Habría que meterse en muchas honduras y filosofías para analizar la fe que muchos (y no los mejores) tienen en el poder de las palabras para transformar la realidad de forma rápida y casi mágica para adaptarla a su relato. Hay muchos que, como yo, creen que lo mejor que podemos hacer con ellas es dejarlas vivir por su cuenta, pues no tienen dueño ni pastor al ser una destilación secular de la sociedad. Dejar que signifiquen lo que venían significando y no jugar con las cosas de entenderse para amparar desvaríos, cobijar falacias, enmascarar ideas de difícil digestión, malversar conceptos para camuflar realidades incómodas, imponer visiones, rebautizar todo aquello que los tergiversadores son incapaces de transformar, y demás perversiones del lenguaje de sus tribus, una neolengua que intentan imponer como primer paso para conseguir la hegemonía ideológica, antesala del poder absoluto e indiscutido que tanto les gusta. Vacían el significado de muchas palabras, a menudo las más importantes, que quedan hueras y desabridas, para rellenarlas con interesadas y novedosas significaciones y sugerencias, hasta llegar a que nadie sepa ya a qué nos referimos cuando hablamos de libertad, de igualdad o de democracia, de legalidad, de concordia o de justicia. Las palabras, nacidas para entendernos, son usadas para confundir y enredar, para dividir y para enfrentar, para estabular identidades, para esconder o modelar la realidad, con un uso entre tautológico y performativo, pero siempre engañador.
Ya la constitución de 1812,
la Pepa, establecía con más ingenuidad que efecto, que el amor a la Patria es
una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo el ser
justos y benéficos. Dicho y hecho, unos santos varones y hembras, como desde entonces hemos podido comprobar.
Ese artículo, estrictamente aplicado, habría llevado a presidio a gran parte
de la población, lo que ciertamente hubiera evitado muchos males. Como
resultaría arduo, costoso y problemático, se acaba optando por poner la cárcel
fuera, encerrar al personal en una celda mental que usa las palabras como
barrotes.
Hay muchos orates y chamanes que viven en un perpetuo hágase la luz, confiando en que sus conjuros y abracadabras modifiquen la realidad, creando una nueva. Usan las palabras como encantamientos o polvos mágicos, como especias y aderezos que disimulen lo indigesto, insípido y diluido de su caldo ideológico, un cocimiento de su cocina adanista que tiene por ingredientes la demolición de toda costumbre, uso o tradición de un pueblo al que desprecian, la falta de respeto a las leyes y la descalificación de los que las aplican, la renuncia a la verdad y el desdén a la palabra dada, el desprecio por las formas, su falta de sustancia, sus grumos y la falta de limpieza con que se ha cocinado el guiso. Ni las manos se han lavado. No es raro que estas cocciones y adobos lleguen a ser infecciosos, pura salmonela verbal que acaba afectando al cerebro de los que se habitúan a alimentarse con ellos en el recogimiento de sus conventos.
Derecho a decidir, así a
granel, eufemismo que enmascara el inexistente derecho de autodeterminación; voluntad
o mandato popular, como carta blanca para el mesías de turno que se considera
su único intérprete y depositario; restablecer o recuperar, para referirse a
conseguir lo que nunca se tuvo, a volver a ser por fin lo que nunca antes se fue; llamar
nación a lo que sólo es una pequeña parte de la única existente,
plurinacionalidad por disgregación, federalismo asimétrico por institucionalizar
la desigualdad y el privilegio entre ciudadanos antes iguales, referirse a los
bancales o a las lenguas como sujetos de derechos que se arrebatan a las personas,
decir que se persigue la concordia dividiendo al país en dos bandos
irreconciliables separados por un muro que ponga a unos, los condenados, a la
derecha y otros, los salvos, a la izquierda de Sánchez, un dios menor encastillado en su olimpo monclovita; el ver
como mayor expresión de la democracia y respeto a la voluntad popular el hacer
ley de las aspiraciones y desvaríos de grupos marginales electoralmente, es decir hacer
suyos a cambio de apoyos parte de programas ajenos y antes combatidos que han
sido rechazados mayoritariamente en las urnas, creyendo que cincuenta hombres
forman un ciempiés en el que quien acaba mandando no es la cabeza, sino los pies
que andan cada uno hacia un sitio diferente. La cabeza, con tal de marchar
delante, se deja llevar y ni le preocupa la ruta ni se molesta en mirar hacia dónde
le empujan los de atrás. ¿Qué podría salir mal?
No he entrado en escritos anteriores
a argumentar en contra de algunas leyes y medidas porque hacerlo sería
aparentar que realmente se debate algo, cuando ya está todo el pescado vendido,
metáfora muy apropiada para el caso. No cabe el argumento, ni a favor ni en
contra, cuando estamos ante una simple e indecente transacción de impunidades a
cambio de permanencia en el gobierno. Como no hay nada más, todo lo que se pudiera
añadir sobra, como el discurso urdido a posteriori por los promotores y defensores de tales desafueros. No cabe jugar con las palabras, aunque poco más pueden hacer para
defender sus súbitos cambios de rumbo y sus rendiciones, siguiendo los pasos y el guion de la ventana de Overton. Hacemos lo que nos conviene o se nos impone, lo que nos parecía inconcebible y prometimos que nunca haríamos, y luego ya se nos ocurrirá alguna explicación. La parroquia ya está acostumbrada y los acólitos también han perdido la vergüenza. Con su pan se la coman y las urnas dirán, cuando toque.
Tal vez una de las palabras más equívocas, maquiavélicas y arteras de las que se nos imponen y que muchos nos negamos a dar por buenas, sea la de progresista. Aquí tendríamos un problema de petición de principio. Cualquier discusión en la que se admita sin rechazo ese señuelo es estéril por tramposa. Porque exige dar a una de las partes la razón de antemano, incluso antes de enunciar su idea o su propuesta. Si en Tebas lo dicen, en Tebas lo deben de saber. Roma locuta, causa finita. Si nosotros somos el progreso, los buenos, claro queda todos los demás sois los malos, los enemigos de avances y mejoras. Todo aquello que a nosotros, los ‘progresistas’, se nos pase por el magín, por definición, es lo acertado, la luz, lo benéfico, lo moral, lo conveniente, lo que traerá el progreso, como nuestros títulos indican. A los otros os queda el error, la oscuridad, la mala intención, la estupidez, la incultura, la indecencia y la maldad. Pensamiento religioso en estado puro: la fe verdadera frente al error culpable de los idólatras, la gente del libro frente a los paganos.
Sobran argumentos, datos, realidades, medias tintas
y matices. La verdad es una e indivisible, y la tengo yo, de forma que poco
queda que debatir. En cualquier conversación en la que aparezca ese embeleco
habría que parar y preguntar a quien se ampara en esa capa cuándo, cuánto, cómo y en
qué ha contribuido al progreso. Tanto la persona que habla como la ideología
que defiende y representa, por supuesto refiriéndonos a los resultados. A los
éxitos y a los fracasos, a las consecuencias, no a las teorías, los discursos y
las palabras. Quedaría claro quién en la historia, con sus luces y sus sombras,
ha dado lugar a espacios de libertad, de justicia y de progreso cierto y
verdadero y quien, contradiciendo a sus dulces palabras y promesas invariablemente incumplidas, ha creado
infiernos de opresión, miseria e injusticia. Si nos referimos al fascismo, al
de verdad, una inmensa mayoría, que casi se acerca a la totalidad, lo rechaza
con abominación. Sin embargo, otra ideología igualmente totalitaria y criminal, más paralela que opuesta, aún
parece que puede engallarse y mostrar nombre, símbolos y proyectos sin
vergüenza, dedicándose a veces con relativo éxito a intentar retocar una Historia
de la que no tienen ningún motivo, ni uno solo, para estar orgullosos. Sólo
pueden recordar sin sonrojo aquellos cortos episodios en que algunos
antecesores dejaron de ser lo que siempre han sido, efímeros aciertos que precisamente
es lo único que sus sucesores hoy les reprochan y procurar corregir. Cuidando
las palabras, poniendo pie en pared cuando nos quieran engatusar con ellas, evitaríamos
tener que seguir hablando por hablar, enredados y perdidos en las nieblas de un
debate teológico de imposible resolución.
Sólo faltaba el sindiós de
los nuevos puritanismos, las palabras de las tribus identitarias, de los
populismos de uno y otro lado, lo woke y lo política y supuestamente correcto.
Ahora ya estamos todos.