jueves, 4 de mayo de 2023

Epístola de los temas y los humos

 

Esto de escribir epístolas era para mí (no sé si aún lo sigue siendo) un entretenimiento, un ejercicio, a veces un desahogo. Empezó la cosa desde un convento, pues siempre es muy productivo ese extrañamiento que favorece el ver las cosas como desde fuera, a través de la mirada de Gurb, el extraterrestre desconcertado de Eduardo Mendoza, o del Pequeño Nicolás de Sempé y Goscinny (que no el niñato patrio homónimo y prototípico), ese niño que todo lo interpreta con una mirada virgen, aún capaz de sorprenderse y ver con extrañeza ideas y comportamientos absurdos, supersticiosos o aberrantes, que de mayor la costumbre le hará acabar considerando normales. O la perspectiva del cambiante compañero de los paseos de Larra, un amigo, un extranjero o un visitante al que lleva de la mano en sus artículos para interpretar y describir el desmadre del Madrid y de la España destartalada y cochambrosa de cuando Fernando VII y años posteriores. Es cierto que partiendo de semejante personaje no podíamos ir más que a mejor, algo que hoy no falta quien esté llegando a pensar, aunque todo es perfectible, incluso un derrumbe.

La ironía siempre y el buen humor, cuando es posible —cuando no, hay que recurrir al sarcasmo—, es la mejor y en ocasiones la única forma de enfrentarse a determinadas situaciones. Unas veces cae uno en el artículo de costumbres, retratando tipos como el jubilado que mira las obras, el político dos punto cero, más encumbrado, incompetente, vocinglero y sórdido que las versiones anteriores, el dirigente nacionalista que pregona una superioridad que tanto su genética compartida con los vecinos y parientes que rechaza, como su aspecto, su discurso y su proceder desmienten, o uno, por evadirse, acaba divagando acerca de la evolución o la ortografía, el paso del tiempo o el cerebro humano fabricado con restos y trozos de animales fallidos; de los trasplantes y los injertos o sobre otras cuestiones más o menos peregrinas. Al final uno recala en la psiquiatría, único enfoque posible para intentar entender a determinados especímenes concretos o subespecies de la fauna patria, la periférica o la mesetaria.

Los árboles y los hierbajos absorben y fijan el carbono ambiental, acumulando y solidificando los humos y las miasmas atmosféricas. Una parte del actual elenco político, los peores de ellos, capaces y autorizados para provocar unos daños que poca proporción guardan con su número y su peso electoral, obran igual, como verdaderos depósitos de mierda. Filtran y metabolizan lo peor del ambiente y esparcen lo que les sobra sobre las moquetas, rezumando bilis y vitriolo entre vapores sulfurosos, supurando las ponzoñas que destilan sus magines y dejando la sociedad perdida. Su deriva evolutiva muestra que, contra lo que muchos de ellos piensan y sus libros santos defienden, la Historia y la filogenia no necesariamente siguen un guion inevitable de ascenso y perfección, como predicaban sus barbudos profetas, sino que a veces sufren retrocesos, parones y derrumbes, de los que ellos son buena y telarañosa muestra. Es ubicuo y eterno el que, en su decadencia, las sociedades se empecinen en delegar el amejoramiento y administración de la res publica en los peores del gremio, los más bestias y ambiciosos, los más fanáticos y los menos austeros y eficientes. Y así va el mundo desde la noche de los tiempos.

Algunos —seguramente muchos— de estos escritos, por limitarse a glosar efímeras actualidades, no resistan el paso del tiempo. Otros sí, porque muchos de los asuntos, pelarzas y entretenimientos actuales, como sus protagonistas, tienen de todo menos novedad. Ni los supuestos problemas ni las pretendidas soluciones, a veces sugeridas por megaterios que se creen la punta de lanza de la evolución animal y política. Son actitudes y criaturas arcaicas, a veces antediluvianas, que en su decadencia hasta la inevitable extinción, ralentizada por sus intentos inútiles de resucitación o de disfraz con otro plumaje, rebullen en unos estertores que se nos están haciendo eternos. Los ves corretear y aletear desubicados, fuera de lugar y del tiempo, engallados, que en eso acabaron sus primos los dinosaurios que se extinguieron cuando les tocaba y les llegó la hora. Ellos no, aún perviven, mostrando la degeneración del linaje, con sus pieles coriáceas de lagarto, con sus garras y sus pinchos o sus plumas coloridas, un plumero delator que exhiben con impudicia. Persiguen a sus incautas presas electorales por esos páramos de Dios hasta que los ves y los sufres ya pastando en las praderas parlamentarias, diciendo ser el último modelo de semoviente, presumiendo de encarnar el progreso a la vez que nos proponen la dieta paleolítica de los neandertales o la herbívora de los diplodocus. Parecen ignorar que si la palabra, a menudo engañosa, puede llegar a convencer, el ejemplo arrastra, y está claro que ellos han renunciado a dar ejemplo. Porque nadie en su sano juicio propondría a sus hijos como modelo a seguir precisamente a quienes han elegido para que les gobiernen, un paradójico espanto.

La mayoría de los ciudadanos ven este espectáculo con lejanía, que bastante tienen con buscarse la vida y sobrevivir intentando salvar los retos del día a día, agravados por los obstáculos, barreras y trampas que les tienden las distintas administraciones, algunas parasitadas por desequilibrados. Es normal su desafección, absortos y ocupados en solventar como buenamente pueden los problemas reales que les afectan, siempre desatendidos en beneficio de otros de mayor postín ideológico o rentabilidad electoral. Gastan los ciudadanos sus fuerzas y su tiempo en intentar sortear el fárrago de leyes locales, autonómicas y estatales, innecesariamente redundantes, a menudo contradictorias y no pocas veces absurdas y disparatadas. Está claro que una buena ley nacional y común sería más barata y mejor que diecisiete dudosas y enfrentadas. Pero algo tienen que hacer tantísimas señorías y en el gremio se ha dado por bueno, contra toda evidencia, que la calidad de un gobierno se mide por la desmesura del número de leyes que es capaz de perpetrar. Una maraña de normas, reglamentos, disposiciones y leyes regionales que compiten, parcelan, separan y discriminan, que establecen obligaciones, derechos y oportunidades diferenciadas según código postal, pues nunca ha sido la intención de ningún mando de esta tropa promover la igualdad entre todos los españoles, sino todo lo contrario.

En esa industria es preferible, por fácil, cómodo y momentáneamente rentable, dejarse llevar peñas abajo por una corriente que ya se considera imparable, antes que limpiar y, si procede modificar sus cauces. Queda entregarse a consentir o protagonizar proyectos insolidarios, divisivos, unos contra otros, centrados en cultivar o crear diferencias amparándose si hace falta en privilegios antañones y periclitados, casi feudales, que mentes que se proclaman progresistas tienen por buenos y defendibles. Cebar y sostener a ciertas élites locales que desisten de la administración leal y de la resolución de los problemas de quienes les eligieron, empeñadas a tiempo completo en ‘construir país’, muestra evidente de que no existe tal cosa, en jugar a crear naciones donde ni las hubo, las hay ni las habrá, espejismo inducido que les permite vivir de un engatusamiento que distrae, enfervoriza y aglutina al personal de cada terruño, haciéndoles creer que ese es su problema y aquellos los enemigos, los diferentes, los compatriotas que acuden a la aldea a diluir y desdibujar sus hechos diferenciales, sus esencias tribales y a rebajar su calidad antropológica. Sin duda un proyecto progresista. Si no sois diferentes, dejadnos unos años más, que ya lo iréis siendo, es el programa. Cuando la unidad, como sus símbolos, se desprecian, cuando toda referencia a lo común es tabú, cosa de fachas, y las administraciones regionales se dedican más a cultivar la diferencia que a promover la igualdad entre españoles, no es disparatado decir que más se trabaja para desmontar que para reforzar el país.

Podríamos ponernos en estas epístolas a glosar las anécdotas del día o de la semana. O meternos en las redes a contradecir sectarismos, tarea inútil, que cada uno anda en su isla y la parroquia se te tira al cuello. Que si Ayuso y Bolaños hacen del protocolo y el figureo un nuevo y casposo casus belli, que si Feijoo se reúne con fiscales, un golpe blando, según los aspavientos impostados de algún fino analista, de esos que no reconocen los golpes duros y que ven normal tales reuniones si es Iceta o cualquier otro gerifalte afín quien asiste a ellas. En fin, miserias y chiquilladas. Mejor no perder el tiempo en esas gilipolleces, no seguir el juego a los que arrebatan el ahumador de espantar abejas a los apicultores para tapar con esas brumas y sahumerios otras vergüenzas más relevantes, de consecuencias —esas sí— tan reales como perniciosas, que los de sus parroquias protagonizan.

Lo mejor es pensar ¿se hablará de esto dentro de un año? ¿Pasará a la Historia esta estupidez? Indudablemente no, ni siquiera se acordará de ella nadie dentro de un par de semanas. Parece mentira que recurran a estas triquiñuelas y falsos espantos los que vienen provocando un incendio tras otro para, con la alarma y la humareda del último, intentar tapar y hacer olvidar el anterior en una cadena sin fin. Aún más difícil de entender es que caigamos en la trampa de entrar a esos trapos, a esos engaños taurinos y nos dejemos dar pases mientras el diestro (o el siniestro) escamotea su cuerpo y su responsabilidad.

Hay quien quisiera elevar a la categoría de hecho relevante, hasta de día histórico, cualquier episodio menor que creen vendible. Incluso los más necios hablaron de confluencias planetarias a propósito de personajillos y ocurrencias que ya habríamos olvidado si algunos de estos planetas erráticos e inconsistentes no hubieran adoptado órbitas aún más excéntricas y peligrosas, lo que deberían agradecer, por cierto, tales astrólogos alucinados. No, a la Historia y a la memoria, para su desgracia, no pasarán están sandeces y estas minucias con que nos encandilan, sino cosas de consecuencias más serias y perdurables, como la astronómica deuda pública, el abandono de lo esencial en atención a lo ideológicamente vistoso, los indultos a los golpistas catalanes, la infamia continuada de hacer reformas y leyes indecentes a medida de delincuentes a cambio de apoyos parlamentarios, como los casos de la sedición y la malversación, o el blanqueamiento de indeseables herederos de asesinos. Matar ya no matan, cierto, pero Otegui sigue siendo su portavoz. Uno de ellos, pues en el Congreso lo es Mertxe Aizpurua Arzallus, antigua directora de Egin, hoja parroquial de la ilegalizada Herri Batasuna, cerrada por sentencia de la Audiencia Nacional que firmaba un tal Garzón. Aunque esa decisión se revirtió, ella fue condenada a prisión por apología al terrorismo. Luego siguió en Gara con sus beneméritos quehaceres. Esos son, al parecer de muchos, los socios deseables, que no los que andaban con escolta huyendo de ellos, un peligro. Eso es Historia, no sé si de la que hay que recordar o de a que no, que no se ponen de acuerdo los científicos al respecto.

Como pasará a la Historia, y mejor considerado sin duda, quien revierta los desatinos legales aludidos, derogando o reformando de paso algunas leyes y medidas decretadas con tanta urgencia inexistente como impericia legislativa, salvo si nos referimos a las necesidades o estrategias personales y compromisos o pagos partidistas. Reprocharle al jefe de la oposición la intención de hacerlo es echarle en cara lo único razonable y concreto que ha prometido, que vamos del indolente al melifluo, mala barrera frente a soberbios y audaces sin límites ni frenos.

¿Merecerán recuerdo (como realidad o como promesa) los cientos de miles de viviendas sociales prometidas tardía y oportunamente justo en campaña electoral o, pasado el lance, seguiremos sin construir ninguna, que es aproximadamente la media de las edificadas en los cinco años anteriores? Pasada la sequía, que pasará, como todas las infinitas sufridas con anterioridad ¿alguien reprochará a alguien que no haya sido capaz de ponerse a gastar ni la mitad de lo prometido y presupuestado en canales, obras hidráulicas, desaladoras, depuradoras y demás infraestructuras programadas bajo los espantos de la sequía anterior y que algo hubieran paliado las consecuencias de esta nueva que parece pillarles por sorpresa y de la que les falta echar la culpa a la oposición? Y hablo en general, porque quien en un sitio es o fue antes gobierno, era o es hoy oposición en otro, de forma que todos tienen qué decir, que reprochar, pero nada de que responder. De 152,1 y 58,7 millones presupuestados, Acuaes y Acuamed solo invirtieron 90,1 y 18,9, respectivamente. No debieron de considerarse hasta ayer, espoleados por las urnas inminentes, muy prioritarias las obras de infraestructuras hidráulicas, salvo la demolición de algunos embalses pequeños y medianos no necesarios ya para producción eléctrica o refrigeración de plantas energéticas, pero sí para el riego o abastecimiento de agua de boca, cosa menor. Por si queda algún salmón que no sea de academia y se le antoja subir río arriba, no vaya a acontecer que se encuentre con el obstáculo de una presa horrible. Que pregunten en la zona a los círculos, a los inscritos e inscritas del lugar, a los cuadriláteros o a quien sea, pero pregunten y no diseñen a base de manual o de catecismo desde el ático o el chalet con piscina donde vegetan. Sin duda algo oportunísimo estas demoliciones, dada la situación. Si quieren que la gente del pueblo, que alguna sigue viviendo en los pueblos, no se vayan a creer, aborrezca del ecologismo, no hay manera mejor de conseguirlo, aunque han dado con otras ideas igualmente luminosas. Lo revelador es que sólo se presupuestaran doscientos millones (cuatrocientos menos que los destinados al ministerio de Igualdad), para financiar iniciativas y campañas, mucho más razonables y perentorias que las de ese ministerio, que paliaran el problema del agua, que siendo eterno les pilla siempre en bragas o en gayumbos. Sin duda, demoler la presa de Valdecaballeros, tras haber hecho lo mismo con otras 108, es una aportación adecuada, inteligente y oportuna para paliar la sequía y garantizar el suministro a la población y al riego extremeño, siempre tan mimados por los urbanitas al mando en la península desde los romanos. Igual podríamos comentar acerca de los incendios y su prevención. Poco nos pasa, aunque no faltarán los que te cacarearán mil y un argumentos para justificar esta insensatez, este despropósito suicida y seguirán hablando del campo y de la naturaleza, cosas que conocen tanto y tan de cerca como la estrella Alfa-Centauro. Los hechos y los gastos, más que las palabras, muestran sus prioridades, sus carencias y su apartamiento de la realidad.

Lo que recordarán los historiadores es que antes, incluso durante una situación de acumulación de catástrofes, guerras y catacumbres, hambrunas y carestías, inflación, crisis económica, volcanes, tempestades, epidemias, faena de dos docenas de jinetes del Apocalipsis, la dirigencia, el parlamento, y a su impulso y posterior rebufo, los medios y las redes sociales, durante años entretenían sus ocios, malgastaban tiempo y recursos, siempre escasos, en cosas atendibles pero menores dadas las premuras y las circunstancias, distraídos de lo perentorio e inaplazable, mientras mantenían encandilado y enfrentado al personal con asuntos de tanto lustre y postín, tan apremiantes y graves, como crear el problema de reformar estatutos de autonomía, algo que nadie pedía ni necesitaba, más que los orates que lo impulsaron y alentaron, o la necesidad inaplazable de acomodar el texto constitucional al redundante e innecesario lenguaje inclusivo, se debatían peregrinas leyes ideológicas que dividen a la sociedad por carecer del mínimo respaldo —siquiera interés— entre la mayoría de los ciudadanos, o veían que era el momento adecuado de discutir si monarquía o república, si la abuela fuma, de demonizar la caza y los toros, la crianza de mascotas, de enredar con la bonita controversia del sexo de los ángeles y de las ángelas y sus innúmeras taxonomías, reescribir la Historia, perseguir al espíritu de Franco por valles, cerros y quebradas (labor de cazafantasmas desocupados, que a la mayoría no da ni frío ni calor), destrozar el código penal, desprestigiar a la justicia y a quienes la aplican, permitir que minorías antisistema compartan inexplicablemente un poder que disputan desde dentro del mismo consejo de ministros, ejerciendo de desleal oposición al gobierno del que forman parte, hasta llegar al sindiós de votar en contra de sus propias leyes, que hay que aprobar o corregir del brazo de una oposición a la que insultan y desprecian, pero con la que han aprobado más leyes que con algunos de sus teóricos apoyos. Véase estadística. Tampoco se olvidará ni perdonará que se le haya permitido a una minoría casi marginal que juguetearan a moldear a su gusto las costumbres, actitudes, valores, creencias y comportamientos de unos ciudadanos a los que tienen por bárbaros, inciviles y peligrosos. ¿Quién les dio permiso para tanto? ¿Cuándo se nos explicó antes de votar que esos eran los planes y que en manos así de sectarias se dejarían decisiones tan graves? Precisamente se nos había asegurado lo contrario, míreme a los labios, que con ellos estábamos a salvo de padecer unos insomnios que por su conveniencia nos han trasladado a los demás, demostrando qué es lo único que, en realidad, era capaz o no de quitarles el sueño.

No, mejor dejaremos de hablar de lo que quieren que hablemos. Que otros coman o compartan esas carnazas, que enreden con lo anecdótico para evitar y esconder las preguntas sobre lo sustancial, que sigan los chamanes y sus parroquianos repartiendo placebos, anestesias y recetas milagrosas, junto a los carnets de demócratas y de progresistas que esta nueva aristocracia, en su infinita e inexplicable autoestima, tiene por costumbre administrar y conceder, como títulos nobiliarios. Ni es la solución la cirugía agresiva ni tampoco la homeopatía política, la nada disuelta en agua, aunque como último disfraz del invento se nos quieran vender las dos cosas a la vez, la garra con guante de seda, lo antiguo, penoso y fracasado como nuevo, risueño y prometedor, el lobo con careta de Caperucita roja o el Che con tutú de ballet. Pero al asomar la patita por debajo de la puerta se les ven unas uñas que no son de cordero ni de recibo.

De eso habrá que hablar y escribir, de las cosas que sí hay que recordar, que ya es sabido que la libertad de expresión consiste precisamente en decir lo que no quiere escuchar el que manda.


miércoles, 15 de marzo de 2023

Epístola de la tilde o virgulilla

¡Y dale, Perico, al torno! ¿Cuál es el problema con acentuar sólo? ¿Dónde está la diferencia en cuanto a necesidad de acentuación entre sólo, dónde y qué? ¿Qué problema tienen algunos sólo con ‘sólo’ y no con quién, dónde y cuándo, entre otras palabras cuya tilde no se cuestiona? ¿Cuál es el motivo de mantener y avalar la tilde en esas otras palabras, que podrían suscitar las mismas controversias, y proscribirlo sólo en éstas? Los usuarios pueden ser obedientes y correctos o no serlo, pueden obrar caprichosamente, de hecho lo hacen, por voluntad, por ignorancia o simplemente por joder, por decirlo en términos científicos. Pero, ¿puede obrar igual la Academia? ¿Puede esta institución, tan seria en unas ocasiones como pajarera en otras, caer en esta arbitrariedad y añadir más excepciones caprichosas, acogiéndose a tiempo parcial a unos argumentos sobre diacrisis, contexto y ambigüedad que aplica a unas palabras y a otras no? Poder, ha demostrado que puede, que para Dios nada hay imposible. Y, de paso, nos está dando la oportunidad de ver qué gilipolleces tan enormes se pueden llegar a decir acerca de algo tan pequeño.

La almendra del tema para algunos es, al parecer, que para atinar al poner o prescindir de la tilde en la palabreja en cuestión (criterio que alcanza a éste, ése, aquél y sus femeninos y plurales, pero que sorpresivamente se obvia por innecesario en aún, en dónde, cuando, quién y cuál, entre otras palabras que podrían verse afectadas por iguales prescripciones y mandatos), se plantea el problema de que hay que tener los conocimientos gramaticales que nos permitan diferenciar un adverbio de un adjetivo, un pronombre interrogativo de un determinante, un adjetivo demostrativo, y otras antiguallas semejantes. Hagamos, con mayor motivo, tabla rasa con la hache, la jota y la ge, la ce y la zeta, la be y la uve, que el personal no está para reliquias y etimologías y así damos gusto a los adefesiarios. 

La utilidad de lo inútil frente la inutilidad de lo que se había considerado conveniente durante siglos. Mucho pedir, manca finezza. Quien se detiene en esas menudencias y bagatelas y se decanta por honrar y conservar la ortografía que respetan todos y cada uno de los libros que ha leído en su vida, es un elitista quisquilloso, un clasista, un carcamal, un aristócrata, un arqueófilo, un señorito, es el señor marqués que utiliza esas pequeñas puñaladas gráficas, las virgulillas, como mojones de la finca o medallas heredadas, como un monóculo, un reloj de bolsillo con su cadena o un bastón con puño de plata. Para diferenciarse, para dejar claro que es persona leída y de posibles, que ha estudiado en la pontificia de Salamanca, en Deusto o en otros similares antros de perdición. Luego y enfrente están los supuestos defensores del pueblo, del que no ha estudiado o lo ha hecho poco o en malos sitios y, con esos mimbres argumentales, acusan a los tildistas de querer que se les note y así sentirse superiores. Unos lo ven así, y han decidido no poner la tilde a la palabra 'sólo', sea o no sea adverbio, como muestra de su amplitud de miras, pareja a su talante democrático e igualador. Entre unos y entre otros, más abundan los que tildan o no tildan simplemente para que no ser a su vez tildados por su peña de quintacolumnistas ortográficos.

Las reglas ortográficas, estas superfluas finezas y distinciones con las que nos agobia y humilla el pasado, la cultura en general, incluso en teniente coronel, son sandeces que sólo sirven para quedar bien en el casino, para resolver crucigramas y para presumir. Es un instrumento más para marcar diferencias de clase y mantener agravios seculares. Si el saber discrimina, ¡viva la ignorancia! Que todos sepan lo mismo, aunque sea poco o nada, que todos hablen o escriban igual, aunque sea mal o peor. Más vale lo malo o lo poco compartido que lo bueno o lo mucho por compartir, que para eso somos progresistas e igualitarios. Renunciemos a esta elegancia gratuita que suponen la ortografía y la tradición en aras de la igualdad. Ya lo hicimos con la caligrafía y con otras muestras de cuidado y excelencia.

Más sustancial, oportuna y necesaria fue la demanda de que los teclados siguieran incluyendo la letra ñ, una n con virgulilla, que pasó a ser símbolo e imagen de marca de una lengua, de una cultura, de una civilización. Para algunos aldeanos dementes y poco ilustrados es la ñ de ñordos, la ñ de España, incluso la ñ de ¡Se sienten, coño!, y raro es que se haya salvado viendo cómo andan las mentes. (La tilde del anterior 'cómo', siguiendo la argumentación aplicada a sólo, al parecer conviene conservarla para que nadie se confunda y se ponga a salivar). Vemos que estas pelarzas absurdas y sobredimensionadas acerca de si tildar o no una palabra, están mal argumentadas y curiosamente centradas sólo en uno de las muchos vocablos a los que podríamos someter al mismo juicio y aplicar la misma sentencia. Acentuar ‘sólo’ cuando es adverbio es una provocación y una afrenta, una terquedad, un absurdo, un derroche de tinta, manía y error de exquisitos, de snobs, de tiquismiquis, de enemigos del pueblo, que se supone iletrado e incapaz de decidir, en definitiva y viendo quiénes son sus más acérrimos defensores, cosa de fachas. Acentuar cómo, cuándo, dónde y demás adverbios interrogativos ya es harina de otro costal. Nada que oponer. ¡Acabáramos o acabásemos!

En este artículo que comparto se añade otro matiz inquietante y casi demencial a esta estéril y chusca escaramuza de culturetas: Se sugiere que esa pequeña tilde, esa tenue virgulilla, ese dedillo que tan caprichosamente toca el timbre de unas letras sí y otras no (por parodiar a Ramon Gómez de la Serna, otro bandarra), como llamando la atención del conserje o del servicio de limpieza del hotel donde moran las palabras, este peligro gráfico que tanto ofende y preocupa a algunos, es una exhibición de poder, además con connotaciones fálicas. ¡Manda huevos, y mandó cien docenas! Quien eso escribe es, según afirma, licenciado en Filología y viene a decir que los escritores y poetas, mayoritariamente decantados hacia conservar la tilde en cuestión, son unos entrometidos, unos intrusos, unos zorros poco autorizados para opinar en cuanto a sexar pollos de su corral.

Ortografía moral, lucha entre usuarios y filólogos, entre progresistas y conservadores,entre removedores de obstáculos y defensores de barreras asociadas a diferencias de clase, entre la  autodeterminación acentual y  la tentación acomodaticia del igualitarismo posmoderno… Estruendos, rimbombancias, argumentarios y  esfuerzos dignos de mejor causa. Similares a las que feligreses de la misma parroquia vienen aplicando a su labor política, incluso a la hora esbozar leyes deficientes, cuya redacción apresurada y descuidada, torpe y nada precisa, con más dogma y moralina que técnica jurídica, deja rendijas por donde luego se les escapan los presos. A veces una coma, una tilde o una exclamación, de falta o de sobra, deciden una sentencia. Porque no hablan, como es natural y evidente, de ortografía, sino de otras cosas. Ellos sabrán. Otras cosas, causas e intenciones, al parecer inconfesables, que a algunos inquietan, entretienen y preocupan, según nos dicen, aunque no nos desvelan la clave de la confabulación. Mis reproches y objeciones pueden ser discutibles, pero al menos son claros. Porque lo malo es que no sé cuáles son esos otros turbios propósitos que nos reprochan a los que ponemos tilde y, aunque vienen sugeridas por profesionales del enredo y la sospecha, no capto la perversidad de mi intención y mi costumbre, y menos su gravedad. Será cosa de desocupados como yo, pero a la Real Academia le debe provocar sentimientos encontrados el verse defendida, ella y sus normas, por los que se creen revolucionarios al apoyar la sumisión a la autoridad competente y contradicha por los conservadores que apuestan por la rebeldía de dejar como están las cosas que estaban bien y que allá cada uno con sus caunadas. Unos libertarios gramaticales a la diestra frente a unos torquemadas ortográficos a la siniestra. Estos sesudos análisis sobre evocaciones fálicas, marchamos ideológicos y demás garambainas alucinatorias de identificable procedencia partidaria, tienen la ventaja de que llegan a muy pocas personas. Las más, ajenas a todas estas disquisiciones y bullangas, que afortunadamente o no les alcanzan o les resbalan, harán de su capa un sayo, como es habitual, además de legítimo y razonable. La mayoría obrarán como los pimientos de Padrón, que unos pican y otros non. Y yo seguiré acentuando como lo venía haciendo porque me repele la arbitrariedad. Tanto como la estupidez, el sectarismo y la moralina fuera de lugar.

https://elpais.com/cultura/2023-03-15/solo-o-solo-la-tilde-falica.html?fbclid=IwAR2VTFCOhzHpiemnpDPOq1mYPr4cCWaufVFoecU5dj-gt1MhDdtsuXVnJgw


martes, 14 de marzo de 2023

Epístola de las beguinas


 Podrá ser indecisa, etérea e insustancial. No sé, y además ignoro, si podrá sacar del aire cosa con sustancia, conseguir materializar la nada, pura alquimia política. En la búsqueda de la piedra filosofal, intentando convertir en oro materiales innobles o vulgares, al menos partían de algo real, espeso, que no es el caso. Sería un extraño proceso de sublimación inversa, esto es, hacer pasar algo del estado gaseoso al sólido.

Pero Yolanda Díaz será gaseosa, pero no tonta, ambas cosas probadas, de forma que los conoce bien. Que no la acosen ni la acorralen que es capaz de llegar al extremo de plantearse la posibilidad de atreverse por fin a tomar una decisión, sin que sirva de precedente. Hasta podría llegar a no invitar a las beguinas al parto de los montes. Y es un mal enemigo para sus hasta ahora socios peronistas y lacasianos, no menos imaginativos y fantasiosos; una cuña de la misma o parecida madera, aunque más dura y curada, las que más daño hacen. Y tiene (o aparenta tener) lo que a sus enemigos y hasta ahora cofrades les falta: un talante menos eclesiástico y unos ocasionales ramalazos de sentido común que la hacen tan incompatible como insoportable para esos orates, unos interesados y desleales compañeros que la apuñalarán en cuanto puedan. Van mostrando ya las facas, sólo frenados, hasta ahora, porque Podemos no puede pinchar su salvavidas. La necesitan ellos mucho más que ella a lo que queda del invento: los restos mortales de unos ilusos asaltantes de cielos que no salen de la furia, el despropósito y la táctica de inmatriculación de causas de las que vivir y con las que medrar, que van desguazando y dejando hechas unos zorros, como todo lo que tocan. Lo llevan en la sangre. En qué estaría pensando el cardenal Iglesias cuando se le torció lo de ser papa y la nombró sucesora en lugar de su santa, pasando de sínodos y concilios, tan de su gusto. No ha conseguido la cuadratura de los círculos, pero sí su laminación.

¿Dónde irás que más valgas? Aún peor, donde valgas algo. Se dirimen muchos puestos y cargos, de esos de entre 60 y 110.000 eurillos al año por intentar imponer ocurrencias y desabarrar desde secretarías de estado o ministerios, el algodonoso modus vivendi alcanzado por la amplia pandilla. Ya no les queda otra cosa que defender y disputarán las canonjías con uñas y dientes. No es cuestión de que se resigne al paro (que trabajar es lo último, posibilidad que ni se les ha pasado nunca por la cabeza) toda esa curia ensimismada y nociva, desde la papisa Irene al cardenal primado Iglesias.

No, Yolanda Díaz tendrá, como todo quisque, sus limites, sus carencias y sus mochilas (le cuesta tomar decisiones y hacer algo casi tanto como a Rajoy), pero sabe que para Sumar hay que prescindir de los que ya sólo restan. Nos queda el divertimento de ir viendo reposicionarse a los hooligans que hasta ahora eran defensores indiscriminados de un totum revolutum, de un amasijo coral destemplado, forofos unánimes que tendrán que decantarse y desdecirse de gran parte de lo dicho, empezando a ver malos, perversos y hasta fachas, donde hasta ahora todos, cada uno y cada una, eran los más mejores. Y toda la tropa de cazafantasmas, sólo unida en intentar como último recurso resucitar al PP-PSOE, centrada en procurar destruirse mutuamente, labor en la que les deseamos el mayor de los éxitos.

Abundan los que agradecerán eternamente a Ayuso, aliada con la desmesurada ambición y la infundada autoestima de Iglesias, el haber librado a la política nacional de tal personaje, engreído y nefasto, ahora dedicado a la farándula tertuliana en las empresas mediáticas de Roures, otro vándalo. Con Yolanda puede pasar igual. Propios y extraños la aplaudirían si cosecha un éxito similar y nos libra de las beguinas de Desigualdad y de toda esa parroquia desquiciada de catequistas morbosas.

Hacen falta más gestores y menos frailes predicadores, apocalípticos y desintegrados, acogidos a sagrado en los conventos de la democracia, una fe en la que no creen y cuyos ritos desprecian. 

martes, 28 de febrero de 2023

Epistolilla pendular

 

Siempre he creído que el laicismo es un avance de la civilización, algo propio de las sociedades avanzadas, libres y democráticas. Para mí el laicismo no está reñido con el respeto a las creencias individuales, todo lo contrario, es una libertad a proteger.

 Simplemente es exigible que el estado no haga suyas esas u otras creencias y evite, en consecuencia, que nadie intente que las leyes se ajusten a ellas. Ahora bien, eso es también de aplicación a las nuevas religiones, a todas esas ideologías que, desde ambos extremos, pretenden hoy obrar como las religiones tradicionales hicieron y hacen donde y hasta donde se les permita. Las sectas ideológicas o identitarias deberían sujetarse al refrán cervantino del debajo de mi capa al rey mato, pero la sociedad no debería consentir que consigan imponer sus criterios en las leyes, como palabra de Dios, fuera de toda desobediencia y contestación. Al final, muchos se conforman con cambiar de clérigos.

 Leo que en Canadá se intenta imponer un curso de reeducación al psicólogo y académico Jordan Peterson, cuyas opiniones, más que defendibles, chocan con ciertos desvaríos de la llamada cultura woke, en este caso, las más extremas políticas de género. Y se me ponen los pelos como escarpias. Eso de reeducar, dado en Ontario por bueno como castigo o solución, tiene tufos de triste recordación, aunque a muchos, precisamente las nuevas curias, siempre les hayan gustado esos aromas del oriente.

 Me alegra haber leído en otro lugar que Alfaguara, quien tiene en España los derechos sobre la obra de Roald Dahl, de acuerdo con los herederos, no censurará sus textos para acomodarlos a la hipócrita, engreída y casposa moralina de las nuevas correcciones que, ovejunamente, imitamos del mundo anglosajón.

 Una editorial inglesa, también de acuerdo con sus herederos, que por vender a todo se avienen, acuerda revisar los libros de Roald Dhal para podarlos de inconveniencias e incorreciones y, de esa forma, acomodarlos a los tiempos. Es decir, estupidizar esos libros que han entusiasmado a niños y niñas, tanto como a los adultos, durante varias generaciones. En sus libros ya no habrá gente gorda, ni nadie podrá tener cara de caballo, ni siquiera padre o madre, sino progenitores, los niños leerán Orgullo y Prejuicio de Jane Austin en lugar de Jack London. No es la primera vez que sucede un disparate semejante. Incluso de mayor gravedad, como el despido de docentes, la eliminación de libros en bibliotecas, cuadros en museos o películas en las plataformas, llegando a la cancelación de creadores díscolos o al olvido de clásicos que hace dos mil años eran machistas, belicosos y racistas. Derribo de estatuas, cambio de nombre de instituciones dedicadas a próceres de un pasado que se pretende corregir borrando supuestas incorrecciones, de la imposición del algodonamiento del lenguaje y de las ideas, en evitación de afrentas y ansiedades entre los miembros más frágiles de minorías y grupos que se sienten victimizados.

 De esta forma absurda e improcedente, damos a una minoría, los predicadores de la religión woke, un poder de censura que acertadamente y con grandes conflictos costó siglos arrebatar a otras religiones, por cierto mucho más mayoritarias que estos movimientos neopuritanos. Les damos una patente de corso para modelar la corrección de la forma de expresarse ciudadanos y autores para que no ofendan a los menos, mientras, en aras de la libertad de expresión, damos por buenas ofensas gravísimas a las creencias y valores de los más. Los mismos que ven de recibo que en una televisión pública catalana un supuesto cómico y descerebrado indudable diga que quisiera que se la chupe la reina de España, se espantan porque en un libro se diga que una bibliotecaria tiene cara de caballo, está gorda o es negra. Presidentes de esa región pudieron decir que los andaluces son gente a medio hacer, con graves déficits intelectuales o culturales, que el resto de los españoles somos bestias inmundas, personas con defectos genéticos que podrían con su mestizaje con los aborígenes del principado hacer degenerar la raza. De esto no hay que espantarse, que ellos nos irán diciendo de qué tenemos que hacerlo. Eso demuestra que en realidad no defienden lo que dicen defender, ni la corrección, ni el respeto al otro, al diferente propio ni al igual foráneo, ni a nadie. La igualdad es un valor indeseable. Quieren hacer visible lo que les gusta y hacer desaparecer lo que no, quieren imponer su valoración moral de conductas y de ideas, bueno si es propio, malo si ajeno. En fin, ya sabemos que cuando el diablo no tiene nada que hacer con el rabo mata moscas, pero la enfermiza obsesión por controlar y moldear la sociedad a su gusto que caracteriza a la izquierda más casposa, estéril y dañina, además de mostrar su congénita incapacidad para contender con éxito con los verdaderos problemas, que enuncian y describen a veces con acierto, pero nunca pasan de ahí, revela, si falta hacía, su naturaleza totalitaria y controladora. Si se les permitiera, toda la sociedad sería obligada a hacer, ver, leer, hablar, pensar, recordar y apreciar todo aquello que ellos consideran adecuado, fuera quedarían las llamas del infierno. Del infierno de la libertad, pues su problema es que no conciben una sociedad libre, aman las dictaduras aunque evitan vivir en ellas si no es al mando y se convierten en una curia retrógrada que se viste con las estolas de un progresismo que les es ajeno.

Lo único, en cierta forma, esperanzador es que, cuando se llega al disparate, punto que rebasamos hace ya mucho tiempo, no queda más camino que desandar parte de lo andado en la mala dirección, encima tenida por suma de las correcciones, y ya se va atreviendo bastante gente a decir lo que ya pensaban y callaban por no desentonar con el coro unánime y ovejuno que vienen entonando los más tontos desde hace ya muchas lunas.

 Edificios muy altos, pero asentados en cimientos débiles y construidos con malos materiales, acaban cayendo inevitablemente, a veces por el soplo del viento, cuando les llega la hora. Un criminal que no dejó ningún delito sin cometer, como Al Capone, sólo pudo ser detenido por evadir impuestos, el menor de sus crímenes. Después del pelo largo viene el corto, tras los pantalones de campana, se van estrechando hasta impedir la circulación en las canillas. En aras de la novedad y la sorpresa, tan a menudo confundidas con el progreso, la moda —argumental o indumentaria— necesita pendulear, ir de un extremo al otro. Suele ser cuando se llega al extremo, alcanzado el nivel de lo incómodo, lo peregrino y disparatado, cayendo en lo risible y lo dañino, cuando empieza el cambio hacia la otra dirección.

 En el pensar ocurre lo mismo. Eso en el caso de que se piense, pues hay más ecos que pensantes. Hay quienes dan por buenas, hasta por indiscutibles, ideas y posturas que ni siquiera se habían llegado a plantear en su ya larga vida. Se indignan, manotean y escenifican espantos hoy, por lo que hasta ayer ni se les había ocurrido. Critican y censuran hoy lo que han dicho, hecho y leído durante toda su vida. Lo hasta ahora lateral o irrelevante, se torna central e irrenunciable, lo minoritario o marginal se quiere hacer común y multitudinario y lo antes dudoso deviene en indiscutible. Como es natural, tan súbitas conversiones y sobrevenidas seguridades no pueden responder a otra cosa que a buscar el calor de la compañía numerosa y que creen dominante, a ser posible con el barniz de la vanguardia, que tanto rejuvenece. Más escenificación y fingimiento que convicción hay en esas evoluciones y muchos de los que hoy defienden una cosa con ardor hipócrita, dentro de poco defenderá la contraria, si eso es lo que se impone en su grupo de referencia. Dejarse llevar por la corriente siempre es más cómodo que bracear en contra y, cuando no sopla el viento, hasta la veleta tiene carácter.

 No es raro que, sobre todo a ciertas alturas de la vida, tras haber puesto tanta carne en el asador, de haber dicho tantas cosas con tanta superficial convicción, después de haber comprado tantas papeletas para esa rifa, cueste mucho trabajo plegar velas. Sobre todo por la cara de tonto que se te queda al reconocer para los adentros que has sido presa de la moda o de la creencia de la tribu en que ahora era la nuestra. Yendo muchos para allá parecía menos probable que no acabáramos llegando a algún sitio, si acaso al siglo XIX, como les está ocurriendo.

 No hay que echar las campanas al vuelo, que estos son pequeños éxitos de la razón y del sentido común contra la moda censora que promueve la neolengua, algo tan viejo. Pero es cierto que va en la buena dirección. Varios artículos he leído estos días indicando que el péndulo ha llegado al fin de su recorrido y que empieza a regresar hacia el equilibrio, esperemos que no hacia el otro extremo. Había que llegar hasta el desvarío, el abuso, la sinrazón, para que algo como los textos de Roald Dhal, un asunto menor comparado con infinidad de disparatates y locuras, supusiera un punto de inflexión. Pudiera ser. Al menos han hablado muchos que hasta ahora otorgaban callando. Pero hay multitud aún agarrados a la brocha sin ver que su escalera va desapareciendo, si es que alguna vez existió. Y para algunos esa escalera era the starway to heaven de Led Zeppelin, esa escalera al cielo que imaginaron, creyendo que es oro todo lo que reluce.

miércoles, 25 de enero de 2023

Epístola calendaria y magdaleniense


Otra vez cumpliendo años, uno más; unos años que siguen teniendo 365 días, dicen, pero que conforme aumenta su cifra parece disminuir su duración. Lo normal. Lo que no era mi costumbre en otros tiempos, no sé si mejores, era cumplir tantos. Siempre hay una primera vez. Sesenta y nueve. Una barbaridad. Debe de haber algún error y tal vez algún émulo del papa Gregorio, religioso o seglar, haya intercalado algún decenio en las cuentas del calendario para cuadrar algún desajuste sideral. Seguramente será eso.

Hace poco, en un control de alcoholemia, la agente de la autoridad que me mandó apartarme de la fila y pararme iluminado por las inquietantes luces azules intermitiendo, me preguntó, muy amablemente por cierto, cuántos años tenía, después de saludar y de haberme preguntado, también con una curiosidad entre la indiscreción y la impertinencia, pues no habíamos sido presentados, acerca de si había bebido o no, mientras acercaba su nariz a mi cara, husmeando como hace mi gato. En el médico me preguntan directamente el año de nacimiento y así me ahorro los arduos cálculos que me tuve que poner a hacer con los dedos ante la mirada inquisitiva y analítica de la uniformada, que comparaba los dudosos resultados de mis pesquisas con la fecha remota que señalaba el permiso de conducir. El caso es que no me cuadraban las cuentas porque me parecían años demás. No puede ser, me decía. Y eran las dos cosas ciertas: la cifra y la demasía. Estas preguntas tan sencillas, deduje, son para ir ella haciéndose una idea del grado de abuso de espíritus y licores, si lo hubiere, tanto por los efluvios como por la rapidez y coherencia de las respuestas. Mal vamos, me dije. Casualmente no había bebido nada durante la cena, sabiendo que iba a tener que echarme después a la carretera. Al no notar vapores alcohólicos ni nada demasiado sospechoso en mi comportamiento me dijo que buenas noches y que podía seguir. Si llega a pedirme que diera unos pasos como prueba definitiva de mi inocencia, me hubiera detenido por falta de garbo y poderío. El caso es que me llevé un disgusto. Ya puestos, viendo que ni un chupito había trasegado la única vez que me han parado a tasar los whiskies y riojas ingeridos, con el miedo que me han hecho pasar otras veces al ver de lejos algún control, insistí en demostrar mi no cuestionada abstinencia ante el pasmo de la guardia.

—¿De verdad quiere soplar, alma de cántaro?

—Sí, para una vez que puedo presumir de la virtud de la templanza, no habiendo soplado antes en la mesa, déjeme usted que sople ahora al volante.

Cero coma cero, risas y comentarios entre la patrulla por ser la primera vez que un contribuyente les pedía soplar.

Lo cuento por eso del raro asombro ante una edad ya sabida, pero que el cerebro parece ser que se niega a asumir. Y también por que el contarlo, el disperse, la disgresión, la batallita, son claros síntomas de que, por mucho que le joda a mi cerebro, tiene la misma edad que yo. Y bien que se le nota. De forma que ya puede ir haciéndose a la idea. Y si tiene dudas, que le pregunte a las piernas, que tiene línea directa y entre los tres me están amargando la vejez.

Madrugo, como de costumbre, me siento al ordenador provisto de un termo de café, porque la cocina está en el quinto carajo, y me pongo a leer las noticias con el riesgo de arruinarme un día tan señalado. Pero hoy soy refractario a las nuevas. Porque hace tiempo que las nuevas suelen ser viejas y porque tengo el magín en otro sitio, en otras cosas y todo me conduce a lo mismo. Empezando por eso, por las cosas, por mis cosas y, sobre todo, por el tiempo. Mirando alrededor está gran parte de mi vida: los libros, los cuadernos, nuevos o rellenos de dibujos y de estupideces, unas publicables y otras no, las estilográficas, las cajas y cajones con tubos de acuarelas, los botes con pinceles, lápices y palilleros con sus plumillas, los cientos de discos, las dos guitarras que tengo a mano, las paredes llenas de cuadros, propios y ajenos, antiguos o recientes, estanterías repletas de objetos y papeles y vitrinas con el arcoiris de mis tinteros, el chibalete con mis tesoros, la mesa llena de macetas y el sol entrando por la ventana, aunque fuera hace un frío que pela.

De todo eso, lo más viejo es el sol, obviamente. Le sigue la Tierra, algo más joven, aunque desde aquí no la veo, pero sé que está ahí, detrás de los bloques de pisos. Luego viene el culo de un mortero que, si no recuerdo mal, me encontré en la la subida a la ciudad ibérica de Meca cuando iban limpiando de los sedimentos de dos mil años los caminos hasta sacar a la luz los surcos profundos de los carros que llegaban allí desde la vía Heráclea, después por el Camino de Aníbal, luego por la vía Augusta y ahora por la A-31, que son una misma cosa, aunque cada vez peor cimentada y construida, llenando el cerro de escombros y tierra mechada con miles de trozos de cerámica, alguno de ellos con la huella dactilar del artesano ibero impresa. No sabría decir si aún más viejo o simplemente medieval, un clavo de forja de a palmo que uso de pisapapeles, cuadrado, seguramente de barco, porque lo encontré en el mar buceando entre unas rocas plagadas por aquel entonces de erizos, hoy desaparecidos porque los turistas se los comieron in situ sin dejar uno ni para simiente. Ahora ya no me puedo tumbar en la arena al sol porque los de Greenpeace me devuelven al mar como a un cachalote varado. Luego vendrían dos arcones antiguos que compré hace casi medio siglo y algún objeto o mueblecillo de algún rastro, desde una corneta a unos renos de bronce. Salvo alguna estilográfica de las que he adquirido usadas, más viejas que yo, algunos libros heredados de mi padre o comprados de viejo, cuarenta cajas de IKEA llenas de plumillas metálicas entre las que hay algunas que están más cerca de tener dos siglos que uno, luego a luego y ordenando los objetos y los trastos por edad, debo de aparecer yo. Dejando aparte a las personas de la familia, entre los seres vivos se encuentra alguna planta que ya vivía con nosotros en la casa anterior y vivimos en esta desde hace unos treinta años. Mi gato Adenauer, un gatazo hermoso, romano, atigrado, pobrecico mío, con once años se nos murió el pasado primero de noviembre, día con mal fario, como saben los portugueses desde el día del terremoto de Lisboa de 1755. Luego, Gracián, un gato negro oscuro con ojazos verdes, que es de lo más joven de la casa, con siete años, salvo algunas plantas, unas botellas de vino y el contador del gas, que me lo han cambiado hoy. 

Veo con una nostalgia magdaleniense, no sé si de Proust o del Paleolítico superior, que hay cosas que, como digo, nos tenemos cuarenta o cincuenta años, si no más, porque ya estaban en casa de mis padres, cuando yo era un crío. Entre ellas un retrato a carboncillo de mi padre que le dibujó un compañero en una de las dos milis que hizo, una como soldado de la república, otra con el enemigo, con una guerra en medio de ellas y un sable de mi abuelo que sería de otra, o simplemente de gala. Libros, y discos con casi sesenta años hay mas de alguna docena de ellos. 

Al ponerme otro café, conforme voy rellenando la taza, reparo en que es la misma desde los años ochenta del pasado siglo. Bueno, la misma no. Las originales doce de la vajilla de la Cartuja han ido muriendo una tras otra en acto de servicio. Cada seiscientos u ochocientos cafés, se me rompe una. Las he ido reponiendo y ya habré roto quince o veinte. Me duran poco más de dos años de media, no está mal. Las dos que me quedan son iguales a sus parientes originales, con esa inmortalidad de las especies, como los tigres de Borges. Aunque sea otro ejemplar, otro individuo cerámico sevillano indistinguible, es la misma taza, mi taza. Poniéndonos platónicos, es la imagen de lo que una taza es y cómo debe de ser una taza como Dios manda. De forma que en ella he bebido miles y miles de cafés, siempre del mejor, que para eso viví muchos años encima de un tostadero. Como ocurre con las guitarras, las que tengo aquí, una Alhambra acústica y una Stratocaster, y las que están guardadas, que en ellas han renacido miles de canciones y juntos hemos recorrido, si no tantos kilómetros como el baúl de la Piquer, sí bastantes más de los que hoy puedo recordar, la verdad es que con más pereza que nostalgia. Algunas de esas canciones están en los vinilos vetustos de cuando apareció la editio prínceps, de forma que podemos llorar a David Crosby escuchando Helplessly hoping casi con el mismo asombro y en el mismo disco con que lo hicimos la primera vez, cosa que podríamos repetir con gran parte de la música de esa época gloriosa, mi música.

Porque a estas alturas los cumpleaños van consistiendo más en recuerdos que en planes; y las cosas, nuestras cosas, junto a nuestras benditas rutinas, a menudo igualmente absurdas, nos abrigan y nos protegen. Son cimientos, anclas y ventanas. Son parte de nuestra vida y por eso, aunque estén desportilladas nos resistimos a tirarlas a la basura y a comprar unas impersonales tazas nuevas de IKEA. No digamos la estantería que me hizo un carpintero en Alpera en 1980, con madera de árbol y lejas de dos dedos (de los míos) de gordas, llenas de libros, voladas, con sus casi dos metros de ancho sin combarse. Hubo una época en que con muebles, enseres, libros y vajillas la gente hizo algo parecido a lo que se perpetró en Albacete con el viejo y hermoso edificio del Banco Central, que ya se edificó derruyendo el palacio del Conde de Pinohermoso,  como se ha venido haciendo con lo poco antiguo y valioso que había, palacios, conventos, sanatorios, edificios modernistas, todo derrumbado y arrasado para levantar en sus solares amontonamientos informes de ladrillos del cuatro, como en tantas otras ciudades y pueblos. Todo sea por el progreso. El Nueva York de la Mancha, que hay que ser gilipollas, para hacer esos esperpentos de veinte pisos como el que a media mañana me tapa el sol.

Entre café y café, sumido en tan hondas meditaciones, desentendido hoy de los desafueros y excesos habituales que tanto me encorajinan, leo de forma distraída algunos artículos interesantes. Uno de ellos está dedicado a una serie de libros acerca de otros tantos pecados capitales, que en principio fueron ocho, luego siete y ahora, según cuenta, vamos por nueve. Me sobra más de la mitad de los antiguos siete. Me detengo en una cita en la que Woody Allen sitúa en el infierno de Dante al inventor de los muebles de metacrilato. Sería muy largo escribir las reflexiones a las que me llevan ciertas engañosas máscaras del progreso, o rumiar los peligros de los siete pecados capitales, que allá en el horno nos vamos a encontrar, que decía Discépolo. Lo dejaremos en que, como suele ocurrir, a menudo se llega a la virtud por necesidad, de forma poco meritoria, por decrepitud, por la mera incapacidad para pecar. Ya no es que las uvas estén verdes, es que ni a las maduras llegamos ni nos sientan bien. Ni exprimidas, y menos fermentadas. Luego a luego no nos queda más que la ira, la soberbia y la pereza, si es que siguen siendo pecados, que a lo mejor, ni eso. Además de que hay quien, no sin fundamento, sostiene que esos supuestos pecados capitales son el sostén de una humanidad que desaparecería sin la lujuria y que no prosperaría sin algo de ambición, pues sin ella nadie se pondría a estudiar, a inventar o a descubrir nada, como nadie buscaría la excelencia sin algo de orgullo, tan emparentado con la soberbia. Lo dejaremos aquí, aunque no sin señalar que es malo presumir de una sola virtud, en el caso de que lo sea y además se tenga, pues las virtudes, de existir, se llaman y abonan las unas a las otras y es raro que se den por separado. Por ejemplo, hay plumíferos que intentaban subirse a las afeitadas barbas de Javier Marías porque él fumaba y el crítico no. Tal vez el reprochante no podía encontrar en su persona, aparte de no fumar, nada más que poner en la balanza para sentirse superior a Marías. Hay a quien le ocurre igual con la ciudad, región o país en que su señora madre rompió aguas, dato que esgrime como el principal de sus méritos y la mayor de sus credenciales. Los peores ven ese territorio como bancal donde cosechar hechos diferenciales, esto es, que imprimen una superioridad que cimenta derechos y privilegios.

En otro artículo leo cómo casi toda la antañona plantilla de una no menos venerable imprenta oficial colombiana será despedida tras no ser los operarios capaces, tras largos años de oficio, de superar las pruebas a las que, por mandato constitucional, deben someterse todos los funcionarios públicos, entiendo que con la salvífica y oportuna excepción de los dirigentes y mandamases, que para esos cargos nos vale el señor de marrón que pasaba por allí de los chistes de Gila. Al compás de los tiempos y en aras del progreso, cajistas, encuadernadores y operarios de antiguas minervas serán despedidos por no estar a la altura de las exigencias del momento. Se les declara “insubsistentes”, no sé si queriendo decir extintos, prescindibles, o lo que de verdad significa, esto es, que no tienen razón de ser. Ni de estar. Me informo y veo que en Colombia es el eufemismo adoptado para perpetrar un acto administrativo equivalente a la destitución. El que a dedo nace, a dedo muere. Resulta que, para aquilatar su ciencia y saber hacer, les exigen, entre otras habilidades, manejar una hoja de Excel, recitar los protocolos para organizar y presupuestar una reunión institucional o demostrar la pericia en el manejo de una aspiradora. Como sus puestos eran provisionales, algunos de ellos ejercidos con acreditada eficacia durante media vida, serán sustituidos en esta masacre laboral, que así llama el director al proceso, por otros que atesoren esos nuevos saberes que la ley ve hoy más necesarios en ese arte centenario y exquisito que componer una página con tipos de plomo, alzar, imponer, entintar, dorar una cubierta o un lomo o coser los cuadernillos de un volumen, arcanos y antiguallas de dudosa utilidad en una imprenta. Se trata de la Imprenta Patriótica de Colombia, del Instituto Caro Cuervo, que en 1991 mereció el Príncipe de Asturias de Humanidades.

Será cosa de la edad, pero cuando uno vea cerca a la de la guadaña, bastará con echar mano del periódico para ver cómo anda el mundo, asistir a un desfile de modelos y escuchar la canción del momento para, salvo por la compaña, morir sin excesivos pesares. Viene a mi mente un texto de Umberto Eco en el que un maestro explicaba a un discípulo o catecúmeno suyo cómo, para alcanzar la sabiduría, había que ir a lo largo de la vida, poco a poco, convenciéndose de la realidad de que todo el mundo es gilipollas, el conjunto y sus individuos, sin excepción alguna. Eso sí, alcanzar tal grado de sabiduría es un largo proceso en el que hay que ir siempre dejando a unos pocos a salvo, en número decreciente, hasta llegar, ya en la vejez, a respetar sólo a dos o tres. Luego a uno solo, al amor de tu vida. Justo antes de morir había que desengañarse y reconocer que ese ejemplar y uno mismo también eran gilipollas, para ya, así convencidos, espicharla tranquilos.

* Ilustración de Pablo García en 
https://elhacedordesuenos.blogspot.com/2014/10/la-magdalena-de-prust-motor-del-recuerdo.html