lunes, 17 de enero de 2022

Epístola equilejana

    A los extremos les molesta que se les equipare. Ya están aquí los equidistantes, nos dirán. Hasta en los casos, que los hay, en los que tal postura tibia sea un intento de no tomar partido o de tomarlo sin demasiado entusiasmo, resulta mejor, menos dañino, que optar por el ponzoñoso sectarismo al uso, parejo en cuanto a la descarnada y común demonización del contrario, que no debería existir. Es lógico que les moleste verse reflejados en el espejo como la otra cara de aquello que más dicen odiar, pero acaban por parecerse entre sí más de lo que a todos nos convendría y ellos quisieran. Cuando alguien de un extremo, y hay más de dos, cae del caballo, no suele parar en el centro del camino, sino en la otra punta del bancal. Sobran ejemplos. Sería difícil discernir cuál de todos ellos destila más apego al autoritarismo, a la imposición de sus correcciones y de sus ideas, a la censura de las ajenas, al desentendimiento de toda culpa que manche su marca y su fe, o de toda realidad que pueda contradecir sus dogmas, sus lemas y sus intereses. Unos escrituran a su nombre al pueblo, o lo intentan con un territorio, los otros a la patria, a la grande o a la chica, como en el mus, entidades que perciben y utilizan de forma artera, interesada y confusa, pues a veces apelan a esas cosas y otras a sus contrarias. Y hay quien colabora, quien calla y quien deja hacer, actitudes poco gloriosas.

    Todos los extremistas intentan minimizar, cuando no negar, los crímenes o corrupciones perpetrados en nombre de su ideología (o parapetados tras ella), de su partido o de su tribu, pues comparten el sentir de que sus causas (obsesivas y a menudo confundidas con sus intereses personales y para cuyo triunfo todo vale), necesitan de un gobierno fuerte, sin contestación y, si es posible, sin alternativa, que en ello se trabaja. Lógicamente dirigido por ellos. Su ideal no confesable es el de un estado autoritario en el que la población poco cuenta, músicas aparte. Les gusta (aunque algunos lo nieguen, que otros ni eso) la mano dura y no soportan la crítica, que si pueden intentan acallar. Aman al líder, que quieren incontestado, pues la libertad, sentida como un estorbo, es cosa menor, un subproducto prescindible, cuando no un peligro. Al final quisieran llegar al mismo lugar, aunque por caminos distintos. La igualdad tampoco es cosa que les preocupe en exceso. En aquellos países sometidos a cualquier totalitarismo, a sus teóricos y promotores siempre les toca disfrutar de los privilegios reservados a las élites, que igual de bien viven líderes, camarillas y otros avecinados en una dictadura de izquierdas que de derechas. Todos esperan caer boca arriba, que es lo habitual en el gremio revolucionario. Al final, Hitler y Stalin acaban encargando los zapatos en Londres y bebiéndose lo mejor de las bodegas. Por todo ello, cada uno intenta dar por buenas, al menos por tolerables, las dictaduras de su gusto. Vamos desde el 'con Franco vivíamos mejor', o 'de la alpargata al 600', al 'en Cuba hay un 100% de alfabetización', cosa que casi se había alcanzado antes de Fidel; 'tiene una buena sanidad', cosa cierta, como lo es que Cuba fue antes de la revolución una de las economías más prósperas de América, aunque aquella situación, igualmente dictatorial, se haya resumido diciendo que simplemente era un casino y un burdel. Hay bondades, ciertas o discutibles, con las que se intenta lavar la cara a algunas dictaduras, pues no hay nadie capaz de hacerlo todo mal, a pesar de que ha habido, y en nuestros tiempos hay, quien ha estado cerca de conseguirlo. Pero son atenuantes y eximentes que sólo se toleran aplicados a las propias. Sean clínicas, sean pantanos. Depende, todo depende.

    De esos argumentos y excusas de mal pagador se deduce que la libertad, como decíamos, es para todo extremista un adorno, un lujo innecesario, a veces una caricatura, más un obstáculo fastidioso que un irrenunciable derecho que defender. Iguales o parecidos argumentos se usan para justificar o relativizar tanto las dictaduras totalitarias y sin disimulos de Pinochet, la de Nicaragua o la de Videla, como la dictadura con elecciones de la Venezuela actual. De las repúblicas de Corea del Norte, Rusia, China, Irán o de las monarquías medievales como Arabia Saudita, nadie parece sentirse concernido por las ideologías que las inspiran y soportan. Los amigos y referentes de unos u otros totalitarios son igualmente inquietantes, pero siendo de los suyos o asimilados, sea Chaves o Trump, Perón o Le Pen, Orbán, Castro o Bolsonaro, el comandante Ortega o Salvini, no hay nada que decir, salvo elogios y justificaciones. Si son de su cuerda, bien va, llegando a justificar cualquier abuso o aberración si se comete contra los que ellos consideran sus enemigos, los que pudieran quitar el poder a los suyos, pues los pueblos, los ciudadanos, las masas, les son indiferentes, simple, aunque imprescindible, relleno del Estado. Ya fue la carne de cañón de unos y de otros cuando sus disputas llegaron a mayores. Lo importante, lo único que merece ser salvado y defendido, son los principios, las causas, siempre por encima de las personas y de cualquier otra consideración. Incluso llegan a ser hostiles a su propio país, a su Historia y a su propia civilización, siempre en deuda con las ajenas, cuyos desmanes quedan justificados o atemperados por eso de las siempre respetables diferencias culturales, un respeto que no pide correspondencia. Llegaron algunos significados orates a entender y a valorar los atentados del 11M, igual que otros crímenes cometidos por fanáticos islamistas, como un justo y merecido castigo, una necesaria penitencia por nuestros pecados como occidentales, tan inveterados como irredimibles. Desde uno de los extremos se desprecian y se presentan, sin distingos, como un peligro las otras culturas y civilizaciones; desde el otro las descalificaciones y los recelos se dirigen a la propia. Es curioso y revelador que no se reproche a nadie el pecar de cristianofobia, aunque en algunos países estos neandertales con turbante degüellen a gran parte de la cristiandad local. El trato a mujeres, homosexuales, la libertad asfixiada por el sometimiento a un dogma religioso impuesto con armas occidentales... Son asuntos internos, rasgos de su cultura y de su tradición. ¿Quiénes somos nosotros, abrumados por los pecados de nuestros antepasados, para juzgarlos? Se habla de tolerancia cero. Según acerca de qué o de quién. Deberían todos empezar por aprender qué es eso de la tolerancia, pues a la hora de ejercerla con sus vecinos que piensan o quieren vivir de otra forma, con otro valores y otras correcciones, ni están ni se les espera.

    Que la democracia está en peligro, es un hecho, aparte de que siempre lo ha estado y que nunca dejará de estar en riesgo, pues es una flor frágil que necesita riegos, abonos y cuidados, no estirazones, podas indiscriminadas e inoportunas, injertos adjetivos, ni paladas de sal. Tiene sus enemigos dentro y fuera, variopintos, regionales o nacionales, de un lado y de otro, y ninguno de ellos es capaz de ver desde su extremo en qué medida también contribuyen a ponerla en riesgo, limitándose a señalar peligros y confabulaciones desde un lado de sus trincheras, el opuesto, el especular. Aunque, de hecho, son capita et navia, caras enfrentadas de una misma moneda: un Jano bifronte que mira a diestra y a siniestra con ojos que nunca se verán de frente, que percibirán en una misma realidad perspectivas y paisajes distintos, miradas inevitablemente opuestas y parciales, regidas por un cerebro gemelo que acaba llevando a ambas faces a pensar y obrar de forma poco diferente. Participan ambos extremismos, inculcados a gran parte de sus simpatizantes, de una misma mentalidad autoritaria, un dogmatismo equiparable y un gusto por las teorías conspiratorias. Es cierto que encuentran soporte en votantes que, a veces y en gran parte, están alejados del pensar desaforado de los líderes, camarillas y militantes de estos partidos, electores cuyas levas se hacen a base de lamidas de oreja y de apelaciones a las vísceras, al narcisismo, al perdón de sus pecados, lo que los deja libres de cualquier culpa, siempre patrimonio del contrario. Argumento recurrente y movilizador es el señalamiento y descalificación de sus enemigos (que realmente son más los otros líderes que sus votantes) y del aprovechamiento y manipulación oportunista, cuando no innoble, de los problemas que tiene la sociedad, para los que ofrecen soluciones rápidas y sencillas, sin costes para el sector de la población que quisieran pastorear hacia las urnas. El poder los desnuda, destapa su inoperancia y su alejamiento de la realidad. Con ese proceder dogmático, más centrado en sus intereses electorales y en la evangelización de sus doctrinas y de sus gustos que en arreglar nada, nunca estarán en la solución real de ninguno de ellos.

    Unos cultivan la nostalgia del todo pasado fue mejor, un pasado que habría que recuperar incluso con todo lo que en él hubo de reprobable, que no es poco; otros, por su parte, desprecian los logros heredados, en nuestra Historia encuentran más motivos de vergüenza que de orgullo y gloria y creen y quieren hacer creer que todo cambio es progreso, que demoliendo no se puede ir más que a mejor, pues poco o nada hay aprovechable en nuestra sociedad. Para algunos de estos últimos, los peores de ellos y no pocos de sus amigos, mejor que reviente, que ya nos repartiremos las ruinas. En cuanto al recurso de refugiarse en el pasado, incapaces de contender con el presente, es actitud común, solamente diferenciada por la valoración y selección de los capítulos a recordar o a olvidar, a celebrar o a denostar. A ambos les perturba la Historia, aunque a cada uno la parte de ella que muestra sus vergüenzas, de ahí el compartido afán por reescribirla.

    Si es cierto que un ejército avanza a la velocidad del más lento de sus soldados, o que una cadena sólo alcanza la fuerza del más débil de sus eslabones, podríamos deducir que la moralidad de un grupo o coalición está limitada por la del más indecente de sus socios. El supremacismo nacionalista, burdo, totalitario y corrupto, o la presencia de Otegui como portavoz de un sector del amasijo coral que apoya y sostiene al gobierno, tibiamente cuestionados si acaso, suponen un lastre que se pagará. Y es justo que se pague. Hace que mucha gente mire a un lado y a otro y entre Abascal y Otegui entienda razonablemente que uno secuestraba, extorsionaba, pegaba los tiros y otro huía de ellos. Mientras otros, siempre trajeados y modositos en las formas, hoy adalides de la moderación, recogían las nueces. Siempre haciendo caja, que el voto va caro. Y puede ocurrir y ocurre que, pensado todo ello, parte del personal vote en consecuencia. Ellos, todos ellos, tienen la culpa. En el país vasco la razón, la decencia y el valor no estaban del lado precisamente de algunos de los extremos que hoy se llaman a sí mismos progresistas. Allí la decencia, el coraje, la razón (y los muertos), aparte de en los cuerpos uniformados, jueces y otros que pasaban por allí o no pagaban el impuesto revolucionario, salvo raras excepciones, estaba del lado del PP y del PSOE. Lo demás era podredumbre. Aparte de los asesinados, el crimen y el silencio cómplice y cobarde de gran parte de la población provocó un éxodo innumerable que cambió para mal esa sociedad, un exilio aún hoy más tapado que estudiado. Y cualquier intento de blanqueo o de olvido son perversiones y mentiras difícilmente digeribles sin caer en las pretendidas amnesias. Si se puede ser socio de fascistas con barretina y apoyado por un criminal como Otegui, ya no hay límite, no puede haber líneas rojas, una vez traspasadas las granates.

    Si usamos la expresión extrema derecha, si la consideramos topológica e ideológicamente adecuada, no debemos rehuir, en justa correspondencia, de encuadrar a otros en la extrema izquierda. Con la salvedad de que cabe dudar de que gran parte de estos últimos merezcan ser considerados de izquierdas, pues hoy carecen de la nobleza e idealismo sacrificado y redentor que una vez atesoró ese sector, junto a la defensa incondicional de valores como la igualdad, la coherencia y tantos otros, hoy malbaratados. Reivindican la II República, cuya peor cara quisieran reeditar, olvidando como vemos, si es que han llegado a conocer, la irrenunciable defensa a la unidad de España que caracterizó a los republicanos decentes, que muchos había, barridos por extremismos varios, hoy renacidos. Lean a Azaña, a Sánchez Albornoz, a José Prat y a muchos otros, algunos huyendo de ambos bandos, como Orwell o Chaves Nogales. Lean, por favor, lean otras cosas que aún no han leído, esas que saben que no les van a gustar, las que pretenden borrar de la memoria que quieren fijar. De entre los actuales extremistas, de los diestros nada esperaba, y menos que lean nada; de los siniestros extremos, qué decir, qué esperar. Ambos respetan formalmente la democracia y se esconden tras sus barnices, unos más que otros dirán, también habrá desacuerdo acerca de quién la respeta más y quién menos. Pero resulta palmario que para los más extremados no deja de ser una formalidad, un engorro, especialmente cuando las urnas no les son propicias. Si pudieran, si les dejásemos, unos y otros prescindirían de ellas.

    Lo cierto es, a mi entender, que, salvo ciertos disparates, ocurrencias y desafueros, explícitos o deducibles del discurso o proceder de ambas orillas políticas, igualmente cercanas a los barrancos del finis terrae ideológico y que suelen espantar a una inmensa mayoría más moderada y amplia de miras, a veces la distancia entre tener razón y no tenerla es escasa, cuestión de énfasis, de matices, de intención de tenerla toda y en todo, cosa que nunca sucede. Muchos son los temas, imposible estar de acuerdo con todos los que cualquier persona o partido sostiene, salvo esas rendidas militancias que poco cuentan salvo dentro sus parroquias pues, aparte de su amén, nada aportan. In medio virtus. Y no se trata de equidistancia, sino de equilejanía, neologismo que aporto para significar el puro y simple aborrecimiento y descarte de los extremos, siempre conveniente.


jueves, 6 de enero de 2022

Epístola ganadera y garzona

Poco me han durado las buenas intenciones para este año que ahora estrenamos. Pensaba dejar de entrar a ciertos trapos y señuelos. Engaños que te hacen arrastrar los belfos a ras de suelo, resoplar persiguiendo bultos que se esconden detrás de capotes tramposos hasta que, cansado y distraído, puedan apuntillarte. Es mejor, me decía, mirar desde un poco más arriba, alejarme del ruedo, no tirarme de espontáneo a esta plaza donde diestros y siniestros representan su función y lidian sus contradicciones. Con su pan se lo coman, pensaba. Mejor leerme la Divina Comedia o el Cossío, que seguir esta fiesta nacional de política zarrapastrosa propia de plazas de tercera, con toros ya resabiados, matadores sin valor ni arte y apoderados que se ríen y llenan los bolsillos jaleando desde la barrera el boquear de los incautos. Cinco días del año he aguantado callado, pero va a ser que no.

Leo las últimas glosas al Apocalipsis del obispo Garzón sobre las tentaciones del mundo y de la carne, pues en el fondo, de religión hablan, aunque en este caso predique lejos de Campazas, su diócesis. ¡Arrepentíos, hijos de Satanás! Es el ministro Garzón predicador titular que, en el desempeño de su ministerio seglar, pronuncia homilías y pastorales que han venido creando más problemas que soluciones, además de no poca desazón a los creyentes. Incluso numerosas apostasías. Y quieren que lo juzguemos por su fe, no por sus obras. Eso es potestad divina y nosotros nos tenemos que limitar y atener a otras varas y a otras romanas. Es normal este desbarajuste doctrinario y pastoral cuando, para hacer sitio, se perpetra la creación de un obispado para una aldea donde bastaba con un curato. Y se pone al frente del invento al fraile goliardo que peor podría desempeñar una canonjía ya dudosa de por sí. La frase esa que acusa a alguien de que cada vez que habla sube el pan, pintiparada para el mentado Garzón, alude a estos incontinentes verbales que tienen la habilidad de meterse en todos los jardines, de crear con sus ocurrencias más problemas de los que con sus hechos solucionan, terreno hasta ahora no pisado por el personaje. Casi siempre hacen daño, a pesar de sus buenas intenciones, por no medir las consecuencias de lo que dicen, por no tener en cuenta ni cuándo ni dónde hablan. No es lo mismo dirigirse desde el púlpito a la entregada parroquia que a toda la cristiandad, detalle que olvida este fray Gerundio descreído y preconciliar. El problema se ve agravado en el caso que nos ocupa, sobre todo, por olvidar que, inexplicablemente dada su capacidad y merecimientos, ocupa el locuaz monaguillo un puesto en la curia que otorga un peso y un valor a sus declaraciones que amplifica y trasciende al de su persona. Igual que el Papa de Roma habla en nombre de Dios y de forma infalible, pero solo cuando lo hace ex cathedra sobre temas doctrinales, (al menos eso debe de creer él, aunque no pocos fieles hay que hoy lo dudan), un ministro siempre habla en nombre de un gobierno; y, cuando lo hace fuera de nuestras fronteras, en nombre de un país. De todo su país, nunca de su partido y menos de su persona. No cabe luego plegar velas o cerrar el tema diciendo que eran opiniones particulares, declaraciones a título personal, como avergonzado y por decir algo ha llegado a declarar algún asombrado compañero de gabinete. Se unen a los reproches varios barones socialistas, además y lógicamente de toda la derecha, que a huevo se lo ponen, pues llueve sobre mojado. No digamos los empresarios y trabajadores del sector, que solo ataques han recibido desde que se creó este organismo redundante que debería defenderlos.

Viendo en los foros locales y en otros mentideros de las redes sociales la unánime embestida de la peña contra quien ose criticar a un ministro de los suyos (aunque hoy en día ya nadie sabemos si somos de los nuestros), me resigno y entro al trapo, que si me callo me da ardor el roscón de Reyes. Estos que siguen son algunos de los argumentos que he ido publicando tras compartir las declaraciones del presidente Lambán, poniendo a caldo (de carne) al imprudente ministro. Al final, uno, meses y meses recluido en casa, simple espectador de lo que pasa y de lo que se dice, se ve acusado poco menos que de formar parte de una confabulación para atacar injustamente a determinadas familias que por fin han conseguido acceder al poder y al mando, de uno en uno o en parejas, como la Guardia Civil. La caverna, el facherío, somos los de siempre, los otros, aunque para su desgracia seamos los más. En fin, lo que para algunas momias ideológicas hemos acabado siendo. Algo así como cuando los militares acuartelados llamaban al resto del mundo 'los civiles', los que vamos de paisano. Niego la mayor. Ellos no corren estos riesgos, los que acarrea el atreverse a pensar. Ya nacieron con todo pensado por sus abuelos. Aunque hagan imprimir en sus tarjetas de visita el oficio de progresistas, la realidad es que siguen siendo y defendiendo lo mismo desde hace más de un siglo, con algunos contradictorios añadidos identitarios o neocorrectos que no han hecho más que diluir y empeorar una doctrina, dudosa de por sí, que ha recorrido el tiempo fracaso tras fracaso. Ya los castigará el Señor. O las urnas, que raramente les son propicias, a menos que logren convencer a los ciudadanos de que hay alguien aún más temible e ineficiente que ellos.

En El Español, Lambán, presidente socialista de la Diputación General de Aragón, reclamaba a Sánchez que quien ha declarado en The Guardian que en España hay macrogranjas que exportan carne de mala calidad, procedente de animales maltratados, no puede seguir un día más de ministro. No suena disparatado. España, como toda la Unión Europea, disfruta de una de las regulaciones más estrictas del mundo sobre maltrato animal y sobre la calidad y seguridad alimentaria de todo aquello que sale al mercado. Justo de lo que se supone que se ocupa su ministerio. También es de suponer que se ha esmerado en hacer cumplir esas regulaciones, es decir, en hacer su trabajo. A menos que recomiende a los ingleses evitar comer una carne de mala calidad, la que nosotros comemos, que, según sus irresponsables palabras a The Guardian, sale de nuestras granjas escapando a una vigilancia de la que él es el máximo responsable. Alucinante. A partir de ahí mis comentarios:

No es el único barón socialista que lo piensa y no se calla, cosa de mérito. Resulta poco menos que un escándalo, dado el dócil sometimiento partidario que se acostumbra. Y se exige. Hasta desde el gobierno del que forma desleal parte lo desautorizan diciendo más o menos que ese ministro va por libre, que no comparten una opinión que, desde luego, no es la del Consejo. Entonces ¿qué pinta allí? Sabemos por qué llegó a ser ministro, menos por qué sigue siéndolo. Otros, al menos, han dejado el cargo sin que les llegáramos a oír la voz. Que lo amordacen, que le pongan una mascarilla de fuerza hasta que sea consciente de que, aunque a él mismo le debe extrañar, de forma inconcebible es ministro. Mi-nis-tro. Sus declaraciones no pueden ser cometidas a título particular, no existe tal cosa. Tienen el peso que les da el cargo, no la persona que lo ejerce. Siempre tienen consecuencias, y más fuera de España. Porque él es un ministro de España, alguien que cobra por defender los intereses del país que le paga, no de la parroquia ideológica que lo impuso como cupo. Deben de estar asustados de la penosa imagen que dan (y bien que se les nota con su prietas las filas), de que la gente puede llegar a valorar y caer en la cuenta de qué ocurriría con veinte ministros como él. Y prácticamente no tienen de otros. 

De esa camada se salva la ministra Yolanda, se dice. Sí será. Su obra cumbre será la reformilla laboral, que no derogación por mucho que gesticulen, que deja en vigor el 95% de la ley de Rajoy, manifiestamente mejorable, más en una situación tan diferente de aquella en la que se aprobó. Al menos, eso del 95% es lo que dice Garamendi, tan poco dudoso de ser un extremista como risueño tras el acuerdo. Y el PP, si allí queda alguien que piensa (que no hay señales de ello), debería votarla con entusiasmo. Seguramente sea así, y resulte la mejor de entre los suyos, lo que, dado el nivel de una recelosa camarilla que se las ve venir, no es para echar cohetes. Y es tanto mejor cuanto más se diferencia y se separa de ellos. La gente lo sabe y ella también, por eso ahora les van entrando las prisas al resto de la tropa, que pocas señales dan de seguir vivos. Al menos políticamente. Pero todos los Atilas, a su paso, dejan la hierba echa unos zorros y hay sombras muy largas que favorecen poco el rebrote de pasados verdores. OTAN no, dijeron otros hace decenios. A veces está bien corregir y en aquella ocasión acertaron desdiciéndose, pero hubiera sido chistoso el intentar convencernos después de que nos habían sacado de la OTAN. Ni de que estos hoy han derogado lo que han terminado manteniendo, con algunos ligeros retoques, seguramente tan acertados como insuficientes, después de basar parte de su campaña y su discurso en la ineludible necesidad de hacer con ella lo que Publio Cornelio Escipión Emiliano Africano Menor Numantino hizo con Cartago: iban a sembrar de sal las ruinas de la ley, tras arramblar con ella. Y la peña dando palmas, antes, ahora y siempre que toquen a rebato. Como ya van cabiendo en un taxi, su censo habitual, se oyen poco, menos que los silbidos. Y eso les inquieta, les espolea, les desespera. Ven enemigos por todas partes, confabulaciones y contubernios, ataques y traiciones.

Se me dice que Garzón no dice cosas diferentes a lo que la ciencia defiende. Cierto. Pero los científicos tienen su papel, su sitio y sus foros. Los ministros, los que piensan, los que tienen en cuenta todas las variables de un problema, un rompecabezas a veces compuesto por muchas piezas de difícil conciliación, tienen como principal misión dentro del país, que es su sitio, trabajar por el bienestar, la prosperidad y la salud de sus ciudadanos, lo que a menudo los lleva a buscar un equilibrio que suele compadecerse poco con los dogmas. Fuera, su papel consiste en defender los intereses de su país. O callarse. Un ministro serio, competente, es decir mejor que este, al menos uno de verdad, intentaría legislar poco a poco para corregir lo que sea mejorable en las granjas intensivas, seguramente mucho, limitando su tamaño, imponiendo condiciones, exigiendo mejoras, pero no desacreditando sectores. Tratar de imponer hábitos es también marca de la casa, aunque es cosa que, de ser conveniente, solo se puede hacer poco a poco y educando, informando, no agrediendo al malvado ganadero, al carnívoro irresponsable ni a la chuleta venenosa. No aplaudamos lo que en otros reprochamos, que ya sé que Casado debería ser más prudente cuando se pasea por Europa. Garzón también. Callados están mejor.

Se me reprochaba por parte de algún contertulio que tal vez no había leído la entrevista entera. Pero sí. La he leído, en español y en inglés. Incluso la astracanada esa de que los varones españoles temen ver su masculinidad afectada si no comen un trozo de carne o hacen una barbacoa. La prensa le ha hecho el favor de no difundir semejante estupidez. No sé con quién se junta este señor. Fue su amigo Evo Morales el que dijo que es el pollo transgénico lo que provoca la homosexualidad. Y la calvicie y otras muchas cosas, a cual peor. Ya sé que en la entrevista Garzón no dice solo lo que algunos dicen que ha dicho, escamoteando el resto, lo que, sin ser un proceder honesto ni inusual, no la hace un bulo. Uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras. 

Ni siquiera discuto el fondo del asunto, porque lleva alguna parte de razón. Si intentaran poner una macrogranja cerca de mi casa, de mi pueblo, me opondría. Mejor lejos. Pero doy un paso que el ministro no da: pensar que, lamentablemente, es necesario que las haya en algún lugar. Se señala el problema, se aportan posibles soluciones y se avisa  de sus costes. Así se actúa, otra cosa es farfolla, queja de barra de bar. Tal vez la Antártida sería buen sitio si todos las vamos alejando; tendría la solución ciertas pegas, ambientales y de logística, aunque ventajas para la refrigeración. No es menos cierto que si podemos exportar carne, mejor que tener que importarla, algo obvio salvo para los enemigos del comercio. Holanda ha apostado por ello, llevar parte de sus granjas y sus animales fuera del país, como en Las Bucólicas de Virgilio cuando Melibeo abandona su tierra al frente de su rebaño de cabras, un coste muy elevado que los holandeses parecen dispuestos a asumir y capaces de pagar. Porque hablamos de costes, si son asumibles o no. Si ese es nuestro caso, que no creo, que nos lo diga Garzón. Y no se concluya, que con estos ojitos lo he leído comentar, que Garzón solo vino a decir que es mejor un pollo de corral que uno de academia, que a tal perogrullada llegamos sin necesidad de que nos ilustre el ministro. Porque hay que reconocer que es la producción intensiva de carne, cereales y otras cosas, lo que permite que el pollo, el pan y los tomates puedan estar en todas las casas, en todas las mesas, lo que ha evitado hambrunas en gran parte del mundo. Realidad frente a utopía. Comer productos "sostenibles", ecológicos, vacas y gallinas criadas en libertad y con fondo de música de Vivaldi, es y será siempre un lujo no extensible a toda la población, un privilegio. A menos que tengas tu propia huerta, un lujo aún mayor.

Otro ministro, este alemán, un joven verde, dice que la calidad de los alimentos disponibles en el país es mediocre, además de perniciosa para el medio ambiente la forma en que se obtienen. Habría que pagar el precio ecológico de hacer las cosas de otra forma, un precio que reconoce elevado. Encuentre las innúmeras diferencias respecto al caso que nos ocupa. Primera: habla en su país, no fuera de él. Segunda: lo hace para advertir a sus ciudadanos de un mal universal, un problema que sufren, pero cuya causa no limita ni sitúa en Alemania ni endosa a sus productores. Garzón habla de la mala calidad de ‘nuestros’ productos, además de la perversidad en el trato animal por parte de ‘nuestros’ ganaderos intensivos, que no señala como general, sino algo propio de nuestro país, marca de la casa. Tercera: Sabe el verde que cría extensiva y cultivos ecológicos multiplicarían el coste y reducirían la producción. Lo sabe y lo dice, no como otros que ni una cosa ni la otra. Cuarta: en consecuencia, avisa de que evitarlo llevaría consigo un encarecimiento dramático. Habría que importar más y más caro, desde más lejos, y el transporte también, aparte de sus daños ambientales, añade sus costes a los ya desmesurados de los alimentos de artesanía, hoy al alcance solo de unas élites que echan en cara al resto su mal gusto y su irresponsabilidad. Quinto: Trata como adultos a sus ciudadanos. No señala culpables, sino problemas. Y lo que es inaudito entre nosotros: avanza que las soluciones y su coste serían algo que, impepinablemente, los ciudadanos deberían sufragar rascándose la cartera, luego no me lloréis. Sexto: Permite al ciudadano deducir que, ante esa realidad, tal vez sea inasumible lo perfecto, siendo necesario, como suele ocurrir, avanzar poco a poco hasta donde se pueda. Algunos arguyen que ambos ministros han dicho lo mismo. Necesitan un curso de exégesis. Y unos andamios para sujetarse la cara.

Vamos a los datos. Si vemos el censo de cerdos, vacas, ovejos, cabras, gallinas, pollos y demás volatería que forman la cabaña patria, resulta que, a ojo de buen cubero y sin exagerar, hay una barbaridad de animalicos. Seamos más precisos. En diciembre de 2011, de porcino había 25.635.000 cabezas. Hoy iba con prisas y no me ha dado tiempo a volverlos a contar, pero al día de la fecha debe de haber más chanchos, aunque otros, porque aquellos ya nos los hemos comido, que aquí algunos mucho hablar, seño, que yo no he sido, pero luego como lobos. Es de suponer que, además de cabezas y con escaso margen de error, también había más de cincuenta millones de jamones y otras tantas paletillas, pernil arriba, pernil abajo. Una hermosura. De vacas y asimilados, seis millones y medio, ovejas el doble y cabras casi tres mil veces mil. Pollos y gallinas, ni te cuento. Entro en cifras para permitir aquilatar la magnitud de la tragedia. Si anduvieran a sus anchas, en plan Arcadia Feliz, se convertiría el territorio nacional en una novela pastoril en la que las faunas de Salicio y Nemoroso “cuyas ovejas al cantar sabroso estaban muy atentas, los amores, de pacer olvidadas, escuchando”, retozarían ramoneando mientras los contribuyentes soplarían la flauta o el caramillo. Dehesas hay las que hay y las praderas, contaditas. O que cada uno críe en casa las reses que le toquen, salte o raje. No lo veo. O nos resignamos al tofu y a comer insectos o tenemos concentrada la fauna en sitios concretos y apartados.

 También entiendo que no conviene excederse en el consumo de ciertas cosas. Lo cierto es que no conviene hacerlo con ninguna. Sean carnes rojas o langostas, aunque hay quien muere sin catarlas, cosa que rara vez les sucede a los que de sus peligros nos advierten. Ellos ternera de Kobe, jamón cinco jotas y gambas de Palamós. Mesura, señores, mesura. Aunque dinero os sobre, no comáis mucho de estos manjares. Si no os alcanza la nómina, problema resuelto. Incluso beberse una garrafa de Solán de Cabras puede ser letal. No falta quien nos quisiera someter (a los demás, como se acostumbra en el gremio de los predicadores) al régimen de alimentación de un grillo, pero un ministro debe ponderar todas esas variables, costes y circunstancias, no puede ser ni ingenuo, ni imprudente, que se parece mucho a ser tonto. Si se pone a largar, a impartir doctrina, sabe cuáles van a ser los titulares y las consecuencias aquí y, peor aún, en el extranjero: Espantar clientes. Debería prever que el titular siempre lo ocupa lo más peregrino, chocante o disparatado que el entrevistado haya dicho y que pocos leen más. Luego Europa se desayuna con las descalificaciones del ministro español de Consumo acerca de la carne que les vendemos. Él debería haber aprendido estas y otras advertencias en el manual que supongo le dieron con la cartera. No es de extrañar que quienes, en el gobierno, en las autonomías o en las granjas, trabajan para atraer a los clientes que él se dedica a espantar se echen las manos a la cabeza, por no echárselas al cuello del bambi Garzón. Si se ha sorprendido, es que aún es más incompetente e inapropiado para el cargo de lo que pensaba. No ha entendido en qué consiste su trabajo. Si un ministro de defensa hiciera en el extranjero unas declaraciones equiparables sobre las miserias y carencias de su país en el tema a su cargo, ser ciertas sería más un agravante que una disculpa. En todos los países con fuste lo cesarían, en no pocos lo meterían en la cárcel (los suyos en Siberia) y en algunos lo ejecutarían. Si no ha entendido eso, si no queremos entenderlo, es que no sabemos cómo funciona el mundo. Garzón está claro que no ha asimilado ni ha sido capaz de entender nunca su función, sus responsabilidades ni sus obligaciones. Con ello hace más mal que bien, en mi opinión, claro está.

Decía al principio que mi intención es la de intentar levantar algo el vuelo, ir un poco más al fondo de las cosas, siempre complejas, evitar vernos enredados en inútiles diatribas a ras de tierra, o más abajo, al reclamo de las miserias, anécdotas, chismes, dimes y diretes de rebotica o de patio de vecinos en que nos tienen entretenidos, siempre a toque de corneta de las estrategias y miedos de los partidos. No merece la pena, todos acabamos pareciendo tontos, argumentando lo obvio, buscando y midiendo diferencias con pie de rey o con empeine de presidente de república, donde pocas hay. Los hay iguales y peores, hoy no hay ya de otros. El gremio al que, para nuestra desgracia, hemos permitido encumbrarse y destrozarnos el país y la vida no merece, encima, que les dediquemos nuestro tiempo, nuestros pensamientos, nuestras palabras. Nadie dice una sola propuesta positiva, ni desciende a explicitar los costes y consecuencias de sus brindis al sol, todo se hace contra alguien o contra algo, en la peor de las maneras y, como sociedad, se nos espolea para machacar a los pocos que en cualquier empresa o actividad asoman la gaita sobre la mediocridad imperante. Solo queda votarles o dejarles de votar, cosa que también solemos hacer más huyendo de unos que atraídos por otros.