sábado, 30 de enero de 2021

Epistolilla exiliada


 A veces una frase o un titular provoca reacciones y comentarios enfrentados, unos más ajustados que otros a lo dicho. Estas pelarzas dejan a un lado lo que hay detrás, antes y después, las ideas, antecedentes y consecuencias que reflejan y provocan unas declaraciones concretas. En ocasiones estas ideas aún son peores que las frases que motivan la polémica, aunque, al menos, dejan al desnudo a personajillos que inexplicablemente ocupan un lugar más protagonista del que que sus merecimientos y capacidad permitirían en un ambiente menos polarizado, en parte gracias a ellos.

 Han sabido sacar oro de legítimos descontentos e indignaciones, aunque es cierto que al precio de crear otros de igual calado. Cierto es que se les va acabando el filón a la par que muestran plumeros insaumibles por la mayoría. Hasta por los suyos, si es que ellos tienen suyos, aparte de su círculo reducido y endogámico. Por cada cucharada de azúcar social que haga digerible el amargor de sus manías y dogmas, que van en el lote, meten de rondón problemas en el debate y medidas en el BOE que carecen del suficiente apoyo social. No hay que confundir ser decisivo con llevar razón en todo. Es perverso que la capacidad de brindar (o vender) apoyos tan escasos como imprescindibles haga determinantes a ciertos personajes y grupos. Tanto Iglesias como algunos partidos periféricos. Un democrático reconocimiento de su verdadero peso, cercano a la irrelevancia, reduciendo su capacidad de influencia y chantaje, arreglaría, y arreglará, ciertas derivas. Entre ellas la de pasasitar memorias, personajes y la misma Historia, que son de todos, no solamente suyos.

 Afortunadamente, en algunos temas cada vez se les hace menos caso en el gobierno. Mientras sigan en él, entenderemos que, aunque se quejen, responden de lo hecho, que es pago asumible, no cabe cobrar y figurar por hacer lo contrario de lo que piensas. O tal vez sí, si era el sillón el verdadero programa.

 Este artículo va un poco más allá de si el Puchi y sus secuaces son exiliados políticos, que claro está que ni por el forro. Compararlos, ni de lejos, con los de la República, ya es desvarío y alucinación.

https://www.elespanol.com/opinion/tribunas/20210130/exiliados-presos-politicos-espana/555064498_12.html?fbclid=IwAR0LKQYPQafAkD9P3kYwlGrW945vpOfWF_alOIQIc7UJGNt4jkBwQjd8MhU

lunes, 25 de enero de 2021

Epístola vírica, filoménica y cumpleañera

 

Solía escribir todos los años por estas fechas una epístola con motivo de mi cumpleaños y el de mi blog. Diez años el último, bastantes más el fraile que celebra el uno y escribe y pinta el otro, aunque creo que el 2020 no cuenta, por no vivido. Con un buen humor que hoy casi me resulta extraño, mis escritos estaban redactados desde un cenobio imaginario que entonces no sospechaba que iba a ser una realidad obligada poco tiempo después. Y ya no va sabiendo uno qué rezar ni a qué santo encomendarse. Desde ese retiro escribo hoy, desde mi scriptorium, rodeado de papeles, tintas y vitelas, plumas y pinceles. Pocos salmos se escuchan en mi celda, guitarras y micros en barbecho, como tantas otras cosas. La congregación se ha dispersado, cada beguina o begardo en su eremitorio y así no hay manera de concordar antífonas y gregorianos. Que el Señor nos perdone, pero el coro va a sonar de pena cuando Él nos junte otra vez. Mucho debimos pecar cuando nos envía una plaga tras otra, alternada con tempestades que han llegado a desgajar los árboles que me gusta pintar. Falta la langosta, aunque mejor no dar ideas, que con lo que hay la de la guadaña está haciendo su agosto. Dicen que año de nieves, año de bienes. Imagino que no teniendo latifundio los bienes vendrán de rebote, aunque la prosperidad ajena siempre debe alegrar pues, igual que sus males, algo nos salpica a todos, que no hay que olvidar que cada uno tenemos un surco al servicio de nuestra despensa. Pero hasta segar, todo es hierba y ni siquiera ha brotado aún.

Cambiando de tercio, no he llegado, ni mucho menos, a echar de menos mis anteriores trabajos con los catecúmenos, y menos viendo que hoy se da clase en neveras con ventanas abiertas, pupilos y dómines equipados como para una expedición al Ártico, y muy perjudicada la motricidad fina, incluso la gorda, las pizarras con chuzos y los pupitres con reguillo. No sé si hubiera conseguido entender y aguantar ese gentío arriesgado en el aula sin tener dónde tomar en el recreo un cortado para evitar cercanías, aglomeraciones y contagios. Este virus es muy juguetón y selectivo, al parecer, va infectando por donde le señala el BOE y mantiene un extraño respeto por la educación, infinitamente mayor que el que por ella tienen gobiernos y ciudadanos, habitualmente tan parcos en agradecimientos como generosos en reproches. Acostumbrados a dar lecciones y a tomarlas, no es raro que en estas circunstancias extrañas y llenas de riesgos el gremio, como otros, esté dando una lección, destinada como se acostumbra al olvido pasado el trance. Lo único que añoro del oficio, de sus ritmos y sus cosas, aparte de la compañía y la conversación de mis colegas, es que partía el tiempo con la espera periódica y gozosa de unas vacaciones que permitieran recuperar la salud mental dentro de lo posible. Hoy atravesamos un día continuo y largo, casi sin referencias ni variaciones dignas de mención, pues solo la nieve desde la ventana o en las noticias nos recuerdan que estamos en invierno y dudo que este año podamos ir a ver los almendros en flor, a menos que se pueda ir a los cerros en metro, que entonces sí.

Nos han encerrado en casa dejándonos en las garras de las noticias, como en una jaula de tigres y aquí estamos agazapados en un rincón con la silla y el látigo a ver si las mantenemos a raya, que no sé si perjudican más los virus o las nuevas, que ni siquiera lo son. Como hoy todo es verdad, cualquier cosa y su contraria, intentaremos elegir bien a qué carta quedarnos. Por lo pronto, he iniciado los fastos celebratorios de mi cumpleaños haciéndome un análisis de sangre. Siempre me tomaba un cortao sujetándome el algodón para que no me saliera un cardenal, primado ni castrense, en la bisagra del brazo. Hoy ni eso. Seguramente el infierno de Dante lo era más porque allí no había bares para que se refrescara la condenación ni para pegar la hebra y hacer tertulia. Los españoles nos imaginamos el cielo con un bar en cada nube. He aprovechado para llevar el coche al taller para que le cambien los amortiguadores, que algo amortiguarán, y ver las esquinas y las aceras sin mesas, sillas y sombrillas resulta deprimente. Si no el fin del mundo, al menos el fin de un mundo más amable. Esperemos que todo rebulla pronto y que cuanto antes dé con nosotros la expedición del doctor Balmis. Mientras tanto se recomienda no bufar.

Vale.


lunes, 11 de enero de 2021

Epístola periodística


 Un crítico musical puede estar acostumbrado a diseccionar una interpretación para ver si Karl Richter es quien dio con el tempo exacto de los Conciertos de Brandeburgo, si I Musici grabó la mejor versión de la Primavera de Vivaldi o, incluso, si Eleanor Rigby hubiera sido lo mismo sin el arreglo del doble cuarteto de cuerdas de George Martin. Y se puede lucir comentando creaciones de tal altura.

Si, por las circunstancias, se viera obligado a hacer su trabajo acerca de las ejecuciones (musicales) de un rapero, sobre las interpretaciones de la rondalla del hogar de pensionistas del barrio o la Tuna de Teológicas, tal vez no quepa pedirle igual brillantez a sus crónicas.
Es lo que tienen la crítica y el periodismo, como tantas otras cosas. O tienen la rara suerte de que el medio y las audiencias les permitan dedicarse a filosofar, a trabajar sobre un campo concreto y especializado o a hacer crónicas literarias no ligadas a los eventos del día a día, o deberán volar más bajo para ponerse a la escasa altura de la política, con lo que sus crónicas difícilmente podrán alcanzar una grandeza de la que carece la realidad que reflejan. Si lo retratado es penoso, puedes escribir Los Miserables, El Buscón o novela negra, pero si lo que tienes que hacer es una crónica política de la actualidad para llenar la columna, difícilmente podrás librarte de la caspa que retratas. Los ingredientes suelen condicionar decisivamente el guiso. Si son pasables, puede salir algo interesante. Si están putrefactos, ya entra dentro del terreno de lo milagroso sacar algo digerible.
Iñaki Gabilondo deja el comentario diario de la política española. Habla de empacho y de hartazgo. "Creo que sé defender mis opiniones, pero cada vez me cuesta más tenerlas, cada vez me cuesta más afinarlas. El enconamiento partidista y la superpolarización han construido moldes de respuesta rápida, argumentarios para la exaltación, pero no me van, francamente. Para sumarse al día a día de una lucha tan encarnizada hacen falta unas fuerzas que yo ya no tengo y una fe que flaquea", ha reconocido.
Pobres periodistas. Y me refiero a la gran mayoría de ellos, pues hay otros, muy pocos, que merecen menos lástima. Por soberbia, abuso de su poder de influencia, no pocas veces puesto al servicio de bando, complicidad y, sobre todo, por sus silencios. Callar es a veces su mayor mercancía. Otros, usan la información como Al Capone su revólver. Acabo de leer el imprescindible “El hijo del chófer”, de Jordi Amat, sobre Alfons Quintà, uno de los periodistas más influyentes de la Transición, un psicópata que dio un giro a su carrera pasando de destapar a Pujol y a su Banca Catalana desde El País, a dirigir la creación de la televisión autonómica a las órdenes del capo Jordi. Dos criminales, aunque sólo Quintà llegó al asesinato. Tal para cual. No todos son Gabilondo. Ni todos los músicos son Vivaldi.