Esto de escribir epístolas
era para mí (no sé si aún lo sigue siendo) un entretenimiento, un ejercicio, a
veces un desahogo. Empezó la cosa desde un convento, pues siempre es muy
productivo ese extrañamiento que favorece el ver las cosas como desde fuera, a
través de la mirada de Gurb, el extraterrestre desconcertado de Eduardo
Mendoza, o del Pequeño Nicolás de Sempé y Goscinny (que no el niñato patrio homónimo y prototípico), ese niño que todo lo interpreta con una mirada virgen, aún capaz
de sorprenderse y ver con extrañeza ideas y comportamientos absurdos,
supersticiosos o aberrantes, que de mayor la costumbre le hará acabar considerando
normales. O la perspectiva del cambiante compañero de los paseos de Larra, un
amigo, un extranjero o un visitante al que lleva de la mano en sus artículos
para interpretar y describir el desmadre del Madrid y de la España destartalada
y cochambrosa de cuando Fernando VII y años posteriores. Es cierto que partiendo
de semejante personaje no podíamos ir más que a mejor, algo que hoy no falta
quien esté llegando a pensar, aunque todo es perfectible, incluso un derrumbe.
La ironía siempre y el buen humor, cuando es posible —cuando no, hay que recurrir al sarcasmo—, es la mejor y en ocasiones la única forma de enfrentarse a determinadas situaciones. Unas veces cae uno en el artículo de costumbres, retratando tipos como el jubilado que mira las obras, el político dos punto cero, más encumbrado, incompetente, vocinglero y sórdido que las versiones anteriores, el dirigente nacionalista que pregona una superioridad que tanto su genética compartida con los vecinos y parientes que rechaza, como su aspecto, su discurso y su proceder desmienten, o uno, por evadirse, acaba divagando acerca de la evolución o la ortografía, el paso del tiempo o el cerebro humano fabricado con restos y trozos de animales fallidos; de los trasplantes y los injertos o sobre otras cuestiones más o menos peregrinas. Al final uno recala en la psiquiatría, único enfoque posible para intentar entender a determinados especímenes concretos o subespecies de la fauna patria, la periférica o la mesetaria.
Los árboles y los hierbajos absorben
y fijan el carbono ambiental, acumulando y solidificando los humos y las
miasmas atmosféricas. Una parte del actual elenco político, los peores de
ellos, capaces y autorizados para provocar unos daños que poca proporción guardan con su número y su peso electoral, obran igual, como verdaderos depósitos de mierda. Filtran y metabolizan
lo peor del ambiente y esparcen lo que les sobra sobre las moquetas, rezumando
bilis y vitriolo entre vapores sulfurosos, supurando las ponzoñas que destilan
sus magines y dejando la sociedad perdida. Su deriva evolutiva muestra que,
contra lo que muchos de ellos piensan y sus libros santos defienden, la
Historia y la filogenia no necesariamente siguen un guion inevitable de ascenso
y perfección, como predicaban sus barbudos profetas, sino que a veces sufren
retrocesos, parones y derrumbes, de los que ellos son buena y telarañosa
muestra. Es ubicuo y eterno el que, en su decadencia, las sociedades se empecinen
en delegar el amejoramiento y administración de la res publica en los peores del
gremio, los más bestias y ambiciosos, los más fanáticos y los menos austeros y
eficientes. Y así va el mundo desde la noche de los tiempos.
Algunos —seguramente muchos— de estos escritos, por limitarse a glosar efímeras actualidades, no resistan el paso del tiempo. Otros sí, porque muchos de los asuntos, pelarzas y entretenimientos actuales, como sus protagonistas, tienen de todo menos novedad. Ni los supuestos problemas ni las pretendidas soluciones, a veces sugeridas por megaterios que se creen la punta de lanza de la evolución animal y política. Son actitudes y criaturas arcaicas, a veces antediluvianas, que en su decadencia hasta la inevitable extinción, ralentizada por sus intentos inútiles de resucitación o de disfraz con otro plumaje, rebullen en unos estertores que se nos están haciendo eternos. Los ves corretear y aletear desubicados, fuera de lugar y del tiempo, engallados, que en eso acabaron sus primos los dinosaurios que se extinguieron cuando les tocaba y les llegó la hora. Ellos no, aún perviven, mostrando la degeneración del linaje, con sus pieles coriáceas de lagarto, con sus garras y sus pinchos o sus plumas coloridas, un plumero delator que exhiben con impudicia. Persiguen a sus incautas presas electorales por esos páramos de Dios hasta que los ves y los sufres ya pastando en las praderas parlamentarias, diciendo ser el último modelo de semoviente, presumiendo de encarnar el progreso a la vez que nos proponen la dieta paleolítica de los neandertales o la herbívora de los diplodocus. Parecen ignorar que si la palabra, a menudo engañosa, puede llegar a convencer, el ejemplo arrastra, y está claro que ellos han renunciado a dar ejemplo. Porque nadie en su sano juicio propondría a sus hijos como modelo a seguir precisamente a quienes han elegido para que les gobiernen, un paradójico espanto.
La mayoría de los ciudadanos
ven este espectáculo con lejanía, que bastante tienen con buscarse la vida y sobrevivir
intentando salvar los retos del día a día, agravados por los obstáculos, barreras y
trampas que les tienden las distintas administraciones, algunas parasitadas por
desequilibrados. Es normal su desafección, absortos y ocupados en solventar
como buenamente pueden los problemas reales que les afectan, siempre
desatendidos en beneficio de otros de mayor postín ideológico o rentabilidad
electoral. Gastan los ciudadanos sus fuerzas y su tiempo en intentar sortear el
fárrago de leyes locales, autonómicas y estatales, innecesariamente
redundantes, a menudo contradictorias y no pocas veces absurdas y disparatadas.
Está claro que una buena ley nacional y común sería más barata y mejor que
diecisiete dudosas y enfrentadas. Pero algo tienen que hacer tantísimas
señorías y en el gremio se ha dado por bueno, contra toda evidencia, que la
calidad de un gobierno se mide por la desmesura del número de leyes que es
capaz de perpetrar. Una maraña de normas, reglamentos, disposiciones y leyes regionales
que compiten, parcelan, separan y discriminan, que establecen obligaciones, derechos
y oportunidades diferenciadas según código postal, pues nunca ha sido la
intención de ningún mando de esta tropa promover la igualdad entre todos los
españoles, sino todo lo contrario.
En esa industria es
preferible, por fácil, cómodo y momentáneamente rentable, dejarse llevar peñas abajo por una
corriente que ya se considera imparable, antes que limpiar y, si procede
modificar sus cauces. Queda entregarse a consentir o protagonizar proyectos
insolidarios, divisivos, unos contra otros, centrados en cultivar o crear
diferencias amparándose si hace falta en privilegios antañones y periclitados,
casi feudales, que mentes que se proclaman progresistas tienen por buenos y
defendibles. Cebar y sostener a ciertas élites locales que desisten de la
administración leal y de la resolución de los problemas de quienes les
eligieron, empeñadas a tiempo completo en ‘construir país’, muestra evidente de
que no existe tal cosa, en jugar a crear naciones donde ni las hubo, las hay ni
las habrá, espejismo inducido que les permite vivir de un engatusamiento que
distrae, enfervoriza y aglutina al personal de cada terruño, haciéndoles creer
que ese es su problema y aquellos los enemigos, los diferentes, los compatriotas
que acuden a la aldea a diluir y desdibujar sus hechos diferenciales, sus esencias tribales y a rebajar su calidad antropológica. Sin duda un proyecto progresista. Si no
sois diferentes, dejadnos unos años más, que ya lo iréis siendo, es el programa.
Cuando la unidad, como sus símbolos, se desprecian, cuando toda referencia a lo
común es tabú, cosa de fachas, y las administraciones regionales se dedican más
a cultivar la diferencia que a promover la igualdad entre españoles, no es
disparatado decir que más se trabaja para desmontar que para reforzar el país.
Podríamos ponernos en estas
epístolas a glosar las anécdotas del día o de la semana. O meternos en las redes
a contradecir sectarismos, tarea inútil, que cada uno anda en su isla y la
parroquia se te tira al cuello. Que si Ayuso y Bolaños hacen del protocolo y el
figureo un nuevo y casposo casus belli, que si Feijoo se reúne con fiscales, un
golpe blando, según los aspavientos impostados de algún fino analista, de esos
que no reconocen los golpes duros y que ven normal tales reuniones si es Iceta
o cualquier otro gerifalte afín quien asiste a ellas. En fin, miserias y
chiquilladas. Mejor no perder el tiempo en esas gilipolleces, no seguir el
juego a los que arrebatan el ahumador de espantar abejas a los apicultores para
tapar con esas brumas y sahumerios otras vergüenzas más relevantes, de
consecuencias —esas sí— tan reales como perniciosas, que los de sus parroquias
protagonizan.
Lo mejor es pensar ¿se
hablará de esto dentro de un año? ¿Pasará a la Historia esta estupidez?
Indudablemente no, ni siquiera se acordará de ella nadie dentro de un par de
semanas. Parece mentira que recurran a estas triquiñuelas y falsos espantos los
que vienen provocando un incendio tras otro para, con la alarma y la humareda
del último, intentar tapar y hacer olvidar el anterior en una cadena sin fin. Aún
más difícil de entender es que caigamos en la trampa de entrar a esos trapos, a
esos engaños taurinos y nos dejemos dar pases mientras el diestro (o el
siniestro) escamotea su cuerpo y su responsabilidad.
Hay quien quisiera elevar a
la categoría de hecho relevante, hasta de día histórico, cualquier episodio
menor que creen vendible. Incluso los más necios hablaron de confluencias
planetarias a propósito de personajillos y ocurrencias que ya habríamos
olvidado si algunos de estos planetas erráticos e inconsistentes no hubieran adoptado órbitas aún más excéntricas y
peligrosas, lo que deberían agradecer, por cierto, tales astrólogos alucinados.
No, a la Historia y a la memoria, para su desgracia, no pasarán están sandeces
y estas minucias con que nos encandilan, sino cosas de consecuencias más serias
y perdurables, como la astronómica deuda pública, el abandono de lo esencial en
atención a lo ideológicamente vistoso, los indultos a los golpistas catalanes,
la infamia continuada de hacer reformas y leyes indecentes a medida de
delincuentes a cambio de apoyos parlamentarios, como los casos de la sedición y
la malversación, o el blanqueamiento de indeseables herederos de asesinos. Matar
ya no matan, cierto, pero Otegui sigue siendo su portavoz. Uno de ellos, pues en
el Congreso lo es Mertxe Aizpurua Arzallus, antigua directora de Egin, hoja
parroquial de la ilegalizada Herri Batasuna, cerrada por sentencia de la Audiencia Nacional que firmaba un tal Garzón. Aunque esa decisión se revirtió, ella
fue condenada a prisión por apología al terrorismo. Luego siguió en Gara con
sus beneméritos quehaceres. Esos son, al parecer de muchos, los socios deseables, que no los que
andaban con escolta huyendo de ellos, un peligro. Eso es Historia, no sé si de la que hay
que recordar o de a que no, que no se ponen de acuerdo los científicos al
respecto.
Como pasará a la Historia, y mejor considerado sin duda, quien revierta los desatinos legales aludidos, derogando o reformando de paso algunas leyes y medidas decretadas con tanta urgencia inexistente como impericia legislativa, salvo si nos referimos a las necesidades o estrategias personales y compromisos o pagos partidistas. Reprocharle al jefe de la oposición la intención de hacerlo es echarle en cara lo único razonable y concreto que ha prometido, que vamos del indolente al melifluo, mala barrera frente a soberbios y audaces sin límites ni frenos.
¿Merecerán
recuerdo (como realidad o como promesa) los cientos de miles de viviendas
sociales prometidas tardía y oportunamente justo en campaña electoral o, pasado
el lance, seguiremos sin construir ninguna, que es aproximadamente la media de
las edificadas en los cinco años anteriores? Pasada la sequía, que pasará, como
todas las infinitas sufridas con anterioridad ¿alguien reprochará a alguien que
no haya sido capaz de ponerse a gastar ni la mitad de lo prometido y
presupuestado en canales, obras hidráulicas, desaladoras, depuradoras y demás
infraestructuras programadas bajo los espantos de la sequía anterior y que algo
hubieran paliado las consecuencias de esta nueva que parece pillarles por
sorpresa y de la que les falta echar la culpa a la oposición? Y hablo en
general, porque quien en un sitio es o fue antes gobierno, era o es hoy
oposición en otro, de forma que todos tienen qué decir, que reprochar, pero
nada de que responder. De 152,1 y 58,7 millones presupuestados, Acuaes y
Acuamed solo invirtieron 90,1 y 18,9, respectivamente. No debieron de considerarse
hasta ayer, espoleados por las urnas inminentes, muy prioritarias las obras de
infraestructuras hidráulicas, salvo la demolición de algunos embalses pequeños
y medianos no necesarios ya para producción eléctrica o refrigeración de
plantas energéticas, pero sí para el riego o abastecimiento de agua de boca,
cosa menor. Por si queda algún salmón que no sea de academia y se le antoja subir
río arriba, no vaya a acontecer que se encuentre con el obstáculo de una presa
horrible. Que pregunten en la zona a los círculos, a los inscritos e inscritas
del lugar, a los cuadriláteros o a quien sea, pero pregunten y no diseñen a
base de manual o de catecismo desde el ático o el chalet con piscina donde vegetan.
Sin duda algo oportunísimo estas demoliciones, dada la situación. Si quieren
que la gente del pueblo, que alguna sigue viviendo en los pueblos, no se vayan
a creer, aborrezca del ecologismo, no hay manera mejor de conseguirlo, aunque
han dado con otras ideas igualmente luminosas. Lo revelador es que sólo se
presupuestaran doscientos millones (cuatrocientos menos que los destinados al ministerio
de Igualdad), para financiar iniciativas y campañas, mucho más razonables y
perentorias que las de ese ministerio, que paliaran el problema del agua, que siendo
eterno les pilla siempre en bragas o en gayumbos. Sin duda, demoler la presa de
Valdecaballeros, tras haber hecho lo mismo con otras 108, es una aportación
adecuada, inteligente y oportuna para paliar la sequía y garantizar el
suministro a la población y al riego extremeño, siempre tan mimados por los
urbanitas al mando en la península desde los romanos. Igual podríamos comentar acerca de los incendios y su prevención. Poco nos pasa, aunque no
faltarán los que te cacarearán mil y un argumentos para justificar esta
insensatez, este despropósito suicida y seguirán hablando del campo y de la
naturaleza, cosas que conocen tanto y tan de cerca como la estrella
Alfa-Centauro. Los hechos y los gastos, más que las palabras, muestran sus
prioridades, sus carencias y su apartamiento de la realidad.
Lo
que recordarán los historiadores es que antes, incluso durante una situación de
acumulación de catástrofes, guerras y catacumbres, hambrunas y carestías, inflación,
crisis económica, volcanes, tempestades, epidemias, faena de dos docenas de
jinetes del Apocalipsis, la dirigencia, el parlamento, y a su impulso y
posterior rebufo, los medios y las redes sociales, durante años entretenían sus
ocios, malgastaban tiempo y recursos, siempre escasos, en cosas atendibles pero menores dadas las premuras y las circunstancias, distraídos de lo perentorio e inaplazable, mientras mantenían encandilado y enfrentado al personal con asuntos de tanto
lustre y postín, tan apremiantes y graves, como crear el problema de reformar
estatutos de autonomía, algo que nadie pedía ni necesitaba, más que los orates
que lo impulsaron y alentaron, o la necesidad inaplazable de acomodar el texto constitucional
al redundante e innecesario lenguaje inclusivo, se debatían peregrinas leyes
ideológicas que dividen a la sociedad por carecer del mínimo respaldo —siquiera
interés— entre la mayoría de los ciudadanos, o veían que era el momento
adecuado de discutir si monarquía o república, si la abuela fuma, de demonizar
la caza y los toros, la crianza de mascotas, de enredar con la bonita
controversia del sexo de los ángeles y de las ángelas y sus innúmeras
taxonomías, reescribir la Historia, perseguir al espíritu de Franco por valles,
cerros y quebradas (labor de cazafantasmas desocupados, que a la mayoría no da
ni frío ni calor), destrozar el código penal, desprestigiar a la justicia y a
quienes la aplican, permitir que minorías antisistema compartan inexplicablemente
un poder que disputan desde dentro del mismo consejo de ministros, ejerciendo
de desleal oposición al gobierno del que forman parte, hasta llegar al sindiós de votar en
contra de sus propias leyes, que hay que aprobar o corregir del brazo de una oposición a la
que insultan y desprecian, pero con la que han aprobado más leyes que con
algunos de sus teóricos apoyos. Véase estadística. Tampoco se olvidará ni
perdonará que se le haya permitido a una minoría casi marginal que juguetearan
a moldear a su gusto las costumbres, actitudes, valores, creencias y
comportamientos de unos ciudadanos a los que tienen por bárbaros, inciviles y
peligrosos. ¿Quién les dio permiso para tanto? ¿Cuándo se nos explicó antes de
votar que esos eran los planes y que en manos así de sectarias se dejarían decisiones
tan graves? Precisamente se nos había asegurado lo contrario, míreme a los labios,
que con ellos estábamos a salvo de padecer unos insomnios que por su
conveniencia nos han trasladado a los demás, demostrando qué es lo único que,
en realidad, era capaz o no de quitarles el sueño.
No,
mejor dejaremos de hablar de lo que quieren que hablemos. Que otros coman o
compartan esas carnazas, que enreden con lo anecdótico para evitar y esconder las
preguntas sobre lo sustancial, que sigan los chamanes y sus parroquianos
repartiendo placebos, anestesias y recetas milagrosas, junto a los carnets de
demócratas y de progresistas que esta nueva aristocracia, en su infinita e
inexplicable autoestima, tiene por costumbre administrar y conceder, como
títulos nobiliarios. Ni es la solución la cirugía agresiva ni tampoco la
homeopatía política, la nada disuelta en agua, aunque como último disfraz del
invento se nos quieran vender las dos cosas a la vez, la garra con guante de
seda, lo antiguo, penoso y fracasado como nuevo, risueño y prometedor, el lobo
con careta de Caperucita roja o el Che con tutú de ballet. Pero al asomar la
patita por debajo de la puerta se les ven unas uñas que no son de cordero ni de
recibo.
De
eso habrá que hablar y escribir, de las cosas que sí hay que recordar, que ya
es sabido que la libertad de expresión consiste precisamente en decir lo que no
quiere escuchar el que manda.