domingo, 26 de junio de 2022

Epístola paradójica, oltráica y virtuosa

Vivimos unos tiempos en los que no faltan los que presentan las diferencias políticas, las ideologías opuestas, hoy o líquidas o enquistadas, como una lucha entre el bien y el mal. Nada más y nada menos que el maligno infiltrado en los parlamentos, los partidos y los departamentos universitarios. Incluso se dan los belcebuses a vistas por el Facebook y por la barra de los bares, que hasta Lucifer se pone al día y alterna. Por eso hoy, para los semovientes de pensamiento talibánico, que solo se diferencian de los de Afganistán en que no llevan turbante, no hay discrepancia menuda, pasable, algo sobre lo que quepa el debate. No se trata de que no estemos de acuerdo, que para ellos eso sería de aplicación al elegir la marca de cerveza, y no en todos los casos ni regiones; se trata de algo más grave. Para muchos todo es cuestión de principios, a pesar de que no dan muestras de tener ningunos que sean activos, quiero decir operantes, no teóricos, que de esos, en realidad homeopáticos y aguados, dicen tener muchos y firmes. Y los principios no se negocian. Las ideas ajenas nos llevarían a los infiernos, dice el dogma y repiten ellos a los demás. Y allá cada uno con su fe y su imagen de tan inhóspitos lugares.

Llevadas las cosas a esos extremos irracionales y fanáticos, cada discrepancia, cada opción equivocada, según el gusto o la moral del predicador, es un escalón que nos acerca un paso más a los avernos. Estos escalones tan peligrosos, que además no tienen vuelta atrás, pueden referirse a asuntos que a una persona normal, no fanatizada, le parecen opinables, incluso nimios. Pero para los integristas no lo son. Todo es grave, decisivo, revelador, hay que recitar a coro un credo sin fallos, sin errores, sin dudas. A base de progresar, hay quien ya va llegando a la edad media. En su doctrina entra desde la visión de la historia y la selección de sus episodios más edificantes, la postura ante las innúmeras identidades en las que los orates de estas nuevas sectas dividen a la sociedad para enfrentarla, pasando por el amor, odio o indiferencia ante la bandera, ideas sobre la estructura territorial y la unidad del país, los separatismos, postulados sobre los trans, la inmigración, la educación, el mérito y el esfuerzo, la caza, los toros, el gasoil, las zonas peatonales, los moros y los cristianos, la carne, que es tan débil como indigesta e insostenible, y así un listado omnicromprensivo y totalizador que culmina con la peligrosa, por definitoria, simpatía por el Real Madrid o al Barça. Un buen creyente no falla a ninguno de esos palos. O eres de los nuestros o de los otros, del enemigo. Sin matices ni tibiezas. No hay pecados veniales es estas nuevas religiones.

Como eso es un sinvivir, a falta de un buen confesionario donde conseguir una absolución tras las inevitables caídas, hay un elemento determinante y previo que alivia y diluye esas exigencias: basta con adherirse a ellas de palabra, repetir el credo, defenderlo a garrotazos si es menester, negarle al oponente cualquier astilla de la razón y su lugar en el cielo, a la izquierda del Padre. Por eso, que no cunda el pánico, parroquianos. Se trata de una moral teórica, que a nada nos compromete. Basta con defender ese catecismo donde se tercie, pues la escenificación, el gesto adusto e indignado y la verborrea son suficientes. Con esos afeites éticos ya se mantiene el tipo, se cumple con el dogma y con la parroquia. Se trata de no perder el barniz, que la carcoma no se ve tras estos ornamentos. No hace falta, pues, llevar a la práctica esos principios y normas que con tanta pasión se defienden. Los tratantes de ganado, vendiendo un burro o una yegua, se mienten, pero no se engañan. Como todo está inventado, volvamos al guardar las formas victoriano. Esto no se dice, esto no se hace. Nene, caca. Al menos en público. Luego ya cada uno se las organiza.

Siendo así las cosas, cuando se establecen o declaman normas y guías de conducta —que vienen a ser actualizaciones ampliadas de aquellos libritos sobre las buenas maneras en la mesa y en los salones, una segunda naturaleza para cuando estaban en público— se trata de límites y obligaciones que solo se impondrán a los demás. Y, al saberlo, no hay límite a la exigencia. No es necesario sentirse concernido por esos baremos que pedimos a los otros, sean el vulgo o los de arriba, mientras estemos abajo; para nosotros, los buenos, los santos, los profetas, no hay barreras ni listones. Nos salva la fe. En realidad, es una discusión teológica muy antigua, si salvarse por la fe o por las obras. Unos se consideran salvos dándose golpes de pecho en la capilla del santo de su devoción o entonando los salmos adecuados; otros perorando sobre la maldad ajena, una malignidad que a ellos no puede afectar. Su santidad será tanto más excelsa cuanto mayor sea la maldad con que consigan caracterizar al hereje, en este caso enemigo político. La perversidad del adversario puede llegar a ser nuestro único programa político. No hace falta más. Porque puede ser que obremos igual. Incluso peor. Pero no es lo mismo. Nosotros lo hacemos porque ya nos toca, por necesidad, por descuido, casi a disgusto, por un perdonable error, no como ellos, por vicio, porque es su naturaleza. Nosotros somos los elegidos y Dios sabe por qué hacemos las cosas; nuestro reino no es de este mundo, que todo se andará, y la justicia terrena nada tiene que decir al respecto. Cuando actúa contra nosotros es una justicia fascista, una marioneta en manos de las fuerzas oscuras, esas fuerzas del mal que ya perseguían y condenaban a nuestros bisabuelos, como nos han contado en casa.

Los partidos más pintureros, sepulcros blanqueados, son las actuales órdenes reformadas, siempre de vuelta a la pureza de los orígenes, siempre en greña unas con otras. Para un franciscano nada hay peor que un jesuita, y un dominico como Dios manda, por un quítame allá esas pajas doctrinales, llevaba si podía a los otros dos al brasero. Es una mezcla de vuelta a Torquemada y a Trento, al May Flower y al Index Librorum Prohibitorum, pero en moderno, en progresista, que no hay palabra peor usada hoy que esta, y mira que sufren maltrato casi todas. Claro que los hay, muchos y dispersos, en su mayor parte anónimos, pues no suelen ser los que con más énfasis dicen serlo. Como suele ocurrir con todos los elogios autootorgados, dime de qué presumes. A la mayoría de los que fatigan esa palabra en cada frase no se les conoce invento, idea o aportación personal a la sociedad que pudiera hacerles merecedores de ese adjetivo, convertido en sustantivo, en marca, en la fachada hueca de un decorado. Se referirán, si acaso, a la cercanía o pertenencia a un partido o gremio que sí haya colaborado de alguna forma en algún momento al progreso económico o social. Y, en ese caso, es un tipo de engallamiento muy similar al del que se siente orgulloso del acueducto de Segovia. Se trata de la herencia y absorción de méritos ajenos por ósmosis inversa o cosa así, pero no algo propio, pues el progreso suele estar más asociado con el trabajo callado que con la oratoria vacua. Hay muchos, los peores, que lo más grande que han hecho en sus vidas fue acertar en el lugar donde nacer. Entonces, su madre al romper aguas les transfirió una superioridad que emanaba del terruño, de sus cerros, de sus monasterios y de su historia legendaria, de sus vinos y ratafías y, si la hay diferente, de su lengua. Prefieren ser viperinos que bilingües. Y así les va, aunque siempre encuentren quien les defienda, con gran menoscabo de la credibilidad de muchos discursos éticos que mantienen una dudosa relación con la justicia y la igualdad.

Para entenderlos y aquilatar su virtud no conviene limitarse a seguir sus sermones, a dar por buenas sus etiquetas y profesiones de fe, que su palabra es vana. Y barata. Con uno que hayamos escuchado a cada parroquia ya es suficiente, porque no suelen tener más discursos. Lo mejor para enjuiciar —para calar, por hablar con propiedad— a sus obispos y a su doctrina, es recurrir a Chesterton, un maestro de las paradojas. O a Pitigrilli, un humorista serio que no le va a la zaga. Este último basa y dedica su literatura y su humor a desenmascarar con elegancia similares conductas y prestigios, edificados en los solares de la impostación, la falsía y el engreimiento. Estos vicios eternos y ubicuos son fácilmente detectables en los casos que nos ocupan, pues nada han inventado, ni siquiera sus errores, sus contradicciones ni sus falsas promesas. Son unos vividores que a veces las tempestades hacen recalar en las playas de esta industria en que ha degenerado la política, poco exigente hoy en inteligencia ni en virtud.

Así, los vemos caer en sus propios cepos, en los hoyos y trampas cavados para atrapar a otras presas. A veces los vemos bracear intentando escapar de las telas de araña tejidas para cazar al oponente, o intentando pasar encorvados por debajo de listones que marcaban el nivel de exigencia que aplican a los demás, muy lejos del alcance de los propios prescriptores. Otras veces, como en Sicilia, bailan tarantelas para intentar expulsar los venenos de arañas que solo a otros deberían picar, aunque a veces los bailes precipitan el desenlace fatal, más que desactivan ponzoñas, tal vez porque procedían del propio organismo. La cumbia valenciana del yo sí te creo, abusador, con risas tan falsas como patéticamente insoportables, resultó la puntilla oltráica. ¡Ay, Valdoví! Siempre quedaría el indulto, si es que la justicia encuentra algo punible, que no siempre la indecencia ni el engaño encuentran castigo legal. El peor castigo para la señora Oltra será recibir el mismo tratamiento que ella perpetró con sus enemigos políticos. Cuando vea que sus propios compañeros le van dando la espalda, incluso alguno diga no conocerla, y dejen de contar con ella para nuevas novedades, renovaciones e intentos de resucitación, verá que la política, como la vida misma, es muy cruda y que no basta con haber regresado antaño con una buena pieza de una cacería, término tan utilizado en la política como en las sabanas de Tanzania. Y que, con su comportamiento, ha apuntillado un discurso vidrioso e impostado, pues antes de creer a nadie la recordaremos a ella.

El viejo chiste marxista-leninista: “Compañero, te voy a hacer una autocrítica” señala algo que siempre se exige y se ejerce en casa ajena. Estamos a la espera de tales signos de vida inteligente en las propias, ya desde hace demasiado tiempo. El CIS aún publica periódicamente estudios acerca de los temas que interesan y preocupan a los ciudadanos. Confrontar esa lista de valoraciones e inquietudes con los programas y manías de los partidos podría ser un buen punto de partida para la reflexión. Hemos perdido y nadie sabe cómo ha sido. Y ha vuelto a pasar. No basta con el recurso al miedo, con el yo o el caos. En la agenda “progresista” aparecen muchos temas de postín ideológico sectorial que importan un pimiento a la mayoría de los ciudadanos, cosa demostrada una y otra vez, a pesar de su insistencia cansina y crispada. Pero el ahora o nunca los lleva a meterlos con calzador en el debate y, cuando pueden, en el BOE. El propósito declarado, su afán evangelizador, es conseguir que los ciudadanos se interesen y preocupen por lo que a ellos les obsesiona, divide y entretiene. Algo positivo han conseguido de forma indirecta, aunque sea que en masa se considere que uno de los principales problemas que padecemos son precisamente ellos, esta clase de políticos, estos que confunden al pueblo con unos de su pueblo. O de su parroquia. Y que, lejos de solucionar los problemas reales, crean otros nuevos, a veces insolubles, y menos por ellos, algo que tampoco les preocupa demasiado.

Otra paradoja, otra contradicción, es la manifestación anti OTAN, con autobuses y bocatas para acarrear fieles de provincias, organizada en parte desde una Secretaría de Estado del ministerio de Belarra, es decir, por el PC, pues Enrique Santiago también es Secretario General de ese histórico partido, hoy reducido a un ente ectoplasmático que parapetado en el gobierno urde y opera procurando no darse a vistas, mientras reprocha a Feijoo o a Juanma Moreno que no exhiban con ostentación la marca del PP, un lastre, según ellos. Manda cojones. No veo yo a Yolanda ni a nadie de los que quiere suyos exhibiendo la corbelleta y el martell. Ni nombrar al partido por antonomasia. Putin no es ningún contrapeso progresista a los desmanes occidentales, como parecen creer estos personajes del PC que organizan manifestaciones anti OTAN desde el despacho de la subsecretaría. Eso, si acaso, se hace desde fuera del gobierno, que así no solo no cuela, sino que al personal se le antoja demasiada contradicción, demasiado apego al poder, siendo los principios algo, si no ausente, desde luego secundario. Lluis Rabell hace esa y otras acertadas advertencias desde su blog, como viene haciendo con otros temas peliagudos, con un discurso demasiado sincero y realista como para ser visitado por la izquierda caviar, que no gusta de estas finuras, y menos cuando salen desde dentro de la escasa izquierda aún pensante en ciertas alturas. Mejor leer desde la torre otras cosas más acordes con sus limitadas y previstas destilaciones mentales.

Aunque hay muchos más dondedijedigos. Hemos visto ya demasiadas veces, como a Sánchez, un virtuoso del cinismo, y a sus socios, apoyos, acólitos y mariachis, defender con igual énfasis y rotundidad una cosa y su contraria. Lo que no era solo malo, sino perverso, inconcebible, se vuelve apropiado y conveniente si hoy les proporciona algún beneficio o ventaja. El engaño pasa de anécdota a categoría, a esencia. La conveniencia es una balanza en la que sus propios intereses hacen de fiel. Inevitable deducir que casi todo en ellos es mentira, que nada hay detrás, ni siquiera doble moral, sino total ausencia de nada que se le parezca. Lo acabamos de ver con la tragedia de la valla de Melilla. Las declaraciones de Sánchez sobre el "problema bien resuelto", difícilmente distinguibles de lo que viene tiempo diciendo VOX y otras personas y partidos, pueden ser ciertas o erradas. Pero cuesta digerirlas sin vergüenza ajena, pues no cabe esperar la propia por su parte, y es imposible asimilar en horas el cambio radical de discurso según de dónde soplen los vientos, según convenga. Pasó con los pactos, pasó con los indultos, el Sáhara y con todo, pues para él todo es reversible. Humo, palabrería, postura. Con la OTAN, con el caso Oltra, con el yo sí te creo, con los inmigrantes, con la venta y compra de armas, con los sediciosos catalanes, con el precio de la luz y la pobreza energética, la regeneración democrática, la independencia judicial, insisto, con todo.

Todos tenemos contradicciones. Pero no vivimos de ellas. Y además, no somos presidentes del gobierno, ni ministros, ni liderzuelos de partidos de virtudes menos reales que teóricas, ni aspiramos a serlo. Los que sí lo son no dan la talla. En ellos, solo sus mentiras son grandes y cada vez les van empequeñeciendo más. Superioridad moral dicen. Milongas. Dice Maite Rico a propósito de Sánchez, aunque ya avisa que sería aplicable a muchos otros, que "El problema de las personas amorales es que siempre van dos pasos por delante, porque se saltan los límites (decencia, rectitud) que constriñen a los demás"

Terminemos no cayendo en los mismos errores descritos y pongamos sobre la mesa que los aludidos no tienen el monopolio de esas miserias, que aquí el más tonto hace relojes. La incapacidad de reconocer aciertos o buenas intenciones al adversario es algo, por desgracia, generalizado y es un problema más agravado cuanto mayor es la cercanía o dependencia a los partidos, todos defendidos por sus parroquianos con razón o sin ella. Pero en esa guerra de trincheras ideológicas, aunque les pese y les sorprenda, la zona más habitada es la tierra de nadie y los votos que, en su mayoría, son prestados, hoy señalan que el hartazgo por la crispación, el guerracivilismo, el enfrentamiento fanático y los comportamientos sectarios, son algo mayoritario. Tanto como hacia la ineficacia, la estulticia, la parálisis y la ruina que les suelen acompañar. 

jueves, 2 de junio de 2022

Epístola futbolística

La verdad es que a mí ni me gusta el fútbol demasiado, salvo estos partidos. Ni entiendo, ni siquiera he pisado en mi vida un campo de fútbol. Lo que me gusta es ver al Madrid hacer rabiar a los que con demasiada frecuencia me hacen rabiar a mí por cosas más importantes. ¡Cómo no los voy a querer! Y me refiero a la plantilla del Madrit. Casualmente, todo este variopinto conglomerado hostil de personas de ceño fruncido que hacen, con poco éxito por cierto, vuduses, conjuros e invocaciones a los orishas y otros espíritus malignos para que el Madrid pierda, sufren y penan cuando yo me alegro y disfruto, también por motivos ajenos al deporte. Enemigos envidiosos y sectarios que se duelen y afligen cuando gana el mejor equipo del mundo, algo que admite poca discusión.

Es un disfrute, un placer de dioses, escuchar a los locutores de Rac1, la cadena pública secuestrada por la secta indepe, cantar los goles del Madrid entre lágrimas, sollozos y lamentos. ¡Gol!, dicen flojito, con desesperación, la 'o' reducida a un golpecillo vocal de décimas de segundo, un estertor susurrado con voz grave y quebrada, pero echando espumarajos por la boca. Como si te estuvieran contando que han pisado una mierda. Es un descojone escuchar estas retransmisiones penitenciales que tienen la alegría y el ambiente de un sepelio.

Ha ganado el Madrid otra vez la Champions, y van catorce, señores, para su desesperación y la de sus pares, «Sense fer absolutament res», dicen airados y escocidos. Para ellos, como para muchos otros cuando no son los suyos los que juegan, el portero no es jugador, no cuenta. Que lo pare todo no es un mérito que sumar al equipo del que es uno más, aunque sea decisivo. Sí, Curtois parando lo que no está en los escritos y Vinicius marcando en una de las dos ocasiones en que han tirado a puerta con fuste, anulado injustamente un gol marcado en la otra, han ganado otra copa, que hasta segar todo es hierba. Después de vencer al Inter de Milán, al PSG, al Chelsea, al Manchester y ahora al Liverpool, es decir a los equipos con más pasta petrolífera o rusa del mundo, incluida toda la liga inglesa, uno detrás de otro. No les inquieta la calaña de los dueños y patrocinadores de los equipos a los que el Madrid ha vencido en buena lid. Milagro, dicen. Muchos milagros me parecen. El caso es, sencillamente, que jugando contra el Madrid se acojonan, se aplatanan, les tiemblan las piernas, se rinden, se desesperan. Les queda llorar, como hacen hoy los más fervientes antimadridistas, para regocijo de los que no lo somos. Como decía, este año para los antimadridistas viscerales, san Joderse cayó en sábado.

Porque no se trata de ser madridista o del Betis. Ya lo sé, y ellos también. No hablamos de rivalidad deportiva, de una pasión, a veces cercana a lo irracional, pero siempre legítima y entendible, por unos colores. De lo que yo hablo, pues de eso se trata, no es de deporte, sino de política. Y de la más mezquina, de la más absurda, que ya no va quedando de otra. Salvo excepciones que no conozco, todos los simpatizantes mesetarios de los indepes, militantes  forofos de la peor de las izquierdas —si es que lo que defienden y predican puede llamarse así— son antimadristas de oficio. No falla ni uno; es parte del catecismo tribal.

Los demás, cada uno es de lo que prefiere, por muy distintos motivos y querencias. Y está bien, es normal que así sea. Nada que decir. Claro queda a qué clase de antimadridismo visceral y ajeno al fútbol me refiero. Los que siempre han dicho que el suyo era més que un club, han conseguido que el Madrid lo sea de verdad para una multitud de personas. Además, ser antimadridista, que ahí es donde más gracia le veo a la cosa, es una de las mil y una opciones ideológicas y culturales pretederminadas, elementos del kit de esa izquierda beluga que va a acabar desapareciendo, a Dios gracias, a base de perder el tiempo en estas y otras fijaciones similares. Son los sufrimientos de estos los que me alegran el día cuando gana el Madrid.

Al decir todo esto, hay quien te llama anticatalán. Ni más, ni menos. Como habitan y promueven la confusión, quieren hacer identificar al separatismo con Cataluña, cosa que a veces los más listos no llegan a pensar, aunque sí se lanzan a sugerir. Eso revela la intención de exportar su confusión, la que les lleva siempre a darles la razón a los que no la llevan: ellos, los separatistas, y nadie más que ellos, son Cataluña y, por tanto, a estos orates corresponde representarla, hablar en su nombre. Y el resto a decir amén. Atacar con argumentos a los indepes y sostenes (o sujetadores) mesetarios, o reírse de su odio al Madrit, te hace anticatalán.

Apaga y vámonos. Desde luego, nunca he confundido al pueblo con unos de su pueblo. Los neofascistas que se creen y actúan como dueños de Cataluña son una cosa, impresentable, por cierto, y otra muy distinta la gent de fora, los charnegos, o los catalanes no abducidos, la mayoría más sensata a la que llaman botiflers, una multitud que los padece y está de ellos, de sus abusos y de sus delitos, como yo, hasta los mismísimos. Esa es la única víctima individual o colectiva que, real o supuesta, con razón o sin ella, no encuentra defensores entre ese sector de la progresía local. De los que, desde fuera, apoyan a lo peor de Cataluña y les ceden la exclusividad de representar a todo un pueblo, dando por bueno que, como toda buena secta, desdeñen y avasallen por herejes a gran parte de él, ya llevo años publicando mi opinión, que nada me ha hecho cambiar, más bien lo contrario.

No, yo no soy futbolero, y menos anticatalán. Ya he explicado las razones de mis simpatías, mi placer al ver rabiar a los antimadridistas, que no son los seguidores de otros equipos, contra los que nada tengo, sino los que por motivos ajenos al deporte odian al Madrid y desean su fracaso. Esos, que rabien. Porque, intentar confundir a tales personajes siniestros con "los catalanes", así a granell, como que no. Se me puede creer si digo que siempre me han alegrado los triunfos internacionales del Barça, como los de cualquier otro equipo español. Si hubiera llegado el Barça a la final, me hubiese alegrado su victoria, en el improbable caso de que hubiese ganado, que esa es otra en estos momentos, aunque en otros entre Messi, Iniesta y dos o tres más, lo ganaran todo. Seguramente en eso esté la diferencia entre mi actitud y la de estos previsibles antimadridismos políticos, que nada tienen que ver con el deporte, sino que, como siempre repito, son uno más de los gadgets inexcusables que no pueden faltar en el kit del buen izquierdista de salón. Una forma más de padecer, de perder la clientela y la razón. Y, a veces, el oremus.