viernes, 29 de marzo de 2024

Epístola palabrera y vocabularia

Habría que meterse en muchas honduras y filosofías para analizar la fe que muchos (y no los mejores) tienen en el poder de las palabras para transformar la realidad de forma rápida y casi mágica para adaptarla a su relato. Hay muchos que, como yo, creen que lo mejor que podemos hacer con ellas es dejarlas vivir por su cuenta, pues no tienen dueño ni pastor al ser una destilación secular de la sociedad. Dejar que signifiquen lo que venían significando y no jugar con las cosas de entenderse para amparar desvaríos, cobijar falacias, enmascarar ideas de difícil digestión, malversar conceptos para camuflar realidades incómodas, imponer visiones, rebautizar todo aquello que los tergiversadores son incapaces de transformar, y demás perversiones del lenguaje de sus tribus, una neolengua que intentan imponer como primer paso para conseguir la hegemonía ideológica, antesala del poder absoluto e indiscutido que tanto les gusta. Vacían el significado de muchas palabras, a menudo las más importantes, que quedan hueras y desabridas, para rellenarlas con interesadas y novedosas significaciones y sugerencias, hasta llegar a que nadie sepa ya a qué nos referimos cuando hablamos de libertad, de igualdad o de democracia, de legalidad, de concordia o de justicia. Las palabras, nacidas para entendernos, son usadas para confundir y enredar, para dividir y para enfrentar, para estabular identidades, para esconder o modelar la realidad, con un uso entre tautológico y performativo, pero siempre engañador.

Ya la constitución de 1812, la Pepa, establecía con más ingenuidad que efecto, que el amor a la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo el ser justos y benéficos. Dicho y hecho, unos santos varones y hembras, como desde entonces hemos podido comprobar. Ese artículo, estrictamente aplicado, habría llevado a presidio a gran parte de la población, lo que ciertamente hubiera evitado muchos males. Como resultaría arduo, costoso y problemático, se acaba optando por poner la cárcel fuera, encerrar al personal en una celda mental que usa las palabras como barrotes.

Hay muchos orates y chamanes que viven en un perpetuo hágase la luz, confiando en que sus conjuros y abracadabras modifiquen la realidad, creando una nueva. Usan las palabras como encantamientos o polvos mágicos, como especias y aderezos que disimulen lo indigesto, insípido y diluido de su caldo ideológico, un cocimiento de su cocina adanista que tiene por ingredientes la demolición de toda costumbre, uso o tradición de un pueblo al que desprecian, la falta de respeto a las leyes y la descalificación de los que las aplican, la renuncia a la verdad y el desdén a la palabra dada, el desprecio por las formas, su falta de sustancia, sus grumos y la falta de limpieza con que se ha cocinado el guiso. Ni las manos se han lavado. No es raro que estas cocciones y adobos lleguen a ser infecciosos, pura salmonela verbal que acaba afectando al cerebro de los que se habitúan a alimentarse con ellos en el recogimiento de sus conventos.

Derecho a decidir, así a granel, eufemismo que enmascara el inexistente derecho de autodeterminación; voluntad o mandato popular, como carta blanca para el mesías de turno que se considera su único intérprete y depositario; restablecer o recuperar, para referirse a conseguir lo que nunca se tuvo, a volver a ser por fin lo que nunca antes se fue; llamar nación a lo que sólo es una pequeña parte de la única existente, plurinacionalidad por disgregación, federalismo asimétrico por institucionalizar la desigualdad y el privilegio entre ciudadanos antes iguales, referirse a los bancales o a las lenguas como sujetos de derechos que se arrebatan a las personas, decir que se persigue la concordia dividiendo al país en dos bandos irreconciliables separados por un muro que ponga a unos, los condenados, a la derecha y otros, los salvos, a la izquierda de Sánchez, un dios menor encastillado en su olimpo monclovita; el ver como mayor expresión de la democracia y respeto a la voluntad popular el hacer ley de las aspiraciones y desvaríos de grupos marginales electoralmente, es decir hacer suyos a cambio de apoyos parte de programas ajenos y antes combatidos que han sido rechazados mayoritariamente en las urnas, creyendo que cincuenta hombres forman un ciempiés en el que quien acaba mandando no es la cabeza, sino los pies que andan cada uno hacia un sitio diferente. La cabeza, con tal de marchar delante, se deja llevar y ni le preocupa la ruta ni se molesta en mirar hacia dónde le empujan los de atrás. ¿Qué podría salir mal?

No he entrado en escritos anteriores a argumentar en contra de algunas leyes y medidas porque hacerlo sería aparentar que realmente se debate algo, cuando ya está todo el pescado vendido, metáfora muy apropiada para el caso. No cabe el argumento, ni a favor ni en contra, cuando estamos ante una simple e indecente transacción de impunidades a cambio de permanencia en el gobierno. Como no hay nada más, todo lo que se pudiera añadir sobra, como el discurso urdido a posteriori por los promotores y defensores de tales desafueros. No cabe jugar con las palabras, aunque poco más pueden hacer para defender sus súbitos cambios de rumbo y sus rendiciones, siguiendo los pasos y el guion de la ventana de Overton. Hacemos lo que nos conviene o se nos impone, lo que nos parecía inconcebible y prometimos que nunca haríamos, y luego ya se nos ocurrirá alguna explicación. La parroquia ya está acostumbrada y los acólitos también han perdido la vergüenza. Con su pan se la coman y las urnas dirán, cuando toque.

Tal vez una de las palabras más equívocas, maquiavélicas y arteras de las que se nos imponen y que muchos nos negamos a dar por buenas, sea la de progresista. Aquí tendríamos un problema de petición de principio. Cualquier discusión en la que se admita sin rechazo ese señuelo es estéril por tramposa. Porque exige dar a una de las partes la razón de antemano, incluso antes de enunciar su idea o su propuesta. Si en Tebas lo dicen, en Tebas lo deben de saber. Roma locuta, causa finita. Si nosotros somos el progreso, los buenos, claro queda todos los demás sois los malos, los enemigos de avances y mejoras. Todo aquello que a nosotros, los ‘progresistas’, se nos pase por el magín, por definición, es lo acertado, la luz, lo benéfico, lo moral, lo conveniente, lo que traerá el progreso, como nuestros títulos indican. A los otros os queda el error, la oscuridad, la mala intención, la estupidez, la incultura, la indecencia y la maldad. Pensamiento religioso en estado puro: la fe verdadera frente al error culpable de los idólatras, la gente del libro frente a los paganos. 

Sobran argumentos, datos, realidades, medias tintas y matices. La verdad es una e indivisible, y la tengo yo, de forma que poco queda que debatir. En cualquier conversación en la que aparezca ese embeleco habría que parar y preguntar a quien se ampara en esa capa cuándo, cuánto, cómo y en qué ha contribuido al progreso. Tanto la persona que habla como la ideología que defiende y representa, por supuesto refiriéndonos a los resultados. A los éxitos y a los fracasos, a las consecuencias, no a las teorías, los discursos y las palabras. Quedaría claro quién en la historia, con sus luces y sus sombras, ha dado lugar a espacios de libertad, de justicia y de progreso cierto y verdadero y quien, contradiciendo a sus dulces palabras y promesas invariablemente incumplidas, ha creado infiernos de opresión, miseria e injusticia. Si nos referimos al fascismo, al de verdad, una inmensa mayoría, que casi se acerca a la totalidad, lo rechaza con abominación. Sin embargo, otra ideología igualmente totalitaria y criminal, más paralela que opuesta, aún parece que puede engallarse y mostrar nombre, símbolos y proyectos sin vergüenza, dedicándose a veces con relativo éxito a intentar retocar una Historia de la que no tienen ningún motivo, ni uno solo, para estar orgullosos. Sólo pueden recordar sin sonrojo aquellos cortos episodios en que algunos antecesores dejaron de ser lo que siempre han sido, efímeros aciertos que precisamente es lo único que sus sucesores hoy les reprochan y procurar corregir. Cuidando las palabras, poniendo pie en pared cuando nos quieran engatusar con ellas, evitaríamos tener que seguir hablando por hablar, enredados y perdidos en las nieblas de un debate teológico de imposible resolución.

Sólo faltaba el sindiós de los nuevos puritanismos, las palabras de las tribus identitarias, de los populismos de uno y otro lado, lo woke y lo política y supuestamente correcto. Ahora ya estamos todos.

 

lunes, 19 de febrero de 2024

Epístola galaica

La victoria tiene cien padres, pero la derrota es huérfana. La frase es tan cierta como que el pueblo es sabio, libre y perspicaz cuando acierta a votarnos a nosotros, los buenos, pero estúpido, aborregado y torpe cuando se equivoca y vota a los contrarios, a los malos. Muchos personajes de la política nacional, siempre los más incapaces y fanáticos, pasan así del amor y el respeto al pueblo soberano al desprecio y al rechazo hacia la chusma manipulada, en sus cambiantes valoraciones y etiquetas según les va el negocio.

Las elecciones gallegas iban a ser un plebiscito que daría la puntilla a Feijoo y, a la vez, paso a un gobierno voluntariosamente tenido por progresista, comandado por una fuerza política nacionalista que iba a traer progresos tales como la inmersión lingüística —tan exitosa, justa, respetuosa y liberal como la catalana—, el triunfo de una ideología decimonónica con el disfraz de la piel de cordero habitual ya en este eterno carnaval de la política patria, en el que nadie es lo que dice ser, la creación de una policía autónoma, que hace mucha falta, el dinero sobra y crea empleo para la peña, al paso que la región ingresaría en el selecto club del chantaje al gobierno central, abuso antiguo, pero ya sin control gracias a nuestro amado presidente, que Dios guarde, si es posible en un lugar alejado de la Moncloa.

No se trata de irse de España —nadie quiere irse, mientras puedan seguir ordeñando el presupuesto, que hacer sumas y restas aún saben algunos de ellos, se trata de echar a España de sus territorios. A todo lo que huela a español, desde el toro de Domeq y las corridas, al ejército, la Policía Nacional o la Guardia Civil. Crudo lo tienen con la siesta, la tortilla de patatas, casi tanto como con la lengua común y la Historia compartidas —principales enemigos a batir, junto con la Constitución—, la mayoría de las costumbres, tradiciones y talantes, así como con un carácter y una forma de ser mucho más indistinguibles entre regiones de lo que ellos quisieran. Compartimos demasiados defectos —incluso algunas virtudes—, arraigados durante siglos de vida en común. Por eso su misión es inventar, negar la evidencia, reescribir la Historia, cultivar hechos diferenciales que no van más allá de la muñeira frente a la jota o la sardana, el ribeiro frente al jerez o los aguardientes locales. La verdad es que, para cimentar derechos, de la paella, el cocido madrileño, la fabada asturiana o la escudella i carn d’olla, poco hay que sacar. Son tan compartidas y comunes como las boinas, todas fabricadas ya en China. De ahí que usen la lengua vernácula como una bandera, un muro y un arma, no una preciosa herramienta de comunicación, sino una destilación del espíritu de los bancales, invento romántico alemán que tantas guerras y desgracias ha traído a nuestro continente. Cuando vamos, aunque sea a Portugal, y mira que nos parecemos, sabemos que hemos llegado a otro país, cosa que no ocurre vaya uno donde vaya dentro de España. Les jode, pero es así. Dentro de muchas provincias hay más diferencias que las que uno encuentra al visitar otras regiones, siendo las más relevantes las derivadas de comparar la ciudad con al mundo rural.   

Vemos los resultados en Galicia, en los que Sánchez ha sacrificado una vez más a su propio partido, dejándolo a los pies de los caballos al potenciar otro separatismo que impida la alternancia en el poder del gobierno central—presentando como indeseable y temible toda derecha no separatista—, gobernando a costa de abonar el problema más grave que tiene el país —a menudo más psiquiátrico y contable que político—, los nacionalismos localistas e insolidarios, cebando el abuso en lugar de intentar mitigarlo. Ahora, como pintan bastos, se dirá que no hay que leerlos en clave nacional, como se haría si hubieran salido oros, que el PP tiene dos escaños menos que en la anterior legislatura, que si esto, que si lo otro o el pues anda que tú. Aunque, para su disgusto, conserva una vez más la mayoría absoluta, teniendo más votos que toda la izquierda junta, única forma de gobernar para el PP, de ahí el muro que se esmeran en levantar. Si no le importa el país, menos le va a importar el partido, simple instrumento de su ambición, un juguete roto en sus manos. De Sumar y Podemos, una vez pasada la risa, sólo queda resaltar la sabiduría de los gallegos, que parecen conocerlos bien y les niegan representación en la Xunta, como a Vox. Ni suman, ni pueden, como he leído hoy por ahí. Podemos queda con menos votos que el Pacma, es decir, que no les han votado ni sus familias, tal vez ni ellos mismos, pues en ese sector, cada persona es un partido. Lo de Iglesias ya es caso aparte, que su parroquia sí que no es ya un partido sino un velatorio, y él, más que un líder episcopal, ya resulta una curiosidad, ceñuda y paranoica, pontificando y confabulando en su canal para sus contados feligreses y para risión general. Otro Palmar de Troya como el de Puigdemont. Queda declararlos a ambos dos de interés turístico y que vengan los japoneses a hacer fotos a estos brotes tan curiosos que produce la huerta política patria, con frutos que se pudren antes de estar en sazón.

Leyendo ciertos periódicos se huele la prisa por pasar página, la decepción, el enfado, hasta el asombro. Ni siquiera les ha dado resultado el enviar a las redes a los ovejos con más cuernas del rebaño a seguir difundiendo la antigua foto de Feijoo diciendo que el PP es el partido de los narcos. Entre otras cosas porque nombrar a los narcos en estos momentos, acaba trayendo al magín de los votantes episodios tan recientes y graves como poco honrosos para algunos miembros del gobierno, a pesar de que hayan intentado apagarlos pronto proscribiendo minutos de silencio en las instituciones, lutos y demás reconocimientos hacia los guardias civiles asesinados en la piragua con que Marlaska les dota para enfrentarse a la mafia de los traficantes de coca.

Ni siquiera ha influido la torpeza del ‘off the record' de Feijoo, dando pie a las arteras y falsas interpretaciones de sus declaraciones acerca de la amnistía, los indultos y las condiciones en que estos últimos serían de recibo, esto es, una vez juzgados los delincuentes golpistas por los tribunales, pedidos perdones y comprometidos a no volver a delinquir. Cosas muy distintas a la rendición sin condiciones del señor presidente, siempre faltando a palabras, promesas y simulando tener algunos principios, algo reñido con lo efímero de los que dice defender. Creían que lo tenían cogido por salva sea la parte con el curioso argumento de que vais a acabar siendo casi tan sinvergüenzas como nosotros somos. Acusar a Feijoo de mentir y faltar a su palabra, viniendo de sus bocas, es para nota. ¡Cómo están los cimborrios de algunos, los que dicen esas cosas y los que las aplauden! Los esfuerzos de los acólitos más fervorosos por ir adecuando sus creencias a los meandros y conveniencias del jefe y el arrojo con que se lanzan a la palestra a defenderlos, aparte de ridículos e ineficaces, son reveladores de la escasa firmeza de sus convicciones, pareja a la del jefe, con esa inquietud y esa zozobra intelectual y moral de no saber qué coño andará uno defendiendo la semana que viene. Lo que sea menester. No cabe mayor indignidad e insolvencia ética.

Visto el ejemplo, Salvador Illa debe de andar preocupado, pues su jefe pone por delante su personal permanencia en el poder a cualquier otra consideración. Para seguir al mando necesita unos nacionalismos fuertes, aunque su partido vea en ese proceso comprometida su supervivencia, pues sigue logrando que desde que él lo dirige, los socialistas —o lo que hoy sean— no hayan ganado nunca ningunas elecciones. Dejará tierra arrasada, enfrentamiento y división, todo peor que cuando llegó. ¡Viva el progreso y quien lo trujo!