viernes, 27 de marzo de 2020

Epístola consolatriz


    Hago, como todas la mañanas, una revista de prensa y medito que, aunque los más sensatos vienen a coincidir en lo esencial, hay artículos que aportan enfoques distintos o miradas atentas a aspectos concretos a una situación de la que no creo que podamos ser aún del todo conscientes. De ella y de sus consecuencias. Hay acuerdo en que nada volverá a ser igual y todos dan por supuesto que aprenderemos la lección. Aunque normalmente tiendo al optimismo no me pondría a echar cohetes, pues mi fe en el género humano es escasa. Unas veces abundan los individuos que no están a la altura del comportamiento del conjunto; en otras es al revés, los elementos, uno a uno, son mejores que el grupo que forman, donde se diluyen las virtudes y se suman las miserias particulares.
 
    Desconfío por varios motivos. Primero, porque no hay una lección que aprender, que hay muchas, todas ellas imprescindibles. Segundo, porque la Historia lo que nos muestra es que nunca antes ningún pueblo, en ningún lugar ni época, ha acabado aprendiendo de los errores nada importante y menos para siempre. Tercero, porque podemos ver que hay al mando en algunos países, algunos de ellos inmerecidamente admirados, personajes a los que llamarles desalmados es hacerles favor. Alguno de ellos llega a pedir a los viejos que se sacrifiquen o dejen sacrificar en aras de la economía, su único dios verdadero. Cierto es que también hay muchos que piensan igual sin atreverse a decirlo, aunque terminen por actuar en esa línea. En el Japón de los samurais hubieran acompañado tal declaración de falta de principios con el harakiri, dando ejemplo, porque quien así hablaba en los Estados Unidos de Norteamérica del Norte ya no cumplirá los setenta, que ya los tiene, pero da por supuesto que para él y para los suyos si habría salvación, que allí más que en otros sitios depende del dinero. Un dinero que nunca han considerado conveniente dedicar a proteger la salud de sus ciudadanos, un derroche innecesario. He consultdo el Casares, a doña María Moliner y al DRAE y no encuentro palabra precisa y ajustada para calificarlo. Me quedaré en miserable hijo de puta, y que perdonen las hetairas que las meta en esto, pues mucho preferiría estar gobernado por una puta que por Trump, Bolsonaro o Boris Johnson. Paro por abreviar una lista extensa. Por su oficio suelen tener más conocimiento y humanidad y ninguna de ellas dejaría morir de esta forma desagradecida, cruel y despiadada a los abuelos.

    Los españoles, siempre dados a usar el cilicio y al látigo de siete colas en las carnes propias, desde antiguo miramos, con más desconocimiento que acierto, a otros países de una forma en exceso favorable. Abundan entre nosotros los soplagaitas que intentan mortificar nuestras conciencias por nuestra historia y por ella nos imponen una penitencia sin fin que no concede perdón; y también por nuestro presente y por los defectos y errores en los que caímos y caemos. Todos incurrimos en esa tentación, antes o después, de una u otra forma. Nos gusta lamentarnos y pintarnos más feos de lo que somos, cuando en general, incluso en teniente coronel, la media es guapísima, como ahora comprobamos con alivio. Siempre escasos de patentes, tampoco es nuestra la invención de esos males, antiguos y universales.

     No obstante, aunque tampoco sea mal exclusivo de España, sigue siendo la envidia y el afán de segar toda cabeza que destaque el verdadero deporte nacional, y es norma el que no dejemos nunca de lamentarnos de nuestros gobiernos de forma despiadada, sangrienta, en un partido que unas veces se juega en casa y otras como equipo visitante, no faltando insultos y penaltis vistos por unos y no por otros, también por turnos. Ni ahora paramos, cuando el lance es decisivo, que otros anteriores no dejaban de ser choques amistosos en los que poco o nada esencial se decidía, sólo la honrilla del club. Tal vez de resultas de esta tragedia nos dejemos de garambainas y de catecismos sectarios que nunca deben llegar a ser programas de gobierno, como no pocos pretenden. 

    Vemos a los próceres foráneos mentados que, como otros, sestean viéndolas venir, y cuando les lleguen poca envidia nos van a dar. Y agradeceremos estar en mejores manos y corazones que esos países grandes en tamaño y en riqueza, que no en humanidad. No hay en España partido ni líder capaz de llegar a esos abismos morales, ni en el gobierno ni en la oposición. Aunque llegará el momento de pedir cuentas a unos y a otros, que los errores y retardos se pagan con vidas, por el momento doy gracias a los dioses por esas diferencias. La situación es terrible, podría haberse aliviado en parte, y también hubiera podido ser peor, suicida como en USA, UK, Brasil y otros paraisos donde siguen los consejos de la serpiente. Algunos en el frío norte se creen a salvo. Esperemos. Por lo pronto Boris Johnson ha dado positivo en coronavirus, y no sé si eso es justicia poética o si sobra el adjetivo.

    Toca ir todos a una, que errores ha habido, hay e inevitablemente habrá, aquí y más en otros sitios. Los lamentaremos y censuraremos, aunque siempre hay que pensar que a cojón visto varón seguro. Habría que pedir a muchos que cierren la boca, tanto en los gobiernos, el central y los regionales, como en la oposición, que hoy lo que faltan son recursos y lo que sobra son palabras.

sábado, 21 de marzo de 2020

Parábola de los buitres


    Mira que me lo había propuesto, no sé si conseguido. Hablar y escribir en tono positivo, incluso intentando suavizar con humor unas circunstancias trágicas que deberían llevarnos a la unidad, a aparcar por el momento discusiones y pelarzas ideológicas que el momento hace no sólo inoportunas, sino indecentes.

    Pero resulta imposible. Hay quien no abandona su guión, quien intenta marchar por libre en sus demencias y sus infamias. Cuando hay gente que muere y gente que lucha para evitarlo, cuando el protagonismo lo toman cientos de miles de personas anónimas que atienden, curan, protegen, transportan, limpian o mantienen los suministros disponibles, hay fantasmas que siguen ahí, ectoplasmáticos, arrastrando sus cadenas y apareciendo en lugares oscuros para espantar al personal, ululando como buhos siniestros. No en los bosques, sino en despachos gubernamentales o en la BBC. 

  Aunque hay bastantes, demasiados, cuesta encontrar nada comparable en infamia al señor Torra y sus palmeros, lo que es para nota. Pocas cabezas hay capaces de hacer sitio a tanta basura moral. No queda sitio para nada más. Todo en ellos es abyección, bajeza, envilecimiento. Son un ejemplo de hasta qué cotas de inmoralidad puede llevar el fanatismo que, en su caso, llega a arramblar con todo resto de decencia y de humanidad. Faltan en sus hospitales los recursos dilapidados en embajadas, propaganda, televisiones y prensa a sueldo, carencias que como se acostumbra se atribuye a Madrid. Como pollo sin cabeza zozobra una administración que durante lustros ha dedicado personas y dineros a jugar a hacer una república, un engendro totalitario que sin duda tendría una legitimidad y decencia pareja a sus impulsores. Algo temible y, desde luego, escasamente democrático y respetuoso con quien no les baile el agua.

    La paranoia es sólo uno de sus muchos problemas mentales, pues se une a esa indeferencia al sufrimiento ajeno, esa falta de empatía propia de los psicópatas. Sólo eso explica algunas de sus viles manifestaciones de irónico desprecio ante la muerte de madrileños y otros seres degenerados con los que muy a su pesar comparten país. De Madrid al cielo, vomita Ponsati y comparte Puigdemont y la peña.

    Infectado por un virus que indudablemente viene de la capital del reino, este espécimen inclasificable dedica su escasa capacidad mental a intentar desacreditar a su país ante la BBC, persiste en su afán por aislar a Cataluña del resto de España, no por protegerla, sino por disfrutar de una frontera aunque sea por unas semanas. Seguramente impedir el paso de Castellón a Tarragona frenaría mucho la infección. Santes o después habrá que aislar Barcelona, Igualada, como habrá que hacer con Madrid, Valencia y otras ciudades donde se concentra la tragedia. Sobre todo si los más irresponsables de sus moradores persisten en colapsar las carreteras los fines de semana rumbo a la segunda residencia, al campo, a la playa.

    Para evitar esos comportamientos antisociales, que aceleran la extensión del problema, sin duda deberá recurrirse al ejército, pues las otras fuerzas de seguridad están siendo desbordadas. Limpia y desinfecta el ejército puerto y aeropuerto de Barcelona, cosa que, entrenidos en su monotema no habían llegado a hacer, ni siquiera a contemplar. No tardarán en tener que instalar hospitales de campaña, tanto allí como en cualquier otro sitio de España donde sea necesario. Para estos orates descerebrados se trata de una invasión militar, por tanto rechazable aunque sea imprescindible. Los ciudadanos para ellos son rehenes de una idea, la única que tienen, escudos humanos si hace falta.

    Cuando todo esto pase, que pasará, el virus habrá barrido con el procés, habrá mostrado la miseria moral de los enajenados mentales que lo inventaron e impulsan y, por el momento, deja a Torra y a todo su entorno como pasmarotes que gesticulan en un teatro vacío. Los que habitualmente llenan el aforo también deberían hacérselo ver, tanto como los que aplauden la obra desde lejos, cómplices de estos desatinos.

    Durante años, y aún hoy, abundan los que miran para otro lado, considerando que algo sacarán de ese desmantelamiento del Estado que lleva siendo la única misión de la administración catalana desde hace demasiado tiempo. O esos otros, pocos, que con escaso éxito promueven caceroladas coincidentes con aplausos solidarios destinados a gente más decente y más útil que todos ellos. Como siempre, centrados en los problemas reales y urgentes. O los que aprovechan un cargo que se muestra superior a su valía y capacidad para endosar un mitin vacuo, inoportuno, ombliguista e improcedente. Ya llegará la hora de hablar de ello con detenimiento, aunque se les puede adelantar que nunca llegará una república a España si es de su mano. Espantan más que ilusionan, como buitres revoloteando cuando huelen a muerto.

martes, 17 de marzo de 2020

Epistolilla alarmada, pero reconfortante

Queridos hermanos:

    Recluido en mi cenobio, como manda el Estado de Alarma y recomienda la Regla de San Benito, rezo mis oraciones, pongo una vela, medito y observo cómo esta crisis sanitaria hace aflorar, como suele ocurrir, las virtudes y los pecados de la congregación. Pone en evidencia sus puntos fuertes y sus puntos débiles. Algunos falsos profetas también aprovechan la ocasión para propagar la herejía, poniéndose en evidencia a ellos mismos y sus miserias, tanto como a sus falsas doctrinas, algo de agradecer pues les vemos hoy y recordaremos mañana como de verdad son. No merece la pena detenerse mucho en esos personajillos, que tiempo habrá. El Señor les castigará con dura mano y arderán en los infiernos de la oposición

    El grado de responsabilidad de la población es notable, tanto como su solidaridad, nunca puesta en duda. Ya éramos y somos el primer país del mundo en cuanto a donaciones de órganos, entre otras cosas importantes.

   Nos pilla la cosa con uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo, si no el mejor. Aún así se verá comprometido, tal vez menos que el de otros países que dejan a Darwin al mando de la situación. Y no por falta de recursos, sino de humanidad. En una situación así cualquier sistema sanitario se quedaría corto pero, como los seguros, es necesario pagarlos esperando no tener que recurrir nunca a ellos, aunque deben de estar allí para cuando sea menester.

    Como ninguna ocasión se desaprovecha para arrimar estas ascuas a sardinas políticas, no deja de haber quien hable de desmantelamiento previo de la sanidad, sugiriendo un culpable claro y único. Por supuesto hablan olvidando que es competencia transferida a las comunidades autónomas, regidas por diferentes opciones políticas, algunas durante decenios, tal vez por la opción política del criticador. Miren quién desmanteló, cuánto, si es que se hizo y dónde, y si cuando la economía empezó a permitir ciertas alegrías, se ocuparon de mantelar lo previamente desmantelado. Choca escuchar a mosén Torra, heredero de fray Mas, artúrico desmantelador máxímo, echando las culpas a Madrit y al hermano Rajoy. Mire cada uno en su propio convento, bajo su alfombra, y tiren menos primeras piedras los también pecadores. Mejor aprendan y aprendamos todos de esta dura lección qué es lo importante, que mucho tiempo y recursos hemos perdido en cosas y temas que no lo eran tanto.

    Leo que en la villa y corte de Madrid el gremio hostelero ya ha puesto a disposición de las instituciones sanitarias 60.000 camas de hotel para uso hospitalario. No ha sido necesario recurrir al decreto de Estado de Alarma para intervenirlas a la fuerza, cosa que habría que hacer si otra fuera la actitud, cosa inimaginable. Sí puedo imaginar que otro tanto ocurrirá en toda España que, por cierto, tiene en algunos destinos turísticos concretos más camas que otros países enteros. Pero, desgraciadamente, nó sólo hacen falta camas, también y más importante, personas y medios.

    Todo el país enclaustrado en las celdas de sus conventos no ha puesto en compromiso la red de telecomunicaciones, a pesar del uso intensivo y continuado. Se nos pide que no abusemos del móvil, que utilicemos el teléfono fijo en lo posible para no colapsar los satélites. ¡Cabrones, no enviéis tantos vídeos por Whatsapp! Resulta que España tiene más fibra óptica instalada que Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia juntas, dato que los eternos agoreros, siempre echándonos paladas de tierra a nosotros mismos nunca cuentan.

    Todo es mejorable, empezando por que algunos creyentes descarriados dejen de sacar a pasear al radiador, acaparar papel higiénico, afan universal que escapa a mi comprensión, y otros comportamientos más relacionados con la psiquiatría que con la gestión de la crisis. Que el Señor les perdone.

    Tenemos unos buenos servicios públicos, atendidos por profesionales aún mejores. Falta cuidarlos, dotarlos de material, reforzar las plantillas, poner la industria nacional y ¡ay!, la europea a fabricar lo necesario, pues si capacidad sobra debe ser la voluntad lo que falta. Como tengan que ser los chinos quienes nos proporcionen mascarillas, respiradores y guantes, entre otras cosas, mal porvenir tiene Europa.

    No ha sido mala enseñanza para algún reyezuelo local comprobar que su poder era delegado, subsidiario de un único Estado, pastor que cuando es necesario toma las riendas del rebaño completo porque hay ovejas negras que sin perro se pierden y se van hacia el barranco soñado.

    Hoy toma el gobierno medidas económicas. Esperemos que el Señor les ilumine, y no me atrevería yo a indicarles si deben rezarle a san Keynes o a otros santos rivales, no sé si más o menos milagreros, que doctores tiene la iglesia. Pero no se queden cortos, que la supervivencia de mucha gente, mucha, está en sus manos. Esperemos, lo que es mucho esperar, que Europa esté a la altura. Mucho se juega y mucho nos jugamos. Sanos y enfermos han de comer, cobijarse y pagar sus facturas.

    Y, cuando todo esto pase, que será con bien si los gobiernos saben estar a la altura de sus ciudadanos, (Y no pocas guerras, tal vez todas, las hayan ganado más soldados y cabos que los generales que luego se apuntaron las victorias), convendría no olvidar quiénes en realidad han estado en primera línea, cómo se les había valorado y pagado antes, cómo se había cuestionado su número y su compromiso y cómo dejar de regatear recursos de forma suicida a lo imprescindible y de acordarnos de Santa Bárbara sólo cuando truena.

    Y ahí entra tanto el personal sanitario, docentes cuyo trabajo colapsa hoy las redes de la administración educativa, fuerzas de seguridad, ejército, agricultores y ganaderos, transportistas, cajeras, cajeros y reponedores de supermercados, personal de limpieza, recogida de basuras y tantos otros oficios que, al fin y al cabo, nos dan y conservan la vida. No lo olvidemos después. No lo olvidemos nunca.

    Vale.

sábado, 14 de marzo de 2020

Epístola vírica


Cuando la vida, la naturaleza, nos pone contra el espejo de nuestra insignificancia y el reflejo que vemos nos muestra como insectos soberbios ante fuerzas que nos rebasan, que en la naturaleza son casi todas, en pocos días parecen ridículas nuestras inducidas y habituales discusiones sobre si son galgos o podencos. Tal vez ahora lleguemos a considerar que pudieran ser pastores, alemanes o no. A lo mejor ni siquiera eran perros. De nuestro entretenimiento habitual desde hace demasiado tiempo, esto es, jugar con las palabras como vasos que llenamos y vaciamos de significados, pasamos a la cruda realidad, algo que veníamos dejando a un lado. Señuelos lingüísticos les llama Daniel Gascón. Algunos dirigentes, tertulianos y mediopensionistas de pronto se ven enfrentados a un problema real. No es que no hubiera otros, aunque este nuevo es inaplazable, poco dispuesto a ser toreado con palabras, como se acostumbra. Se trata de un miura vírico, poco dado a componendas. Ciertos temas y personajillos van quedando reducidos a su verdadero valor, entre el ridículo y la existencia fantasmal. Que no cunda el pánico: pasado el susto, volveremos a nuestra gilipollez habitual, que los pensamientos de velatorio duran hasta que salimos de él, y reanudaremos las discusiones sobre el género de los ángeles.Somos más frágiles de lo que habíamos llegado a creer, de lo que nos habían contado. Nuestros liderzuelos, mandantes o aspirantes al mando, que poco se llevan, tienen otra ocasión maravillosa para mostrar su altura o desmentir su bajura, aunque muchos la están desaprovechando estrepitosamente, ofreciéndonos el equivocado consuelo de mostrar que es mal común la mala gobernanza, algo mundial. Como estamos acostumbrados a que unos y otros se dediquen más a crear problemas nuevos que a resolver los existentes, uno no sabe si ante una cuestión grave y real sería mejor estar en manos de Putin o de Sánchez, de Xi Jinping, de Trump o de Johnson. Aunque no deja de ser penoso estar en manos de nadie, este último tiene la ventaja de que su nombre huele a jabón. A champú para niños. Parece ser que tan insigne prócer, en su cada vez más aislada isla, opta por dejar obrar a la Naturaleza en plan darwiniano, se decanta por propiciar que sobreviva el más fuerte, que gane el mejor con puro fair play biológico o religioso, que el Señor tiene sus designios y el virus, aunque borde, no deja de ser una criatura de Dios como la tarántula y otras alimañas. Dice, mientras se atusa las rubias greñas propias de un águila matada a cañazos, que en algo nos parecemos, que habrá que hacerse a la idea de que muchos familiares van a morir antes de tiempo, especialmente los viejos, aunque su descaro y su crueldad muestren que no piensa en los suyos. No se podrá atender a todos, dice. Un derroche estéril e inasumible para las menguadas arcas de lo que queda del imperio británico, cuatro islotes. Cada vez los consejos de ministros del mundo se parecen más a una barra de bar, o de pub en este caso, tanto en tono como en la solvencia de las propuestas. No habrá faltado quien proponga hacer una manifestación contra el coronavirus. Pero Boris, que aunque nació en New York fue luego desasnado en Oxford, no es así de zafio. Es hombre de muchas lecturas y se pone sin gran esfuerzo en modo Dickens, que esos sí que eran buenos tiempos para los suyos. Mejor declararse impotente ante el virus y priorizar la economía, según nos cuenta, aunque no descienda a aclarar de quién es la economía a la que se refiere, pues en esta función el bienestar seguro de unos pocos parece depender del malestar probable de los más, incluso del mutis por el foro de no pocos, para él prescindibles. Una pena, dice, dando por descontado que él y los suyos están a salvo. Viendo las producciones de su cabeza, como las de otros, más parece expuesto a infestarse con la filoxera o el gorgojo de la patata que a infectarse con un virus ahora adaptado a las personas. A ellos no les faltará cama en la UCI ni respirador. Al menos los Boris hablan con claridad; de forma obscena, pero transparente. Como lo cierto es que el virus se ceba con los viejos y enfermos, parece contar el Boris británico con que el mal de estos que deja a su mala suerte sea el bien que contribuya a sanear las cuentas de la seguridad social, que cada difunto es una pensión menos a pagar. No hay mal que por bien no venga. Como en el caso de Trump y otros de semejante catadura moral, es lo malo de estar desgobernados por contables y negociantes, pues no hay columna para la humanidad en los libros de caja.En Houston y alrededores también tienen un problema. Si la sanidad es algo disponible sólo para quienes pueda pagarla, resulta que los cabrones de los pobres nos van a infectar a todos, piensa el Trump, su cuadrilla y al parecer sus votantes, aunque es más caritativo pensar que ni unos ni otros piensan nada. Tiene cojones la cosa, no vamos a tener más remedio que curarles de balde las miasmas por nuestro bien, que bien hemos demostrado que poco nos importa el suyo. Un país que tiene billones para enviar naves al espacio, trillones para invadir países que ignora dónde coño están, carece de capacidad y de intención de proporcionar una sanidad universal a sus contribuyentes, que me cuesta llamar ciudadanos. Un país así, con todos sus logros indiscutibles, es un fracaso, y no solo moral. Al menos, aún hay cosas de las que uno puede estar orgulloso en el nuestro, y mal haríamos en echarlas a perder. Se acercan elecciones en USA y, como siempre, triunfará la democracia, el pueblo votará con su inteligencia y tino habituales y tal vez, como en el Brexit y otros referémdums legales o ilegales, elegirá precisamente lo que menos le conviene. Una de las grandezas de la democracia es el poder elegir el veneno que te mate. Lo que es un hecho es que una ley que prohibiera o evitara vivir en eterna campaña electoral, como nos ocurre a nosotros, apaciguaría los ánimos y arreglaría gran parte de los problemas simplemente porque evitaría que, al calor de las disputas y las meaditas ideológicas para marcar el territorio como lobos, se creen problemas nuevos, en gran parte imaginarios, que es nuestro caso. Descubrimos asombrados que las siete plagas de Egipto pueden escapar del Egipto bíblico y terminar alcanzándonos la peste, la langosta y el hambre, hasta ahora jinetes ajenos y lejanos. Algunas inundaciones, tempestades y terremotos lo habían anunciado, pero bien está que te mate algo gordo, telúrico, inabarcable. Los dinosaurios sin duda se extinguieron a gusto, sin tales humillaciones, arramblados por un pedrusco del tamaño de Irlanda. Pero coño, una mierda de virus lleno de pinchos, invisible hasta con las gafas de ver, parece más ofensivo que letal. Pero ahí está, a lo suyo, aunque no sepamos en quién viene encaramado y vivamos atemorizados y recelosos, barba en hombro. Un virus canijo y mezquino nos confina en las celdas de nuestras casas, convertidas en cenobios, y vacía hoy las grandes avenidas, los nudos de carreteras, los destinos turísticos normalmente atestados de gente y de coches. Si antes se peleaban los ganchos de los restaurantes en los paseos marítimos estirazando del turista para arrastrarle hacia sus gambas, hoy los solitarios paseantes de las playas son mirados con temeroso resquemor: ¡Hostias, un madrileño! El temor no hace distingos, no deja espacio para taxonomías precisas y ajustadas. En playas y secanos, barrancos y quebradas, cualquier semoviente, seguro portador de virus que bullen y flexionan las ancas para saltar sobre nosotros, madrileño ha de ser. Como hay muchos, estadísticamente es fácil que acierten, aunque la irresponsabilidad no es invento exclusivo de la corte. Benidorm ayer mostraba en sus bares lo que parecía ser una convención de insensatos. El caso es que, —a la fuerza ahorcan—, le damos un respiro al planeta con esta bajada de humos. Incluso cierran bares y restaurantes, como un fin del mundo en cada barrio, pequeño y pasajero, en el que nos vemos obligados a prescindir de cosas supuestamente imprescindibles. Las autoridades sanitarias han venido a recomendar más o menos mi forma de vida, cercana a la del eremita. Las gentes, recluidas en sus casas tras el toque de queda, puede ser que lleguen a conocerse un poco mejor. Entre ellas y a sí mismos. Incluso que no se gusten. ¡Joder, qué grande está el nene! Por cierto, ¿cómo se llama este niño? Tal vez, como Gila, se crucen por el pasillo con un señor de marrón que, al parecer, vivía con ellos. No parece mala gente. Seguramente el principal problema para las autoridades será tener entretenido al personal sin que caigan en la funesta manía de pensar, enfrentados a llenar el tiempo por sí mismos, obligados a recuperar —si las había— aficiones olvidadas: terminar el puzzle o la maqueta iniciada hace decenios. O bajar la guitarra del altillo y recordar antiguos acordes. Incluso llegar a leer, a dibujar o a cocinar con enjundia y sosiego, a fuego lento. En Italia, según leo, emitirán en abierto algunos canales porno, para ayudar. No sé, y además ignoro, si será peor el remedio que la enfermedad. Los más desesperados aprovecharán para pintar la casa, pues no harán otra cosa que pensar en ti y, aunque no se les ocurra nada, repararán en que, por cierto, al techo no le iría nada mal una mano de pintura; se decidirán por fin a colgar el cuadro, arreglar la bisagra de la puerta o barnizar las sillas, encolar la mesa que cojea y arreglar el grifo que gotea, limpiarán los cristales por fuera y harán sábado los martes también. Se retirarán las camisas del manillar de la bici estática, que será estrenada por fin. Quien tenga patio dejará el césped como cuero cabelludo de un marine, en todos los balcones las plantas, ahora bien regadas y abonadas, lucirán como nunca, floreciendo en marzo; deslumbrará el brillo de los suelos y todo estará ordenado, salvo los alrededores del sofá frente a una televisión que echará humo, llenos de latas de cerveza vacías. Como las desgracias nunca vienen solas, no hay fútbol, que tanto hubiera ayudado. No me atrevo a describir la situación donde, además, haya niños en edad de merecer. Ya Dante dejó mucho dicho sobre el tema y poco hay que añadir sobre tales martirios y penitencias. No pocos se determinarán a escapar a la calle, aprovechando para comprar tres cajas de Mahou, veinte barras y mucho papel higiénico, mientras les da cita el psiquiatra. Cuando termine la cuarentena, por los portales de los edificios emergerá una nueva humanidad, los supervivientes, y veremos que más habrá matado el aburrimiento que el virus. Como la cosa no podía ir a peor, nos parecía, tal vez haya que tener esperanza en los cambios.

Si de verdad aprendiéramos, si dedicáramos a pensar parte del tiempo de esta impuesta retirada a nuestras habitaciones, incluso a estrenar el cerebro en no pocos casos, nada volvería a ser igual. Muchas cosas serían cuestionadas. Poderes, valores, equilibrios, necesidades, hábitos, costumbres y discursos. Muchas épicas quedarían reducidas a escombros y muchas cuentas y ecuaciones deberían ser resueltas de forma distinta a la acostumbrada. La equis no estaba donde solíamos buscar. Otras cosas y otros logros que la rutina dio por eternos, a veces cuestionados o malbaratados, deberían salir reforzados. Tal vez nos lancemos a la revolución, a la del sentido común, valorando precisamente eso, lo común. Al menos, casi todos, estamos aprendiendo que lo más importante que tenemos en común es la vida. Y que, al final, para salvarla dependemos de los demás tanto como las de los demás dependen de nosotros. No es mala lección. Cara pero necesaria. Nuestra salvación está en nosotros mismos y en nuestros servicios públicos. Decir servicios públicos es decir funcionarios, esos de los que tan sobrados andábamos según opinión muy extendida durante la crisis, cuya disminución en número y en sueldo tantos aplausos mereció entonces. Y los servicios públicos son impuestos. Siempre hay que procurar elegir bien, pues luego nos pueden decir que no deberíamos haber elegido muerte. Vale.