Queridos
hermanos. Creo que la presente será mi última epístola, al menos de las
dedicadas a lo relacionado con la situación política, tema agrio y vidrioso. Mi
registro habitual era el buen humor y lo que estamos viviendo no lo permite.
Cumplo con ella una autoimpuesta obligación de decir lo que pienso, guste o no,
para al menos no reconcomerme dentro de un tiempo por haberme callado ante algo
que cada día encuentro más disparatado y lleno de peligros. Ya sabréis
disculparme, tanto por un contenido que a algunos les resultará hiriente, como
por su extensión.
Después de siglos mirados como insectos por nuestros gobiernos, de ser
tratados como imbéciles, proceder acentuado en los últimos años en España, algo
que es global, pues ni eso inventamos, uno se queda asombrado de que lo que
intenta presentarse como solución, en realidad, venga a asentarse sobre una
acentuación de ese menosprecio. También los presuntos y autonombrados
salvadores siguen partiendo de la tesis de que los ciudadanos, sólo valorados
en cuanto posibles votantes, seguimos siendo un rebaño manipulable y estúpido.
En lugar de arreglo, tras defraudar las expectativas despertadas, ellos aportan
otros nuevos problemas sin solucionar ninguno de los antiguos.
Pocas dudas tenía ya sobre la escasa enjundia de los nuevos aspirantes a
gobernarnos, y para despejar incertidumbres o malentendidos, diré que me
refiero a Podemos, que tras una ilusionante aparición, con sus mareas y sus
mareos ya no pueden ocultar su complicidad y cercanía a mucho de lo que
considero parte de lo más casposo y abyecto de lo que el mundo en general y
también nuestra sociedad han parido en el pasado siglo. Me espanta verlos al
lado del terrorismo, el chavismo, la demagogia más burda, evidenciando con su insoportable
soberbia un pensamiento primario, excluyente y totalitario, contemporizando con
otros integrismos a los que no hacen ascos, al menos a sus dineros, lo
que les lleva a condescender con aberraciones mayores que las que dicen venir a
solucionar.
Sabido es que las ciencias políticas, como la teología, no son ciencias
duras, como la física o las matemáticas, pero coño, algo razonable se debe de
aprender allí. Si un teólogo al licenciarse en la Pontificia de Salamanca
saliera arriano, cátaro o monofisista dudaríamos de la excelencia y utilidad de
sus estudios, algo que me ocurre a mí al escuchar a estos profesores de la
Complutense que han aprendido —y lo que es peor, enseñado— más de Goebbels que
de Montesquieu, más de Troski o Lenin que de Mandela, que ni se han molestado
en leer a Ortega o a Unamuno y dudo que siquiera hayan oído hablar de Ganivet.
Respecto a los problemas de España, todos ellos tenían una idea más clara y
proponían cosas más razonables que estos asesores de Maduro, colofón profesional
de su desvarío docente e ideológico. La arquitectura, ciencia más seria, no
hubiera permitido titularse a quien aconsejara el regreso a las cuevas o sólo
hubiera aprendido del oficio cómo conseguir clientes que les encargaran
colmenas informes donde amontonar vecinos. Resumiendo, un descrédito para su
especialidad, ya de por sí vidriosa, etérea y dogmática.
Si grave es su continua apelación más al rencor que a la ilusión, no
hablemos de sus representaciones teatrales, muestra de su palmaria vacuidad
intelectual y moral, cercana en no pocas ocasiones al ridículo. En sus filas,
se arremolinan, junto a personas decentes y razonables, que son las menos,
otras de diversas procedencias ideológicas, casi todas ellas trasnochadas y no
puestas al día, activistas, okupas y algún que otro pendejo. Si dicen defender
la unidad de España, la realidad es que los grupúsculos de la franquicia que
conforma a Podemos en gran parte apoyan la disgregación, incluso justificando a
quienes durante decenios intentaban promoverla con tiros en la nuca. La
indignación que dio lugar al nacimiento de esta especie de aquelarre no puede
amparar tanta arrogancia y estúpida agresividad. Pablo Iglesias cada vez
me recuerda más, tanto en sus intervenciones actuales como en los vídeos que no
ha podido evitar que conozcamos, a José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de
Heredia, a su dialéctica de los puños y las pistolas y a sus mítines en el
Teatro de la Comedia. Sicilia, año 36. Penoso. Mi conclusión es que, aparte de
esa continua performance, detrás de esa puesta en escena que a veces mueve más
al temor que a la esperanza, cuando no a la risa, poco más hay. Un ajuste de
cuentas realizado por quien no sabe sumar. Más afán existe en arramblar, en
destruir, en imponer su extremismo antediluviano, que de edificar, de avanzar
sobre lo ya construido, que es mucho. La superación de la arquitectura actual,
que puede no gustar, no es levantar una ermita visigoda.
Prácticamente todas mis epístolas anteriores se han dedicado a evidenciar
que España no estaba en buenas manos, ni con este ni con el gobierno anterior,
ya que la estupidez vacua es tan nociva como la maldad, que demasiados ladrones
había en el poder y sus aledaños, que la mediocridad era la norma, que el
interés particular y del partido —no de uno, de todos ellos— se ponía por
delante del interés general. Que la crisis a la que tanto ayudaron entre todos
a crecer, se afrontó de forma despiadada e insensible hacia el sufrimiento, la
precariedad y el desamparo de parte no pequeña de la sociedad, como siempre la
más débil. Una sociedad a la que han empobrecido para enriquecer a una minoría
cercana y para financiar todos y cada uno de los partidos, salvo honrosas
excepciones que no conozco.
Esto no ha sido monopolio del Partido Popular, pues todo el que ha tocado
poder, ha visto —y permitido— corromperse a parte de los suyos. En proporción
al poder alcanzado, lo que no sirve de disculpa a nadie. No entraré en
comparaciones sobre la cuantía de lo malversado, pero no puedo dejar de decir
que somos proclives a medir con vara harto trucada, que la romana se usa de
forma torticera y que tendemos a ser menos estrictos con los afines que con los
contrarios, en lugar de pedir que cada palo aguante su vela. Que cada uno
considere el grado de dureza con que ha criticado, si es que lo ha llegado a
hacer, las rapiñas de aquellos con los que simpatiza, como primer ejercicio de
autocrítica. Eso nos pone a todos en mal lugar, pues pocos han tenido la
decencia de mirar con el mismo escrúpulo hacia todos lados. En el fondo,
nuestros olvidos selectivos, nuestra defensa por acción u omisión, nuestra
parcialidad, es lo que ha permitido que la corrupción haya llegado a mancharlo
todo.
Todo, pero no a todos, pues no es la primera vez que afirmo que la inmensa
mayoría de los políticos, cargos públicos y miembros de los partidos son
decentes. Tal vez peque de ingenuidad, pero sigo pensando igual. Muchos
concejales de lo que estos ignaros llamaban ‘la casta’ se jugaron la vida —y
muchos la perdieron— defendiendo aquello en que creían, algo que debería
abrumar a quienes en esos mismos partidos se dedicaban mientras a robar. En
todo caso, nos dieron más que nos darán nunca quienes les intentan desacreditar
con sus demagogias para arrancar unos votos.
Aporto mis anteriores epístolas como aval, pues no puede decirse que no he
sido duro con quien ahora manda. Y como el ataque a alguien suele interpretarse
como defensa del contrario, pues ya Ortega y Gasset decía que la única razón
que unos tienen es la que han perdido sus contrarios, escribo esta epístola
para desengañar a quienes lo han valorado así. En absoluto. Que uno no quiera
morir de cáncer de próstata no debe interpretarse como que desea hacerlo a
causa de un tumor cerebral. En esa tesitura han colocado a los españoles
quienes han capitalizado el descontento y la indignación para llevar el agua a
su molino. Un molino antiguo, obsoleto, poco eficiente, que por romanticismo,
ignorancia o pereza mental, muchos parecen ver deseable volver a poner en
marcha. Cuando uno huye no suele mirar bien hacia dónde. No estoy entre ellos.
Es duro abandonar una creencia, abjurar de una fe, pero espero que muchos de
sus simpatizantes vayan siendo capaces de ver la verdadera cara de estos gurús.
Veo con asombro a muchas personas que tengo por inteligentes y leídas, a
quienes además habría que presuponer un juicio que la edad suele proporcionar,
aunque veo que no es cosa general, arrojarse empujados por la indignación en
manos de estos personajes de forma increíblemente acrítica. Y asumen entero el
kit de progresía que les ofrecen, de un progreso en mi opinión, mal entendido.
No falta nada. Y a mí me espanta ese sometimiento mental y moral a un corpus
doctrinario establecido, monolítico, sin fisuras. A un manual del buen rojo, en
terminología que se han ocupado de resucitar, pues como primer logro, entre
unos y otros han conseguido volver a partir España en dos, al menos están en
ello con todas sus fuerzas.
Facha es quien difiere en algo de las creencias de esta secta, y les llamaban
casta antes de hacer glorioso ingreso en tal club, ya diluido, pues va
resultando un movimiento con tintes religiosos, un asalto al cielo guiado por
dogmas asumidos sin cribar, revelados —por enésima vez— por obispos laicos que
imparten doctrina sacada de antañones incunables, hablando ex cátedra,
iluminados de forma infalible por su particular espíritu santo que habita en la
Complutense. En su capilla dan la bienvenida a Otegui, cómplice de
secuestradores y de pistoleros que disparaban en la nuca de quienes
pensaban distinto. Unos demócratas, en fin. Y dan certificados de pureza de
sangre desde una superioridad ética que dicen tener pero que no existe, pues
como depositarios de las tablas de la ley e intérpretes de la divinidad, se
permiten señalar a los que merecen la salvación y los que no. Sus mítines son
autos de fe. Vuelta al siglo XVI presentada como avance. Lo más novedoso de su
doctrina es del XIX.
Este bloque de creencias no permite fallar a ningún palo. Abarca desde el
soporte a aberrantes sistemas políticos, a quienes ellos han asesorado y
acompañado en su fracaso y cuyos resultados a la vista están, hasta la simpatía
por asesinos y secuestradores con quienes están más dispuestos a pactar que con
los partidos democráticos, evidencia de que ellos no lo son. Desde el apoyo a
nacionalistas desaforados y okupas, colectivos ambos entre los que hay no pocos
que considero simples delincuentes, hasta el repudio al ejército, la bandera,
el himno o las fuerzas de orden público, a las corridas de toros o el apoyo a
la pantomima risible de la primera comunión o el bautizo laicos. Una cosa más
que razonable es que no te guste ver matar a un toro en la plaza, o asistir a
las procesiones, o no ser creyente, defendiendo el laicismo de la sociedad;
otra muy distinta es ir de comecuras y faltar al respeto a las creencias de
millones de españoles. Éstas son creencias que si bien no comparto, no dejo de
pensar que merecen respeto, no esa hostilidad tan infantil como dogmática. Que
lleguen a la torpeza de gastar sus fuerzas y tiempo en desacreditarse atacando
las procesiones de Sevilla, mostrar las tetas en una capilla, que no
mezquita, desairar a instituciones clave desde un antimilitarismo ingenuo
y marginal o carnavalizar las cabalgatas de reyes, dice mucho de sus
prioridades y fijaciones, a la vez que nos indica por dónde van los tiros. Hay
que defender hasta que una acólita de la cuerda se mee en la calle camino de la
concejalía que ocupa. No es ese el tipo de personas que merecemos tener al
mando. Que otras tampoco lo sean no supone dejar de buscar opciones más
presentables. No es que se resalten estos desatinos, simplemente sucede que
poco más han hecho hasta el momento.
Se añade el menosprecio a la Constitución y a la Transición que la hizo
posible, quizá la mejor época de nuestra historia, incluida la descalificación
de políticos que muchos echamos de menos, sobre todo al compararlos con quienes
ahora intentan desacreditarlos. Por supuesto, resucitemos la guerra civil,
quitemos las calles a Jardiel Poncela, a Miura o a Muñoz Seca por haberse
dejado fusilar por un matarife inadecuado, el busto a Pemán o la placa a los
religiosos de 18 años asesinados en Madrid... Hagamos así justo lo que los
otros hicieron igual de mal. No se trata de corregir errores, sino de caer en
los mismos, haciendo un paréntesis de 75 años, salto atrás que poco ayuda a la
convivencia.
De que sus actuaciones teatrales van más dedicadas a dar gusto a la peña
que a solucionar unos problemas que les preocupan menos de lo que quieren aparentar,
pues es el poder y el control de la sociedad lo único que evidencian ansiar, es
muestra lo que Iñaki Gabilondo calificaba de incongruencia, refiriéndose a un
Iglesias en mangas de camisa ante el rey pero de frac en los Goyas. Yo más que
incongruencia lo calificaría de estupidez, de falta de respeto a las
instituciones, de postureo y de indignidad. Nunca votaría a nadie así.
Quien me conoce sabe el poco significado que doy a la largura del pelo o a
la indumentaria, pero alguien sin cortesía ni educación no puede representarme.
Los fantasmas en los castillos escoceses, no en el Congreso de los Diputados y
menos con mi voto. Para los más espesos aclaro que eso no supone alabanza a
muchos de sus actuales ocupantes. Y allí, igual que en los ayuntamientos,
parlamentos regionales, y a donde van llegando, a cobrar ovíparamente, ellos y
sus parientes que llaman a asesorarles con sueldos de presidente de gobierno.
Decir que donan parte de lo cobrado no me basta, pues igual me da que lo gasten
directamente o vaya a sufragar a su partido o sus cadenas de televisión. Mejor
bajarse el sueldo como prometieron hacer, o donarlo al Cotolengo o a Cáritas,
lo demás son milongas y excusas de mal pagador. Y buen cobrador. No es que les
pida más que a los otros, pero son ellos quienes llegaron donde están
prometiendo hacer lo que ahora incumplen. Pusieron el listón muy alto y me jode
que ahora pasen por debajo de él.
Ya sé que para algunos dar mi opinión sobre estas cosas, que muchos
ven sin atreverse a decir, menos a dejarlo escrito, me sitúa en eso que llaman
‘la caverna’, juicio que poco me preocupa, pues hay varias cavernas y resultan
cajón de sastre donde, a falta de razones que oponer, algunos meten todo lo que
les contradice. Por otra parte, puestos a ser sinceros, poco aprecio y
respeto me merecen quienes recurren a esa descalificación como único escape.
Este recurso tan sencillo evita buscar argumentos ni plantearse qué es lo
que, en definitiva, viene uno a sostener con su voto. No estamos en tiempos de
contemporizar, sino de pensar y de llamar a las cosas por su nombre, aunque eso
nos violente algunas convicciones, en el caso de tenerlas. Mi solución ante los
orígenes de los males que sufrimos, como son el sectarismo, la mediocridad, la
corrupción, la falta de metas claras, justas y viables, la soberbia, la
ambición personal y partidista, la indiferencia ante el desamparo de gran parte
de la sociedad, se reduce a recuperar valores perdidos como la vergüenza, la
honradez económica e intelectual, la independencia de la justicia, el control
escrupuloso del gasto y de su justa redistribución, y sobre todo, inteligencia.
Todo ello con la mayor de las libertades. Como se puede ver, la solución queda
para mi muy lejos de lo que Podemos puede ofrecer. Descartados la impiedad y el
totalitarismo, los dos extremos que se nos ofrecen, mis opciones se reducen a
quedarme en mi casa en unas próximas elecciones o elegir a alguien más
centrado. Política y mentalmente.
Es momento de razón más que de vísceras, cuando cada vez más, se intenta
anteponer la revancha a la justicia, cuando el comportamiento se ve regido
antes por el pensamiento rápido, por la respuesta instintiva, visceral, que por
el pensar lento, reflexivo y ponderado. Nos estamos animalizando en nuestras
reacciones y nuestro cerebro, quién aún lo tenga en uso, debería evitar que sus
actos y palabras sean determinados por reflejos, como lo es la rodilla cuando
se le golpea con una maza.
El dibujo de Pablo Iglesias es obra del genial ilustrador Ricardo Martínez.