La victoria tiene cien
padres, pero la derrota es huérfana. La frase es tan cierta como que el pueblo
es sabio, libre y perspicaz cuando acierta a votarnos a nosotros, los buenos, pero
estúpido, aborregado y torpe cuando se equivoca y vota a los contrarios, a
los malos. Muchos personajes de la política nacional, siempre los más incapaces
y fanáticos, pasan así del amor y el respeto al pueblo soberano al desprecio y al
rechazo hacia la chusma manipulada, en sus cambiantes valoraciones y etiquetas según
les va el negocio.
Las elecciones gallegas iban
a ser un plebiscito que daría la puntilla a Feijoo y, a la vez, paso a un gobierno voluntariosamente
tenido por progresista, comandado por una fuerza política nacionalista que iba
a traer progresos tales como la inmersión lingüística —tan exitosa, justa, respetuosa
y liberal como la catalana—, el triunfo de una ideología decimonónica con el disfraz
de la piel de cordero habitual ya en este eterno carnaval de la política
patria, en el que nadie es lo que dice ser, la creación de una policía autónoma, que hace mucha falta, el dinero sobra y crea empleo para la peña, al paso que la región ingresaría en
el selecto club del chantaje al gobierno central, abuso antiguo, pero ya sin
control gracias a nuestro amado presidente, que Dios guarde, si es posible en un
lugar alejado de la Moncloa.
No se trata de irse de España —nadie quiere irse, mientras puedan seguir ordeñando el presupuesto, que hacer sumas y restas aún saben algunos de ellos—, se trata de echar a España de sus territorios. A todo lo que huela a español, desde el toro de Domeq y las corridas, al ejército, la Policía Nacional o la Guardia Civil. Crudo lo tienen con la siesta, la tortilla de patatas, casi tanto como con la lengua común y la Historia compartidas —principales enemigos a batir, junto con la Constitución—, la mayoría de las costumbres, tradiciones y talantes, así como con un carácter y una forma de ser mucho más indistinguibles entre regiones de lo que ellos quisieran. Compartimos demasiados defectos —incluso algunas virtudes—, arraigados durante siglos de vida en común. Por eso su misión es inventar, negar la evidencia, reescribir la Historia, cultivar hechos diferenciales que no van más allá de la muñeira frente a la jota o la sardana, el ribeiro frente al jerez o los aguardientes locales. La verdad es que, para cimentar derechos, de la paella, el cocido madrileño, la fabada asturiana o la escudella i carn d’olla, poco hay que sacar. Son tan compartidas y comunes como las boinas, todas fabricadas ya en China. De ahí que usen la lengua vernácula como una bandera, un muro y un arma, no una preciosa herramienta de comunicación, sino una destilación del espíritu de los bancales, invento romántico alemán que tantas guerras y desgracias ha traído a nuestro continente. Cuando vamos, aunque sea a Portugal, y mira que nos parecemos, sabemos que hemos llegado a otro país, cosa que no ocurre vaya uno donde vaya dentro de España. Les jode, pero es así. Dentro de muchas provincias hay más diferencias que las que uno encuentra al visitar otras regiones, siendo las más relevantes las derivadas de comparar la ciudad con al mundo rural.
Vemos los resultados en Galicia, en los
que Sánchez ha sacrificado una vez más a su propio partido, dejándolo a los
pies de los caballos al potenciar otro separatismo que impida la alternancia en
el poder del gobierno central—presentando como indeseable y temible toda derecha no separatista—, gobernando
a costa de abonar el problema más grave que tiene el país —a menudo más psiquiátrico y contable que político—, los nacionalismos
localistas e insolidarios, cebando el abuso en lugar de intentar mitigarlo. Ahora, como pintan bastos, se dirá que no hay que leerlos en clave nacional, como se haría si hubieran salido oros, que el PP tiene dos
escaños menos que en la anterior legislatura, que si esto, que si lo otro o el pues anda que tú. Aunque, para su disgusto,
conserva una vez más la mayoría absoluta, teniendo más votos que toda la
izquierda junta, única forma de gobernar para el PP, de ahí el muro que se
esmeran en levantar. Si no le importa el país, menos le va a importar el
partido, simple instrumento de su ambición, un juguete roto en sus manos. De
Sumar y Podemos, una vez pasada la risa, sólo queda resaltar la sabiduría de
los gallegos, que parecen conocerlos bien y les niegan representación en la
Xunta, como a Vox. Ni suman, ni pueden, como he leído hoy por ahí. Podemos queda
con menos votos que el Pacma, es decir, que no les han votado ni sus familias,
tal vez ni ellos mismos, pues en ese sector, cada persona es un partido. Lo de
Iglesias ya es caso aparte, que su parroquia sí que no es ya un partido sino un velatorio, y él, más
que un líder episcopal, ya resulta una curiosidad, ceñuda y paranoica, pontificando
y confabulando en su canal para sus contados feligreses y para risión general. Otro Palmar de Troya como el de Puigdemont. Queda declararlos a ambos dos de
interés turístico y que vengan los japoneses a hacer fotos a estos brotes tan
curiosos que produce la huerta política patria, con frutos que se pudren antes
de estar en sazón.
Leyendo ciertos periódicos se
huele la prisa por pasar página, la decepción, el enfado, hasta el asombro. Ni
siquiera les ha dado resultado el enviar a las redes a los ovejos con más
cuernas del rebaño a seguir difundiendo la antigua foto de Feijoo diciendo que
el PP es el partido de los narcos. Entre otras cosas porque nombrar a los
narcos en estos momentos, acaba trayendo al magín de los votantes episodios tan
recientes y graves como poco honrosos para algunos miembros del gobierno, a
pesar de que hayan intentado apagarlos pronto proscribiendo minutos de silencio
en las instituciones, lutos y demás reconocimientos hacia los guardias civiles
asesinados en la piragua con que Marlaska les dota para enfrentarse a la mafia
de los traficantes de coca.
Ni siquiera ha influido la torpeza del ‘off
the record' de Feijoo, dando pie a las arteras y falsas interpretaciones de sus
declaraciones acerca de la amnistía, los indultos y las condiciones en que estos
últimos serían de recibo, esto es, una vez juzgados los delincuentes golpistas por
los tribunales, pedidos perdones y comprometidos a no volver a delinquir. Cosas
muy distintas a la rendición sin condiciones del señor presidente, siempre
faltando a palabras, promesas y simulando tener algunos principios, algo reñido
con lo efímero de los que dice defender. Creían que lo tenían cogido por salva sea
la parte con el curioso argumento de que vais a acabar siendo casi tan
sinvergüenzas como nosotros somos. Acusar a Feijoo de mentir y faltar a su
palabra, viniendo de sus bocas, es para nota. ¡Cómo están los cimborrios de
algunos, los que dicen esas cosas y los que las aplauden! Los esfuerzos de los
acólitos más fervorosos por ir adecuando sus creencias a los meandros y
conveniencias del jefe y el arrojo con que se lanzan a la palestra a
defenderlos, aparte de ridículos e ineficaces, son reveladores de la escasa firmeza
de sus convicciones, pareja a la del jefe, con esa inquietud y esa zozobra intelectual y moral de no
saber qué coño andará uno defendiendo la semana que viene. Lo que sea menester.
No cabe mayor indignidad e insolvencia ética.
Visto el ejemplo, Salvador
Illa debe de andar preocupado, pues su jefe pone por delante su personal permanencia
en el poder a cualquier otra consideración. Para seguir al mando necesita unos
nacionalismos fuertes, aunque su partido vea en ese proceso comprometida su
supervivencia, pues sigue logrando que desde que él lo dirige, los socialistas —o lo que hoy sean— no
hayan ganado nunca ningunas elecciones. Dejará tierra arrasada, enfrentamiento y
división, todo peor que cuando llegó. ¡Viva el progreso y quien lo trujo!