viernes, 24 de abril de 2020

Epístola bélica y darwiniana

Ir adaptándose paso a paso, de forma acompasada al ritmo de una realidad cambiante, nos puede llevar casi imperceptiblemente a acomodarnos a una situación que si hubiera sido trastornada de una sola vez, se nos haría insoportable e incomprensible. Es el mismo mecanismo por el que el cuerpo puede hacerse tolerante a los venenos. Las pequeñas dosis, repetidas, te van inmunizando poco a poco y de que das cuenta te muerden las cobras y ni te enteras. También se ha aplicado a veces en los bancales. Vas moviendo cada dos meses un poco el mojón, cambiando las lindes, y de que se dan cuenta es tuya media provincia. La breve duración de nuestras vidas no nos permite cometer argucias y engaños que pasarían desapercibidos si tuviéramos tiempo y paciencia para perpetrarlos con lentitud geológica. El primer pez de secano tardó eras en gobernarse unas patas. Cuestión de lentitud y disimulo, que la vida no gusta de revoluciones, sino de cambios lentos, que no despierten sospechas. Todo consiste en moverse poco a poco, imperceptiblemente, como la araña que intenta hacerse el longuis para que no le arranque la cabeza la mantis en cuanto, al verla bullir, sepa que está viva.

Leo que un enfermo que ingresó en febrero aquejado de coronavirus antes de que él conociera ni su existencia ni sus riesgos, despierta de un coma después de casi dos meses y sale por la puerta del hospital a otro mundo diferente al que conoció antes de enfermar. Así, de una. Decía mi abuela, y con razón, que no te envíe Dios todo aquello que eres capaz de soportar. A veces puede enviar los castigos o los avisos de sopetón, en forma de terremoto o volcán que te sepulte bajo sus cenizas. O te envía otra catástrofe que tenga más a mano, como a Trump o a Bolsonaro, igual que a nosotros nos castigó con Fernando VII. Por variar, pues su repertorio es infinito, en otras ocasiones va tensando poco a poco el arco de nuestra resistencia y dosifica las puyas, como en el caso de las siete plagas de Egipto. Tal vez las leyes supremas que rigen el universo, después de milenios de debate filosófico y científico, sean las de Murphy. Todo puede ir a peor, hasta un punto que a cualquiera parecería insoportable si le dieran un guión ineludible de los futuros acontecimientos que le iban a cambiar la vida. O que se la iban a quitar. El cerebro, como le ocurre al resto del organismo con picaduras, pócimas y bebedizos, está mejor preparado para soportar mudanzas en dosis homeopáticas que a enfrentarse a cambios de aquí te pillo y aquí te mato. Unas gotas de lo nuevo se nos dan mezcladas con una garrafa de agua de lo habitual y, casi sin darnos cuenta, nos acaba sentando bien el cianuro potásico o acabamos sin libertad de prensa sin notar especial amargura. Incluso el cianuro nos llega a saber bien, a almendras amargas como el mazapán. Por eso uno de los peligros, y no el menor, es que encandilados en la búsqueda urgente de antídotos y remedios para las nuevas ponzoñas, acabemos inmunizados frente a las picaduras de las serpientes autóctonas, que nos acechaban desde antiguo, y ya no las notemos.

¿Para qué leer ciencia ficción si puedo leer en el periódico que Trump, —"el malo", zafio y tramposo, de la novela del oeste—, recomienda tratar el coronavirus con una inyección de desinfectante o con luz solar? Sin duda habrá quien le haga caso y, aunque soy menos darwinista en lo social que en lo natural, será una aplicación positiva de esa teoría, que librará a la especie humana de la aportación genética de especímenes capaces de dejar descendientes tan estúpidos. Sin duda su desaparición por el simple expediente de sulfatarse por vía intravenosa mejora la especie. O igual en lugar de morir aparece una nueva variedad humana inmune al gorgojo de la patata, muy de aplicación en el caso que nos ocupa, el de Trump, pues su cabeza tiene más células de solanácea que neuronas. De estas últimas, las justas para no cagarse en los desfiles. Quien no tiene nada más que un martillo sólo ve clavos por todas partes. Igual que habrá quien convoque una manifestación o una rogativa contra el virus, es raro que no haya Trump enviado a los marines a combatirlos a cañonazos. Aunque sí se ha recurrido al ejército en otros lugares, cosa que se ha hecho de forma acertada y pacífica, no siempre su ayuda ha sido bien recibida por parte de ciertos orates.

Hay a quien no le gusta la terminología bélica utilizada para explicar nuestra lucha contra este virus que mata a unos mientras mantiene al resto atrincherado, escuchando silbar a las balas y proyectiles que no atinan y les sobrevuelan volando. Algunos representantes de estos críticos, tradicional e infantilmente antimilitaristas, comparecen —ahora sí— respaldados por tres generales luciendo medallas y cumpliendo órdenes, a veces poco claras o acertadas, por ser benévolos. Es escena que, paradójicamente, irrita a algunos parroquianos de los que la promueven, pero que les resultaría insoportable si fueran otros los comparecientes y los responsables. Y a más de uno les resulta tan incomprensible verse hoy donde están que actúan como si estuviesen aún en la oposición o tras la pancarta, no privándose de atacar desde una vicepresidencia a un poder del Estado, el judicial, por una sentencia que afecta a alguien cercano y que no es de su gusto. Eso lleva a muchos otros a ver igualmente incomprensible que tales personajes estén allí encaramados, tan alejados de su capacidad y sus merecimientos, al entender de la otra parroquia.

Nuestro país siempre ha tenido varias romanas para medir comportamientos, actitudes y resultados, lo que resta mucha credibilidad a nuestras alternantes dirigencias y oposiciones, que no suelen en sus argumentaciones ir más allá del a mí que me registren, la herencia recibida, el yo no he sido y el pues anda que tú. Las respectivas feligresías se limitan a repetir esos mantras. Un nivelazo.
Nadie dudará, a pesar de esas correcciones estilísticas apuntadas, que la guerra es la mejor metáfora para imaginar lejanamente las batallas que se libran en nuestro interior. Caballos de Troya de tamaño infinitesimal, mínimo, que se infiltran agazapados, engañando inicialmente a los centinelas y aprovechando las vigas y los clavos de las casas donde se guarecen los desprevenidos defensores para fabricar nuevas armas contra ellos. Otras veces les arrebatan las que tenían almacenadas para la defensa y las emplean para redoblar el ataque. Se disfrazan, sembrando la confusión entre las tropas defensoras, que acaban combatiendo entre ellas. En fin, un sindiós.

Uno de los peligros de este ataque, como en todas las guerras, es que falle la intendencia, causa de la mayor parte de las derrotas. Hay que mantener las tropas alimentadas y bien pertrechadas, por lo que conviene tener llenos los almacenes, dispuestas las armaduras, planchados los uniformes, afiladas las lanzas y engrasadas las escopetas antes de que se produzca el asalto y nos pille desprevenidos. Las murallas se construyen antes, no durante el ataque cuya fuerza no se valoró adecuadamente, cuando ya no hay gran cosa que hacer salvo amontonar piedras desordenadas intentando tapar grietas y agujeros que ya se conocían. Cuando llega el crujir de dientes es cuando se ve el temple de la tropa y de los generales. La tropa debe obedecer hasta los errores, hasta las órdenes que le parecen disparadadas, hasta el sacrificio. Los generales no pueden ganar las guerras sin contar con precisión a los atacantes, engañándose a ellos mismos y a los demás sobre su número y fortaleza. También de las bajas. Dejar a los heridos abandonados a su suerte o no honrar a los caídos desmoraliza y pone a la tropa y a la población en contra. Sobran en el Estado Mayor los que pretendieren pasar el embate bajo el catre de campaña en una lejana colina, ocupados y preocupados en acumular inmerecidas medallas que les lleven a asumir el mando cuando todo pase. Hay que vigilar que tales aliados no deserten y dejen desguarnecido un flanco a medio zafarrancho. Un ejército avanza al paso del más lento de sus soldados, decía Napoleón. Olvidó decir que el acierto de las decisiones adoptadas suele estar limitado por la incompetencia y la cerrazón del más necio de entre los que las deciden.


martes, 14 de abril de 2020

Epístola indignada y sanitaria

    Llevo escribiendo epístolas con mis opiniones aquí y en mi blog Desconcertatus desde hace bastantes años. Suficientes para haber sufrido a distintos gobiernos, que he criticado en todo aquello que a mi entender había de criticable. Por ineficacia o incapacidad, por indecencia o rapacidad, por desconocimiento de aquello de lo que uno se hace responsable, porque a los cargos se accede más por amistad, parentesco, cupo o sumisión que por capacidad o por méritos, por actuar con desdén hacia problemas que afectan a muchos, casi siempre a los mismos. Incluso por maldad. Recuerdo aún el ¡que se jodan! que se escuchó en sede parlamentaria. Hemos escuchado y sufrido cosas que deberían haber bastado para acabar con algunas carreras políticas de todos los bandos. Si por algo se caracteriza nuestro ambiente político es por la total incapacidad de cargos, militantes y simpatizantes de un partido para admitir los errores de los suyos. Tan grande como la de reconocer los aciertos ajenos. Son mundos paralelos, encerrados en sí mismos, autocomplacientes, sumisos incubadores del huevo de la corrupción y del nepotismo, males que ven en los demás y tapan en su propia casa.

    En fin, abundan en la política los que no merecen estar en ella, y no sé si nosotros merecemos que lo estén, seguramente sí, pues los elegimos. Y es necesario decirlo, criticarlo, denunciarlo.

   Yo no escribo para hacer amigos, más bien para dormir tranquilo. Y no podría hacerlo si callara cuando leo infamias, locuras conspiratorias de interesado enunciado, indecencias y descalificaciones crueles e infundadas más allá de lo que la crítica a la acción política debería consentir.
Decir, siquiera sugerir, ideas como que lo que está ocurriendo pudiera ser una conspirativa estrategia de eliminar a miles de personas, de viejos, una eutanasia permitida o buscada, supera todo límite como para que uno calle.

    No me considero un cerebro en un frasco, ni presumo de una imposible imparcialidad, ni creo llevar razón en mis posturas y críticas, pero lo que escribo y opino lo hago de buena fe, después de meditarlo y siempre procurando no demonizinar a quien piensa distinto.

    No, no puedo callarme, no puedo dar por bueno lo que considero indecente.
He visto al ministro de sanidad llorar en una foto sentado en el Congreso. Seguramente soy un sentimental, pero los detalles de humanidad me pueden, pues cada vez son más escasos. Son más reveladores que las palabras y que los discursos. Le tengo lástima, al frente de sanidad, un ministerio despreciado por quienes querían otros de más lustre y peso político. Sé que este ministro ha hecho todo lo que estaba en sus manos, lo posible, limitado por unas circunstancias y unos condicionantes sobre los que sí cabría hacer algunas objeciones. No es momento. No es esa foto algo que me haya hecho cambiar ninguna de mis opiniones, y mantengo y mantendré mis críticas, siempre constructivas, ya que siempre se pudo hacer mejor, aunque nunca he dejado de reconocer la extrema dificultad de acertar en este trance desmesurado. Pero para poder criticar a un gobierno es necesario mirar a todos lados, no obviar los reproches que la oposición también merece, y viceversa, algo que muy pocos hacen. Tanto unos como otros. Todos andan centrados en la redacción y difusión de listas de errores y crímenes ajenos a la vez que invariablemente callan y ocultan los propios. Indecente.

    Si se quiere crear un clima en el que sean posibles los acuerdos, sobran muchas descalificaciones y ataques personales por parte de todos. No, no son los míos los buenos y los malos los otros, ni está toda la razón en manos de unos y ninguna en las de los demás. Las personas mantenemos opiniones distintas sobre temas concretos, a veces contradictorias, a veces con dudas, unas con razón, otras sin ella. Esto ocurre con las que piensan no con las que hacen de eco. Esas se adhieren a un bloque compacto de ideas, a un kit ideológico que no admite fisuras ni tibiezas. Por eso es imposible militar en un partido y seguir pensando. La militancia o la entrega a una “causa” impiden argumentar contra una idea sin descalificar a la persona que la defiende.

    En la grave situación que vivimos se puede dudar de tiempos, eficacia, recursos, pero no de las intenciones. Eso es un límite entre la decencia y la mezquindad, entre la crítica y el fanatismo. Yo no formo ni puedo formar parte de eso.
 

martes, 7 de abril de 2020

Epístola conventual


    Un chino que se hizo un carpaccio de pangolín o una sopa de morceguillo, —que Confucio le confunda—, ha obligado a medio mundo a acogerse a la Regla de San Benito. Creyentes y descreídos, fieles y gentiles, se recluyen ahora en sus conventos. Algunos entran en el Carmelo, en una clausura que no consiente más que recibir por el torno las viandas y remedios que hoy nos mantienen vivos. Según sus talantes se adscriben los cristianos a las órdenes de su gusto, y así hay carmelitas descalzos o con espuelas, frailes trabucaires con canana y otros dedicados a cantar salmos en los balcones para animar a los creyentes. No falta quien, más entre los sueltos que entre los encerrados, se crea reencarnación de la Monja Alférez o del Cura Merino, pastor de su parroquia de merinas, que las churras siguen a otros profetas y mosenes. También anda algún freire a la jineta de brioso alazán, vigilando las fronteras de la patria y de los caletres. De todo hay en la viña del Señor.

    Fuera de los claustros quedan legos y monjes que curan a los enfermos o que cultivan la huerta, que alimentan o protegen a la congregación recluida en sus cenobios; arrieros que acarrean las viandas, otros que limpian y desinfectan las calles, recogen las basuras o llevan a la celda de todo lo que los confinados necesitan, así como muchas cosas que no. Son los que ahora reconocemos como imprescindibles, aunque antes ocuparan en el ágora y en el templo los lugares más apartados y oscuros.
    Aplaudidos hoy desde balcones y celosías, mañana volverán a las últimas filas que siempre ocuparon en estima y en recompensa. Los últimos, por unas semanas, son los primeros. Nuestros héroes, nuestros salvadores, vienen a ser una tropa variopinta de oficios, algunos tenidos por menores, que en realidad no han hecho nada más y nada menos que lo que venían haciendo desde siempre: cumplir con su obligación con los recursos y reconocimientos que todos les escatimamos hasta que han mostrado ser nuestra salvación. Al menos, por unos días, la realidad pone sobre la mesa qué y quién era importante en el convento, si el abad o el cillerero, si el deán, el refitolero o el sochrante, y hasta qué punto cada uno venía cumpliendo con su obligación o era necesaria su función, si es que alguna tenía, que más nos hemos dedicado a la liturgia que a cuidar la enfermería y abastecer la botica. 
    Hablar de responsabilidad siempre es tema vidrioso, aunque llegará el momento de reconocer que en parte era de todos y cada uno de nosotros, sobre todo in vigilando, aunque cada cual en proporción a su papel en una sociedad que hace aguas, con no pocos agujeros hechos por los que la dirigen (o dirigieron) con mucho menos acierto y previsión de la que hoy quieren aparentar. Llegan a pretender que la mascarilla sea bozal y la lealtad silencio. Casi todos en el reino y en los virreinatos olvidaron retejar y llenar despensas, almacenes y boticas antes de que llegaran unas lluvias que hoy nos encuentran menos protegidos de lo que hubiera sido menester. Cierto es que hay tempestades que ninguna pared ni techumbre podría haber resistido y que las pestes suelen llevar a los hospicios y hospitales más peregrinos y enfermos de los que pueden acoger, tanto como falso es pretender que nada más se pudo hacer ni tampoco antes. 
    Los cristianos meditan en sus celdas y recuerdan con sonrojo haber prestado oídos a falsos predicadores que desde sus televisivos púlpitos alababan una pobreza de la que presumían, virtud para ellos sólo deseable si es ajena. Comparecían disfrazados de franciscanos con hábitos ásperos y desaliñados, fray Gerundios que hoy nos siguen sermoneando desde palacios episcopales que se apresuraron a ocupar cuando los fieles recompensaron de forma generosa sus alardes de una austeridad que sobrellevaban no por principios, sino por necesidad. Otros han tomado los hábitos de ficha de dominó de los dominicos, recuperando sus innatas ansias inquisitoriales, siempre fieles guardianes de la ortodoxia, prestos a arrojar a la vergüenza pública a los que se apartan del dogma y a espolear a los parroquianos en su contra, señalando quiénes envenenaron las aguas y quienes, con sus pecados y sus errores, han atraído las iras divinas sobre nosotros. No esperéis soluciones ni de unos ni de otros, pues sólo de la unión de los mejores puede llegar. En los sacrificios y en las hecatombes, los bueyes siempre son los ajenos. Priores y acólitos de cada religión saben señalar culpables incluso para sus propios errores, cosa fácil, pues cada uno los busca y encuentra sólo y siempre entre sus contrarios, para regocijo de sus feligreses, que invariablemente aplauden en un espectáculo que nos llena de vergüenza. Pero estos prelados engreídos, aquí y en todo el orbe, desconocen arreglos y soluciones, tanto para lo usual como para lo imprevisto, actuando tarde y por ensayo y error. Ese desconocimiento no les impide proponerlas cuando se elige papa para la iglesia o abad del convento, a veces escarbando en polvorientos códices donde se recogen los añejos intentos y los antiguos errores. De paso aprovechan para raspar vitelas y reescribir cronicones en palimpsestos que presentan como ciertos.
   No faltan begardos que recorren los caminos y plazas, de la corte a la aldea, vociferando desde altas tarimas sus discursos apocalípticos. Sólo en la desgracia son escuchados sus sermones con calor, y perviven pues la desgracia es algo que nunca falta. Se habla de un concilio que aúne a las distintas confesiones, pero nadie renuncia a sus dogmas y liturgias, se limitan a señalar herejes y a tratar de sentar a sus obispos en todas las cátedras.
   Si del mundo exterior, hoy sólo visitado si se tiene perro, pasamos al interior del convento, vemos a los monjes aislados y aburridos, pues hay a quien la cosa le ha pillado en la celda sin un códice, afición o quehacer, Las televisiones echan humo y al sofá se desfonda ante el peso en aumento de sus dueños. No pocos cristianos se han entregado al arte de la repostería y, junto a los dos muebles mentados, son el horno y la sartén los aparejos más activos en el cenobio. La operación playa puede esperar. Se multiplica el consumo de harinas, levaduras, huevos y azúcar, que millones son las madalenas, empanadas, tortas y panes que los creyentes amasan y hornean. Se ha llegado a dar el caso de contribuyentes lanzados a guisar potajes y estofados, sopas de ajo y suquets, aumentando repertorios que nunca iban más allá de la tortilla de patatas o la paella de los domingos, siempre a cargo del pariente “cocinicas”, hoy echado de menos. Recuperamos antiguos saberes a la vez que aprendemos que para ciertas cosas es conveniente no delegar en exceso, sobre todo por que cuando pintan bastos habría que aspirar a la autosuficiencia. De durar mucho este retiro obligado, llegaríamos a los cultivos hidropónicos, a cambiar geranios y prímulas del balcón por lechugas y perejiles y, en caso extremo, pedir por Amazon un camión de tierra para hacer una huerta en el salón. En estas, como en tantas cosas, los jerarcas deberían aprender de sus súbditos.