al olvido de clásicos que hace dos mil años eran machistas, belicosos y racistas. Derribo de estatuas, cambio de nombre de instituciones dedicadas a próceres de un pasado que se pretende corregir borrando supuestas incorrecciones, de la imposición del algodonamiento del lenguaje y de las ideas, en evitación de afrentas y ansiedades entre los miembros más frágiles de minorías y grupos que se sienten victimizados.

 De esta forma absurda e improcedente, damos a una minoría, los predicadores de la religión woke, un poder de censura que acertadamente y con grandes conflictos costó siglos arrebatar a otras religiones, por cierto mucho más mayoritarias que estos movimientos neopuritanos. Les damos una patente de corso para modelar la corrección de la forma de expresarse ciudadanos y autores para que no ofendan a los menos, mientras, en aras de la libertad de expresión, damos por buenas ofensas gravísimas a las creencias y valores de los más. Los mismos que ven de recibo que en una televisión pública catalana un supuesto cómico y descerebrado indudable diga que quisiera que se la chupe la reina de España, se espantan porque en un libro se diga que una bibliotecaria tiene cara de caballo, está gorda o es negra. Presidentes de esa región pudieron decir que los andaluces son gente a medio hacer, con graves déficits intelectuales o culturales, que el resto de los españoles somos bestias inmundas, personas con defectos genéticos que podrían con su mestizaje con los aborígenes del principado hacer degenerar la raza. De esto no hay que espantarse, que ellos nos irán diciendo de qué tenemos que hacerlo. Eso demuestra que en realidad no defienden lo que dicen defender, ni la corrección, ni el respeto al otro, al diferente propio ni al igual foráneo, ni a nadie. La igualdad es un valor indeseable. Quieren hacer visible lo que les gusta y hacer desaparecer lo que no, quieren imponer su valoración moral de conductas y de ideas, bueno si es propio, malo si ajeno. En fin, ya sabemos que cuando el diablo no tiene nada que hacer con el rabo mata moscas, pero la enfermiza obsesión por controlar y moldear la sociedad a su gusto que caracteriza a la izquierda más casposa, estéril y dañina, además de mostrar su congénita incapacidad para contender con éxito con los verdaderos problemas, que enuncian y describen a veces con acierto, pero nunca pasan de ahí, revela, si falta hacía, su naturaleza totalitaria y controladora. Si se les permitiera, toda la sociedad sería obligada a hacer, ver, leer, hablar, pensar, recordar y apreciar todo aquello que ellos consideran adecuado, fuera quedarían las llamas del infierno. Del infierno de la libertad, pues su problema es que no conciben una sociedad libre, aman las dictaduras aunque evitan vivir en ellas si no es al mando y se convierten en una curia retrógrada que se viste con las estolas de un progresismo que les es ajeno.

Lo único, en cierta forma, esperanzador es que, cuando se llega al disparate, punto que rebasamos hace ya mucho tiempo, no queda más camino que desandar parte de lo andado en la mala dirección, encima tenida por suma de las correcciones, y ya se va atreviendo bastante gente a decir lo que ya pensaban y callaban por no desentonar con el coro unánime y ovejuno que vienen entonando los más tontos desde hace ya muchas lunas.

 Edificios muy altos, pero asentados en cimientos débiles y construidos con malos materiales, acaban cayendo inevitablemente, a veces por el soplo del viento, cuando les llega la hora. Un criminal que no dejó ningún delito sin cometer, como Al Capone, sólo pudo ser detenido por evadir impuestos, el menor de sus crímenes. Después del pelo largo viene el corto, tras los pantalones de campana, se van estrechando hasta impedir la circulación en las canillas. En aras de la novedad y la sorpresa, tan a menudo confundidas con el progreso, la moda —argumental o indumentaria— necesita pendulear, ir de un extremo al otro. Suele ser cuando se llega al extremo, alcanzado el nivel de lo incómodo, lo peregrino y disparatado, cayendo en lo risible y lo dañino, cuando empieza el cambio hacia la otra dirección.

 En el pensar ocurre lo mismo. Eso en el caso de que se piense, pues hay más ecos que pensantes. Hay quienes dan por buenas, hasta por indiscutibles, ideas y posturas que ni siquiera se habían llegado a plantear en su ya larga vida. Se indignan, manotean y escenifican espantos hoy, por lo que hasta ayer ni se les había ocurrido. Critican y censuran hoy lo que han dicho, hecho y leído durante toda su vida. Lo hasta ahora lateral o irrelevante, se torna central e irrenunciable, lo minoritario o marginal se quiere hacer común y multitudinario y lo antes dudoso deviene en indiscutible. Como es natural, tan súbitas conversiones y sobrevenidas seguridades no pueden responder a otra cosa que a buscar el calor de la compañía numerosa y que creen dominante, a ser posible con el barniz de la vanguardia, que tanto rejuvenece. Más escenificación y fingimiento que convicción hay en esas evoluciones y muchos de los que hoy defienden una cosa con ardor hipócrita, dentro de poco defenderá la contraria, si eso es lo que se impone en su grupo de referencia. Dejarse llevar por la corriente siempre es más cómodo que bracear en contra y, cuando no sopla el viento, hasta la veleta tiene carácter.

 No es raro que, sobre todo a ciertas alturas de la vida, tras haber puesto tanta carne en el asador, de haber dicho tantas cosas con tanta superficial convicción, después de haber comprado tantas papeletas para esa rifa, cueste mucho trabajo plegar velas. Sobre todo por la cara de tonto que se te queda al reconocer para los adentros que has sido presa de la moda o de la creencia de la tribu en que ahora era la nuestra. Yendo muchos para allá parecía menos probable que no acabáramos llegando a algún sitio, si acaso al siglo XIX, como les está ocurriendo.

 No hay que echar las campanas al vuelo, que estos son pequeños éxitos de la razón y del sentido común contra la moda censora que promueve la neolengua, algo tan viejo. Pero es cierto que va en la buena dirección. Varios artículos he leído estos días indicando que el péndulo ha llegado al fin de su recorrido y que empieza a regresar hacia el equilibrio, esperemos que no hacia el otro extremo. Había que llegar hasta el desvarío, el abuso, la sinrazón, para que algo como los textos de Roald Dhal, un asunto menor comparado con infinidad de disparatates y locuras, supusiera un punto de inflexión. Pudiera ser. Al menos han hablado muchos que hasta ahora otorgaban callando. Pero hay multitud aún agarrados a la brocha sin ver que su escalera va desapareciendo, si es que alguna vez existió. Y para algunos esa escalera era the starway to heaven de Led Zeppelin, esa escalera al cielo que imaginaron, creyendo que es oro todo lo que reluce.

miércoles, 25 de enero de 2023

Epístola calendaria y magdaleniense


Otra vez cumpliendo años, uno más; unos años que siguen teniendo 365 días, dicen, pero que conforme aumenta su cifra parece disminuir su duración. Lo normal. Lo que no era mi costumbre en otros tiempos, no sé si mejores, era cumplir tantos. Siempre hay una primera vez. Sesenta y nueve. Una barbaridad. Debe de haber algún error y tal vez algún émulo del papa Gregorio, religioso o seglar, haya intercalado algún decenio en las cuentas del calendario para cuadrar algún desajuste sideral. Seguramente será eso.

Hace poco, en un control de alcoholemia, la agente de la autoridad que me mandó apartarme de la fila y pararme iluminado por las inquietantes luces azules intermitiendo, me preguntó, muy amablemente por cierto, cuántos años tenía, después de saludar y de haberme preguntado, también con una curiosidad entre la indiscreción y la impertinencia, pues no habíamos sido presentados, acerca de si había bebido o no, mientras acercaba su nariz a mi cara, husmeando como hace mi gato. En el médico me preguntan directamente el año de nacimiento y así me ahorro los arduos cálculos que me tuve que poner a hacer con los dedos ante la mirada inquisitiva y analítica de la uniformada, que comparaba los dudosos resultados de mis pesquisas con la fecha remota que señalaba el permiso de conducir. El caso es que no me cuadraban las cuentas porque me parecían años demás. No puede ser, me decía. Y eran las dos cosas ciertas: la cifra y la demasía. Estas preguntas tan sencillas, deduje, son para ir ella haciéndose una idea del grado de abuso de espíritus y licores, si lo hubiere, tanto por los efluvios como por la rapidez y coherencia de las respuestas. Mal vamos, me dije. Casualmente no había bebido nada durante la cena, sabiendo que iba a tener que echarme después a la carretera. Al no notar vapores alcohólicos ni nada demasiado sospechoso en mi comportamiento me dijo que buenas noches y que podía seguir. Si llega a pedirme que diera unos pasos como prueba definitiva de mi inocencia, me hubiera detenido por falta de garbo y poderío. El caso es que me llevé un disgusto. Ya puestos, viendo que ni un chupito había trasegado la única vez que me han parado a tasar los whiskies y riojas ingeridos, con el miedo que me han hecho pasar otras veces al ver de lejos algún control, insistí en demostrar mi no cuestionada abstinencia ante el pasmo de la guardia.

—¿De verdad quiere soplar, alma de cántaro?

—Sí, para una vez que puedo presumir de la virtud de la templanza, no habiendo soplado antes en la mesa, déjeme usted que sople ahora al volante.

Cero coma cero, risas y comentarios entre la patrulla por ser la primera vez que un contribuyente les pedía soplar.

Lo cuento por eso del raro asombro ante una edad ya sabida, pero que el cerebro parece ser que se niega a asumir. Y también por que el contarlo, el disperse, la disgresión, la batallita, son claros síntomas de que, por mucho que le joda a mi cerebro, tiene la misma edad que yo. Y bien que se le nota. De forma que ya puede ir haciéndose a la idea. Y si tiene dudas, que le pregunte a las piernas, que tiene línea directa y entre los tres me están amargando la vejez.

Madrugo, como de costumbre, me siento al ordenador provisto de un termo de café, porque la cocina está en el quinto carajo, y me pongo a leer las noticias con el riesgo de arruinarme un día tan señalado. Pero hoy soy refractario a las nuevas. Porque hace tiempo que las nuevas suelen ser viejas y porque tengo el magín en otro sitio, en otras cosas y todo me conduce a lo mismo. Empezando por eso, por las cosas, por mis cosas y, sobre todo, por el tiempo. Mirando alrededor está gran parte de mi vida: los libros, los cuadernos, nuevos o rellenos de dibujos y de estupideces, unas publicables y otras no, las estilográficas, las cajas y cajones con tubos de acuarelas, los botes con pinceles, lápices y palilleros con sus plumillas, los cientos de discos, las dos guitarras que tengo a mano, las paredes llenas de cuadros, propios y ajenos, antiguos o recientes, estanterías repletas de objetos y papeles y vitrinas con el arcoiris de mis tinteros, el chibalete con mis tesoros, la mesa llena de macetas y el sol entrando por la ventana, aunque fuera hace un frío que pela.

De todo eso, lo más viejo es el sol, obviamente. Le sigue la Tierra, algo más joven, aunque desde aquí no la veo, pero sé que está ahí, detrás de los bloques de pisos. Luego viene el culo de un mortero que, si no recuerdo mal, me encontré en la la subida a la ciudad ibérica de Meca cuando iban limpiando de los sedimentos de dos mil años los caminos hasta sacar a la luz los surcos profundos de los carros que llegaban allí desde la vía Heráclea, después por el Camino de Aníbal, luego por la vía Augusta y ahora por la A-31, que son una misma cosa, aunque cada vez peor cimentada y construida, llenando el cerro de escombros y tierra mechada con miles de trozos de cerámica, alguno de ellos con la huella dactilar del artesano ibero impresa. No sabría decir si aún más viejo o simplemente medieval, un clavo de forja de a palmo que uso de pisapapeles, cuadrado, seguramente de barco, porque lo encontré en el mar buceando entre unas rocas plagadas por aquel entonces de erizos, hoy desaparecidos porque los turistas se los comieron in situ sin dejar uno ni para simiente. Ahora ya no me puedo tumbar en la arena al sol porque los de Greenpeace me devuelven al mar como a un cachalote varado. Luego vendrían dos arcones antiguos que compré hace casi medio siglo y algún objeto o mueblecillo de algún rastro, desde una corneta a unos renos de bronce. Salvo alguna estilográfica de las que he adquirido usadas, más viejas que yo, algunos libros heredados de mi padre o comprados de viejo, cuarenta cajas de IKEA llenas de plumillas metálicas entre las que hay algunas que están más cerca de tener dos siglos que uno, luego a luego y ordenando los objetos y los trastos por edad, debo de aparecer yo. Dejando aparte a las personas de la familia, entre los seres vivos se encuentra alguna planta que ya vivía con nosotros en la casa anterior y vivimos en esta desde hace unos treinta años. Mi gato Adenauer, un gatazo hermoso, romano, atigrado, pobrecico mío, con once años se nos murió el pasado primero de noviembre, día con mal fario, como saben los portugueses desde el día del terremoto de Lisboa de 1755. Luego, Gracián, un gato negro oscuro con ojazos verdes, que es de lo más joven de la casa, con siete años, salvo algunas plantas, unas botellas de vino y el contador del gas, que me lo han cambiado hoy. 

Veo con una nostalgia magdaleniense, no sé si de Proust o del Paleolítico superior, que hay cosas que, como digo, nos tenemos cuarenta o cincuenta años, si no más, porque ya estaban en casa de mis padres, cuando yo era un crío. Entre ellas un retrato a carboncillo de mi padre que le dibujó un compañero en una de las dos milis que hizo, una como soldado de la república, otra con el enemigo, con una guerra en medio de ellas y un sable de mi abuelo que sería de otra, o simplemente de gala. Libros, y discos con casi sesenta años hay mas de alguna docena de ellos. 

Al ponerme otro café, conforme voy rellenando la taza, reparo en que es la misma desde los años ochenta del pasado siglo. Bueno, la misma no. Las originales doce de la vajilla de la Cartuja han ido muriendo una tras otra en acto de servicio. Cada seiscientos u ochocientos cafés, se me rompe una. Las he ido reponiendo y ya habré roto quince o veinte. Me duran poco más de dos años de media, no está mal. Las dos que me quedan son iguales a sus parientes originales, con esa inmortalidad de las especies, como los tigres de Borges. Aunque sea otro ejemplar, otro individuo cerámico sevillano indistinguible, es la misma taza, mi taza. Poniéndonos platónicos, es la imagen de lo que una taza es y cómo debe de ser una taza como Dios manda. De forma que en ella he bebido miles y miles de cafés, siempre del mejor, que para eso viví muchos años encima de un tostadero. Como ocurre con las guitarras, las que tengo aquí, una Alhambra acústica y una Stratocaster, y las que están guardadas, que en ellas han renacido miles de canciones y juntos hemos recorrido, si no tantos kilómetros como el baúl de la Piquer, sí bastantes más de los que hoy puedo recordar, la verdad es que con más pereza que nostalgia. Algunas de esas canciones están en los vinilos vetustos de cuando apareció la editio prínceps, de forma que podemos llorar a David Crosby escuchando Helplessly hoping casi con el mismo asombro y en el mismo disco con que lo hicimos la primera vez, cosa que podríamos repetir con gran parte de la música de esa época gloriosa, mi música.

Porque a estas alturas los cumpleaños van consistiendo más en recuerdos que en planes; y las cosas, nuestras cosas, junto a nuestras benditas rutinas, a menudo igualmente absurdas, nos abrigan y nos protegen. Son cimientos, anclas y ventanas. Son parte de nuestra vida y por eso, aunque estén desportilladas nos resistimos a tirarlas a la basura y a comprar unas impersonales tazas nuevas de IKEA. No digamos la estantería que me hizo un carpintero en Alpera en 1980, con madera de árbol y lejas de dos dedos (de los míos) de gordas, llenas de libros, voladas, con sus casi dos metros de ancho sin combarse. Hubo una época en que con muebles, enseres, libros y vajillas la gente hizo algo parecido a lo que se perpetró en Albacete con el viejo y hermoso edificio del Banco Central, que ya se edificó derruyendo el palacio del Conde de Pinohermoso,  como se ha venido haciendo con lo poco antiguo y valioso que había, palacios, conventos, sanatorios, edificios modernistas, todo derrumbado y arrasado para levantar en sus solares amontonamientos informes de ladrillos del cuatro, como en tantas otras ciudades y pueblos. Todo sea por el progreso. El Nueva York de la Mancha, que hay que ser gilipollas, para hacer esos esperpentos de veinte pisos como el que a media mañana me tapa el sol.

Entre café y café, sumido en tan hondas meditaciones, desentendido hoy de los desafueros y excesos habituales que tanto me encorajinan, leo de forma distraída algunos artículos interesantes. Uno de ellos está dedicado a una serie de libros acerca de otros tantos pecados capitales, que en principio fueron ocho, luego siete y ahora, según cuenta, vamos por nueve. Me sobra más de la mitad de los antiguos siete. Me detengo en una cita en la que Woody Allen sitúa en el infierno de Dante al inventor de los muebles de metacrilato. Sería muy largo escribir las reflexiones a las que me llevan ciertas engañosas máscaras del progreso, o rumiar los peligros de los siete pecados capitales, que allá en el horno nos vamos a encontrar, que decía Discépolo. Lo dejaremos en que, como suele ocurrir, a menudo se llega a la virtud por necesidad, de forma poco meritoria, por decrepitud, por la mera incapacidad para pecar. Ya no es que las uvas estén verdes, es que ni a las maduras llegamos ni nos sientan bien. Ni exprimidas, y menos fermentadas. Luego a luego no nos queda más que la ira, la soberbia y la pereza, si es que siguen siendo pecados, que a lo mejor, ni eso. Además de que hay quien, no sin fundamento, sostiene que esos supuestos pecados capitales son el sostén de una humanidad que desaparecería sin la lujuria y que no prosperaría sin algo de ambición, pues sin ella nadie se pondría a estudiar, a inventar o a descubrir nada, como nadie buscaría la excelencia sin algo de orgullo, tan emparentado con la soberbia. Lo dejaremos aquí, aunque no sin señalar que es malo presumir de una sola virtud, en el caso de que lo sea y además se tenga, pues las virtudes, de existir, se llaman y abonan las unas a las otras y es raro que se den por separado. Por ejemplo, hay plumíferos que intentaban subirse a las afeitadas barbas de Javier Marías porque él fumaba y el crítico no. Tal vez el reprochante no podía encontrar en su persona, aparte de no fumar, nada más que poner en la balanza para sentirse superior a Marías. Hay a quien le ocurre igual con la ciudad, región o país en que su señora madre rompió aguas, dato que esgrime como el principal de sus méritos y la mayor de sus credenciales. Los peores ven ese territorio como bancal donde cosechar hechos diferenciales, esto es, que imprimen una superioridad que cimenta derechos y privilegios.

En otro artículo leo cómo casi toda la antañona plantilla de una no menos venerable imprenta oficial colombiana será despedida tras no ser los operarios capaces, tras largos años de oficio, de superar las pruebas a las que, por mandato constitucional, deben someterse todos los funcionarios públicos, entiendo que con la salvífica y oportuna excepción de los dirigentes y mandamases, que para esos cargos nos vale el señor de marrón que pasaba por allí de los chistes de Gila. Al compás de los tiempos y en aras del progreso, cajistas, encuadernadores y operarios de antiguas minervas serán despedidos por no estar a la altura de las exigencias del momento. Se les declara “insubsistentes”, no sé si queriendo decir extintos, prescindibles, o lo que de verdad significa, esto es, que no tienen razón de ser. Ni de estar. Me informo y veo que en Colombia es el eufemismo adoptado para perpetrar un acto administrativo equivalente a la destitución. El que a dedo nace, a dedo muere. Resulta que, para aquilatar su ciencia y saber hacer, les exigen, entre otras habilidades, manejar una hoja de Excel, recitar los protocolos para organizar y presupuestar una reunión institucional o demostrar la pericia en el manejo de una aspiradora. Como sus puestos eran provisionales, algunos de ellos ejercidos con acreditada eficacia durante media vida, serán sustituidos en esta masacre laboral, que así llama el director al proceso, por otros que atesoren esos nuevos saberes que la ley ve hoy más necesarios en ese arte centenario y exquisito que componer una página con tipos de plomo, alzar, imponer, entintar, dorar una cubierta o un lomo o coser los cuadernillos de un volumen, arcanos y antiguallas de dudosa utilidad en una imprenta. Se trata de la Imprenta Patriótica de Colombia, del Instituto Caro Cuervo, que en 1991 mereció el Príncipe de Asturias de Humanidades.

Será cosa de la edad, pero cuando uno vea cerca a la de la guadaña, bastará con echar mano del periódico para ver cómo anda el mundo, asistir a un desfile de modelos y escuchar la canción del momento para, salvo por la compaña, morir sin excesivos pesares. Viene a mi mente un texto de Umberto Eco en el que un maestro explicaba a un discípulo o catecúmeno suyo cómo, para alcanzar la sabiduría, había que ir a lo largo de la vida, poco a poco, convenciéndose de la realidad de que todo el mundo es gilipollas, el conjunto y sus individuos, sin excepción alguna. Eso sí, alcanzar tal grado de sabiduría es un largo proceso en el que hay que ir siempre dejando a unos pocos a salvo, en número decreciente, hasta llegar, ya en la vejez, a respetar sólo a dos o tres. Luego a uno solo, al amor de tu vida. Justo antes de morir había que desengañarse y reconocer que ese ejemplar y uno mismo también eran gilipollas, para ya, así convencidos, espicharla tranquilos.

* Ilustración de Pablo García en 
https://elhacedordesuenos.blogspot.com/2014/10/la-magdalena-de-prust-motor-del-recuerdo.html

domingo, 18 de diciembre de 2022

Epístola del hartazgo

La política es como el teatro: te la tienes que creer. Aceptado el marco escénico, los artificios de sus libretos deben ser verosímiles y coherentes, y los actores creíbles. En una obra teatral sabes que lo que ves no es la realidad, que no es cierto lo que te cuentan, que es ilusión, aunque sus espejismos y deformaciones no suponen un engaño, porque a sabiendas y para eso has pagado la entrada. Sabes antes de entrar que las palabas, las promesas y los hechos, las razones y los argumentos que seguirás en escena son un fingimiento que queda allí, en el escenario, mientras se desarrolla la función. Lo mismo acaba ocurriendo en una campaña electoral. En uno y otro espectáculo hay un pacto de credulidad, una suspensión temporal del contraste de lo que vemos con la realidad y, cuando en escena nos muestran dos sierras de cartón pintadas de azul con crestas blancas moviéndose de un lado al otro del escenario, vemos las olas del mar. Aunque sabemos que tras las bambalinas hay alguien que las mueve, el pacto tácito obliga a no mostrar al público el mecanismo ni las operaciones del engaño. Los tramoyistas no pueden atravesar el escenario mezclándose con los actores sin romper la ilusión, el encanto, aunque sabemos que están detrás. Esa precaria credibilidad voluntaria y pasajera que hace posible el teatro y la política se basa en una ilusión, que se quiebra y se desvanece cuando el mecanismo del engaño se revela a los ojos de los espectadores y de los votantes. Para creer en las leyes es mejor no ver cómo se fabrican. Para creer lo que te dicen que van a hacer hay que olvidar lo que han venido haciendo.

Cuando salimos del teatro, allí queda la historia y el relato de la función. Lo que pasa en las Vegas, se queda en las Vegas. Sin embargo, en el teatro político lo que los actores van representando determina nuestras vidas. Ellos pueden permitirse vivir en eterna campaña electoral, los demás tienen que trabajar para poder vivir, lo que va separando sus mundos, hasta llegar a hacerlos distintos, contradictorios y al cabo, hostiles. En las dictaduras son incompatibles, convertidos gobierno y pueblo en enemigos. Deberíamos ser, mientras nos sea posible, algo más exigentes con sus promesas y sus realizaciones. También con sus puestas en escena, con la credibilidad del argumento y con los diálogos de la obra. Por no hablar de la conveniencia de que se utilice un lenguaje coherente, inteligible, con palabras fieles a lo que se supone que se está nombrando, no instrumentos de engaño y engatusamiento y que, como en el buen teatro, no renuncien a educar, a promover la reflexión y la toma de conciencia. Los personajes revelan su ser, su esencia, con el lenguaje que utilizan. Es uno de los recursos de los autores para caracterizar y definir a sus tipos. El sabio pronunciará palabras ciertas, sensatas y ponderadas en tono serio y grave, el hampón voceará sus improperios y amenazas de forma patibularia, el tonto balbuceará una y otra vez sus simplezas, el villano gruñirá sus engaños y sus rencores, el traidor encandilará a los que confían en él con dulces palabras y promesas que nunca cumplirá, hasta acabar vendiéndolos al mejor postor, el astuto jugará con los eufemismos y dobles sentidos de forma sinuosa para abusar de la confianza de todos los que son más nobles y leales que él… En fin, por sus obras los conoceréis, pero, también y a veces antes, por sus palabras. Sobre todo, cuando unas no se correspondan con las otras. Igual que en la política.

Las promesas electorales están para no ser cumplidas, al menos no todas ni del todo, ya nos lo reconoció Tierno Galván. Estamos acostumbrados, aunque hasta ahora no se había alcanzado la perfección del sistema. Apuntan por elevación en sus brindis al sol todos los candidatos y ya asumimos que menos lobos. Que es más fácil prometer que dar trigo, es cosa sabida, de forma que ya se verá si lo que se anuncia se puede alcanzar. Pero, al menos, es exigible que la intención de cumplir lo prometido, hasta donde se pueda, sea cierta, cosa que no ocurre. Cuando se comprueba que un candidato, cuando dijo lo que dijo y prometió lo que prometió, igual pudo haber dicho y prometido justo lo contrario, que es todo lo que después le hemos visto hacer, defraudando una tras otra todas las promesas, la ilusión se desvanece, el votante racional se siente engañado y la función se viene abajo. Son inútiles los esfuerzos de la claque, las aclamaciones y justificaciones de los espectadores con la entrada regalada, los aplausos de amigos y parientes. Perdida la credibilidad, demostrado que alguien es una persona sin palabra y sin intención alguna de cumplir sus compromisos (es decir con principios intercambiables, que es muestra de no tener ningunos), la cosa no debería dar para más. Resulta tan inconcebible que un presidente de gobierno degenere hasta esos extremos como que encuentre quien lo justifique y lo aplauda. No hay perro que no se parezca al amo. No me espere el autor en su próxima comedia. Esa sería la reacción normal.

Pero en la política la razón y la verdad, como los principios, se han convertido en cosas muy secundarias. Más que accesorias, ya son prescindibles. Un verdadero estorbo. Te votamos porque no tenemos más remedio, eres el clavo ardiendo para tener algunas opciones electorales, pero no porque confiemos en ti —se dicen los parroquianos a sí mismos—; por muchos esfuerzos que hacemos ya no te podemos creer y, además, todas nuestras energías y nuestro prestigio se han derrochado en intentar justificar ante los demás lo injustificable, llegando al ridículo y a la vergüenza. Incluso los portavoces y voceros no saben un rato antes de sus intervenciones qué es lo que tendrán que defender y argumentar, pues dependerá de los meandros del jefe. Igual me toca decir una cosa que la contraria, depende, pero intentaré no ponerme demasiado colorado y apuntalarme la cara para que no se me caiga al suelo.

Militancias y votantes incondicionales ya han demostrado ser inmunes a todo lo anterior, como a la autocrítica y a la misma razón. Tienen costumbre. Porque votan cada uno a los suyos, con razón o sin ella, hagan lo que hagan, salte o raje. Pero hay otros, muchísimos, que no tienen su voto comprometido, hipotecado. Con mayor o menor acierto cada elección deciden su voto, a veces a última hora, según les va la vida o el negocio, incluso la úlcera, dependiendo de hacia dónde soplen los aires en su círculo inmediato y de lo visto, escuchado y cometido sobre algún tema para ellos sensible y determinante. Si se ha llegado a la situación actual, en la que las promesas electorales no sólo no es necesario cumplirlas, sino que hasta se puede hacer totalmente lo contrario a lo prometido en cada una de ellas, para hacer después sufrir a los desencantados votantes el agravio y la desconsideración de que los acólitos se lo intenten justificar, tomándolos por tan tontos y sectarios como ellos, ¿qué nos queda? ¿Qué criterio debería seguir el votante para elegir la papeleta? Si no son los programas y las promesas, algo ya irrelevante, papel mojado, sólo queda la intuición, la simpatía, la víscera, la tradición familiar o tribal, la cesión a las presiones del entorno, la resignación de optar por el menos malo o echarlo a cara o cruz y Dios dirá. Total, da lo mismo, prometan lo que prometan. Votemos al más guapo, al que vocea más, a la que más sale en las noticias, al que más nos hace reír o más lástima nos da, o al que mejor nos cuenta los cuentos por la noche. Es un vaciamiento de la verdadera política, una devaluación de la democracia, convertida por los peores en un campo de batalla en el que todo vale, todas las armas, todas las mentiras, todos los excesos, todas las amenazas, todos los abusos. Y ocurre así porque para las cúpulas de unos partidos que han convertido a sus militantes en simples mariachis, el legítimo deseo de ganar las siguientes elecciones se ha convertido en su única misión, su único reto, tomando medidas y decisiones condicionadas no al bienestar general, sino a sus necesidades y apremios electorales. El fin de la democracia. Llegamos a un punto en el que los más graves problemas que padecemos son los que ellos nos han creado. De hecho, ellos son nuestro principal problema y nuestro mayor lastre. Y no es una exageración.

Luego hay lumbreras que nos hablan de democracias de baja calidad, de corrupción, de ataques al sistema, de deslealtad constitucional de los contrarios, de crispación, polarización y guerracivilismo; hay hinchas partidarios, esos que no tienen ninguna duda al respecto, que no se explican cómo algunos votantes votan a quien votan, incluso hay gente lenguaraz e irresponsable que llega a acusar de golpistas a los adversarios, hasta a los jueces, cosa rara, pues los narcisistas suelen frecuentar el espejo y ya deberían haber visto reflejados en él ciertos rasgos que ellos imaginan o creen reconocer en el oponente.    

En vez de haber acabado por parecerse en exceso a los socios y apoyos (que el roce hace el cariño), a esos que en campaña decía que le producirían insomnio, Sánchez debería haber evitado traspasarnos a nosotros sus desvelos para dormir él tranquilo en la Moncloa. Y hablo de Sánchez, porque el PSOE ya no existe, una masa silente y consentidora, salvo unas pocas voces levantiscas que uno no sabe si dicen lo que dicen por estrategia o por convicción, aunque queremos pensar que por esto último y ocasión tendrán de demostrarlo.  Veremos. Porque el resto en las alturas del partido, en los que tienen acceso al jefe, es decir en los que han llegado allí por y para darle la razón y quitarle las pelusas del traje, se limitan a eso, a ser carne política de cañón, un elenco de actores y actrices, peones prescindibles a los que se envía al frente y a la trinchera mal pertrechados de argumentos para defender ciertas cosas. Deben recurrir otra vez el embeleco de las palabras e insistir en su uso artero para mentir diccionario en mano. 

Dicen querer homologarnos con Suecia y Dinamarca, pero a sus socios más les gustaría hacerlo con Venezuela y a sus apoyos con Kosovo o las islas del Canal. Hay delitos que en otros países se castigan con igual y a menudo mayor dureza que en España. Pero con otro nombre. Esto no ha sido alta traición, quebranto e intento de desmantelamiento constitucional, golpe de estado, no porque no ocurriera así, que claro está que así sucedió, sino porque nuestro código no lo llama de esa forma o la definición de la figura delictiva no se ajusta exactamente a los hechos juzgados. Eso no quiere decir que hubieran quedado impunes en Alemania, Francia o Inglaterra, entre otros países que, de forma mentirosa nos señalan como modelos. Al contrario, hubieran sido condenados a penas mucho más graves. Con la malversación, tras lo perpetrado respecto a la sedición, y antes con los indultos, intentan hacernos un truco de magia legal parecido: Nada por aquí, nada por allá, et voilá, no pasó nada reprobable. En Francia la malversación es robar para uno mismo, nos explican. Vale, pero no cuentan qué otras figuras contemplan y castigan robar desde las instituciones para el partido o para financiar delitos. Lo que resulta poco discutible es que aquella moción de censura encabezada por el secretario general del partido de los EREs y apoyado, desde dentro o fuera del gobierno, por un amasijo de antisistemas, extremistas, malversadores, golpistas y delincuentes —¿Qué podía salir mal?—, nada tenía que ver con expulsar del gobierno una corrupción que ahora perdonan y abaratan, tras haber sido encarecida paradójicamente por el censurado. Queda en evidencia la mendacidad de esa excusa, desmentida tras el traje a medida de la malversación para sus apoyos separatistas, clara prueba de que era simple impostura ese rechazo a una corrupción que sólo les repugna cuando es ajena.

Puedo hacer el ejercicio de ponerme en determinadas pieles. Sin embargo, hay pellejos que o no me entran o me cuelgan, me vienen grandes o pequeños. Soy incapaz de meterme en ellos. Hay partidos y líderes políticos que tienen una moral muy distinta a la mía. Su ética es para mí dudosa, equivocada, imposible de compartir, incluso perversa. Pero tienen alguna y son coherentes con ella. Al menos no te engañan demasiado, a veces sólo en la medida en que se engañan a sí mismos. Sus circunstancias, sus intereses, su ideología y, especialmente su tribu y su pasado, les llevan a interpretar las cosas sesgadamente y a su favor, como todos hacemos, algunos incluso llegando a intentar encontrar buenas razones para sus malas obras, para sus propios delitos; para poder vivir, para no escupirse cuando se vean la cara en el espejo y para poder dormir sin que los muertos de sus amigos se les aparezcan bajo el dintel de la puerta de la alcoba. Igual ocurre con el corrupto. La causa, el partido, la necesidad de ganar las elecciones para aplicar su programa salvador, la tradición, la escasa o nula censura social, todos lo hacen, yo también lo haría si pudiera… En fin, cada uno encuentra argumentos, mejores o peores, en los que quiere creer, no tiene más remedio que creerlos, dado que en España no hay tradición con eso de hacerse el harakiri. Es posible entender hasta al psicópata, al asesino en serie. La psiquiatría tiene estudiados los pudrimientos de ese tipo de cerebros y, a veces, concluyen compasivamente que no pudieron obrar de otra forma. Está mal, es perverso, pero obra de acuerdo con los límites morales que su desestructurado cerebro es capaz de alcanzar.

Lo que ya nos resulta menos comprensible, ni desde el punto de vista ético o político, ni clínico o psiquiátrico, es el que carece de moral alguna sin estar loco. La persona sin principios, la que al contradecir una y otra vez aquellos que dice tener, demuestra no tener ningunos. Como en la mente del imbécil, no hay en el fondo ninguna ideología, ninguna idea acerca del bien y del mal, ninguna necesidad de justificarse ante sí mismo y menos ante los demás. Puro instinto, mera animalidad, la fiera suelta. Esa clase de personas no tienen límites, no creen en nada más que en sí mismos y en su misión providencial, limitada a hacer su santa voluntad y a disfrutar que esto son cuatro días. Se llevan por delante lo que haga falta, no tienen lealtades ni amigos, salvo los que les son útiles y sólo mientras lo sigan siendo.

En otros tiempos estos césares decretaban en vida su propia divinización, nombraban senador a su caballo (que cosas peores, menos nobles e inteligentes, nombran hoy en día para cargos de gran responsabilidad), hacían raspar en frisos y tumbas, monumentos y muros, toda memoria de sus antecesores, reescribían la historia y su propia biografía para hacerse descendientes de Eneas o de Rómulo y Remo, cuando no del mismo Júpiter. Hoy no pueden llegar a tanto con los laureles de la gloria, si acaso se adornan con un dudoso doctorado, pero se encaraman a la peana y se declaran, aún en vida, pasados a la Historia, aunque sea como desenterrador. Eso es algo que se consigue fatalmente. La relación de reyes o presidentes debe de ser continua, sin huecos ni omisiones. Hasta el papa que duró una semana y murió, seguramente envenenado, pasó a la historia, aunque no fuera nada más que por eso. Pasar seguro que se pasa, el recuerdo y la huella son harina de otro costal. Porque lo que ya es más peliagudo será ver con qué adjetivos y motes, con qué recuerdos, por qué hazañas o desmanes pasará. Algunos deberían tener miedo de las futuras crónicas. Si son ciertas no serán favorables en exceso. Lo único que el episodio deja claro es la endiosada soberbia y el desproporcionado narcisismo del augur.

La legitimidad la otorgan las urnas, que si por ejecutoria fuera, de poco tendrían que presumir algunos. Un mal común entre nuestros penosos políticos es la infamia de negarle esas legitimidad al adversario, incluso el mismo derecho a existir y a defender sus posturas. Se ha hecho contra el gobierno Frankenstein, tildado de ilegítimo y de poco menos que ilegal. No lo es. Como tampoco lo el es PP, que Belarra denuncia estar fuera de la ley, ni lo sería ese otro gobierno, la única alternativa al actual, del PP con VOX. De antemano, desde siempre, se han vertido contra esa eventualidad, es decir, contra la única posibilidad actualmente viable de alternancia en el poder, las mismas demonizaciones. Sería el fin de la democracia, los fascistas al poder, la guerra civil. Menos lobos. Peor arreglo, pacto o contubernio que el actual amasijo coral es algo imposible de construir en España. Una jaula de grillos a la greña. Hay que hacer un esfuerzo para imaginar algo peor, con socios y apoyos más sucios, menos deseables y más despreciables. Vetar esa opción, como decimos, es negar la posibilidad de alternancia en el poder, algo que sí que sería el fin de la democracia.

120 decretos tramitados con una urgencia imposible de justificar por inexistente, que yendo de lo razonable a lo dudoso, llegando hasta a lo perverso, pasando por lo inconveniente, hubieran requerido más que nunca un debate serio y pausado, algo que con estas prisas particulares, innecesarias y maliciosas, evitan y acallan. Si hubiera mediado la deliberación y no las injustificables urgencias por pasar cuanto antes el mal trago de leyes y medidas pactadas con delincuentes que repugnan a casi todos, incluidos a los socialistas que no disfrutan de las mieles del poder directo, pocos de esos decretos conflictivos, producto de presiones y chantajes de sus socios y apoyos, hubieran salido adelante. Gran parte de sus prisas, del sprint final de disparates, es para llegar a las elecciones tras el mayor plazo posible, dejar una distancia temporal que permita al electorado, el propio y, si fuera posible, el ajeno, metabolizar y, en lo que cabe, olvidar los desafueros.

Nada es para siempre, aunque se trasluce que eso es lo que se desearía y en ello se trabaja. Ante unas nuevas elecciones, pensarán que habrá que confiar en la acreditada rendición intelectual y moral de los suyos, ya de por sí ovejunos y sometidos. Saben que no son suficientes. ¿Cómo hacer que los demás olviden los incumplimientos y felonías perpetrados y vuelvan a dejarse engañar y reincidan en creer que en esta ocasión sí que vamos a cumplir lo que en campaña les prometamos, rompiendo nuestra costumbre? Hay que conseguir que se hable de otras cosas. Llevan mucho adelantado, han ido consiguiendo que cada disparate y cada escándalo tape el ruido producido por el anterior, lo que exige degenerar in crescendo. Ya no basta cualquier bodrio legislativo o un compadreo más con leyes y recursos a cambio de apoyos, hace falta el estruendo de lo inconcebible, de lo desmesurado, hay que llegar a los límites, incluso traspasarlos si no hay más remedio. Hay que recurrir a una ensordecedora traca final mantenida para tapar el ruido de las anteriores pirotecnias. No es tiempo ya de remilgos morales, éticos ni jurídicos. Hay que ir por todas, como han anunciado. Cueste lo que cueste, procurando que les cueste a los demás, aunque sea a casi todos. Así se llega al borde del abismo de atacar y desprestigiar a la justicia en su asalto al Constitucional, que al final deberá tasar parte de lo que han hecho, certificar y escriturar las ventas realizadas y dar por buenas, lo sean o no, algunas de las leyes perpetradas. Les va la vida en ello. Porque ese sillón es su vida, su buena vida.

Lo único que en España nos faltaba era un conflicto constitucional como colofón al sindiós de la renovación de los miembros de los órganos judiciales. El Partido Popular, inicialmente, tiene gran parte de la responsabilidad por no haber hecho su parte en alcanzar el necesario consenso para la renovación en plazo. Las pelarzas han mostrado otra vez, ahora de forma aún más cruda, la tramoya, los repartos tras las bambalinas, algo que desvirtúa la intención del constituyente, que establecía una forma de selección y nombramiento mediante el consenso de candidatos en el Parlamento, no en los despachos de dos partidos. Eso nos hace partir de la base de que ninguno de los dos lleva razón y que cuando hablan de independencia del poder judicial ambos mienten como bellacos. A partir de ahí, ese acuerdo que varias veces ha estado a punto de alcanzarse, se ha pospuesto con cambiantes excusas de mal pagador por parte del PP. Poco ha ayudado el adversario, es cierto, y claro ha quedado que tanto unos como otros han procurado proponer y nombrar las personas más inadecuadas, aquellas que hacían imposible el visto bueno de los demás, por estar excesivamente clara su dependencia del partido que los propone. Es, por tanto, una de esas discusiones en las que cuesta trabajo darle la razón a unos o a otros sin que se te quede cara de tonto. Visto que la cosa no tiene arreglo, rendidos a la realidad de que ambos contravienen el espíritu constitucional, sólo nos queda el estricto cumplimiento de la ley. Deberían haberse renovado en tiempo y forma y luego, si procede, cambiar la ley si hay acuerdo para hacerlo. Pero no cambiarla y recambiarla arteramente con maniobras legislativas a salto de mata de tan dudosísima constitucionalidad como evidente desvergüenza. Pero vamos de pillo a pillo, y si la cosa se trata de establecer cual de ellos es más brivón y trapacero, en este asunto andan a la par. Con su pan se lo coman podríamos decir si no se tratase de algo tan serio y decisivo.

Si le quitamos la razón al PP por sus injustificados retrasos, cosa que hacemos, a partir de ahí, la cosa se complica. Una irregularidad o un abuso no se soluciona ni se compensa con otro mayor, disparatado, como el aprobado con las urgencias de la desesperación en ese pleno que a punto estuvo de ser inhabilitado por los recursos que intentan evitar la modificación de dos leyes orgánicas por el artera e inconstitucional artimaña de añadir ese estrambote legislativo al final de los tercetos, cuartetos y ripios de otras leyes que nada tenían que ver con una cuestión tan grave, evitando así la posibilidad de enmiendas, debates y argumentaciones de la oposición. Que el Constitucional pudiera adoptar las medidas cautelares solicitadas sería, nos dicen, un amordazamiento de los diputados, ahora pendiente en los senadores, pero obvian decir que eso es lo que han venido haciendo sistemáticamente con esas vertiginosas tramitaciones que dan a algunos de ellos un minuto y medio para argumentar y explicarse, sin posibilidad de proponer enmiendas propias a las reformas a leyes orgánicas, disfrazadas de enmiendas, del gobierno y sus cómplices. Eso sí que es un silenciamiento y un recorte a los derechos de los parlamentarios de la oposición. Si se quería romper el nudo gordiano del bloqueo, han hecho un pan con unas tortas. Un despropósito, un abuso propio descomunal y desproporcionado para compensar otro ajeno, un exceso que, si no ahora, después, será declarado anticonstitucional, aunque ya sin remedio ni posibilidad de corrección. Desnombrar a los nombrados sería surrealista, aunque posiblemente justo.

De esos fuegos viene el humo que ahora tapa ya todos los desmanes anteriores. Conseguido, tito. Añadamos para acabar de engorrinar el cotarro la hipérbole, la algarabía, el teatro: golpes de estado, Tejeros con toga, partidos fuera de la ley, para subir la puja tras dislates sobre gobiernos ilegítimos, amenazas fascistas, oposiciones golpistas y demás despropósitos. Podemos y VOX han triunfado. Si no en las urnas, al menos sí consiguiendo imponer y generalizar un estilo, un nivel, un clima, sin duda barriobajeros y destructivos. Ya teníamos bastante con los separatistas y con esos a los que no hay que llamar filoterroristas, aunque sí fascistas o comunistas caribeños a otros. Pedir amparo al Constitucional es algo previsto por la ley, aunque es dudoso de que sea aplicable al Parlamento algo establecido como freno en caso de inconstitucionalidad de alguna iniciativa ilegal en una comunidad autónoma. Contra el vicio de pedir está la virtud de no dar. Si no procede, el Constitucional rechazará aplicar las medidas cautelares solicitadas, como espero y creo que ocurrirá. Si considera que sí, otorgará esa protección y esa filibustera y posiblemente inconstitucional forma de reformar el sistema de nombramiento se paralizará antes de que pueda aplicarse, algo que sería irreversible. Y no hay más por mucho que gesticulen y por muy histéricos que se pongan. Ni golpe togado, ni secuestro del Parlamento ni nada que se le parezca. Más ruido, sólo ruido, indecente, interesado y enmascarador de los excesos precisamente de los que más vociferan, a la vez que una gravísima indecencia poco o nada democrática, como es presionar de esa forma desaforada a la judicatura. Sea cual sea la decisión del Constitucional, guste o desagrade, nos dé la razón o nos la quite, no cabe otra opción que el acatamiento y el respeto a la justicia, y será un indicador del grado de apego a la democracia escuchar las reacciones de unos y otros.

Las descalificaciones que se escuchan en el Congreso avisando de que viene el lobo golpista, mientras los que hablan se rascan las orejas con las zarpas, son reproches mutuos que una vez más devalúan las palabras, y esas son muy serias, aunque en su boca falsas. Desde Tejero, el único golpe se intentó o produjo en Cataluña, y lo protagonizaron separatistas, hoy inspiradores y mamporreros indecentes (y beneficiarios) de algunas de las leyes en cuestión, origen de estas pelarzas, y actuales apoyos y compinches del gobierno.

Lo que fue algo inaudito, inverosímil, insoportable, fue que Sánchez rematara desde Bruselas la sucia jugada de este partido amañado en el terreno de juego constitucional en el que uno no tiene favoritos, al denunciar un complot político-judicial. Ni más ni menos. Remató embistiendo, con más furia y sectarismo que sensatez y sentido de Estado, que es lo mejor para marcarle un gol a la justicia, ya en demolición. Matar al árbitro y al portero y ya marcamos los goles a puerta vacía.

Que lo diga algún mandria de los muchos que hay, es otra cosa. Si Echenique, por poner un caso, un pobre hombre carcomido por un rencor universal, dice alguna barbaridad semejante, que seguramente habrá dicho algo similar, no es igual. Que un incontinente verbal con más fanatismo sectario que conocimiento y luces desbarre y se salga del discurso democrático, algo que nunca ha acabado de acomodarse en su perjudicado magín, entra dentro de lo que ya es normal en la casa. Le escucha su parroquia, le aplaude, y la cosa no pasa de allí ni va a mayores. Sus feligreses sabrán a quien nombran obispo. Los demás ya sabemos que no cabe esperar mucho más de él, de su santa inocencia y de sus conmilitones, a otro asunto y con Dios. La gente normal o no se entera o no le hace ni puto caso.

Pero el presidente del gobierno, si quiere serlo de todos, algo que nunca ha intentado ser, no debería traspasar esa frontera como la traspasó desde Bruselas. No sé dónde le sitúan esas declaraciones tan equivocadas como desafortunadas y agresivas, totalmente impropias de un miembro del gobierno, inconcebibles en su presidente. Seguramente esas dos reformas incrustadas donde no debían y aprobadas a toda prisa, a machacamartillo, junto a estas declaraciones improcedentes y peligrosas, sean lo más grave de los desafueros que vienen sucediendo, cada desmán tapando el ruido del anterior.

Y no hay nada peor que la gente acabe convenciéndose de que, cuando hablamos de gobierno, ciertos dirigentes políticos y de algunos jueces concretos, estemos hablando de sinvergüenzas redomados entre los que cuesta hacer distingos. Parece ser que de eso nos quieren convencer, con palabras y con hechos. Y todos los sinvergüenzas, los ladrones, los malversadores, los delincuentes de distinto pelaje y condición, los verdaderos golpistas y los aspirantes a dictador, tienen como principal enemigo a batir precisamente la justicia, las leyes y a los que las aplican. Nos esperan días, semanas y tal vez meses de escuchar a una tropa unánime, histérica y de un populismo zarrapastroso anunciándonos el final de los tiempos democráticos, dando la alarma antifascista, de denuncias de complots de fachas y togados, de ataques a jueces y tribunales si no se rinden a sus designios, en fin, de teatro en el que se escucharán las voces y chillidos de los malditos, pero nada que se parezca a un argumento. Entramos en terreno peligroso.

 

martes, 13 de diciembre de 2022

Tres libros y una moraleja


Uno va formando su opinión, entre otras formas, reflexionando acerca de opiniones y análisis aparecidos en la prensa, comentarios en las redes, noticiarios y tertulias, aunque es raro coincidir totalmente con el contenido de ninguna de estas cosas. En todas le acaba uno encontrando un pero. O varios. Más peso en mis opiniones tiene la lectura de algunos libros, procuro que  bien elegidos, donde, de forma más pausada y profunda, se argumenta más y se manipula y evangeliza menos. Aunque también con ellos conviene adoptar una postura crítica y descreída, los libros que prefiero suelen estar menos atados al suceso del día, y escarban más en las causas y en los procesos, dando claves más sólidas para interpretar los acontecimientos, que no siempre son demasiado novedosos ni originales. Todo ha pasado antes o en otro sitio. Por eso, conocer la Historia, la de verdad, no las fábulas acomodadas a una ideología o a un relato interesado, es esencial para comprender lo que ocurre en el presente.

En mis escritos suelo recurrir poco a la cita. Y nada a la reproducción de pasajes largos de los libros que he ido leyendo y que, a veces han inspirado o guiado lo que pienso y escribo. Haremos una excepción. Tres libros:

1.- «Literatura y totalitarismo». Escrito en mayo de 1941, ensayo incluido en «El poder y la palabra. Diez ensayos sobre el lenguaje, política y verdad», Debate, 2017, de George Orwell:

 […] «Sin embargo, hay varias diferencias fundamentales entre el totalitarismo y todas las ortodoxias del pasado, tanto en Europa como en Oriente. La más importante es que las ortodoxias del pasado no cambiaban, al menos no lo hacían rápidamente. En la Europa medieval, la Iglesia dictaba lo que debíamos creer, pero al menos nos permitía conservar las mismas creencias desde el nacimiento hasta la muerte. No nos decía que creyésemos una cosa el lunes y otra distinta el martes. Y lo mismo puede decirse más o menos de cualquier ortodoxo cristiano, hindú, budista o musulmán hoy en día. En cierto modo, sus pensamientos están restringidos, pero viven toda su vida dentro del mismo marco de pensamiento. Nadie se inmiscuye en sus emociones.

 Pues bien, con el totalitarismo ocurre exactamente lo contrario. La peculiaridad del Estado totalitario es que, si bien controla el pensamiento, no lo fija. Establece dogmas incuestionables y los modifica de un día para otro. Necesita dichos dogmas, pues precisa una obediencia absoluta por parte de sus súbditos, pero no puede evitar los cambios, que vienen dictados por las necesidades de la política del poder. Se afirma infalible y, al mismo tiempo, ataca al mismo concepto de verdad objetiva. Por poner un ejemplo obvio y radical, hasta septiembre de 1939 todo alemán tenía que contemplar el bolchevismo ruso con horror y aversión, y desde septiembre de 1939 tiene que contemplarlo con admiración y afecto. Si Rusia y Alemania entran en guerra, como bien podría ocurrir en los próximos años, tendrá lugar otro cambio igualmente violento. La vida emocional de los alemanes, sus afinidades y sus odios, tiene que revertirse de la noche a la mañana cuando ello sea necesario.» […]

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 2.- «La ventana de Overton», novela de Glenn Beck, basada en este concepto.  Aunque la lectura de esa novela es muy recomendable, mostrando un ejemplo de su aplicación en Estados Unidos, podemos encontrar en la Wikipedia o en otros portales una descripción resumida de los pasos de ese proceso de manipulación. Igual nos resulta familiar. Por ejemplo, aquí: https://actualidad.rt.com/sociedad/view/125437-legalizar-overton-eutanasia-incesto

Cómo legalizar cualquier fenómeno, desde la eutanasia hasta el canibalismo?
Publicado:

En la actual sociedad de la tolerancia, que no tiene ideales fijos y, como resultado, tampoco una clara división entre el bien y el mal, existe una técnica que permite cambiar la actitud popular hacia conceptos considerados totalmente inaceptables.

Esta técnica, llamada 'la ventana Overton' y que consiste en una secuencia concreta de acciones con el fin de conseguir el resultado deseado, "puede ser más eficaz que la carga nuclear como arma para destruir comunidades humanas", opina el columnista Evgueni Gorzhaltsán.
 
En su artículo en el portal Adme, pone el ejemplo radical de cómo convertir en aceptable la idea de legalizar el canibalismo paso a paso, desde la fase en que se considera una acción repugnante e impensable, completamente ajena a la moral pública, hasta convertirse en una realidad aceptada por la conciencia de masas y la ley. Eso no se consigue mediante un lavado de cerebro directo, sino en técnicas más sofisticadas que son efectivas gracias a su aplicación coherente y sistemática sin que la sociedad se dé cuenta del proceso, cree Gorzhaltsán.

Primera etapa: de lo impensable a lo radical

Obviamente, actualmente la cuestión de la legalización del canibalismo se encuentra en el nivel más bajo de aceptación en la 'ventana de posibilidades' de Overton, ya que la sociedad lo considera como un fenómeno absurdo e impensable, un tabú. 

Para cambiar esa percepción, se puede, amparándose en la libertad de expresión, trasladar la cuestión a la esfera científica, pues para los científicos normalmente no hay temas tabú. Por lo tanto, es posible celebrar, por ejemplo, un simposio etnológico sobre rituales exóticos de las tribus de la Polinesia y discutir la historia del tema de estudio y obtener declaraciones autorizadas sobre el canibalismo, garantizando así la transición de la actitud negativa e intransigente de la sociedad a una actitud más positiva.

Simultáneamente, hay que crear algún grupo radical de caníbales, aunque exista solo en Internet, que seguramente será advertido y citado por numerosos medios de comunicación. Como resultado de la primera etapa de Overton, el tabú desaparece y el tema inaceptable empieza a discutirse. 

Segunda etapa: de lo radical a lo aceptable  

En esta etapa, hay que seguir citando a los científicos, argumentando que uno no puede blindarse a tener conocimientos sobre el canibalismo, ya que si alguna persona se niega a hablar de ello será considerado un hipócrita intolerante.  

Al condenar la intolerancia, también es necesario crear un eufemismo para el propio fenómeno para disociar la esencia de la cuestión de su denominación, separar la palabra de su significado. Así, el canibalismo se convierte en 'antropofagia', y posteriormente en 'antropofilia'. 

Paralelamente, se puede crear un precedente de referencia, histórico, mitológico, contemporáneo o simplemente inventado, pero lo más importante es que sea legitimado, para que pueda ser utilizado como prueba de que la antropofilia en principio puede ser legalizada.   

Tercera etapa: de lo aceptable a lo sensato 

Para esa etapa, es importante promover ideas como las siguientes: "el deseo de comer personas está genéticamente justificado", "a veces una persona tiene que recurrir a eso, si se dan circunstancias apremiantes" o "un hombre libre tiene el derecho de decidir qué come".  

Los adversarios reales a esos conceptos, es decir, la gente de a pie que no quiere ser indiferente al problema, intencionadamente se convierten para la opinión pública en enemigos radicales cuyo papel es representar la imagen de psicópatas enloquecidos, oponentes agresivos de la antropofilia que llaman a quemar vivos a los caníbales, junto con otros representantes de las minorías.
 
Expertos y periodistas en esta etapa demuestran que durante la historia de la humanidad siempre hubo ocasiones en que las personas se comían unas a otras, y que eso era normal.   

Cuarta etapa: de lo sensato a lo popular

Los medios de comunicación, con la ayuda de personas conocidas y políticos, ya hablan abiertamente de la antropofilia. Este fenómeno empieza a aparecer en películas, letras de canciones populares y videos. En esta etapa, comienza a funcionar también la técnica que supone la promoción de las referencias a las personajes históricos destacados que practicaban la antropofilia. 

Para justificar a los partidarios de la legalización del fenómeno se puede recurrir a la humanización de los criminales mediante la creación de una imagen positiva de ellos diciendo, por ejemplo, que ellos son las víctimas, ya que la vida las obligó a practicar la antropofilia.  

Quinta etapa: de lo popular a lo político

Esta categoría supone ya empezar a preparar la legislación para legalizar el fenómeno. Los grupos de presión se consolidan en el poder y publican encuestas que supuestamente confirman un alto porcentaje de partidarios de la legalización del canibalismo en la sociedad. En la conciencia pública se establece un nuevo dogma: "La prohibición de comer personas está prohibida."  

Esta es una técnica típica del liberalismo que funciona debido a la tolerancia como pretexto para la proscripción de los tabúes. Durante la última etapa del 'movimiento de las ventanas' de Overton de lo popular a lo político, la sociedad ya ha sufrido una ruptura, pues las normas de la existencia humana se han alterado o han sido destruidas con la adopción de las nuevas leyes.

Gorzhaltsán concluye que el concepto de las 'ventanas de posibilidades', inicialmente descrito por Joseph Overton, puede extrapolarse a cualquier fenómeno y es especialmente fácil de aplicar en una sociedad tolerante en la que la llamada libertad de expresión se ha convertido en la deshumanización y donde ante nuestros ojos se eliminan uno tras otro todos los límites que protegen a la sociedad del abismo de la autodestrucción.

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3.- El tercer libro es el de Eccce Temelkuran, «Cómo perder un país. Los siete pasos de la democracia a la dictadura», donde se analiza el caso de la Turquía de Erdogán, como ejemplo del proceder de los populismos, tanto de derechas como de izquierdas, para ir apoderándose de todos los resortes de un país´, apelando a un supuesto “pueblo real” del que el dictador en ciernes se presenta como intérprete, apropiándose paulatinamente de sus instituciones, empezando por la justicia, después de su concienzudo descrédito y acoso.

«Nos previene y anuncia «la desesperación de comprender que sus tácticas venían a ser como jugar al ajedrez contra una paloma, por tomar prestada la expresión que alguien utilizó en cierta ocasión para describir lo que suponía debatir sobre la evolución con un creacionista: la paloma derribará todas las piezas, se cagará en el tablero, y luego saldrá volando, atribuyéndose orgullosa la victoria y dejándote a ti la tarea de tener que limpiar la mierda. Por algo Garri Kaspárov, el excampeón mundial de ajedrez, abandonó Rusia para irse a vivir al extranjero después de jugar una espantosa partida con Putin.»

Aunque el libro versa principalmente sobre el caso turco, de cómo una democracia fue convertida en una dictadura por métodos repetidos en sitios y lugares distintos, aunque no todos tienen el cuajo de simular un golpe de estado, urdido contra sí mismo, bombardeando el palacio presidencial, lógicamente estando él ausente, y así tener excusa para meter en la cárcel a los supuestos culpables. Esto es, a toda la oposición civil, militar, judicial y religiosa. Genial. Pero ya señala que este populismo de derechas es calcado a cualquier otro, de izquierdas, laico, religioso o mediopensionista.»

 Copio el índice y unos párrafos:

1. Crea un movimiento
2. Trastoca la lógica y atenta contra el lenguaje
3. Elimina la vergüenza: en el mundo de la posverdad...
4. Desmantela los mecanismos judiciales y políticos.
5. Diseña tu propio ciudadano
6. Deja que se rían ante el horror.
7. Construye tu propio país

 «El nombre de Hugo Chávez ya formaba parte de la galería «Grandes Populistas». Criminalizaba todas las voces críticas calificándolas de enemigas del pueblo real, al tiempo que afirmaba ser no solo el único representante de toda la nación, sino la propia nación. Obviamente, también inventaba relatos interesados que convertía en la historia oficial, infantilizando a toda una nación y haciendo de la inteligencia humana básica un crimen contra el «proceso», esto es, la transformación generalizada del país a su supuesto socialismo, o más bien a cierta versión de este adaptada por el propio Chávez. El embajador parecía un niño cansado que solo quería llegar al final de la historia para irse a la cama. En ese momento yo ignoraba que poco tiempo después lidiar con esa clase de cuentos de hadas pasaría a convertirse en moneda corriente en Turquía, y que nos veríamos obligados a demostrar que lo que todo el mundo había visto con sus propios ojos en realidad había sucedido.

 «Se dice que el continente americano fue descubierto por Colón en 1492. En realidad, en 1178, trescientos catorce años antes de Colón, ya habían llegado eruditos musulmanes al continente americano. En sus memorias, Cristóbal Colón menciona la existencia de una mezquita en lo alto de una colina, en la costa de Cuba.»

 El 15 de noviembre de 2014, el presidente Erdogan contó esta historia en un encuentro de líderes musulmanes latinoamericanos. Al día siguiente, periodistas de todo el mundo informaron sobre la grandilocuente aportación del presidente turco a la historia, ocultando sus sonrisitas burlonas detrás de frases corteses que insinuaban confiadamente: «Es evidente que no ocurrió así, pero eso usted ya lo sabe.»

 Ni el Brexit ni Trump habían sucedido aún, así que los periodistas occidentales ignoraban que sus sonrisas se convertirían en rictus cuando la racionalidad se revelara impotente no solo frente a los disparates de un solo hombre, sino también frente a los hipnotizados ojos de millones de personas que se los creían. De habérselo preguntado, los venezolanos o los turcos podrían haber descrito a aquellos periodistas el camino de desesperación que lleva de una mezquita en lo alto de una colina cubana a lo alto de una colina de Ankara donde los disparates se convierten en la historia oficial y una nación entera sucumbe al agotamiento. También podrían haberles explicado cómo la máquina populista, decidida a infantilizar el lenguaje político y destruir la razón, empieza su trabajo diciendo: «¡Sabemos muy bien quién es Sócrates! ¡Ya no podéis seguir engañándonos sobre ese malvado!» Y ahora el lector se preguntará: «¡Un momento! ¿Quién ha hablado para nada de Sócrates?»

 «Con el populismo en auge en toda Europa, de vez en cuando afrontamos el reto de tener que hacer frente a las posturas populistas en el discurso público. En este taller los participantes aprenden a defender con éxito sus ideas frente a los argumentos populistas. Mediante ejercicios prácticos y técnicas concretas, los participantes aprenden a evaluar mejor los argumentos populistas, a identificar rápidamente sus puntos fuertes y débiles, a formular sus propios argumentos de manera concisa y a enfrentarse de manera segura y constructiva a las personas con puntos de vista populistas.»

`...] «Cuando las personas como nuestro anarquista posestructuralista vieron que se estaban convirtiendo en la infantería de la democracia, supervisando el proceso de votación y recuento, de inmediato empezaron a olerse que había gato encerrado. O más bien empezaron a oler a cebolla: un olor fuerte y repugnante, uno que tal vez sintieran que no podían pero debían soportar. Al final de este capítulo, y con suerte antes de que su propio país, estimado lector, tenga que soportar un hedor similar, entenderá por qué el olor a cebolla es parte integrante de la democracia. Si no puede tolerar su olor, entonces puede que esté en peligro de perder el mal menor –el imperfecto triunvirato formado por la democracia, el sistema y el estado– a cambio de un régimen autoritario.

Cuando Recep Tayyip Erdogan llegó por primera vez al escenario político, quienes seguían la política de partidos desde una segura distancia teórica experimentaron una especie de deleite cínico, no muy distinto del que sintieron sus homólogos en Hungría, Gran Bretaña y Estados Unidos cuando empezaron a surgir sus propios populistas. El AKP de Erdogan desafiaba constantemente al poder establecido con tácticas de choque basadas en asestar golpes inesperados: atacar a prominentes figuras del Estado hasta entonces consideradas intocables; desechar las opiniones de consenso o amagar con retirarse de los acuerdos internacionales... Todo esto imprimió una vigorizante sacudida al conjunto del sistema político y supuso una llamada de atención para los políticos de todos los colores. En todos los canales de televisión, los representantes del AKP dejaban sin habla a las más distinguidas figuras del sistema con su atrevido rechazo a las convenciones políticas, mientras la sensación de asombro que causaban no hacía sino ensanchar aún más su desafiante sonrisa populista. La táctica era sencilla: hacer una declaración explosiva durante el debate, sembrar la confusión o iniciar un enfrentamiento entre los políticos del centro-derecha y el centro-izquierda establecidos, atacar los frágiles equilibrios del país, y regodearse en el caos antes de terminar el debate declarando que ninguna de las partes estaba en sintonía con las demandas del pueblo real, y que las demandas de la calle hacía tiempo que se hallaban desconectadas de la percepción política del sistema.

Mientras este cabaret enturbiaba el debate político, ciertos cínicos izquierdistas se quedaban pegados a sus televisores disfrutando del espectáculo de contemplar cómo aquellos individuos provincianos de poca monta desmantelaban el sistema tanto tiempo respetado, cuando no temido. «La periferia finalmente está haciéndose con el poder del centro» era un análisis de moda en ese momento, como lo sería en Estados Unidos después de un año de administración Trump o en Gran Bretaña tras el referéndum del Brexit. Había en ello, obviamente, un atisbo de celos: la izquierda confiaba en que sería ella la que llevara a cabo ese acto revolucionario. Muchos de sus miembros estaban tan enamorados de la destrucción política que tardaron varios años en plantear la cuestión crucial: «¿Con qué vais a reemplazar el sistema?» Y cuando finalmente se acordaron de formular la pregunta, todos los años desperdiciados en aquel voyerismo político se los llevó el viento, dejándolos frente a las verdaderas consecuencias de sus desesperadas expectativas. Baste recordar todos los comentarios publicados tras el referéndum del Brexit en las redes sociales por personas jóvenes y cultas cuyo mensaje se reducía simplemente a: «¡No sabía que esta votación iba a tomarse en serio!» Cuando la nueva generación de flâneurs de la política quiso darse cuenta de que sus votos tenían consecuencias más serias que los «Me gusta» de Facebook, su nueva vida no europea ya estaba siendo moldeada por la política de la vida real, del mismo modo que en Turquía nuestra vida se ha visto configurada por el conjunto de valores de los conservadores provincianos.

Žižek llegó casi dos décadas tarde al debate con su creencia de que un organismo político antidemocrático podría favorecer de algún modo la construcción de una democracia mejor. Pero en Turquía la cuestión había quedado solventada muy pronto mediante prácticas autoritarias, y cuando los nuevos «ciudadanos militantes» que hacían trabajo de campo se encontraron cara a cara con los entusiastas partidarios del líder, quedó claro que sería casi imposible cambiar sus convicciones o canalizar sus frustraciones para crear una democracia mejor. Los cínicos izquierdistas también descubrieron que no bastan las buenas maneras y la moderación para evitar una pelea a puñetazos –a veces literalmente– cuando uno se enfrenta a los matones de un líder autoritario para los que todo vale.

Durante las elecciones de 2015 en Turquía, nuestro anarquista posestructuralista y ciudadano militante, junto con todos los que teorizaban y creían que existe un fondo político que tocar, tuvieron que lidiar físicamente con los simpatizantes del gobierno que intentaban meter votos falsos en las urnas. Creyeron que aquello era lo más bajo que se podía caer... hasta que experimentaron el referéndum de 2017 sobre la ampliación de poderes del gobierno tras el fallido golpe de Estado. Tras presentarse una vez más como voluntarios para supervisar los comicios, no tardarían en llegar a la deprimente conclusión de que esta vez el fraude electoral era aún más descarado que la anterior. Aunque los voluntarios supervisaron meticulosamente el proceso de votación, cuando empezó el recuento y quedó claro que Erdogan no iba a ganar, la Junta Electoral Superior cambió la ley electoral en cuestión de una hora tras las presiones del propio líder, y los manifiestos votos falsos en favor de Erdogan se declararon válidos.

La oposición comprendió entonces que, con todos los poderes del Estado en manos del régimen autoritario, aun en el caso de que hubiera un nuevo despertar político resultaba casi imposible detener aquella marea haciendo uso de su comportamiento político habitual. Se precipitaban más allá del nuevo fondo político y moral, algo inimaginable hasta que sucedió realmente. Y en cuanto a nuestro anarquista posestructuralista, como la mitad del país que votó contra Erdogan en el referéndum que lo convirtió en el único gobernante de Turquía, sintió que ese último golpe era su muerte. Poco imaginaba que la «otra vida» que le esperaba sería aún peor.»

[...] «Al igual que en Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, en Turquía ya era demasiado tarde para enfriar el entusiasmo de los partidarios de Erdogan y decirles que se estaba sorteando al Estado y su sistema legal, y que eso sentaría un nuevo precedente en la práctica política que permitiría a los líderes ejercer un poder ilimitado siempre que lo desearan. La ironía de esta historia es que en los tres días que pasé en el Foro Skoll y en la Cumbre de Mujeres del Mundo escuché en repetidas ocasiones pronunciar la misma frase a mucha gente: «Bueno, no le dejarán hacer eso.»

Por razones que no soy capaz de comprender, muchas personas permanecen ciegas al hecho de que sus líderes, dondequiera que se sitúen en el espectro político, se molestan cada vez menos en buscar consenso o aprobación. Por aquellas mismas fechas Trump atacaba a la CIA y al FBI, reemplazando a funcionarios de alto nivel en ambos organismos y rechazando la investigación bipartita del FBI sobre la connivencia de Rusia en su campaña electoral. No era difícil imaginar una habitación, en algún lugar de los oscuros pasillos de la sede central de la CIA, en el corazón mismo del sistema estadounidense, donde varios agentes se decían lo mismo unos a otros: «No le dejarán...» El hábito de concebir a nuestras instituciones como entes poderosos y abstractos, y olvidar que en realidad están formadas por personas que podrían estar demasiado paralizadas para reaccionar, es un fallo habitual cuando nos enfrentamos al autoritarismo, incluso entre los directivos de esas mismas instituciones.

El punto de inflexión crucial en el largo proceso de desmantelamiento del aparato del Estado y los mecanismos legales no es la implantación de cuadros formados por obedientes y leales miembros del partido o de la propia familia, como mucha gente tiende a pensar. La vuelta de tuerca que permite a los líderes jugar a voluntad con este aparato se inicia cuando estos empiezan a socavarlo para crear la sensación de que es superfluo. En un abrir y cerrar de ojos se filtran al debate público toda una serie de preguntas que tienen el potencial de alterar las reglas del juego: «¿De verdad necesitamos esas instituciones?»; «¿De verdad necesitamos seis puestos de alto nivel en el Departamento de Estado»?; «¿Acaso no llevan vacantes más de un año y las cosas han seguido funcionando sin ellos?»; «¿Para qué sirve el Parlamento británico si no es necesario ni siquiera cuando se decide cometer un acto de guerra?».

Al crear esta percepción generalizada del carácter superfluo del Estado gracias a una enérgica maquinaria propagandística y al apoyo de las masas devotas que confían en la caridad del partido, paralelamente el líder populista empieza a reforzar la idea de que su poder y el de sus partidarios son de hecho mayores que los del sistema. En el tiempo que transcurre antes de que este último responda o reaccione ante el desgaste provocado por el líder en el sistema legal surge un nuevo sentimiento generalizado: «Resulta», empieza a pensar la gente, «que lo que considerábamos un poder fundamental nunca ha sido más que un tigre de papel.» ¡Incluso la CIA, el FBI y el Tribunal Supremo! Es como si el líder, al jugar constantemente con estas instituciones, transmitiera de manera indirecta un mensaje a las masas: «Ya veis, el palacio del poder está vacío. Entremos y tomemos el control.» Lo importante en esos primeros intentos de restar autoridad a dichas instituciones no son los cambios reales, los nuevos nombramientos, o el hecho de que las decisiones como bombardear Siria sean acertadas o erróneas, sino más bien la creación de la percepción pública de que el aparato del Estado está condenado al fracaso y hace mucho que debería haber sido expoliado por el pueblo real. A partir de ahí, las siguientes elecciones se convierten en una mera formalidad, una simple cuestión de aprobar el derecho del líder a seguir manejando el país y distribuyendo la riqueza pública expoliada entre sus partidarios. Y ello porque, para seguir regalando el botín político a las masas, el líder también debe mantener la maquinaria electoral funcionando ininterrumpidamente: las elecciones permiten reorganizar la manada y dar esperanza a nuevos individuos o grupos de que ahora podrían ganar el premio gordo y beneficiarse de la riqueza estatal.» 

[...] «Es obvio que la impotencia de la racionalidad y del lenguaje ante la retorcida lógica del populismo ya ha creado una considerable demanda en el mercado político, y, como consecuencia, hoy se están enseñando técnicas de razonamiento defensivo que parecen propias de las artes marciales. El curso consiste en dos jornadas de talleres, y se invita a los asistentes a aportar sus propias experiencias personales, sin duda exasperantes. Si yo asistiera al curso con mi bagaje de dieciséis años de experiencia turca, propondría humildemente, a riesgo de que Aristóteles se revolviera en su tumba, iniciar esa guía de argumentación populista para principiantes planteando el famoso silogismo aristotélico «Todos los humanos son mortales; Sócrates es humano; luego Sócrates es mortal»:

ARISTÓTELES: Todos los humanos son mortales.

POPULISTA: Esa es una afirmación totalitaria.

ARISTÓTELES: ¿No cree que todos los humanos son mortales?

POPULISTA: ¿Me está interrogando? Solo porque nosotros no seamos ciudadanos como usted, sino gente, ya somos ignorantes, ¿es eso? Puede que lo seamos, pero sabemos cómo es la vida real.

ARISTÓTELES: Eso es irrelevante.

POPULISTA: Por supuesto que para usted es irrelevante. Durante años usted y los de su clase han gobernado este lugar, diciendo que el pueblo es irrelevante.

ARISTÓTELES: Por favor, responda a mi pregunta.

POPULISTA: El pueblo real de este país piensa de otro modo. Nuestra respuesta no se encuentra en ningún papiro elitista.

ARISTÓTELES: (Silencio.)

POPULISTA: Demuéstrelo. Demuéstreme que todos los humanos son mortales.

ARISTÓTELES: (Sonrisa nerviosa.)

POPULISTA: ¿Lo ve? No puede demostrarlo. (Sonrisa burlona de autoconfianza, un rasgo distintivo que se exhibirá constantemente para molestar a Aristóteles.) Está bien. Lo que nosotros entendemos de la democracia es que todas las ideas pueden verse representadas en el espacio público, y todas merecen igual respeto. Los dioses afirman...

ARISTÓTELES: Eso no es una idea, es un hecho. Y aquí estamos hablando de humanos mortales.

POPULISTA: Si por usted fuera, mataría a todo el mundo para demostrar que todos los humanos son mortales, como lo haría su predecesor.

ARISTÓTELES: Eso no conduce a nada.

POPULISTA: Por favor, termine de exponer su pensamiento, porque yo tengo cosas importantes que decir.

ARISTÓTELES: (Suspiro.) Todos los humanos son mortales; Sócrates es humano...

POPULISTA: Tengo que interrumpirle.

ARISTÓTELES: ¿Perdón?

POPULISTA: Bueno, tengo que hacerlo. Hoy en día, gracias a nuestro líder, está perfectamente claro quién es Sócrates. ¡Sabemos muy bien quién es Sócrates! ¡Ya no pueden seguir engañándonos sobre ese malvado!

ARISTÓTELES: ¿Bromea?

POPULISTA: Para nosotros esto no es ninguna broma, señor Aristóteles, aunque para usted pueda serlo. Sócrates es un fascista. Mi gente finalmente ha comprendido la verdad, la auténtica verdad. Al final el perro enseña los dientes. Ya no pueden seguir engañando a la gente. Iba usted a decir: «Luego Sócrates es mortal», ¿verdad? Estamos hartos de sus mentiras.

ARISTÓTELES: Está usted rechazando los fundamentos de la lógica.

POPULISTA: Yo respeto sus creencias.

ARISTÓTELES: Esto no es una creencia; es lógica.

POPULISTA: Yo respeto su lógica, pero usted no respeta la mía. Ese es hoy el gran problema en Grecia.

Este es un sencillo ejemplo de la lógica populista básica que, con variaciones, se emplea actualmente en muchos países. Sin embargo, incluso en esta conversación ficticia hay al menos cinco falacias según las reglas generales del debate racional, las reglas fundamentales de la lógica que llevamos siglos utilizando en nuestra vida cotidiana, aunque no sepamos una palabra de latín:

1. Argumentum ad hominem (refutar un argumento atacando personalmente al adversario en lugar de refutar la esencia de su argumento): Usted y los de su clase han gobernado...

2. Argumentum ad ignorantiam (apelar a la ignorancia afirmando que una proposición es verdadera porque aún no ha sido refutada): ¿Lo ve? No puede demostrar que todos los humanos son mortales.

3. Argumentum ad populum (suponer que una proposición es verdadera simplemente porque mucha gente la cree): El pueblo real de este país piensa de otro modo.

4. Reductio ad absurdum (intentar probar o refutar un argumento tratando de mostrar que conduce a una conclusión absurda): Mataría a todo el mundo para demostrar que todos los humanos son mortales.

5. Razonamiento ad-hoc (explicar por qué algo determinado puede ser en sustitución de un argumento acerca de por qué es): La democracia consiste en respetar las ideas, así que respete la mía.