domingo, 28 de junio de 2020

Encíclica "Perversi difficile corriguntur"


   “Perversi difficile corriguntur et stultorum infinitus est numerus”, tradujo san Jerónimo de Estridón en el siglo V cuando trasladó la Biblia al latín desde su versión hebrea por orden de Dámaso I. El papa, no el torero ni el académico. No era exactamente eso lo que decía el Eclesiastés, que en su literalidad afirmaba que lo torcido no se puede enderezar y lo que falta no puede contarse. No está mal. La soberbia intelectual propia del oficio le llevó a no limitarse a intentar escribir como Dios, sino a pretender hacerlo mejor. Tamaña inmodestia no le impidió llegar a santo y, en su disculpa, hay que reconocer que decir que “los perversos difícilmente se enmiendan y que el número de los tontos es infinito” mejora el original, aunque se quede corto en su cálculo acerca del número de los tontos y pierda sonoridad en nuestro idioma, una degeneración más del latín. No tengo ni tiempo ni forma de contar los habitantes del planeta en el siglo V, y menos en los tiempos bíblicos, pero hablamos de unos pocos cientos de millones de individuos. Suponiendo que todos ellos fueran tontos, y muchas muestras han dejado de no serlo más que nosotros y algunas de que lo eran menos, aun así la masa total de estupidez sería también infinitamente menor que la que, por todos los indicios, alcanza en la actualidad.

    Muchos libros se han escrito intentando describirla con intención de evitarla, y a pesar de su abundancia y grosor no consiguen agotar el tema, al paso que fracasan en su intención. Menos lo hará este escrito, tanto por falta de espacio y de capacidad del analista, como por la inmensidad del objeto que se estudia.  

    Empecemos por lo obvio: la estupidez es virtud compatible con cualquier naturaleza, carácter, ocupación, doctrina o ideología. Es más, podríamos llegar a pensar que es condición imprescindible para la difusión de no pocas, y parte no despreciable en el contenido y origen de otras. Este desarreglo, que más podríamos llamar irracionalidad, pues así parece que nos ofende menos, es sustancia que abona y estimula la degeneración de cualquier idea, concepto o plan, un factor que multiplica los potenciales desenfoques y efectos perversos de todos ellos. Si en origen una idea no es mala ni cabría esperar de su aplicación consecuencias perniciosas, la imbecilidad acaba encontrando el camino y la manera de conseguirlas. En realidad, usamos este vocablo de tan amplio espectro por comodidad, aunque sus variadísimas formas de manifestarse podrían ser catalogadas con más tino hablando, según los casos, de distintas mezclas y combinaciones de ignorancia, falta de inteligencia, pereza, desapego hacia la realidad, debilidad mental, superstición, prejuicio, dogmatismo y otras virtudes en proporción variable. Unida a la maldad es algo sobrecogedor.

    Es cierto, la más noble de las ideas puede convertirse en aberrante cuando es interpretada o aplicada por la mente de un imbécil. Ya Cipolla nos ilustró acerca de cómo la estupidez puede ser —y de hecho es—, más peligrosa y nociva que la mera maldad, pues lleva a los más tontos a dañar a todos, incluso a sí mismos, sin alcanzar ningún beneficio personal, y menos ajeno. El que es simplemente malvado tiene ciertos límites pues, siendo capaz de anticipar las consecuencias de sus acciones, puede pisar el freno y detenerse a tiempo, antes de la catástrofe. La estupidez no tiene límites, frenos ni barreras; no ve los barrancos ni les teme; afecta tanto a individuos como a sociedades enteras y la Historia está llena de tragedias que desavisados estudiosos intentaron achacar a posteriori a otras causas más complejas e improbables, pues una de sus muchas manifestaciones es precisamente la de hacernos incapaces de verla como uno de los motores ubicuos y eternos de la andadura y de los fracasos de nuestra especie.

    La estupidez compartida, algo pegajoso que embadurna y atrapa con viscosidad de planta carnívora, es ingrediente que aparece en el origen de muchas de las realizaciones más desafortunadas, crueles e irracionales de la aventura humana, que hoy nos parecen absurdas, aunque no estemos demasiado lejos de reeditar algunas de ellas. Eterna y ubicua ha sido la irracionalidad estúpida, siempre en tensión con la inteligencia, que a veces consigue compensarla y muchas otras no. Se entra en terreno peligroso precisamente cuando la inteligencia y la discrepancia empiezan a molestar, cosa que hoy comienza a ocurrir. Sin referirse de forma expresa a esta variable, aunque sí a sus manifestaciones, Gibbon y Spengler, entre otros muchos, estudiaron y describieron sus efectos en la decadencia de algunas civilizaciones. Otros han rastreado su trayectoria y sus consecuencias, a veces trágicas, centrándose en el campo militar o en el académico, en la religión o en la ciencia, en la industria o en las artes. Hay tajo. No existe terreno o actividad en la que la estupidez no haya demostrado ser pieza relevante y actor principal. Lleno está el mundo de batallas perdidas, objetos inútiles y absurdos, costumbres y leyes inexplicables, países riquísimos arruinados, vergeles convertidos en desiertos, edificios desplomados, civilizaciones fracasadas y desaparecidas, doctrinas descabelladas o gestiones criminales defendidas por una amplísima y exquisita feligresía que ve como asumible en aras de la causa la lejana y ajena multitud de muertos de hambre rodeados de abundancia, similar a la que mantiene  bullendo en museos y bibliotecas no pocos libros y obras que quisieron pasar por arte, y así hasta completar una lista inmensa de despropósitos cuya exuberancia nos muestra a la estupidez en todo su esplendor. Sin duda, ha sido y es uno de los motores de la Historia.

    Como los vampiros, la estupidez no se refleja en los espejos, por eso tal vez siempre nos parece ajena. Aunque nadie estamos a salvo de ella, no resulta fatalmente perniciosa cuando es esporádica, si no, pocos quedarían vivos. Pero cuando se apodera de alguien ya no hay arreglo, es oficio que se ejerce 24 horas al día y es tanto más perjudicial cuanto más alto llega quien la padece. Hay muchas variedades, grados y campos de aplicación, y todos tenemos por qué callar. Cuando es tenue y solitaria puede pasar desapercibida, incluso pueden quedar desactivados algunos de sus peligros si se dirige a temas o actividades inocuas. Uno puede dedicar su vida a construir catedrales góticas a escala 1:1 con mondadientes, a criar anacondas en el piso o a cualquiera de esas actividades o conductas extremas que te pudieran hacer acreedor al premio Darwin, en reconocimiento de tu aportación a la mejora de la especie por el simple expediente de hacerse desaparecer sin descendencia. Mientras todo ello se sufra en silencio y en soledad, la cosa no va más allá. La sociedad actual puede permitirse esos lujos.

    Lo peor es cuando la estupidez se agremia, se arrebaña, se aúna en una causa común que destile y condense la suma de las estupideces individuales. Las ovejas, aunque sea poco, deben ser más tontas que el pastor, pues de otra forma se hacen librepensadoras y se desmandan. Eso nos lleva a otro de los principios que ni Erasmo, ni Musil, ni Paul Tabori, ni siquiera Murphy o Lawrence J. Peter ni otros estudiosos del tema, han llegado a concretar, hasta donde yo sé. Luego le buscaré un nombre al axioma; por lo pronto podríamos enunciarlo diciendo que para mantener vivas y unidas ciertas organizaciones es necesario que los seguidores sean más estúpidos que el líder, si cabe.

    A veces lo tienen difícil, pues el listón está alto, pero hay gente para todo, incluso los hay capaces de intentar aparentar mayor estulticia de la que les adorna. Así vemos que a menudo en la política actual, un mal sucedáneo, ocurre como en el salto con pértiga, que, aunque parezca imposible, siempre hay quien se las ingenia para saltar un centímetro más, hacia afuera del tiesto, como se acostumbra en el gremio. Estos avances son vertiginosos, de un día para otro, mientras que en el deporte se tarda muchos años, pues es cosa que requiere mucho esfuerzo y dedicación, mucho entrenamiento y estudio. El siglo pasado el listón en pértiga estaba cerca de los seis metros. Veinte años después se ha elevado unos veinte centímetros, a centímetro por año. La estadística nos indica que dentro de cinco siglos el listón se colocará a más de once metros de alto. Ya se buscarán las mañas, recurriendo a nuevas fibras para la vara o a la cirugía, incluso a la incrustación de proteínas o aminoácidos de pulga o de canguro en el ADN del saltante, pero todo apunta a esas elevaciones de listón. En política las previsiones no son tan optimistas ni la cirugía ofrece solución.

    La estupidez es más elástica que la pértiga, se estira y se estira, se dobla, se comba y se cimbrea, pero pocas veces se rompe. Cuando lo hace cambiamos de era, pues si ha alcanzado un tamaño ingente, una masa crítica ya incontrolable, su rotura produce efectos devastadores, en forma de revoluciones, genocidios o totalitarismos, episodios catastróficos siempre dirigidos por un demente, pero imposibles sin el soporte y aliento cómplice de la masa sometida. Por eso apuntaba al principio a la irracionalidad adobada por otros desarreglos como origen de estos disparates, pues hablar de estupidez banaliza sus formas extremas, las hace algo más cercano y casi asumible.

    Ese afán de superación, de ir más allá está presente en el deporte, competitivo por esencia, pero no debe extrañarnos que ninguna otra actividad se libre de entrar en retos y competiciones. Ni san Jerónimo pudo evitarlo. Citius, Altius, fortius… stultior. Aunque muchos campos, oficios e industrias han quedado fuera de ese eterno estiramiento hacia lo que, si no mejor, al menos es más gordo, más aparatoso o más descomunal, como buenos darwinistas, nos mantenemos en la ingenuidad de pensar que todo tiende a mejorar, a crecer, a perfeccionarse. Esa idea acerca del progreso que nos encandila y no pocas veces nos confunde, en sus últimas consecuencias, nos llevaría a pensar que ocurre igual con cosas que dejamos fuera de la ecuación. Por ejemplo, deberíamos sospechar que la estupidez crece, se desarrolla y se propaga con la misma rapidez y eficacia que otros avances, como la rueda, la enología o la altura de los edificios. Es de suponer, pues, que la estupidez ha avanzado con el paso de los siglos, se ha hecho mayor, ha colonizado terrenos hasta ahora vírgenes. Incluso que, como tantas otras cosas, ha visto acelerado su ritmo de crecimiento. No sé si esta visión tan pesimista es sostenible, pues mirando al pasado encontramos en lo tocante a irracionalidad algunas realizaciones aparentemente insuperables. Podemos llegar a la tranquilizadora conclusión de que, de forma generalizada, aún no hemos conseguido ser todos más tontos que nuestros antepasados, aunque estamos en ello. Por supuesto, no caigo en el error de cotejar individualidades. Si me comparo con Platón o con Bach, con las pintoras del paleolítico o con Leonardo da Vinci, dejo a nuestra época a la altura del betún. Si me compulso con un pastor de las estepas de hace dos mil años, de los hunos por ejemplo, en algunos aspectos pudiéramos llegar a pensar que algo hemos mejorado.

    Pero si en el pasado, en cualquier época, podemos ver despuntar cumbres de esporádica genialidad sobre la llanura de una masa desentendida, informe e irracional, hoy vemos paisaje semejante todos los días. Y lo sufrimos. Democracia, igualdad, paz, justicia, ecologismo, tolerancia… Cualquiera de esas ideas y valores, indudablemente benéficos, pasados por el filtro de una estupidez que los vacía de contenido, se pueden tornar perniciosos. Muchos son los ahuyentados cuando ven la igualdad que evitaría discriminaciones usada para crear nuevas desigualdades, la libertad censurada y limitada por libertarios, la paz defendida a hostias o la tolerancia acaparada y racionada por los intolerantes. Una defensa torpe y cerril, a menudo impostada y basada en argumentos equivocados, incluso de mentiras y errores que se sabe que lo son, pero que se esgrimen por hacer gordo el caldo de la causa, pueden llegar a hacer dudoso lo indudable, puesto en duda precisamente por llegarnos de bocas que usan lo falso para defender lo cierto, lo turbio para mostrar lo claro y lo ridículo para predicar lo serio. A menudo esta forma elemental y necia de actuar, perjudica seriamente aquello que tan mal se defiende, pues la oquedad de las mentes, la falsía, y la palmaria estupidez de los orates hacen que se cuestione hasta la ley de la gravedad si se explica como efecto de la acción de alienígenas.

    Buscando en las leyes de Murphy tampoco he encontrado descrito ni nombrado un axioma que existe y es el que podríamos enunciar diciendo que no hay teoría ni idea, por disparatada que llegue a ser, que no sea capaz de recabar defensores, a veces hasta el fanatismo. Cualquier propuesta, sea el terraplanismo, la oposición a las vacunas o la fe inquebrantable en la bondad humana, siempre encuentra clientes, pues hay millones de semovientes que se acogen a las doctrinas con la fe del carbonero, que no necesita ni pruebas ni el soporte de la realidad. Abundan gurús de blancas sayas y luengas barbas que se bajan del Rolls para ser jaleados y adorados por una multitud de sectarios famélicos a los que se les ha adoctrinado acerca de lo conveniente de vivir en la pobreza, cediendo rentas y patrimonios al líder y su cuadrilla, cuya altura de miras y santidad les hacen inmunes a la perniciosa influencia que la riqueza, sin duda, ejerce en el común de los fieles. Sin túnicas ni turbante, pero con semejante proceder y discurso, vemos a muchos profetas alcanzar altas magistraturas en países que nos tenemos por civilizados. Aupados por nuestros votos.

    Por lo pronto, la estupidez sideral de algunos defensores de causas nobles ahuyenta de ellas a las personas que conservan algo de sentido común y de capacidad crítica, hoy ovejas negras, o cosas peores. De esa forma, muchas causas no prosperan, no se generalizan, más por la perniciosa influencia de sus defensores que por los argumentos y oposición de los detractores. Gran parte de la dudosa razón que algunos tienen es la que se han agenciado recolectando parte de la que han  perdido los otros. La razón para el que barre, pues a menudo la poca que uno tiene la ha encontrado escarbando en el cubo de la basura del contrario. Por eso gran parte de las argumentaciones y reproches que escuchamos son de carácter negativo, basados en el rechazo más que en la propuesta. Cuando no se tienen ideas, o las que se tienen no se sostienen solas, es más fácil intentar apuntalarlas con los errores ajenos que basarlas en argumentaciones y propuestas propias, que llegan a ser prescindibles. Se recaban apoyos para la víbora blandiendo el espantajo de la ponzoña del alacrán. Aplicando las leyes de la economía del esfuerzo, como es más fácil, es más frecuente la critica que la propuesta. Si es mucho más sencillo, como ocurre en la mayoría de los casos, no es necesario hacer aportaciones positivas, planes ni propuestas con fuste, pues se alcanza el poder simplemente desnudando al contrario. Aunque el vencedor ande en carnes. Si uno es capaz de dirigir la atención hacia la estupidez y los errores del enemigo, ambos estadísticamente probables y acreditados con frecuencia, no es necesario contraponer inteligencia ni bondad propias, a menudo escasas y a veces ausentes.

jueves, 18 de junio de 2020

Epístola del cuñao

    Una de las figuras que abundan en la confusa y desnortada situación actual, río revuelto en el que intentan pescar legales y furtivos, capuletos y montescos, es el personajillo que la sabiduría popular ha dado en llamar “cuñao”. En realidad no es un actor nuevo. Siempre ha habido sujetos a los que su ignorancia acerca de casi todo les lleva a considerarse capacitados para opinar sobre cualquier cosa, persona u ocupación. De epidemias o de economía, de política o de música, de arte o de ciencia, de todo lo divino y de lo humano tienen algo que decir. Algunos incluso llegan a escribir libros, algo admisible si fueran de ficción, que es su terreno. Todólogos podríamos llamarles con mayor precisión, aunque perdiendo el gracejo y la chispa de las sabias creaciones anónimas que el pueblo hace suyas. Es un síndrome estudiado, un trastorno que se conoce como efecto Dunning-Kruger, que brevemente podríamos resumir diciendo que cuanto más incompetente es una persona más difícil le resulta ser consciente de su propia incompetencia. Da lugar a una desmesurada autoestima poco acorde con la capacidad real y los merecimientos del afectado por este desarreglo mental.

    No es la ignorancia, por grande que llegue a ser, condición suficiente para sentar plaza como cuñao. Para que el común llegue a considerar a un opinador sin fuste como pariente se necesitan otras cualidades y características, aunque todas ellas fáciles de desarrollar con poco esfuerzo. Un cuñao como Dios manda necesita alcanzar cierto nivel de estupidez y de ignorancia engreída, suficientes como para dar el siguiente y definitivo paso: conseguir ser ridículo.  No hay que confundirlo con el verdadero crítico, pues entre ellos los hay nobles y con fundamento.

    Es cierto que el gremio de los críticos suele acoger mucho frustrado y no es raro que entre ellos abunden los que se apuntan a los beneficios de encaramarse a una torrecilla mal cimentada para desde allí desollar impunemente a los que crean, interpretan o desarrollan aceptablemente una actividad que el mal crítico intentó ejercer con resultados mediocres. El conocimiento, a veces somero, del tema y de sus dificultades, unido a que el crítico no tiene por qué ser totalmente estúpido, ni suele serlo, le lleva a tomar la prudente decisión de limitarse a juzgar sólo aquello de lo que entiende, aunque él, de antemano, se considere incapaz de hacerlo de forma medianamente aceptable. Incluso puede dar cabida a cierta benevolencia sólo enturbiada por la envidia. Ya Les Luthiers decían de Johann Sebastian Mastropiero que, consciente de su incapacidad creativa, decidió dedicarse a la crítica musical.

    Sí, el oficio de crítico siempre tiene un fondo de frustración, de fracaso. Los mejores de ellos, los más sabios y decentes, llegan a reconocerlo. Steiner, brillantísimo crítico, pensador centrado en las generalidades, la más rara y difícil de las especializaciones, recientemente fallecido para desgracia de la alta cultura, dijo que sólo se reprochaba no haber tenido el valor de enfrentarse a la literatura “creativa”, no haberse atrevido a escribir los libros que quisiera haber escrito. Nos lo cuenta Nuccio Ordine, que publicó como entrevista póstuma el resumen de una conversación mantenida con Steiner durante décadas. Este crítico genial jamás se atrevió a compararse con los escritores a los que interpretaba, a pesar de ser superior a muchos de ellos. También dijo Steiner que se sintió como si le hubieran dado un premio Nobel cuando leyó que Gershom Scholem opinaba de él que no era demasiado estúpido. En eso también se diferenció de muchos otros a los que su propia estulticia siempre les parece poca y dedican sus vidas a acrecentarla y a hacerla pública.

    Como se ve, no echamos mano de Steiner, cuya reciente muerte hemos llorado, como ejemplo de las miserias del crítico. Es una de las cumbres del oficio de interpretar, y llamarle crítico literario o cultural es empobrecer su aportación filosófica, su ayuda impagable para entender la vida, la Historia y la humanidad a través de los libros. De estos escasos guías cimeros para abajo hay un largo camino cada vez más mediocre y estéril. Va desde los críticos honestos e independientes hasta llegar al empleado que redacta al dictado reseñas de libros o estrenos de teatro, música o cualquier arte o actividad que raramente llega a entender. Ni lo necesita pues, como decimos, sus juicios y valoraciones son de carácter comercial, de encargo sometido a intereses ajenos.

    El cuñao vuela más bajo aunque va más allá. Es abundante y ubicuo.  Todo lo abarca alguna de sus variedades, pues no hay tema que escape a su escrutinio y no hay nada ni nadie que se libre de sus vanos consejos y juicios. En realidad, no es el cuñao un crítico, ni en la peor de sus variantes, la de creador o intérprete frustrado, pues ni a ello alcanza. Este ser hueco y venenosillo opina de todo con esa desenvoltura y ligereza que consiente la ignorancia. Suele ser un voceras que siempre cree llevar razón, una razón que no necesita de argumentos pues, aunque opina de oído, cree que su sola opinión basta. Esta variedad va de lo inofensivo, aunque molesto y cansino, hasta lo pernicioso, pues siempre encuentra calor en los más tontos. Pero a ambos se les ve venir, lo que limita su peligrosidad.

    Hablamos ya de otra cosa más grave cuando un semoviente, además de voceras, es un vocero, un portavoz, en cuyo caso ni siquiera necesita creer que lleva razón, pues está al servicio de alguien o de algo, persigue una liebre de la que espera sacar alguna molla en el reparto, aunque casi siempre ha de contentarse con las sobras. Este tipo, que trasciende al verdadero y casi inocuo cuñao, ya es más ruin y despreciable, aunque todo admite mejoras. No tiene demasiados límites ni frenos, pues no se suele detener ante el insulto o la descalificación gratuita. La verdad le resultaría un estorbo si necesitara ser escrupuloso con datos, hechos y realidades. No es su caso.

    Llegamos así al último en decencia, el vocero politizado, ponzoñosa subespecie de cuñao, a veces semiprofesionalizado, otras freelance, que en casos extremos roza lo criminal, superando en peligro y maldad a todo lo anterior. Aspirante a político, sin atreverse a serlo, su labor mercenaria ya no es esporádica, espontánea ni ocasional, su pecado no es picar aquí y allá opinando de lo que no sabe. Su cuñadismo es sistemático, sabe que es un oficio del que se puede llegar a vivir y ello intenta; responde a un guion y se dirige a un público concreto, los creyentes de los que espera sustentarse, un grupo compacto que recibe con calor sus mensajes, justo lo que desean escuchar. Habla a la parroquia, pero siempre se mantiene atento a la mirada del obispo, cuya satisfacción es promesa de futuras recompensas y ascensos. Aspirando a medrar arropado por el grupo al que sirve, resulta ser crítico poco acostumbrado a recibir críticas, incapaz de asumirlas, siempre amparado por la unánime ortodoxia de la feligresía. Tiene garantizados los aplausos, lo que le confunde y le engaña acerca del valor real de sus opiniones, que no sobreviven en campo abierto. Cuando se le cuestiona se sorprende, le sube la tensión, lo que aumenta su agresividad y le lleva a agarrarse con más fuerza a su argumentario, a su catecismo.

    Su audiencia habitual, su caladero, viene a ser una ideofactoría donde se reparte un pienso al gusto de peces desbravados, mansos, de domesticada militancia, poco hechos a mares abiertos, a nadar por libre. Es fácil recuperar la tendencia de la especie, —que solo se supera pensando— a vivir y moverse formando apretados cardúmenes que, como un solo organismo, siguen al primero de la fila de forma automática, sin necesitad de conocer ni la ruta ni el destino, dando inesperados giros y revueltas, pues el primero a veces tampoco sabe hacia dónde va. Se trata de moverse por moverse, mejor cuanto más rápido, que la lentitud y la calma pueden dar lugar a que los individuos se hagan preguntas incómodas. Pueden vivir sin saber que sus movimientos acaban respondiendo a los deseos y rutas de un timón lejano.

    A veces este tipo de vocero consigue pescar a algún incauto, atraerlo al rebaño durante un rato o ya para siempre. Su única aportación positiva es que nos permite a veces conocer un poco mejor a algunos farsantes, especímenes que considerábamos peces semisalvajes, aún capaces de nadar en aguas bravas, de los que se alimentan de sus propias capturas, y que ahora vemos del brazo del vocero, haciendo el papelón de un feligrés más, que comparte sus opiniones y sus consignas, mostrándonos que también eran de piscifactoría y que ya se alimentan del mismo pienso.