miércoles, 25 de enero de 2023

Epístola calendaria y magdaleniense


Otra vez cumpliendo años, uno más; unos años que siguen teniendo 365 días, dicen, pero que conforme aumenta su cifra parece disminuir su duración. Lo normal. Lo que no era mi costumbre en otros tiempos, no sé si mejores, era cumplir tantos. Siempre hay una primera vez. Sesenta y nueve. Una barbaridad. Debe de haber algún error y tal vez algún émulo del papa Gregorio, religioso o seglar, haya intercalado algún decenio en las cuentas del calendario para cuadrar algún desajuste sideral. Seguramente será eso.

Hace poco, en un control de alcoholemia, la agente de la autoridad que me mandó apartarme de la fila y pararme iluminado por las inquietantes luces azules intermitiendo, me preguntó, muy amablemente por cierto, cuántos años tenía, después de saludar y de haberme preguntado, también con una curiosidad entre la indiscreción y la impertinencia, pues no habíamos sido presentados, acerca de si había bebido o no, mientras acercaba su nariz a mi cara, husmeando como hace mi gato. En el médico me preguntan directamente el año de nacimiento y así me ahorro los arduos cálculos que me tuve que poner a hacer con los dedos ante la mirada inquisitiva y analítica de la uniformada, que comparaba los dudosos resultados de mis pesquisas con la fecha remota que señalaba el permiso de conducir. El caso es que no me cuadraban las cuentas porque me parecían años demás. No puede ser, me decía. Y eran las dos cosas ciertas: la cifra y la demasía. Estas preguntas tan sencillas, deduje, son para ir ella haciéndose una idea del grado de abuso de espíritus y licores, si lo hubiere, tanto por los efluvios como por la rapidez y coherencia de las respuestas. Mal vamos, me dije. Casualmente no había bebido nada durante la cena, sabiendo que iba a tener que echarme después a la carretera. Al no notar vapores alcohólicos ni nada demasiado sospechoso en mi comportamiento me dijo que buenas noches y que podía seguir. Si llega a pedirme que diera unos pasos como prueba definitiva de mi inocencia, me hubiera detenido por falta de garbo y poderío. El caso es que me llevé un disgusto. Ya puestos, viendo que ni un chupito había trasegado la única vez que me han parado a tasar los whiskies y riojas ingeridos, con el miedo que me han hecho pasar otras veces al ver de lejos algún control, insistí en demostrar mi no cuestionada abstinencia ante el pasmo de la guardia.

—¿De verdad quiere soplar, alma de cántaro?

—Sí, para una vez que puedo presumir de la virtud de la templanza, no habiendo soplado antes en la mesa, déjeme usted que sople ahora al volante.

Cero coma cero, risas y comentarios entre la patrulla por ser la primera vez que un contribuyente les pedía soplar.

Lo cuento por eso del raro asombro ante una edad ya sabida, pero que el cerebro parece ser que se niega a asumir. Y también por que el contarlo, el disperse, la disgresión, la batallita, son claros síntomas de que, por mucho que le joda a mi cerebro, tiene la misma edad que yo. Y bien que se le nota. De forma que ya puede ir haciéndose a la idea. Y si tiene dudas, que le pregunte a las piernas, que tiene línea directa y entre los tres me están amargando la vejez.

Madrugo, como de costumbre, me siento al ordenador provisto de un termo de café, porque la cocina está en el quinto carajo, y me pongo a leer las noticias con el riesgo de arruinarme un día tan señalado. Pero hoy soy refractario a las nuevas. Porque hace tiempo que las nuevas suelen ser viejas y porque tengo el magín en otro sitio, en otras cosas y todo me conduce a lo mismo. Empezando por eso, por las cosas, por mis cosas y, sobre todo, por el tiempo. Mirando alrededor está gran parte de mi vida: los libros, los cuadernos, nuevos o rellenos de dibujos y de estupideces, unas publicables y otras no, las estilográficas, las cajas y cajones con tubos de acuarelas, los botes con pinceles, lápices y palilleros con sus plumillas, los cientos de discos, las dos guitarras que tengo a mano, las paredes llenas de cuadros, propios y ajenos, antiguos o recientes, estanterías repletas de objetos y papeles y vitrinas con el arcoiris de mis tinteros, el chibalete con mis tesoros, la mesa llena de macetas y el sol entrando por la ventana, aunque fuera hace un frío que pela.

De todo eso, lo más viejo es el sol, obviamente. Le sigue la Tierra, algo más joven, aunque desde aquí no la veo, pero sé que está ahí, detrás de los bloques de pisos. Luego viene el culo de un mortero que, si no recuerdo mal, me encontré en la la subida a la ciudad ibérica de Meca cuando iban limpiando de los sedimentos de dos mil años los caminos hasta sacar a la luz los surcos profundos de los carros que llegaban allí desde la vía Heráclea, después por el Camino de Aníbal, luego por la vía Augusta y ahora por la A-31, que son una misma cosa, aunque cada vez peor cimentada y construida, llenando el cerro de escombros y tierra mechada con miles de trozos de cerámica, alguno de ellos con la huella dactilar del artesano ibero impresa. No sabría decir si aún más viejo o simplemente medieval, un clavo de forja de a palmo que uso de pisapapeles, cuadrado, seguramente de barco, porque lo encontré en el mar buceando entre unas rocas plagadas por aquel entonces de erizos, hoy desaparecidos porque los turistas se los comieron in situ sin dejar uno ni para simiente. Ahora ya no me puedo tumbar en la arena al sol porque los de Greenpeace me devuelven al mar como a un cachalote varado. Luego vendrían dos arcones antiguos que compré hace casi medio siglo y algún objeto o mueblecillo de algún rastro, desde una corneta a unos renos de bronce. Salvo alguna estilográfica de las que he adquirido usadas, más viejas que yo, algunos libros heredados de mi padre o comprados de viejo, cuarenta cajas de IKEA llenas de plumillas metálicas entre las que hay algunas que están más cerca de tener dos siglos que uno, luego a luego y ordenando los objetos y los trastos por edad, debo de aparecer yo. Dejando aparte a las personas de la familia, entre los seres vivos se encuentra alguna planta que ya vivía con nosotros en la casa anterior y vivimos en esta desde hace unos treinta años. Mi gato Adenauer, un gatazo hermoso, romano, atigrado, pobrecico mío, con once años se nos murió el pasado primero de noviembre, día con mal fario, como saben los portugueses desde el día del terremoto de Lisboa de 1755. Luego, Gracián, un gato negro oscuro con ojazos verdes, que es de lo más joven de la casa, con siete años, salvo algunas plantas, unas botellas de vino y el contador del gas, que me lo han cambiado hoy. 

Veo con una nostalgia magdaleniense, no sé si de Proust o del Paleolítico superior, que hay cosas que, como digo, nos tenemos cuarenta o cincuenta años, si no más, porque ya estaban en casa de mis padres, cuando yo era un crío. Entre ellas un retrato a carboncillo de mi padre que le dibujó un compañero en una de las dos milis que hizo, una como soldado de la república, otra con el enemigo, con una guerra en medio de ellas y un sable de mi abuelo que sería de otra, o simplemente de gala. Libros, y discos con casi sesenta años hay mas de alguna docena de ellos. 

Al ponerme otro café, conforme voy rellenando la taza, reparo en que es la misma desde los años ochenta del pasado siglo. Bueno, la misma no. Las originales doce de la vajilla de la Cartuja han ido muriendo una tras otra en acto de servicio. Cada seiscientos u ochocientos cafés, se me rompe una. Las he ido reponiendo y ya habré roto quince o veinte. Me duran poco más de dos años de media, no está mal. Las dos que me quedan son iguales a sus parientes originales, con esa inmortalidad de las especies, como los tigres de Borges. Aunque sea otro ejemplar, otro individuo cerámico sevillano indistinguible, es la misma taza, mi taza. Poniéndonos platónicos, es la imagen de lo que una taza es y cómo debe de ser una taza como Dios manda. De forma que en ella he bebido miles y miles de cafés, siempre del mejor, que para eso viví muchos años encima de un tostadero. Como ocurre con las guitarras, las que tengo aquí, una Alhambra acústica y una Stratocaster, y las que están guardadas, que en ellas han renacido miles de canciones y juntos hemos recorrido, si no tantos kilómetros como el baúl de la Piquer, sí bastantes más de los que hoy puedo recordar, la verdad es que con más pereza que nostalgia. Algunas de esas canciones están en los vinilos vetustos de cuando apareció la editio prínceps, de forma que podemos llorar a David Crosby escuchando Helplessly hoping casi con el mismo asombro y en el mismo disco con que lo hicimos la primera vez, cosa que podríamos repetir con gran parte de la música de esa época gloriosa, mi música.

Porque a estas alturas los cumpleaños van consistiendo más en recuerdos que en planes; y las cosas, nuestras cosas, junto a nuestras benditas rutinas, a menudo igualmente absurdas, nos abrigan y nos protegen. Son cimientos, anclas y ventanas. Son parte de nuestra vida y por eso, aunque estén desportilladas nos resistimos a tirarlas a la basura y a comprar unas impersonales tazas nuevas de IKEA. No digamos la estantería que me hizo un carpintero en Alpera en 1980, con madera de árbol y lejas de dos dedos (de los míos) de gordas, llenas de libros, voladas, con sus casi dos metros de ancho sin combarse. Hubo una época en que con muebles, enseres, libros y vajillas la gente hizo algo parecido a lo que se perpetró en Albacete con el viejo y hermoso edificio del Banco Central, que ya se edificó derruyendo el palacio del Conde de Pinohermoso,  como se ha venido haciendo con lo poco antiguo y valioso que había, palacios, conventos, sanatorios, edificios modernistas, todo derrumbado y arrasado para levantar en sus solares amontonamientos informes de ladrillos del cuatro, como en tantas otras ciudades y pueblos. Todo sea por el progreso. El Nueva York de la Mancha, que hay que ser gilipollas, para hacer esos esperpentos de veinte pisos como el que a media mañana me tapa el sol.

Entre café y café, sumido en tan hondas meditaciones, desentendido hoy de los desafueros y excesos habituales que tanto me encorajinan, leo de forma distraída algunos artículos interesantes. Uno de ellos está dedicado a una serie de libros acerca de otros tantos pecados capitales, que en principio fueron ocho, luego siete y ahora, según cuenta, vamos por nueve. Me sobra más de la mitad de los antiguos siete. Me detengo en una cita en la que Woody Allen sitúa en el infierno de Dante al inventor de los muebles de metacrilato. Sería muy largo escribir las reflexiones a las que me llevan ciertas engañosas máscaras del progreso, o rumiar los peligros de los siete pecados capitales, que allá en el horno nos vamos a encontrar, que decía Discépolo. Lo dejaremos en que, como suele ocurrir, a menudo se llega a la virtud por necesidad, de forma poco meritoria, por decrepitud, por la mera incapacidad para pecar. Ya no es que las uvas estén verdes, es que ni a las maduras llegamos ni nos sientan bien. Ni exprimidas, y menos fermentadas. Luego a luego no nos queda más que la ira, la soberbia y la pereza, si es que siguen siendo pecados, que a lo mejor, ni eso. Además de que hay quien, no sin fundamento, sostiene que esos supuestos pecados capitales son el sostén de una humanidad que desaparecería sin la lujuria y que no prosperaría sin algo de ambición, pues sin ella nadie se pondría a estudiar, a inventar o a descubrir nada, como nadie buscaría la excelencia sin algo de orgullo, tan emparentado con la soberbia. Lo dejaremos aquí, aunque no sin señalar que es malo presumir de una sola virtud, en el caso de que lo sea y además se tenga, pues las virtudes, de existir, se llaman y abonan las unas a las otras y es raro que se den por separado. Por ejemplo, hay plumíferos que intentaban subirse a las afeitadas barbas de Javier Marías porque él fumaba y el crítico no. Tal vez el reprochante no podía encontrar en su persona, aparte de no fumar, nada más que poner en la balanza para sentirse superior a Marías. Hay a quien le ocurre igual con la ciudad, región o país en que su señora madre rompió aguas, dato que esgrime como el principal de sus méritos y la mayor de sus credenciales. Los peores ven ese territorio como bancal donde cosechar hechos diferenciales, esto es, que imprimen una superioridad que cimenta derechos y privilegios.

En otro artículo leo cómo casi toda la antañona plantilla de una no menos venerable imprenta oficial colombiana será despedida tras no ser los operarios capaces, tras largos años de oficio, de superar las pruebas a las que, por mandato constitucional, deben someterse todos los funcionarios públicos, entiendo que con la salvífica y oportuna excepción de los dirigentes y mandamases, que para esos cargos nos vale el señor de marrón que pasaba por allí de los chistes de Gila. Al compás de los tiempos y en aras del progreso, cajistas, encuadernadores y operarios de antiguas minervas serán despedidos por no estar a la altura de las exigencias del momento. Se les declara “insubsistentes”, no sé si queriendo decir extintos, prescindibles, o lo que de verdad significa, esto es, que no tienen razón de ser. Ni de estar. Me informo y veo que en Colombia es el eufemismo adoptado para perpetrar un acto administrativo equivalente a la destitución. El que a dedo nace, a dedo muere. Resulta que, para aquilatar su ciencia y saber hacer, les exigen, entre otras habilidades, manejar una hoja de Excel, recitar los protocolos para organizar y presupuestar una reunión institucional o demostrar la pericia en el manejo de una aspiradora. Como sus puestos eran provisionales, algunos de ellos ejercidos con acreditada eficacia durante media vida, serán sustituidos en esta masacre laboral, que así llama el director al proceso, por otros que atesoren esos nuevos saberes que la ley ve hoy más necesarios en ese arte centenario y exquisito que componer una página con tipos de plomo, alzar, imponer, entintar, dorar una cubierta o un lomo o coser los cuadernillos de un volumen, arcanos y antiguallas de dudosa utilidad en una imprenta. Se trata de la Imprenta Patriótica de Colombia, del Instituto Caro Cuervo, que en 1991 mereció el Príncipe de Asturias de Humanidades.

Será cosa de la edad, pero cuando uno vea cerca a la de la guadaña, bastará con echar mano del periódico para ver cómo anda el mundo, asistir a un desfile de modelos y escuchar la canción del momento para, salvo por la compaña, morir sin excesivos pesares. Viene a mi mente un texto de Umberto Eco en el que un maestro explicaba a un discípulo o catecúmeno suyo cómo, para alcanzar la sabiduría, había que ir a lo largo de la vida, poco a poco, convenciéndose de la realidad de que todo el mundo es gilipollas, el conjunto y sus individuos, sin excepción alguna. Eso sí, alcanzar tal grado de sabiduría es un largo proceso en el que hay que ir siempre dejando a unos pocos a salvo, en número decreciente, hasta llegar, ya en la vejez, a respetar sólo a dos o tres. Luego a uno solo, al amor de tu vida. Justo antes de morir había que desengañarse y reconocer que ese ejemplar y uno mismo también eran gilipollas, para ya, así convencidos, espicharla tranquilos.

* Ilustración de Pablo García en 
https://elhacedordesuenos.blogspot.com/2014/10/la-magdalena-de-prust-motor-del-recuerdo.html